Ángel Pestaña

Pestaña fue un niño vagabundo. Corrió media España pegado al costado de su padre, un hombre analfabeto, voluntarioso y buscavidas.

Ángel Pestaña había nacido en un pueblo perdido de León, en 1886. Pronto, la familia —padre, madre, Ángel y su hermana Balbina— se va de allí, al parecer por un descalabro legal del padre, una rebelión contra el despotismo de un cacique.

Los primeros recuerdos del niño son de Béjar. Allí se le quedó grabada para siempre la imagen de su padre perdiéndose en la boca de una montaña. Un agujero enorme, el bostezo del monte, oscuro, que cada día se tragaba a su padre. El niño se agarraba con fuerza a la falda de la madre. Los nudillos minúsculos se le ponían blancos, los ojos desorbitados, fijos en el suceso. El padre trabajaba en la perforación de un túnel de ferrocarril.

En Béjar, con cinco o seis años, atraviesa un periodo de ceguera. Se la producen unas cataratas muy graves. Lo ponen al cuidado de una curandera que no para de rezar a su lado durante varios días y noches. Le dibuja con los dedos cientos de cruces sobre los párpados y luego, una vez bendecida la cuenca ocular, le restriega los ojos con una buena porción de azúcar cande. El azúcar escuece, el niño resiste el dolor como puede. Más nudillos blancos apretando las sábanas.

A consecuencia del azúcar, de los rezos o de su propio organismo, Pestaña acaba recuperando la vista. Pero no hay lugar para un respiro. La siguiente desgracia, que ha estado esperado pacientemente el turno, irrumpe en su vida.

Lo hace una madrugada. En medio de la noche el pequeño Ángel es despertado sigilosamente por su madre.

La madre de Pestaña es una mujer alta, morena, atractiva. Desafiante. Siempre dispuesta a la disputa con su compañero, quien, con razón o sin ella, le censura sus desapariciones, los devaneos y las charlas más largas de lo conveniente con otros hombres. Ella siempre tiene cuerda y simpatía para otro perforador, un ingeniero, un tendero que le da pan blanco, demasiada cecina, más garbanzos de la cuenta.

En la memoria de Pestaña quedan fijadas aquellas peleas entre sus padres. Sillas volcadas, golpes, patadas a las puertas. La olla estampada contra la pared, los grumos de comida chorreando en hilos lentos hasta el suelo. Y allí, en el almacén de la memoria, queda también el recuerdo de esa madrugada, cuando su madre le tapa la boca con una mano helada y, pidiéndole que no hable ni haga ruido, lo viste apresuradamente. En una silla, adormilada, está su hermana Balbina. A la niña le cuelgan los pies de la silla, se le dobla la cabeza, tiene un abriguillo comido por las ratas.

Huyen.

En la plaza principal de Béjar suben los dos niños y su madre a un carruaje de pasajeros que se dirige a Palencia. Al llegar se encaminan a la estación de ferrocarril. Cuando está amaneciendo y un sol dudoso comienza a emborronar las nubes, se encuentran apretados en un banco de madera, temblando de frío. Es entonces cuando aparece el padre, moviéndose como un animal renqueante, asfixiado. Se produce un gran alboroto, la madre se defiende, escupe, insulta, el padre la intenta agredir, lo impide un grupo de viajeros.

Padre y prófugos vuelven a su casa. Por poco tiempo. Unas semanas después, el niño se despierta solo en la cama que comparte con su hermana. Es noche cerrada. El lado de su hermana está vacío, destapado. Llama. Al padre, a la madre. A la hermana. No acude nadie. El niño espera con los ojos abiertos a que se haga de día para salir del dormitorio. La casa está vacía.

En esta ocasión la madre ha sido más rápida. Para conseguir su objetivo ha dejado atrás al niño. Su marido ha salido de nuevo en su busca, pero esta vez no la ha encontrado. Llega a la casa a media mañana. Se sienta en una silla coja. Mira el suelo con mucha insistencia. No habla. El niño lo observa.

A partir de entonces empieza el deambular de Pestaña y su padre por toda la península Ibérica. El padre trabaja en las minas, también en la perforación de nuevos túneles. Canfranc, Puerto de Pajares, el túnel ferroviario de Achuri entre Bilbao y San Sebastián, minas de Alen, Castro Urdiales, Ponferrada, Valmaseda, Sopuerta, Cobarón, Santander, Zaramillo forman el alocado zigzag de la peregrinación en busca de jornal.

Por en medio hay que contar que al padre de Pestaña se le ocurre la idea de que su hijo sea cura. No es religioso, simplemente lo considera un oficio, mejor pagado que el suyo y más descansado. Además, el niño puede estudiar un poco. Hasta ese momento ha hecho toda clase de esfuerzos para que su hijo aprenda a leer y a escribir. Es todo lo que ha conseguido. Así que deja al niño en casa de un primo suyo para que lo lleven a la escuela. El pequeño Ángel no pisa el aula ni un solo día. El primo y su mujer lo ponen a trabajar de pastor. Apenas le dan de comer. Historia a lo Dickens. El padre se entera, rescata al hijo y siguen su trashumancia.

En Cobarón, Ángel Pestaña, con once años, tiene su primer empleo. Lo contratan para trabajar en una mina. Su jornal es de cinco reales diarios. El trabajo dura poco. Siguen el periplo, meses de andar de un lado a otro. Llegan a Zaramillo.

La etapa de Zaramillo acabará en drama. «Mi primer choque serio con la vida», escribirá Pestaña años después en sus memorias. Como si lo vivido hasta aquí fuese un leve contratiempo. El padre cae enfermo. Una mañana dice que no puede levantarse. Piensa que tiene pulmonía. Delira, no conoce a los compañeros que van a verlo. Pestaña, que a esas alturas ya tiene doce o trece años, avisa al médico y éste diagnostica una retención extrema de orina. No ve mucha salida al caso, lo considera gravísimo.

El hombre pasa todo el día en la cama, vuelto de cara a la pared. Cada dos horas el niño le da la medicina recetada por el médico. Sólo para eso cambia el padre de postura.

Cae la noche. Tomamos otro fragmento de las memorias de Pestaña: «Velé al enfermo durante toda la primera noche. De madrugada, como pareció calmarse un poco, me acosté unos momentos. Durante el día durmió unos ratos. Los mismos que yo aprovechaba para irme a jugar a la calle».

El segundo día, el niño ya no sale a jugar. No tiene ánimo ni fuerzas. El enfermo empeora y sólo al tercer día, cuando lo visitan unos amigos de la mina, consigue hilar cuatro frases. Son para mostrar preocupación, no por su vida, que la considera ultimada, sino por la suerte que correrá su hijo.

Lo intentan consolar, quitándole importancia a su dolencia, por más que un compañero, tímido, menudo, negro de la mina, al sentarse junto al camastro lo salude:

«Qué, Pestaña, ¿agonizandillo?».

Como se ve, la infancia y adolescencia de Pestaña, sin acabar de tomar partido por uno o por otro, va de Dickens a Baroja y de Baroja a Gutiérrez Solana.

Es la tercera noche. A las cuatro de la mañana despiertan al chico, su padre acaba de morir.

Los amigos del padre desaparecen. Pestaña debe preparar el funeral. Pide algún dinero, se lo dan, con escaso rumbo.

El día que sigue al funeral, el chico vuelve a la mina, al tajo.

Aquella ocupación no dura mucho. Lo enredan en una broma de mal gusto que sus compañeros gastan a uno de los jefes. Lo culpan. Deja atrás Zaramillo. Sigue su vagabundeo, ahora solo, en busca de trabajo. Escuálido, oscuro. Formal.

En Sestao tiene el primer encontronazo con la policía. Su vena justiciera está bien alimentada gracias a la colección de injusticias que lleva vistas y vividas. En ese pueblo vizcaíno, el joven Pestaña se atreve a pedir públicamente la jornada de ocho horas. Sin alharacas, con firmeza, parco, entero. Es detenido. Los guardias municipales le dan una brutal paliza. Lo arrojan a una celda lóbrega. Tirita, delira. Por primera vez se ve entre barrotes. Abandonado, entumecido por los golpes y el frío. El caldo de cultivo del que mana su ideología se condensa.

Después de seis días, cuando ya puede sostenerse en pie, lo llevan caminando entre la nieve, mojado y ronco, hasta la cárcel de Valmaseda. Allí, los presos sociales se apiadan de aquel muchacho anguloso y taciturno. Le dan algo de ropa, lo libran de la pulmonía. Pasa tres meses en la jaula. Pestaña ya ha aprendido cómo funcionan las reglas del juego.

Sigue el peregrinaje por aquella España estéril y áspera. Siguen sus trabajos efímeros y mal pagados. Otro pozo, una fábrica de espejos que quiebra y, como escarnio, ese muchacho seco, de cara larga, casi fúnebre, se enrola en el grupo artístico de un tal Faíco, cantante de bulerías, cupletista, zapateador. Pestaña acompaña en el espectáculo como puede. Palmea sin gracia, entona de mala manera. En Oviedo, Faíco y su desvencijada troupe se unen a otros vividores y forman una Murga Gaditana. Pestaña no aguanta ese descenso a los infiernos con camisa de lunares. En Gijón abandona la vida artística y vuelve al hambre de los caminos.

Va a hacer su primera incursión en Francia. Indocumentado. Llega hasta París, lo alojan en la prisión de la Santé. Regresa a España, mil trabajos, mil desesperaciones, mil resurrecciones. Lee, se documenta como puede, piensa lo que puede. Se van concretando sus difusas ideas revolucionarias. Es parco en todo, muy comedido, casi asceta. Silencioso.

Ante nuevos problemas con la justicia, por reivindicaciones proletarias, decide volver a Francia. Esta vez prepara mejor el viaje. Se hace de documentación falsa. Ahora se llama Ismael Nadal y es oriundo de Alcoy, provincia de Alicante.

Llega a Burdeos y allí trabaja en una propiedad vinícola. Tiene poco más de veinte años. Es su primer trabajo en el campo. La labor es dura, no pagan mucho, pero Pestaña se siente bien, lo respetan a pesar de que no cumple los hábitos del lugar y de su clase. No bebe. Ni los largos tragos de vino —dos, tres litros por día— que en medio de la faena absorben sus compañeros, ni remata la jornada empinando absenta o coñac. Lo miran de arriba abajo, sin desprecio, sólo con curiosidad. El místico, el español, el Quichotte.

Se acaba la temporada de trabajo en la granja. Más carretera, más noches pasadas en vagones de ganado, atravesando vías, cruzando estaciones fantasmas, huyendo de los perros en la oscuridad. Cerca de Montpellier se asocia con un alpargatero aragonés y con un pastelero catalán, se proponen fabricar caramelos. El catalán desaparece de buenas a primeras con un poco de dinero común. El aragonés propone a Pestaña emprender otro negocio. Cosido, reparación y fabricación de alpargatas al por menor. Abren una tiendecita, un agujero, en los muelles de Sète, en el Languedoc. Pronto los guardas del muelle, casi todos españoles, usan el local para guardar el vino y las mercancías que roban de los barcos.

Las cosas vuelven a pintarse con colores oscuros. Sin embargo, una tarde aparece por allí una joven aragonesa menuda, viva. La María. Sus padres son amigos del alpargatero. Se entretiene hablando con el socio de Pestaña. Tiene una risa armoniosa y manos muy pequeñas.

La muchacha vuelve unos días después. En dos o tres ocasiones Pestaña la sorprende retirando la vista de él. No lo hace con demasiada rapidez. Deja un poso, un rastro de caracol en su mirada.

La tercera vez que la chica visita la tiendecita, Pestaña deja su trabajo y sale tras ella. No sabe qué va a decirle ni cuál es exactamente su propósito pero avanza por el muelle siguiendo sus pasos, acortando la distancia que los separa. La muchacha se da la vuelta. Lo mira. Pestaña se detiene en seco, sin dejar de mirarla. Ella le sonríe.

Días después puede vérselos por los muelles y los canales de Sète, entre gabarras, gritos de gaviotas y el golpeteo mareado del agua contra las paredes de los muelles. Caminan despacio, el dedo meñique de él, largo, hosco, entrelazado con el dedo meñique de ella, leve, ligero como una bailarina. Así engarzados. Cómicos y tiernos. Una pareja dispar, ya para siempre inseparable.

Pestaña, que a partir de entonces se convierte para la muchacha en el Ángel, siente que ha encontrado un halo protector, una mano, un manto. Un cobijo en el que guarecerse de tanta intemperie, un calor, una luz, un reposo. La posibilidad de desembarazarse de las costras, las heridas, los trozos de armadura, las espinas, los arañazos, el polvo, la sequedad, la miseria, la sed, el silencio.

Muy pronto deciden unir sus vidas. Abandonar Francia. A Pestaña le prometen trabajo en Argel y hacia allí se embarcan. Van a ser años exóticos, con nuevas calamidades laborales y nuevos aprendizajes. Pestaña casi recupera su nombre verdadero. Deja atrás la impostura de Ismael Nadal y pasa a llamarse Ángel P. Núñez. Su nombre real, aunque reduciendo el Pestaña al esqueleto de una mayúscula. También aprende un nuevo y definitivo oficio al que se va a dedicar siempre y que está en completa sintonía con su carácter. Relojero.

Acarrea libros, periódicos, lee. Con lagunas, quiebros y carencias va colocando, una tras otra, las piezas de su espíritu político, crítico, rebelde. Escribe su primer artículo. Lo envía a Tierra y Libertad, semanario ácrata que se edita en Barcelona. El artículo tiene un título tan enigmático como su propio autor. «El comunismo entre los mormones». A saber de dónde ha sacado esa combinación entre los seguidores de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y la realización del marxismo, pero ese artículo es un puente importante, el primer lazo que une a Ángel Pestaña con el anarquismo catalán.

A partir de entonces empieza a cruzar cartas y opiniones con compañeros libertarios de Barcelona. Envía nuevos artículos, menos extravagantes, a Tierra y Libertad y son publicados con regularidad. En Argel le sobrecogen los ecos de la Semana Trágica y el inmediato fusilamiento de Ferrer i Guàrdia.

Argel es un exilio blanco. Una miseria bañada en luz. También una forma de felicidad. Cinco años largos.

1914. Pestaña asiste incrédulo al asesinato del archiduque Francisco Fernando y de su esposa. La guerra. Pero más desconcertado y más herido queda cuando tres días después del estallido del conflicto abre un periódico y lee, lívido, que en el café du Croissant de Montmartre un fanático ha asesinado a Jean Jaurès, director de L’Humanité, a causa de las declaraciones y los discursos pacifistas que en días anteriores venía pronunciando el político socialista.

El mundo ha desquiciado sus ejes y Pestaña, como tantos millones de personas en esos días, se mueve como si caminara por la cubierta de un barco que se escora. Lo envuelve una sensación de profunda irrealidad. Quizás lo que más le desconcierta es la gran manifestación de euforia, de gran fiesta que vive a su alrededor. La guerra se anuncia como un espectáculo monumental y colectivo, un hermanamiento espontáneo y vehemente, una gran borrachera.

Parco, silencioso, casi fantasmal, se pierde por las calles deslumbrado por el fenómeno. Escucha conversaciones, se queda pasmado observando caras, muecas, ojos brillantes, invitaciones a beber, a confraternizar. En alguna ocasión incluso interroga a los exaltados, sin dejar de asombrarse por sus efusivas respuestas, por esa plaga de insensatez general que corre por las calles de Argel y, según teme Pestaña, por las de medio mundo.

María lo mira con preocupación. La guerra no ha hecho más que estallar y ya las trabas burocráticas empiezan a dificultar la existencia de los extranjeros en Argel.

«El Ángel se llenaba de sinsabor. Iba a la comisaría a arreglar los papeles de la residencia y lo tenían allí horas y más horas. A él y a todos los extranjeros. Y todo para nada. Al día siguiente, igual. Y mientras esperaban salía un guardia a cada rato diciendo que quien quisiera alistarse de voluntario para el ejército francés tenía los papeles arreglados para él y su familia desde ese instante. El Ángel no pasaba por aquello, venía a casa con el estómago revuelto. Aquello había que arreglarlo. Como hicimos».

La única solución posible que contemplan Pestaña y su mujer es abandonar la colonia francesa. El único destino que atinan a vislumbrar es Barcelona. Allí están sus compañeros anarquistas. Allí se publica Tierra y Libertad. En Barcelona están fraguando los movimientos obreros y las ideas revolucionarias del proletariado.

Embarcan en el buque Jaime I. A mediados de agosto de 1914 llega al puerto de Barcelona la desigual pareja. Su maleta de cartón, sus pasos disparejos pero acoplados. Los ojos vivos de María, el aire sobrio y riguroso de Pestaña. Esa misma mañana dan con una pensión sencilla y de su gusto. Al día siguiente Pestaña encuentra un trabajo decente en una relojería de la calle de la Cera.

Pestaña entra de inmediato en contacto con los círculos anarquistas de la ciudad. Pronto también se encontrará con el Noi del Sucre. Y comenzará su larga, difícil, fructífera, irregular y tormentosa relación.