1921. Ley de fugas
«¿De dónde sacarían el material?».
«¿El material?».
«Sí. Tanto material. Tanta bomba y tantas cosas. Era material español. Eso decían».
«Fabricaban bombas. Las hacían en sus casas, o en los laboratorios, o sea, donde pillaban. Un laboratorio, por llamarlo así, podía estar en un almacén o en la trastienda de una panadería, en cualquier parte».
«Hacían las bombas aquellas. Las que decían Orsini».
«Y otras. Tenían expertos. Y, por si no lo sabe, le diré que la dinamita con la que fabricaban las bombas venía siempre de robos».
«Robos».
«Sí, robos».
«Robaban dinamita. —El hombre menudo cavila—. Y bancos también robaban… ¿Y dónde…?».
«Yo se lo voy a decir. Principalmente esos robos se hacían en Sallent, en Fígols y en Montcada. Tenían un químico extranjero de primera. Ése fabricaba todo, como un ingeniero, o más».
«Sí, pero las pistolas, eso digo. Eso no lo podían construir. Y siempre tenían balas».
«A ver. Eso parece que lo dice usted de broma, una pistola sin balas es como un martillo o una herramienta, nada».
«Digo que tenían munición. Y en Figueras un farmacéutico mató a su mujer y a su cuñada con un martillo».
«Ya sé lo que dice o quiere decir. Barcelona se había llenado de armas en la Gran Guerra. Había habido mucho extranjero. Mucho comercio oscuro».
«Y espías».
«Eso ya se ha dicho».
«También, sí. Se ha dicho casi todo. Por haber, había hasta putas hablando lenguas».
«Casi todo, todo no, porque todavía quedan cosas que contar aquí. Y lo de las putas es una tontería, o por lo menos un detalle, no un fundamento».
«Y lo del asesinato del Noi del Sucre».
Los dos hombres hablan en la penumbra del casino. El enjuto remueve café. El otro, el que lo sabe casi todo, respira sonoro, tiene un ojo más grande que otro, abultado y salido, como si fuese de vidrio, aunque es natural. Es un ojo de vaca, apenas muestra un borde blanco de la esclerótica, todo ocupado por un iris oscuro, casi negro. Éste, gordo, con papada colgante, bebe coñac en copita pequeña, una copita con una franja mínima, de color azul, y otra un poco más gruesa, roja. Es didáctico, prepotente. El delgado tiene los dientes grandes y el pelo juvenil le cuelga por las arrugas de la frente. El gordo vuelve a hablar.
«Había una foto…».
«Lo que yo digo es que ahora que va a venir la República todo eso tendrá que cambiar. Y a cada uno lo suyo».
«Eso lo dice usted con mucha facilidad y como por decir».
«Lo dicen personas con preparación. Y yo por mi cuenta también lo pienso».
«Sí».
«La verdad no es de nadie. Eso es lo que se va a ver».
«Había una foto…».
«Y antes ha dicho usted, cuando hablaba de los laboratorios en los que hacían bombas, que hasta usaban las trastiendas de las panaderías. ¿Usted sabía que el padre del Noi del Sucre fue panadero?».
«Naturalmente, está dicho, si quiere va usted a mirarlo. Lo de la panadería lo he dicho como un ejemplo, un suponer».
«Era por si se le había olvidado».
«A mí no se me olvida nada. Estábamos en el año veintiuno, empezando. Con Martínez Anido de gobernador civil, los presos en La Mola y todo eso».
«Eso es, sí».
«Pues no sé si de ese año exactamente, mil novecientos veintiuno o veintidós, pero de entonces, había una foto que la veía usted y parecía sacada de una película de Pamplinas o de Chaplin. Nada más les falta el maquillaje, las ojeras negras que les ponen a los que hacen de malos».
«¿Dónde, la foto?».
«En Barcelona. Y si no fuera por lo trágico de todo aquello sería de risa. Están en las afueras, en la puerta de una venta o algo así, porque lo que aparece a la espalda es una campa».
«¿Y por qué habla de esa foto? ¿Quiénes están?».
«Por lo que tiene de particular, y por quienes están, precisamente. Nada menos que Primo de Rivera, a las puertas de ser dictador, Anido, Arlegui y otros cinco o seis a cual más estrafalario. Están de celebración o después de una comilona, eso está claro».
«A saber lo que trataron en el cónclave sus señorías».
«Ésa es la cosa. Y lo de estrambótica es por cómo están retratados. Uno con gorra de marinero, otro con un panamá y otro con un canotier, el de más allá con sombrero de invierno y el de más acá con pajarita, otros con las corbatas tiesas como para la horca y el señor Martínez Anido sonriente».
«Eso sí que es raro».
«Hombre, raro regular, porque era una persona. Aunque su comportamiento fuera inhumano con los filipinos, los moros o los anarquistas, con los de su ralea sería como un piernas normal, es lo que yo tengo sabido por uno que sirvió cerca de él. Pero lo raro de la foto no es Anido sino que Anido está sosteniendo a un tal Marimón…».
«¿Marimón? ¿Ése no fue concejal de Barcelona?».
«Sí, ése, pero en la fotografía que le digo no tiene trazas de concejal sino de borracho. Está en mangas de camisa, con risita de bobo y como derrumbándose. Aunque la foto, como es natural, está parada, dan ganas de alargar la mano para que el elemento no se caiga, y eso es lo que hace Martínez Anido, sonriendo como cuando uno consiente con un borracho».
«Se podía haber desnucado, el Marimón. Y el que lo aguantaba».
«De acuerdo, pero ahí está el documento».
«¿Y eso cómo concuerda con lo que estábamos hablando?».
«Concuerda en que es una estampa de lo que fueron esos tiempos, un despotismo, y concuerda con lo que yo le había dicho, que mil novecientos veintiuno fue el año de Martínez Anido, eso ni se duda».
«Es una visión».
«Por desgracia, más que una visión. Fue un año siniestro».
«Ahí yo no tengo más que decirle sí señor —el hombre menudo mueve los dientes adentro y afuera, parecen postizos, pero no lo son, es un hombre hecho de retazos, pelo juvenil, surcos de viejo en la cara, dientes blancos con apariencia falsa, manos de pianista—, con recordar lo de mi cuñado ya sería del todo negro ese año. No quiero ni contarle lo que mi hermana padeció habiéndole matado al marido como lo mataron, en la Diagonal, como a un perro».
«Sí —afirma ceñudo el gordo— lo de Ricard Pi…».
«Mi cuñado. Ricard Pi Bayarri».
«… Lo de Ricard Pi y Domènech Rivas fue sangrante, pero no fueron los únicos. Por mucho que la hermana de usted y la compañera de Rivas, si es que la tenía, hubieran padecido, habría sido un alivio que nada más que ellos hubieran sido asesinados de aquella manera, o diez como ellos, pero el monstruo Anido era muy avaricioso de sangre…».
«Usted habla mucho de Martínez Anido, como es natural, por la importancia que tuvo, y de Arlegui, por lo mismo, y que era su sombra, pero al que no mienta es al inspector Antonio Espejo, que era, digamos, el pie y las manos de esos dos pájaros. Sus ojos en la calle, con lo importante que era eso entonces. Y ahora».
«Hablar de aquel año y hacerlo de Espejo es inevitable, así que lo iba a mencionar y usted casi me lo ha quitado de la boca».
«Algunas veces parece que está uno metido bajo el agua del puerto y que los recuerdos son como ahogados que aparecen un momento delante de uno y desaparecen, que los encubre el agua turbia o se los lleva la corriente y los mete en la cabeza de otro».
«Vaya forma de ver las cosas».
«Es más un sentimiento que nada. Y mi cuñado fue uno de los muertos, cuando ni el Noi del Sucre ni otros que tenían cabeza estaban para poner seny donde había que ponerlo».
«Bueno, pues verá usted si tenía yo presente a Espejo que iba a hablarle de los valencianos».
«Los valencianos».
«Sí. Yo creo que tuvo que ser a mediados de enero de ese año negro cuando llegaron de Valencia cuatro o cinco miembros de la CNT que traían fondos para socorrer a los presos del sindicato».
«Yo es que con mi cuñado, el Ricard, hablaba poco, eso lo tengo que confesar, y los detalles no los sé todos».
«Usted parece…».
«Yo sé más lo de mi hermana que lo de mi cuñado».
«Usted parece más del ramo de la lírica, con los muertos bajo el agua sucia del puerto y todo eso».
«Son cosas que me pasan por la cabeza».
«Pues aplíquese. Y escuche, porque ahí viene lo de Espejo. No sé quién le fue con el cuento, seguro que uno de los que hacía doble juego, el caso es que se enteró de que los valencianos estaban en el café Español…».
«Cómo le gustaba a Seguí ese sitio».
«… Y mandó para allá un pelotón de policías, de paisano».
«Los tirotearon, a los valencianos».
«No señor, los detuvieron».
«Habría mucho personal en el café…».
«Los detuvieron, y en la comisaría los acusaron de ser los asesinos de Maestre Laborde, el conde de Salvatierra».
«Por haberlo matado en Valencia, sería. Con su mujer y su cuñada, en el landó».
«No era un landó».
«Un coche de caballos».
«Sí, bueno. Les querían cargar los muertos».
«Tengo escuchado que la cuñada del conde era una golosina, tan jovencita».
«Con esa edad todo es golosina, o casi todo».
«Turgencias y turtungencias decía un amigo mío, dependiente zapatero de aquí al lado, de Manresa. Digo lo de zapatero porque se queda embobado calzando los zapatitos a las señoras. Y con el dinero y los perfumes, esa mujer, la cuñada del conde que también era condesa o marquesa, tendría la piel como un pétalo de rosa, ya ve usted, turtungencias».
«Su vicio poético es lo que veo, con los pétalos. Muy burgués, por cierto».
«Parece que le incomoda no ser el único que le da al pico».
«Es que soy el que tiene la información. O más información. Y que usted me ha preguntado. Usted sabe que mataron a su cuñado y aún eso lo sabe regular».
«No se encrespe usted. Íbamos por los valencianos y la acusación de la muerte del conde y su patulea, que yo a las ocho me tengo que ir. Y dispense los apuntes».
«Sigo entonces».
«Flechado».
«El mismo día que detienen a los valencianos la policía entra de improviso en el domicilio de un tal Pons Calvo, en la calle Carretas, que a la vez que vivienda era la sede de una cosa que se llamaba Comité Pro Presos de la CNT. Allí detienen a cuatro o cinco, entre ellos, además de a Pons Calvo, a Martínez Casanovas…».
«Ése no sé quién es».
«… Y a un tal Canales Moncax…».
«Tampoco».
«… Que era de cuidado. Y además de detener a estos cinco o seis, encontraron mucha documentación».
«Papeles. Eso es un peligro. Mi cuñado nunca quiso tener en la casa ni un papel, nada, ni una hoja, y eso sí que lo sé, porque mi hermana cuando lo mataron buscó y rebuscó y lo único de papel que encontró fue, mire usted, la foto de una niña, no una chica, no piense mal, una niña de ocho o nueve años al lado de una cabrita, en el campo. Tenía la foto metida debajo de su ropa interior. Las cosas. Y ni idea de quién era esa niña».
«A eso también le podía sacar usted unos versos».
«Yo no, pero no me dirá usted que no hacemos cosas raras los hombres. O sea, y las mujeres, el ser humano en general me refiero».
«Y tanto».
«¿Y los papeles, documentos, que encontró la policía allí eran de importancia? Ya son las siete y media».
«Había recibos firmados por Lluís Companys, el otro abogado, cómo se llamaba, Lorogoyen, y una montaña de recibos con la firma de mujeres que resultaron ser compañeras de los anarquistas a las que el comité aquel Pro Presos ayudaba».
«Organización no les faltaba. ¿Está bueno el coñac ese? Todavía me da tiempo de sorberme una copita».
«Sí, mediano, con regusto. Y entonces es cuando aparece Ramon Archs…».
«Muy amigo de mi cuñado Ricard, metalúrgico de la Hispano Suiza. A Archs sí lo conocí personalmente, iba al Novelty y yo entonces andaba por allí, por asuntos. Archs entraba en el local y se notaba que había entrado, un peso, un plomo en el aire, que todo el mundo volvía la cabeza, y allí estaba él, con cara como de niño grande, con el bigotito y los labios muy carnosos y colorados, igual que las orejas, nunca había visto yo unas orejas regordetas. Era también conocido del Noi del Sucre».
«Ellos se conocían todos, pero no creo que precisamente el Noi del Sucre le tuviese mucha consideración. Archs era, como si dijéramos, de la otra vía. La de la pistola y la bomba».
«Así le fue».
«Sí, lo asesinaron ese mismo año, aunque antes montó todo aquello. A él fue a quien se le ocurrió la idea de hacer el atentado contra el inspector Espejo. Y fue entonces, en aquellos días de enero del año veintiuno, cuando…».
El hombre menudo le hace una señal al camarero. Le indica con el dedo la copa de coñac y luego su pecho.
«¿Usted gusta otra copita?».
El otro duda.
«Invito yo».
El gordo asiente, el ojo de vaca le da una vuelta al ruedo. El de las arrugas en la frente y el flequillo juvenil le muestra al camarero dos dedos y el camarero hace un gesto fúnebre.
«Yo sabía lo de Archs y Espejo, pero, como le digo, sin los detalles».
«Pues la cosa fue que, después de la detención de los valencianos, Espejo volvió al café Español a hacer preguntas a los camareros. Iba con otro inspector de policía, uno que también había que atar en corto, y que se llamaba Ferrer».
«Ni idea».
«Alguien en el café, un camarero o un parroquiano, debió de dar aviso de que aquellos dos pájaros estaban allí, y todo se puso en marcha. Cuando los dos policías salieron del Español después de hacer sus indagaciones, ya estaban por alguno de aquellos portales los encargados del asunto, que parece que eran varios, un grupito. Como luego dijo el inspector Ferrer, al salir del café, Espejo y él tiraron por Conde del Asalto, pero luego se separaron. Espejo se fue por la calle Ancha y allí le dieron catite. Aprovecharon que se paró para que pasara el carro de la basura, y, bum, bum, bum. Le soltaron no sé cuántos tiros».
«Le iba en consonancia. Con el carro de la basura. Tendría que habérselo llevado, como despojo que era».
«Aunque parece que lo seguían dos o tres, solamente fue uno el que le disparó. Un hombre con un impermeable gris».
«¡Claro! El Hombre del Impermeable Gris. Se hizo muy famoso en la época».
«A partir de entonces apareció en varios atentados…».
«O ajusticiamientos».
«Pero nunca se supo quién era. ¿Su cuñado no sabía nada tampoco?».
«A lo mejor sí, pero ya le digo que el Ricard era callado para lo suyo. Y conmigo, ya le digo, tenía poca comunicación. Seguro que lo sabía, pero tampoco le iba a decir a mi hermana, mira, el Hombre del Impermeable Gris del que habla todo el mundo y que busca la policía es fulanito».
«No, era por si había oído usted algo».
«Nada. Yo en aquella época, además, procuraba no oír nada, lo menos posible. No quería líos, de ahí en parte la distancia con mi cuñado, y el carácter».
«Sin líos no anda el mundo».
«Pues así será. Pero uno es de otra idea. Tiene buen gusto este coñac».
«Se dijo que aquel hombre, el del impermeable gris, podía ser uno que se llamaba Eusebio Conde, otros decían que Laciaga. La cuestión es que si la cosa estaba mal para los anarquistas antes de la muerte del inspector Espejo, una vez que le dieron pasaporte la cosa se puso fatal. Fueron a por todas. Ese día hubo mucho movimiento. Los de la CNT con afición a la pólvora, sabiendo que el presidente del Ramo del Agua era un confidente de la policía, fueron por él. Le llenaron la barriga de tiros, en el Clot, frente al cine Montaña, estaba mirando los carteles y fue lo último que vio. Para colmo, esa noche mataron a un empresario del metal».
«De algo de eso me acuerdo, por el revuelo que había aquellos días, y porque ya estaba cerca lo del Ricard, mi cuñado, y mi hermana era como si se lo estuvieran diciendo. Muy preocupada, sabiendo que andaba como andaba y con quién andaba».
«Con esos muertos encima de la mesa, sobre todo el cadáver de Espejo, Arlegui tomó la decisión de la ley de fugas. Allí empezó el infierno de verdad».
«La consultaría con el jefe».
«Lo consultaría con Anido, seguro, pero el que dio la orden fue Arlegui en persona. Los reunió, a unos cuantos cabecillas de la policía, y les dijo lo que iban a hacer. Empezó como venganza por Espejo, pero devino método. Esa misma madrugada, la del día que mataron a Espejo, sacaron de los calabozos de comisaría a los cuatro valencianos. Les comunicaron que los llevaban a la Modelo. Esposados. Les dijeron que al estar tan cerca iban a ir andando. La noche de invierno como boca de lobo, como usted puede imaginar, enero, y en aquella época más, más solitaria, y cuando iban por la calle Calabria, o quizás fuera Rocafort, por allí, los guardias se echan atrás y pum, empiezan a dispararles».
«Hijos de puta. A sangre fría, como a conejos».
«Peor. Como a personas. Alegaron que los presos habían querido huir. Esa noche empezó la tristemente famosa ley de fugas».
«Quién se iba a creer aquello. Que iban a huir».
«Nadie, y menos pasando lo que pasó. Uno de los cuatro valencianos, Parra creo que era el nombre, recibió dos tiros, pero los dos en el mismo brazo. Tuvo el cuajo de quedarse allí quieto, empapándose en la sangre que salía de sus compañeros, pero aguantando la respiración y sin un pestañeo. Así que cuando llegó personal del hospital Clínico ya reaccionó y, claro, largó. Contó cómo fue todo, y todavía lo va contando, porque después de aquello volvió a Valencia pero al poco estaba otra vez por Barcelona, y por Barcelona sigue».
«La cosa se puso fea, hasta los que estábamos aparte sentíamos la persecución. Esa avaricia, segando hombres, cuellos, tanta sangre. Una vez vi un charco en las Ramblas como en un matadero».
«Sólo había que tener ojos para darse cuenta de lo que pasaba».
«Estábamos aparte. Los mansos, nos llamaban. Y ellos, no sé cómo habría que haberlos llamado. A unos de un modo y a otros de otro, porque ni siquiera eran todos iguales. Los había del estilo del Noi del Sucre, pero también como Ramon Archs, o hasta el Ricard, mi cuñado. Y al final, todo eso para qué».
«Por el progreso. ¿O le parece a usted poco?».
«A mí lo que me parece es que todo fue una barbaridad. Y que hay maneras».
«Pues ya ve usted las maneras que encontraron Anido y Arlegui. La mañana siguiente de haberles aplicado la ley de fugas a los valencianos detuvieron a otro de la CNT, y lo mismo. Dijeron que quería escapar y le metieron una porción de tiros».
«Una moda. Vamos, que de pronto ese día todos se escapaban».
«Y esa mañana detuvieron a otros cuatro, unos de un grupo que se llamaban a sí mismos los Internacionales, o los de la Internacional…».
«Lo del inspector Espejo les escoció lo suyo».
«… Pues a esos cuatro también. Los detuvieron por el Arco de Triunfo, y al rato dijeron que habían querido huir y que no les había quedado otra alternativa que disparar. Mataron a tres, pero el cuarto, Agustín Flor…».
«Sí, el Flor, hombre…».
«… Flor salió corriendo, con los tiros raspándole las orejas y no paró de correr hasta su casa, como una liebre, pero fue tal el pánico de haberse visto a las puertas de la muerte que al poco de entrar en su casa, de color verde y con un sudor frío, le dio un ataque al corazón y se murió».
«Morirse de susto se llama eso. Yo me acuerdo de un suceso que dio muchas vueltas. Que el día veintidós del uno del veintiuno, entraron en el hospital Clínico treinta y seis muertos a consecuencia de la ley de fugas».
«Lo dice usted muy raro, con esa cantinela de números, como un galimatías, pero es verdad que se dijo aquello, que el veintidós de enero los muertos pasaron de treinta».
«Qué bestias. Treinta y seis. Así reaccionaron los otros. El Ricard es cuando entró en acción».
«La idea fue, como tantas que tuvieron que ver con las pistolas en aquel tiempo, de Ramon Archs. Estaba muy convencido de que había que apuntar arriba…».
«Y para eso llamó a mi cuñado».
«… Atentar contra Martínez Anido…».
«Y no vieron mejor momento ni sitio para hacerlo que en el cementerio, en el entierro de Espejo. Es tener pocas luces. Según mi opinión, piense usted lo que quiera pensar».
«…»
«Por qué se queda usted así. ¿O no tengo razón? Alguna razón tendré. Y alguna vez tendré razón. Aunque sea poca razón y aunque la tenga entera muy de tarde en tarde».
«…»
«Le ha dado a usted la desgana».
«No. Usted se lo dice todo».
«Como se queda así. Mirándome los dientes».
«Yo no miro nada. Lo que yo pienso es que Archs lo tenía todo bien estudiado, que no podían resistir más esa situación. Pero fallaron los encargados de cumplir la misión».
«La misión no, el asesinato».
«De un perro como aquél».
«Un perro o lo que sea, pero humano. Porque Martínez Anido es humano aunque sea inhumano».
«Entonces ¿mejor soportarlo y nada más? ¿Esperar que matase hasta el último sindicalista?».
«O sea que el que falló fue mi cuñado».
«Los encargados de matar a Martínez Anido en el cementerio eran él y Domènech Rivas. Y fallaron los dos. Y no es que llamaran a su cuñado a última hora. Lo de acabar con Anido lo venía pensando Archs desde un tiempo atrás, sólo que ahí vio la ocasión».
«¿Y en qué consistió el fallo? O lo que usted dice que fue fallo. Porque yo, siendo de la familia, no me enteré nunca de nada más que de que lo mataron de mala manera».
«Pues para empezar, y de eso no tuvo culpa su cuñado, ni tampoco Rivas, Anido se presentó en el cementerio con un montón de policías y guardaespaldas. Rivas y su cuñado no se arredraron, al contrario, estaban decididos a todo, hasta a dejarse allí la vida».
«Tendría usted que haber conocido al Ricard. A carácter le ganaban pocos. Pregúntele a mi hermana».
«Tenían coraje, no se duda, pero los delató el nerviosismo. Mirando como no hay que mirar, y la gente de Anido que estaba muy entrenada en la materia. Los localizaron antes de que pudieran echar mano al revólver, la intención les salió a la cara».
«Me dijo uno que los tiraron sobre unas tumbas. Que con la cabeza del Rivas rompieron una cruz, y que los patearon por encima de las lápidas».
«Bien no los trataron, eso es de garantía. De allí se los llevaron para la central. Y el resto ya lo sabe usted».
«Los afusilaron».
«Fusilados no».
«Mi hermana no vio el cuerpo-presente, ni yo, que estaba con el comercio en Alicante y no llegué a tiempo, pero al Ricard por lo menos sí lo vio el Ramonet y nos dijo que ni le pudo contar los agujeros, y nada más que lo vio de medio cuerpo para arriba, imagínese».
«Eso es verdad, hubo testigos de la saña, pero nada de fusilamiento. Los llevaron a comisaría y esa madrugada, sin que nadie supiera cómo ni por qué los sacaron de allí…».
«El porqué sí se sabe».
«Sí, hombre, bueno…».
«Ya ve que sí se sabe».
«Sí, claro».
«Es que si no se sabe eso no se sabe nada».
«Es una forma de hablar».
El hombre menudo mueve los dientes. Los mueve como un caballo. Muestra las encías. El gordo apunta con cada ojo a una esquina del local.
«Entonces ¿sigo?».
«Natural».
«El caso es que aparecieron, como usted sabe, los dos cuerpos tirados en la Diagonal, efectivamente con muchos tiros, acribillados».
«En el vecindario dicen que oyeron una cosa como en las fallas, una traca que no terminaba. Y luego está el papel».
«¿Qué papel?».
«El papel que un amigo o confidente o qué se yo del Ricard cogió de la comisaría. La copia que habían hecho con carboncillo. ¿Lo quiere ver?».
El gordo asiente, desconfiado, cansado. El otro saca de un bolsillo de la chaqueta un papel doblado en cuatro partes y con las aristas casi cortadas. Lo desdobla con mimo y se lo muestra al otro:
INDIVIDUOS MUERTOS POR INTENTAR FUGARSE CUANDO ERAN CONDUCIDOS A LA CARCEL
DOMINGO RIVAS TEJEDOR
RICARDO PI BAYARRI detenidos el dia del entierro del Sr. Espejo, por haberse hecho sospechosos a una pareja de Seguridad: después de ofrecer resistencia, pudieron ser detenidos encontrándoseles pistolas Star dispuestas para disparar. Al ser conducidos por la noche a la carcel, fueron muertos por intentar fugarse.
El hombre gordo se encoge de hombros mientras devuelve el papel al otro:
«Ley de fugas, de eso hablábamos, ¿no?».
«Usted sabrá —dice el cuñado de Ricard y mientras pliega con esmero el papel, pregunta—: ¿Sabía usted que ellos, los anarquistas, se conocían como la palma de la mano todo el alcantarillado de Barcelona? Mejor que la superficie conocían todas esas callejuelas y recovecos que hay por debajo del suelo».
«Otra ciudad. Algo supe. Tenían planos, para evasiones y cosas así. Pero no sé si en aquel tiempo ya los tenían».
«Ponían bombas en las cloacas. Cosas de otro mundo, parece todo eso».
«…»
«Así que eso pasó. ¿Ya no dice nada?».
«Como usted dijo que se iba a las ocho».
«Sí, si me esperan tampoco importa. Yo no soy tan importante. Ni quiero serlo».
«…»
«Del Noi del Sucre me ha hablado poco, que es a lo que íbamos, o sea por donde empezamos la conversa usted y yo».
«Es que el Noi del Sucre, en las fechas de las que usted me hablaba, estaba preso en el castillo de La Mola. Eso se lo dije antes».
«Ya lo sé que me lo dijo. Y yo ya lo sabía».
«Si le he contado más es para que vea cómo estaban algunas cosas en esa época. Conociendo aquello se conoce más al Noi del Sucre».
«Como si yo no hubiera vivido. Como si yo hubiera vivido en el planeta Luna. Ojalá no lo hubiera vivido».
«¿No dijo que entonces estaba usted en Alicante, y luego en Palamós, y luego aquí? O sea, Barcelona usted la tocó poco. Por lo menos en aquellos años, o por lo que ha referido».
«No se crea usted. Me crié, y viví allí hasta África, y luego otra vez del veintidós al veinticuatro, o casi».
«A usted lo que parecía interesarle era el asunto de su cuñado, Ricard Pi».
«Sí, por la cuestión familiar y haberlo conocido con más detalle que muchos que hablaron tanto de él. Y saber algo más del que lo metió en todo eso, que casi mata de los nervios a mi hermana, el Archs, que lo traté en el Novelty».
«Ya me dijo, usted también, lo del Novelty…».
«Menudo sitio era aquél. Lo que allí se palpaba. Me acuerdo del cojo, uno que era cojo, que siempre llevaba una manivela en el bolsillo, así…».
«Yo lo que le puedo asegurar es que Archs estaba dispuesto a hacer algo gordo. Y lo hizo. Vaya que si lo hizo. Ya antes de lo de Martínez Anido venía dándole vueltas y planeando atentar contra el presidente del Gobierno».
«Lo de Dato».
«Lo de Dato, sí señor».
«Ya, bueno».
«¿Le parece poca cosa?».
«Na, pero eso fue en Madrid —el pariente de Ricard hace una mueca de desdén—: Eso es otra cosa».
«En Madrid o en toda España, depende de cómo se mire, por el significado que tuvo».
«En Barcelona no fue, ni aquí».
«Como usted quiera».
«Como fue. Y eso está sabido y en todos los papeles. Hasta los párvulos se lo pueden decir».
«Pues sí».
«Y nada más».
«…»
«Lo de la ley de fugas fue terrible. Hasta en el Parlamento, en Madrid, la trataron. Gente que no era de aquí».
«España entera tenía los ojos puestos en Cataluña. Vivimos unos años muy tristes, Layret, todas aquellas criaturas matadas como animales. En fin».
«¿Me va a preguntar por los dientes?».
«No. No. ¿Por los dientes? Por qué».
«Son míos».
«Sí, no sé, bien».
«Como me los está mirando. Creí que me iba a preguntar por los dientes».
«Yo no miro nada».
«Mire. Todos. Míos».
«…»
«¿Lo ve? Sin moverse».
«Yo no miraba. He mirado como se mira todo, sin ver».
«Parecía que miraba con intención. Una vez y otra».
«No quería molestar, usted también mira, lo normal, como todo el mundo. Pero sin ofender».
«Da igual. Yo ya me voy. He venido a ver a un hermano, el mediano, que tiene una cosa de pulmón. Por aquí voy a venir poco me parece a mí».
«Pues que haya mejoría».
«No creo. El coñac está bueno, pero tampoco para dislocar».