1923

1923, el último año.

La situación general es de desconcierto. El país vaga sin rumbo. La investigación que se realiza sobre el desastre de Annual y los escándalos de la administración militar en África ofrecen un resultado demoledor. Puede considerarse que la última decisión importante de Sánchez Guerra fue la destitución de Martínez Anido. El Gobierno del cordobés no da para más. En diciembre del 22 es sustituido por el liberal Manuel García Prieto, pero la capacidad de movimiento de éste era escasa. Empezaba a circular el rumor de que se estaba preparando un golpe militar.

Por su parte, Cataluña era un enjambre. El relevo del siniestro dúo Anido-Arlegui sumado a la orientación pacifista que trataban de imponer Seguí y Pestaña había rebajado los asesinatos y los actos terroristas a unos niveles que meses atrás habrían resultado increíbles. Sin embargo, el enredo político no dejaba de complicarse.

Ángel Ossorio y Gallardo, testigo privilegiado y biógrafo de Companys, describe así la encrucijada: «la situación de Cataluña era absolutamente insoportable. La Lliga Regionalista estaba tan desorientada como su jefe Cambó, que daba bandazos yendo de una táctica a la contraria. Las masas catalanas sentían una tentación separatista, bien meramente espiritual del naciente partido Acció Catalana, bien la materializada de Macià y su Estat Català. Todos los grupos aborrecían a la monarquía, pero no se inclinaban a la República porque ésta se hallaba en España encarnada en Alejandro Lerroux». Ossorio, irremediablemente, acaba el párrafo recordando el entorno de Layret: «Marcelino Domingo sólo contaba con una fuerza personal en Tortosa. Layret estaba enterrado. Companys no estaba cuajado todavía. No. No se advertía tampoco solución constructiva por el lado de Cataluña».

Los cambios en el Gobierno repercutieron en Barcelona. El estoico general Ardanza fue sustituido como gobernador civil por Salvador Raventós Clivilles, hombre de confianza del nuevo presidente. También hay cambios en la cúpula de la policía barcelonesa. Ingresa en ella Julio de Lasarte. Lasarte, como se recordará, fue el capitán de la guardia civil reclutado por Bravo Portillo para confeccionar aquel exhaustivo fichero en el que quedaban registrados todos los dirigentes anarquistas y sindicales. Un material que tiempo después sería conocido como Los Archivos del Terrorismo Blanco y del que, como sabemos, se habían beneficiado ampliamente Martínez Anido y Miguel Arlegui. Es fácil comprender que el nombramiento de Lasarte fuese recibido con preocupación por parte de los sindicatos. La amenaza de un nuevo periodo negro flotó en el aire.

Por su parte, el encuentro entre Salvador Seguí y Juan Laguía había producido efecto. En el último mes de 1922 los dos sindicatos llevaron a cabo alguna acción conjunta. No era lo que Laguía ansiaba ni se vislumbraba que pudiera llegarse a un pacto general, pero la influencia del Noi del Sucre se había hecho notar. En Calella, ante una demanda de mejora económica por parte de los trabajadores, los empresarios habían decretado un cierre patronal. La respuesta fue la convocatoria de una huelga conjunta por parte de la CNT y el Libre. Por primera vez los empresarios se encontraron con unos trabajadores unidos y sin fisuras.

Sin embargo, un odio fraguado sobre tantos muertos no puede diluirse de un día para otro. Todavía se producen escaramuzas entre un sindicato y otro. Seguí, Pestaña, Laguía, Peiró, contienen las represalias y frenan a sus partidarios. Pero, como ya sabemos dentro de la CNT hay elementos que el Noi del Sucre no puede considerar precisamente como partidarios.

El año comienza con un pleno regional de la CNT. Se celebra el 2 de enero, en la Barceloneta. Aunque se espera que el Noi del Sucre intervenga, finalmente no hace acto de presencia. Sus directrices, sin embargo, están claras y se aceptan por una amplia mayoría. El ideario de Seguí sobre la sociedad paralela está en marcha. En la reunión se acuerda la creación de una serie de cooperativas y de escuelas nocturnas. El sindicato debe preocuparse por cubrir las necesidades físicas y de abastecimiento de los obreros tanto como por elevar su nivel cultural. Nuestra arma más poderosa será la cultura, sin cultura nunca alcanzaremos la libertad, repiten una y otra vez.

Juan García Oliver, uno de los destacados líderes de Los Solidarios que había acudido al pleno regional, puede atestiguar hasta qué punto la postura de Seguí crea animadversión dentro de algunos sectores de la CNT. En sus memorias recuerda que las sesiones de mañana y tarde transcurrieron dentro de la normalidad. No así la de la noche. Para esa sesión, García Oliver ha sido nombrado presidente de Debates, dicho de otro modo, es el responsable de coordinar las discusiones y otorgar a un miembro o a otro la palabra. Momentos antes de que comience la asamblea nocturna, alguien —que García Oliver se niega a identificar— le entrega una nota:

Compañero presidente, nos hemos enterado de que en la sesión de esta noche tomará la palabra el Noi del Sucre. Te advertimos que si le otorgas la palabra lo mataremos aquí. El grupo Fecundidad.

El futuro ministro de la República afirma en sus memorias que se siente terriblemente sorprendido, «me quedé lívido». Él mismo está empeñado en acabar con la línea moderada del Noi del Sucre pero no cree que ése sea el método a emplear. Tampoco cree que la gente de Fecundidad sea capaz de llegar a esos extremos. Toma la nota como la manifestación de un estado de ánimo. Por suerte, la ausencia de Seguí evita poner a prueba lo que García Oliver cree o deja de creer.

En cualquier caso, el pensamiento de García Oliver y los suyos está claro. Con el fin de desestabilizar al Noi del Sucre y acabar con ese prestigio que lo hace intocable, varios grupos de la misma cuerda que Los Solidarios o Fecundidad se reúnen días después con el objetivo de trazar su estrategia inmediata.

Para alcanzar la revolución y el derrocamiento de la clase burguesa tienen que empezar a actuar desde ese momento, al margen de los profetas y los especuladores. Nombran un comité destinado a organizar las actividades, las publicaciones, todo lo que está encauzado a la inmediata agudización de los conflictos y a la futura toma del poder. Es lo que el propio García Oliver llama «La Gimnasia Revolucionaria».

La patronal toma nota. Pero, lo que es peor, previamente ha tomado nota de los movimientos que viene realizando el Noi del Sucre. Su aproximación a la política, su relevancia nacional cada vez más evidente y su influencia para llevar a la CNT a un juego democrático y organizado con el que va ganando las demandas laborales que plantea, lo convierten en alguien mucho más peligroso que sus compañeros violentos. «Ese Seguí pacifista es mucho más explosivo que todos sus amigos juntos cargados de bombas», se oyó decir más de una vez en los círculos de empresarios barceloneses. «Con las huelgas que pone en pie y sus negociaciones nos desarma. Es el más subversivo, el más resbaladizo, el más dañino».

La violencia, por encima de todos los dramas provocados, había sido un regalo para la patronal. Sin ella era más difícil que los políticos le dieran un apoyo incondicional. La violencia dejaba en segundo plano las reivindicaciones, la razón, los derechos. A la violencia se respondía con una violencia mayor. Era un juego en el que, respaldados por las autoridades, siempre ganarían. Por el contrario, el Noi del Sucre les planteaba una dura partida de ajedrez. Estaba pisando un terreno verdaderamente peligroso.

Los empresarios, naturalmente, no daban la batalla por perdida. Había que resucitar el viejo espíritu del odio, el dulce sonido de las armas retumbando en las calles de Barcelona. Ellos, como los partidarios de la Gimnasia Revolucionaria, también desean que se agudicen los conflictos.

El día 24 de febrero es asesinado Amadeo Campi. Campi, un «honrado y pacífico obrero» según lo define un diario de Madrid, era presidente del Ramo del Agua, del Sindicato Libre, y esa tarde, cuando está tomando café en un bar llamado el Apeadero, en el barrio del Clot, un individuo al que nadie identifica, apenas una sombra, se sitúa en la puerta del bar y desde allí dispara cinco veces sobre él. Todo el mundo se echa al suelo, se vuelcan las sillas, cae un par de mesas. Cuando el estruendo ha pasado, los parroquianos rebullen, se levantan mirando a un sitio y a otro, uno de los acompañantes de Campi lo conmina a incorporarse, «Va, levanta, cagón, que ya ha pasado todo». Pero Campi nunca volverá a levantarse, ya está prácticamente muerto, y bajo su cuello asoma una mancha oscura de sangre.

La policía se pone inmediatamente en marcha y desde la patronal, Félix Graupera, su presidente, emite un doloroso comunicado en el que lamenta lo sucedido y quiere mostrar su confianza en que los desmanes terroristas del pasado no vuelvan a aparecer.

Dos días después del asesinato es detenido como principal sospechoso el cenetista Miguel Font Viñas. Según la versión oficial, la policía se había puesto tras sus pasos al saber que un par de semanas antes Campi y Font habían mantenido una fuerte discusión en medio de la cual y ante numerosos testigos Font amenazó a Campi con unas palabras que la policía consideró como un claro indicio del futuro asesinato. «Muy pronto dejarás de gallear». En casa de Font, además, se encuentra un revólver que, a pesar de que no parece haber sido usado recientemente, por su calibre bien pudiera ser el empleado en el bar Apeadero. Pero nadie muerde el anzuelo.

Los primeros que dicen desconfiar de la versión oficial son varios líderes del Sindicato Libre, Laguía entre ellos. Casi al mismo tiempo, es la CNT la que sale en defensa de Font y desmiente las acusaciones que se vierten sobre él.

Es verdad que existió la pelea, pero son varios los compañeros que afirman haber estado con Font en el momento en que Campi fue tiroteado. Y aunque la policía se niegue a dar crédito a esa coartada, al menos tendrá que creer que al revólver de Font le falta el percutor y tiene óxido en el ánima. Sí, es posible que el arma fuese otra y que Font se hubiera desprendido de ella, que no estuviese donde varios testigos afirmaban y que su figura fuese la que se había asomado al umbral del Apeadero para descerrajar cinco tiros sobre Amadeo Campi y que así dejase de gallear definitivamente, pero también era posible, y mucho más probable, que Miguel Font Viñas no tuviese nada que ver con aquel asunto.

Así lo reconoció también una parte de la patronal, la menos virulenta, la que no quiso verse involucrada en aquella muerte y miró acusadoramente hacia la cúpula de su propia organización en busca de responsabilidades. Porque, una vez descartada la autoría de Font, y de cualquier otro militante de la CNT, aquellos miembros moderados de la patronal se preguntan algo que los sindicalistas, tanto los del Libre como los de la CNT, ya habían dado por resuelto. ¿A quién interesaba sobremanera un nuevo enfrentamiento entre los dos sindicatos? La respuesta era obvia. A la patronal. O al menos a la más dura, la que encabeza su presidente, Félix Graupera, al que ya vimos en la víspera del día de Reyes cuando viajaba en su automóvil, un Ford T modelo 1919, y sufría un atentado en el que él recibió un disparo en la pierna, el mismo Graupera que, como también dije, morirá a manos de unos milicianos anarquistas en agosto de 1936 en Arenys de Munt y que entonces, en aquel mes de febrero de 1923, queda nítidamente señalado como el instigador y patrocinador del asesinato de Amadeo Campi.

Por más que en los primeros momentos Graupera, todavía acostumbrado a los tiempos de impunidad que había propiciado Martínez Anido, rechazara, incluso con ironía, las acusaciones —Mírenme las pistolas, señores, mírenmelas, cómo me asoman por el chaleco, pistolas y bombas, soy un polvorín— y las rebajara a pura maledicencia y rumor de elementos terroristas, al cabo de unos días no puede soslayar las presiones que está recibiendo y, para evitar males mayores, dimite como presidente de la Federación Patronal.

Con ese gesto se evaporaban sus responsabilidades y una espesa bruma caía sobre el caso. Ya nadie investigaba nada. Miguel Font Viñas fue retenido unos días en prisión, se le acusó de algunos delitos menores, un atraco en un banco de Gracia del que a los dos días se le dejó de acusar, la agresión a una prostituta que en el último momento cambió su declaración para reconocer que en su vida había visto a ese hombre. Pero nadie volvió a interrogarlo sobre la muerte de Amadeo Campi.

Si los asesinos de Campi habían sido miembros del sindicato rival o delincuentes comunes contratados por un enviado de Graupera nunca acabó de saberse. El ya expresidente de la Federación Patronal pasó unos días en su casa de veraneo, de ésa de la que los milicianos lo sacarían trece años después para darle un tiro en la nunca, y dejó que las aguas se calmaran. Sólo unos días.

Porque ni su renuncia ni el silencio momentáneo de sus compañeros más recalcitrantes significaban que estuvieran escarmentados ni que se hubieran rendido. Todo lo contrario. Habían aprendido la lección. Ya sabían que el camino a seguir no era liquidar a un activista de tercera e involucrar a un desgraciado. Van a apostar a fondo. Su posición, su forma de vida, sus costumbres, sus familias, su Dios y sus benditos pecados, todo aquello que han conseguido con tanto esfuerzo se encuentra amenazado por un sórdido afán de revancha, por unas mal disimuladas ansias de poder, por un torrente revolucionario, vengativo y aniquilador.

Pero sabrán defenderse. Si Martínez Anido y Arlegui, que al cabo fracasaron en su misión, ya no están para servirles de escudo y herramienta, ellos se bastarán a sí mismos. Sabrán cómo reconducir la situación. Y lo harán golpeando la cabeza de la bestia.