Adiós, Anido
Inocencio Feced andaba de nuevo por Barcelona. Inocencio Feced Calvo, al que fugazmente entrevimos en el atentado del cabaret Pompeya, pesará sobre el final de esta historia y será uno de sus elementos indispensables a pesar de que hasta entonces nunca hubo datos completamente veraces sobre él y casi nunca sobre sus acciones.
Inocencio Feced era delgado, con aspecto algo enfermizo. Moreno y con el pelo espeso. Tenía los pómulos pronunciados y las orejas un poco más separadas del cráneo de lo normal, era más bien bajo, con los ojos un poco disparados, inquietos y fijos al mismo tiempo, con la intensidad con que miran los locos o quienes están muy concentrados en algo. Así aparecen sus pupilas en las pocas fotografías que se conservan de él.
Había pertenecido al sector del metal de la CNT. Era violento. Había sido acusado de ser el autor del atentado del Pompeya. Un estudiante de Zaragoza presente en el cabaret lo identificó en un principio como al hombre menudo que, unos asientos detrás de él, había dejado en la butaca aquella gorra oscura debajo de la cual empezó a salir un humo blanco, la bomba que produjo el desastre. El estudiante, apesadumbrado y confundido se retractó de su declaración primera y dijo que no se atrevía confirmar al cien por cien que Feced fuera la misma persona que había visto en el teatro. Feced se libró del garrote, aunque no de unas fundadas sospechas.
El rumor, bastante extendido y con bastantes posibilidades de ser cierto, decía que en los interrogatorios sobre el caso lo había torturado personalmente Miguel Arlegui. Y que en ese trance se produjo la conversión. Feced se dio la vuelta. Se hizo confidente de la policía. Y miembro del Sindicato Libre.
Al Noi del Sucre nunca le gustó. Ni antes ni después de haber pasado por las manos de Arlegui. Fue un amor no correspondido. Inocencio Feced, en sus primeros tiempos, quedó deslumbrado por la personalidad impetuosa de Seguí. Sonreía cuando Seguí sonreía, echaba atrás la cabeza cuando el otro lo hacía, cogía el cigarrillo del mismo modo y se dirigía a los conocidos comunes de la misma forma y en el mismo tono que el Noi lo hacía.
Al nen ese lo quiero lejos, no lo trago, le oyeron decir a Seguí alguna vez los íntimos. Feced probó a cambiar de modales, se mostró menos efusivo y se enroscó al cuello alguna corbata pensando que el gesto e incluso el trapo serían del agrado del Noi del Sucre. No era eso. No eran los gestos ni el modo de hablar. Era algo más profundo, algo que rozaba lo absoluto. Era su carne, era su existencia, su respiración, lo que repelía al Noi. Y Feced acabó por recibir el mensaje. Lo interiorizó, lo hizo tan suyo como el aire que respiraba, también rozando el desatino de lo absoluto. Y la termita inició su trabajo.
Octubre empieza torcido. Jaime Rubinat Grau, primo hermano por vía materna de Salvador Seguí y miembro de la CNT, es asesinado por pistoleros del Libre. Puede verse a Seguí en el funeral, ojeroso, con la mirada algo desvaída, un poco menos él mismo.
El asesino es Blas Marín Pérez. Por si a estas alturas y dentro de esta cuerda de criminales no ubican el nombre, es el individuo que en 1920 intentó matar al Noi del Sucre en la calle Mendizábal. En aquella ocasión, Seguí repelió el ataque a tiros. Eran los tiempos del barón de Koënning y la indignación que la patronal mostró ante el falso aristócrata por el fracaso del atentado acabó recayendo sobre Blas Marín en forma de despido temporal de la banda. La vida del Noi del Sucre se convirtió en un agravio para Marín. Si no lo pudo matar a él, acabar con su primo carnal, es de suponer, le supondría algún alivio.
El Noi lamenta profundamente la muerte de su primo, al que había convencido de que se afiliase a la CNT. Le duele el modo en el que la justicia ha vuelto a actuar. Sabe, él, como todo el mundo, quién es el asesino, y que anda suelto. De nada había valido la declaración de la mujer de Jaime Rubinat, como tampoco sirvieron sus últimas palabras. Todo tenía el sello de la podredumbre.
La cosa había sucedido así: A Jaime Rubinat, de treinta años, fundidor, como cada tarde, lo había esperado su mujer, Loreto Solá, en la puerta de la fundición donde trabajaba, en la calle Conde del Asalto. Ese día los acompañaba una sobrina de quince años. Reían cuando un hombre se les acercó por la espalda, apuntó a la cabeza de Rubinat y así, a sólo unos centímetros de distancia, hizo un disparo. Rubinat se derrumbó entre las dos mujeres. La sobrina recibió un fogonazo, el roce de la bala al salir por el pómulo izquierdo de su tío. Sobre la mujer de Rubinat cayeron unas salpicaduras leves, un rocío rosado, de la sangre de su marido. El agresor emprendió la huida, pero antes de que se perdiese entre el revuelo de gente pudo ser reconocido por la mujer de Rubinat e incluso por el propio Rubinat, que llegó a balbucear: «Es Marín, es Marín». Lo conocía bien. Meses atrás, Marín había agredido a Rubinat por negarse éste a ingresar en el Sindicato Libre. Lo había llamado cobarde, una gallina metida bajo el ala de su primo. La disputa terminó en una aparatosa pelea que se solventó con la detención de ambos.
Jaime Rubinat murió dos horas después en el hospital Clínico. Sus últimas palabras fueron las que pronunció en la calle del Carmen, el nombre de su asesino.
Ante la insistencia de la viuda, la policía detuvo esa noche a Blas Marín. Cuando fue sometido al careo con la viuda de Rubinat, Marín se mostró tranquilo, reconoció haber peleado con Jaime Rubinat meses atrás y basó en ese hecho la acusación de la viuda. El juez quiso creerlo. La muerte queda impune.
Salvador Seguí camina entre las tumbas. El suelo empieza a temblar. Sopla el primer aire del otoño y los cambios van a ser radicales.
Los Solidarios, el grupo que se había formado por la unión de Crisol y los Justicieros y del que forman parte García Oliver, los hermanos Ascaso y Durruti, quiere dar un importante golpe de mano. Asesinar a Martínez Anido. Curiosamente, Martínez Anido también suspira por un gran golpe de efecto. Su autoridad, después del atentado de Pestaña y de la llamada al orden del presidente del Gobierno, se encuentra resentida.
Los Solidarios convocan una reunión de grupos anarquistas afines. Buscando la máxima seguridad, se reúnen en mitad del campo, en un bosque del Maresme. Inútil. Ante el tejido de espionaje y confidentes perfectamente urdido por Anido y Arlegui una reunión de esas características habría necesitado de hombres mudos e invisibles para no ser descubierta.
Al saber lo que se trama en el bosque del Maresme, Arlegui tiene una revelación. Los que se reúnen allí son elementos peligrosos, con unos antecedentes violentos conocidos por todos. Son la excusa perfecta para emprender una maniobra de represión como nunca antes se ha visto. Asestar al enemigo un golpe demoledor. Y para que no haya voces discordantes, para que desde Madrid o desde los sectores más moderados de la patronal nadie se espante, aún piensa Arlegui en una coartada mayor. Facilitar el atentado contra Martínez Anido. Eso devolverá la autoridad moral al gobernador y justificará la reacción.
Anido escucha atentamente a su subordinado. Inspira y expira como un animal antediluviano, con una dificultad que parece congénita, que forma parte de su especie. Asiente. Sí, paladea, rumia. Es una buena idea.
Deciden ponerse a trabajar sin pérdida de tiempo. Allí mismo empiezan a elucubrar. Necesitan a un tipo sin escrúpulos para que se infiltre entre los anarquistas y haga el doble juego sin temblar. La boca azulenca de Martínez Anido apenas se abre para pronunciar el nombre del elegido, sus ojos tienen un reflejo brillante, una ilusión infantil: Inocencio Feced.
Miguel Arlegui estira el cuello, como si quisiera despegar su cabeza del tronco. Todos dicen que era su señal de nerviosismo, o por lo menos de incomodidad. No cree que Feced sea el hombre adecuado. Martínez Anido desestima la opinión de su camarada. Arlegui insiste, conoce bien a Feced, argumenta. No se fía de él. Ése nos puede vender, o ir a lo suyo. El gobernador lo mira fijamente, haciéndole ver que está decidido, sin necesidad de hablar más.
A pesar de ello, Arlegui, quizás impulsado por el hecho de sentirse padre de la idea, se atreve a proponer algo intermedio. Feced puede ir acompañado y para esto sí tiene al hombre idóneo. Se trata de Florentino Pellejero, un policía recién llegado de Bilbao, desconocido en Barcelona y con experiencia en el mundo obrero. De hecho, ya ha establecido algunos contactos en el sector textil de la ciudad haciéndose pasar por anarquista. Él será el control de Feced, mi general, la garantía de que Feced hace lo que sabe hacer. Martínez Anido mueve los labios como si mamara, concede.
Dos días después, Inocencio Feced y el policía Florentino Pellejero se entrevistan con Jenaro Tejedor alias el Madrid. Tejedor, un fundidor nacido en Segovia y emigrado a Barcelona en la adolescencia, pertenece al Sindicato del Metal de la CNT y es miembro de Los Solidarios. Tiene veintiséis años pero ya es un veterano de la lucha obrera, o eso piensa. Conoce algunos de sus recovecos, y conoce la fama de Feced. Aunque no lo suficiente como para que éste no logre convencerlo de sus intenciones: Quiere vengarse por todo lo que Arlegui le hizo sufrir. Su detención, su tortura, las humillaciones y la enemistad que todo aquello le acarreó con sus compañeros de toda la vida. Además, puede proporcionar información valiosa sobre Martínez Anido y sus movimientos, sobre ese coche blindado con el que últimamente se mueve a todas partes, sobre sus planes. Tiene información de primera mano.
Florentino Pellejero, que se ha creado fama de honesto y presume de un impecable pasado en Bilbao, avala a Feced. Quiere participar en el atentado que se prepara contra Martínez Anido. Jenaro Tejedor, como dos días atrás hiciera el general con su subordinado, concede. Feced y el policía Pellejero ya están dentro del atentado contra el gobernador civil.
Todo está en marcha. La información va y viene, siempre en secreto, siempre con doble filo. Inocencio Feced se esmera, tiene auténtico control sobre cada una de sus palabras, sobre cada gesto. Martínez Anido y Arlegui ponen el cebo para el atentado que debe producirse contra el primero de ellos. El gobernador hace saber a algunos de sus íntimos que acudirá al teatro El Dorado la noche del 23 de octubre. Arlegui se lo comunica a Feced para que éste pase la información. La noticia llega a Los Solidarios. El elegido para dirigir el golpe es Manuel Talens el Valenciano. Talens convoca a su gente. Estudian el caso. El Dorado está situado en la plaza de Cataluña y eso deja abiertas muchas posibilidades. Las van a estudiar a fondo.
A primera hora de la tarde de ese día 23, en el bar Monumental, situado en la parte alta de Gracia, Manuel Talens y los que van a participar en el atentado repasan la estrategia. Al lado de Talens, callado, mirando de abajo arriba a todo el mundo con sus ojos claros, está Amalio Cerdeño, él es quien ha suministrado la mayor parte del armamento.
Todos tienen muy claro cómo deben actuar. Feced, que ya ha informado a Arlegui de todo, está presente. Gasta alguna broma, mira a Talens con una expresión que dice: Lo hemos conseguido. Cuando todo ha sido repasado, el ataque, los posibles contratiempos, las vías de escape, Talens distribuye dinero y armas. El grupo que va a participar en el atentado lo forman veinte hombres, todos miembros de la CNT.
Cuando cae la noche, algunos miembros del numeroso comando suben las Ramblas. Se van situando en los lugares estratégicos. Desde unas horas antes, toda la plaza de Cataluña y sus alrededores están tomados, invisiblemente, por la policía.
Arlegui le ha encomendado el mando de la operación al comisario Agapito Martín, un policía que a pesar de su veteranía anda con nervios esa tarde. El despliegue es complejo y el comisario teme que alguno de sus hombres cometa un ínfimo error que eche por alto la operación. Todavía tiene en la retina las pupilas de Arlegui y todavía le viene un sabor amargo al paladar recordando la voz del general, pautada, congelada, subrayando la importancia de la misión, lo que el Gobierno, lo que Barcelona se juega en ella. Error de Arlegui.
El comisario Agapito Martín pasea por el perímetro de la plaza, sólo en apariencia calmoso. Entra en un portal y se asegura de que en el primer tramo están apostados un sargento y cinco guardias, mira de reojo a los falsos transportistas que fingen descargar un camión y con la vista llama la atención de uno de ellos, que incomprensiblemente lleva la guerrera del uniforme bajo el guardapolvos, mostrando su abotonadura característica, alza la mirada y observa los balcones de la entreplanta donde, detrás de unos visillos, un nutrido grupo de guardias espera una señal. Cerca de la embocadura de las Ramblas ve a lo lejos a Inocencio Feced y al policía infiltrado Pellejero, están con un anarquista que no logra identificar. Agapito Martín aparta la mirada fingiendo no haberlos visto.
El comisario va, viene, fuma, escupe, huele, vuelve a mirar, arrastra los pies y resopla. Así se imagina uno a aquel hombre que corta la plaza en diagonal, que entra en una cafetería de la Rambla de Canaletes y pide un vaso de leche tibia mientras por el espejo ve a cuatro de sus hombres sentados a un velador, cerca de la vitrina, mirando como él, de tanto en tanto, la plaza, los movimientos de la gente, algún automóvil que va más lento de lo normal, reconociendo entre los paseantes a algún anarquista, oliendo ya el peligro, percibiendo ese tufo raro que todo empieza a desprender y que le produce sudoración en las palmas de las manos, la percepción absoluta de su cuerpo —su levedad, su peso, una electricidad en fuga por todo el organismo— y al mismo tiempo el desconocimiento total de su anatomía, la sensación de que su cuerpo y su vida son un territorio ignoto, vasto, algo lejano y por descubrir que en un momento puede desaparecer, perderse en el vacío. Siente, en fin, ese conglomerado de sensaciones contradictorias e indefinidas, la oscura mezcla de desconfianza y curiosidad que conforman el miedo.
El comisario apura su vaso de leche, unas gotas se le derraman por la barbilla: ha visto a tres anarquistas cruzar por delante de la cafetería a paso rápido, uno de ellos llevaba la mano en el bolsillo, empuñando una pistola, Agapito Martín ha visto el borde de la culata, mira su reloj, piensa que es demasiado pronto, pero las cifras le bailan, confunde la hora de entrada al teatro con la de salida, mira otra vez hacia la calle, ahora reconoce a Jenaro Tejedor y a Manuel Talens el Valenciano. Suelta unas monedas en el mostrador, le hace un gesto a los guardias que están sentados ante la vitrina y señala con la barbilla a Tejedor y a Talens, sólo uno de los guardias ha visto su gesto, y no comprende, el comisario señala hacia la calle, abiertamente, ahora todos los guardias miran al exterior, sus movimientos han alertado a los anarquistas, que ya corren por la acera, dando la señal de alarma, Talens lleva un revólver en cada mano, dobla una esquina y entra en la calle Nueva de San Francisco gritando ¡Encerrona, encerrona! Tejedor corre hacia la plaza de Cataluña, pegado a la pared, todo ojos, la plaza se descompone, policías, anarquistas, transeúntes, vecinos, cada cual corre en un sentido, suena el primer disparo, los anarquistas buscan las Ramblas, las calles que se pierden a partir de ahí, en la huida disparan, dispara la policía, los transeúntes buscan refugio en los portales, tropiezan con guardias que salen, temblando, se echan al suelo, gatean, el comisario Agapito Martín intenta dar órdenes, las detonaciones y el zumbido metálico de las balas le tapan la voz, sale a mitad de la plaza, vengándose del miedo que antes ha sentido, grita, dispara a dos bultos que se esconden detrás de un automóvil y que al mismo tiempo disparan, un policía cae herido cerca de él casi al mismo tiempo que en la puerta del colmado donde se habían camuflado unos guardias cae el cenetista Adolfo Bermejo el Madriles, casi antes de tocar el suelo ya está muerto, el tiroteo se hace denso en las Ramblas, baja por esa arteria, empieza a dispersarse por las bocacalles, otro anarquista, Rafael Climent, es herido de muerte al tiempo que Jenaro Tejedor choca literalmente con dos policías y rueda por el suelo, le apuntan al pecho, deja caer su arma, además de esa pistola le sacan de los bolsillos otras cinco y dieciséis cargadores, recibe aproximadamente dos patadas y media por cada uno de los cargadores, su compañero Talens corre peor suerte, una bala perdida le ha entrado por un costado y se desploma, se levanta, pretende correr, pierde fuelle, se desinfla como un globo viejo y antes de que pueda refugiarse en un portal lo atrapa un sargento de la policía. Además de Tejedor y Talens son arrestados Joan Manen, Vicente Soler y Guillermo Martí.
Continúan las carreras y los disparos. El comisario Agapito Martín le ordena a un cabo que busque por los alrededores la motocicleta con sidecar en la que, según Feced, los anarquistas encargados de disparar sobre Martínez Anido tienen pensado huir. El cabo, acompañado de dos guardias, identifica la moto cerca de la plaza Real. El motorista, sin tiempo para arrancar, corre a pie, dispara, le disparan, es veloz, atraviesa la calle Aviñó, la plaza de Milans y la plaza de Regomir, uno de los agentes, con un tobillo dislocado, abandona la persecución, el cabo y el otro guardia la continúan. El fugitivo, además de rápido, es hábil, ya está en la calle Merced, muy cerca del paseo de Colón, pero el cabo es igual de rápido y más hábil, se detiene en seco, apunta al vacío, al centro de la calle, y cuando el anarquista va a pasar por su punto de mira dispara, el fugitivo cae aparatosamente, muere. En el sidecar encontrarán una pistola Star con el seguro quitado y dos cajas de munición.
La operación no ha terminado. Queda la guinda. Toda la zona se ha convertido en un laberinto en el que policías y anarquistas se persiguen y disparan. La noche y los tiros se alían en una pesadilla en la que el miedo es puro y a veces asoman los mecanismos de un juego infantil. En un callejón del Raval un anarquista acorralado lanza una bomba de mano sobre el policía que lo persigue, la bomba no explota pero va a dar en la cabeza del agente, que cae herido y abandona la persecución. Cerca de allí hieren de bala a un compañero, Josep Claramonte, y en la calle Nueva de San Francisco descubren a Pellejero, el policía infiltrado que hacía poco había llegado de Bilbao, tirado en la acera, en posición decúbito supino (si bien con una pierna torcida, imitando el trazo de una zeta) y con dos tiros en el cuerpo.
Nunca quedó claro si éste fue víctima de los anarquistas, que descubrieron su doble juego, o de la policía, que en la confusión del tiroteo pudo tomarlo por un verdadero anarquista. Pero ésa no es la guinda de la que les hablaba, porque finalmente la muerte de Pellejero no deja de ser un asunto chusco, un simple error de sus compañeros o la fulminante inspiración de un anarquista que adivinó la condición de policía del desgraciado Florentino. No. La guinda, el colmo de aquel gran despropósito que fue el falso (o al menos el manipulado) atentado contra el general Martínez Anido tuvo que ver con Amalio Cerdeño, ya saben, el tipo que había sido el proveedor de las armas para el atentado y que junto a Manuel Talens había supervisado su entrega en el bar Monumental aquella misma tarde.
Estaba previsto que Cerdeño no participara activamente en el atentado. Inocencio Feced había informado de ello a Arlegui, y Arlegui había dispuesto que esa noche, una vez desmontada la operación se detuviese a Cerdeño en su domicilio, facilitado igualmente por Feced en una nota de caligrafía primorosa que durante varios días estuvo dando vueltas sobre el escritorio de Arlegui: Calle Serra Xic, número 3 (el piso por averiguar).
Sin embargo, en el último instante, Amalio Cerdeño decidió estar en el lugar de los hechos. Quizás lo había pensado siempre y lo ocultó por prudencia. Se encontraba cerca de las Ramblas cuando empezaron los primeros disparos. Al instante comprendió lo que sucedía. Pero, ofuscado por el nerviosismo, en el paso siguiente el instinto le falló. Corrió a buscar refugio en su casa, decidido a meterse en la cama y fingir ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Cerdeño no sabía hasta qué punto las autoridades estaban informadas de toda la operación. Lo supo poco después, cuando a los pocos minutos de acostarse la policía derribó la puerta de su vivienda sin una llamada previa y varios guardias se le echaron encima.
Las órdenes que los policías habían recibido eran precisas. Aplicación de la ley de fugas. Así que sacaron a Cerdeño de la cama, le ordenaron que se vistiese con las ropas que todavía conservaban la tibieza de su cuerpo y lo metieron en un coche.
Al llegar a la calle Espartería le ordenaron que bajara. Amalio Cerdeño vio unas sombras sospechosas al otro lado de la calle, se negó a abandonar el vehículo. Lo encañonaron. Ante esa situación, y ya con la puerta abierta, no lo dudó. Fue rápido, bajó de un salto y corrió imitando el vuelo quebrado de un murciélago, haciendo una especie de zigzag sobre los resbaladizos adoquines. Inútil. Desde el coche y desde el lugar donde se entreveían las sombras dispararon contra él. Fuego cruzado. Cerdeño, según confesaría luego uno de los policías, hizo una especie de cabriola, cayó, inerte. Se oyeron unas voces. Muerto. La palabra se repitió dos o tres veces, como si fuera un eco. Las sombras desaparecieron y el coche, que en ningún momento había detenido su motor, se fue calle adelante con un ronroneo siniestro.
Pero Amalio Cerdeño no está muerto. Caído en la acera, se desangra, inconsciente, hasta que unos transeúntes, dos amigos noctámbulos y achispados, casi tropiezan con él. Al instante aparece un trabajador de abastos. Comprueban que Cerdeño está con vida y, cogiéndolo por las axilas y las corvas, deciden llevarlo al puesto de socorro más cercano. En el camino, quizás a causa del dolor que le produce el zarandeo, Cerdeño recupera a medias la conciencia, balbucea, gime, dice nombres que los que lo llevan creen que son puro delirio, habla del gobernador civil, del jefe de la policía. Los borrachos creen que, además de herido, también está borracho. El de abastos calla y empuja.
Cuando llegan al puesto de socorro, Cerdeño está ya plenamente consciente. Lo tumban en una camilla. Mientras dos enfermeras lo desnudan para calibrar las heridas, el médico de guardia le pide a los que lo han llevado que no se vayan. Son testigos. Y van a ser testigos de lo que Cerdeño va a seguir diciendo. Allí, ante las enfermeras, dos médicos y los tres hombres que lo han llevado hasta el dispensario, Cerdeño revela punto por punto el entramado del caos que esa noche impera en Barcelona, el atentado contra el gobernador, el doble juego que evidentemente han llevado a cabo la policía y el propio gobernador, cómo acababan de aplicarle la ley de fugas.
Los presentes se miran atónitos. Aquel hombre no es un borracho ni tiene delirios. El médico de guardia es observado por las enfermeras, por los tres testigos, por el médico ayudante. Y toma una resolución. Conozco al fiscal Diego Medina, dice. Sale de la sala donde Cerdeño no para de hablar. Hace una llamada telefónica. Sólo unos minutos después, un automóvil se detiene ante la puerta. De él baja un hombre menudo. El fiscal.
El fiscal mantiene una charla aparte y breve con el médico. Se sienta en la sala de espera mientras el doctor sigue haciendo la cura a Cerdeño. Una enfermera contó cómo el fiscal parecía un ratón, metido en un abrigo demasiado grande, con los ojos muy inquietos rotando detrás de unas lentes ovaladas y mínimas.
Una vez que el médico da por acabada la primera cura, el fiscal Medina entra en la sala. Cerdeño está tumbado en una camilla, por el suelo todavía hay prendas de ropa ensangrentadas, huele a formol y a sangre. Amalio Cerdeño, con el único ojo que ahora tiene abierto, mira al fiscal con desconfianza. De un modo muy parecido a como el fiscal mira al anarquista. Me han dicho que tiene cosas que contarme, es lo primero que dice éste. El otro, según refieren, emite un sonido desde la camilla, asentimiento, gruñido o queja. Pues dígame, empezando por el principio.
El fiscal mete las manos amarillentas en el abrigo exagerado y escucha.
Al otro lado del cristal esmerilado que tiene la puerta de la sala de cura, los médicos y los testigos vuelven a oír lo que Cerdeño les ha contado. Ahora lo hace con un poco más de orden, aunque también con unos silencios más prolongados y con la voz más pastosa. Es la sedación, dice una enfermera. O la desconfianza. A veces, cerca del cristal suena la voz del fiscal, fina y clara, haciendo preguntas, pidiendo aclaraciones.
Al cabo de una media hora se hace el silencio. El fiscal abre la puerta, hace unos movimientos mecánicos con los hombros, aupando el abrigo. Avanza hasta la silla donde antes ha estado esperando y se sienta. Mira a todos los presentes, mira las puntas de sus zapatos, las manchas raras del suelo, apenas unos segundos. Y vuelve a levantarse. Le pregunta al médico dónde hay un teléfono.
El fiscal Diego Medina llevó a cabo esa noche una cadena ininterrumpida de llamadas. En cada una de ellas intentó esquivar a los elementos dudosos de la policía o del Gobierno, y cuando tuvo sospecha de encontrarse en un terreno pantanoso no dudó en cortar la comunicación de modo súbito. Finalmente, a las cuatro de la madrugada, consiguió hablar personalmente con el presidente del Gobierno.
Sánchez Guerra lo escuchó atentamente. El último enfrentamiento con Martínez Anido no lo predisponía precisamente en su favor. Hacía tiempo que recelaba del general y, como dijo esa noche al fiscal, lo creía capaz de cualquier cosa, de cualquier bajeza, a él y a Arlegui.
La llamada de Sánchez Guerra a Martínez Anido no se hace esperar. El gobernador, al poco de comenzar el tiroteo y recién salido del teatro, ha pasado por la zona en su aparatoso coche blindado. Ha visto carreras, fogonazos, gente que se echaba al suelo. Sabe que antes o después, el jefe del Gobierno se pondrá en contacto con él, pero no está preparado para una llamada de ese tono, de esa contundencia.
Sánchez Guerra es inflexible. Bajo ningún concepto autoriza ni aprueba lo ocurrido. Apela a la ley y a su cumplimiento y lo pone en antecedentes sobre la conversación que ha mantenido con el ministro de Gobernación. Le recuerda que el ministro había advertido a Arlegui en una reciente visita de éste a Madrid de que las cosas no podían continuar así. Le dice que no puede admitir que haya un gobernador y un jefe de Seguridad «que se consideren desligados del Gobierno y actúen con total independencia de juicio y libertad absoluta de movimientos».
Sánchez Guerra carga contra Arlegui, que siempre cuelga al Gobierno los desmanes que él mismo comete. Y antes de que el gobernador, acumulando paciencia, pueda responder y salir en defensa de su subalterno, el jefe de Gobierno le comunica que ha cesado a Arlegui como jefe de la policía de Barcelona. Martínez Anido pierde su reserva de paciencia:
«¡De ninguna manera!».
«¿De ninguna manera?», pregunta retóricamente Sánchez Guerra, y ordena al gobernador que frene su ímpetu.
«Lo que usted dice es imposible», sigue diciendo con voz autoritaria Anido.
El jefe del Gobierno le informa de que esa imposibilidad ha sido vencida y que de hecho ya ha firmado el nombramiento del coronel Borrué como jefe superior de policía de Barcelona.
Martínez Anido ve el rumbo que toma todo, después de Arlegui, será él. Siente cómo el abismo que siempre ha estado ahí, bajo sus pies, se abre y muestra toda su profundidad. Piensa, en un destello, que todavía puede salvar la situación. No quiere creer que el nombramiento de Borrué ni todo lo que puede estar asociado a él, su propio derrumbe, esté cerrado, le parece inverosímil un cambio tan repentino. Debió de ser como si le hubieran detectado una enfermedad mortal. Niega. Intenta volver al segundo anterior, al instante previo al que le han dado la noticia, cuando el horizonte y las posibilidades del mundo eran casi infinitas. Y al tiempo que experimenta todas esas sensaciones, casi simultáneamente, le pide al jefe de Gobierno que reflexione sobre lo que está ocurriendo en Barcelona. Oller Piñol, el biógrafo, recoge sus palabras textuales:
«Estos hechos, como no son provocados por nosotros, no veo el medio de que se eviten. Pues mientras usen la pistola para infundir el terror y conseguir sus fines, no cabe otro medio que contestar en la misma forma. De no ser así, a estas horas Barcelona estaría sumida en el terror».
Sánchez Guerra lo interrumpe:
«¿Podría estar sumida en el terror? ¿Y me quiere decir usted cómo está?».
Anido responde que mucho más apaciguada que cuando él fue nombrado gobernador y sigue intentando justificarse, a él y a Arlegui, porque sabe que la suerte de uno es la del otro. La ley de fugas le parece un bulo. Sobre ese asunto pronuncia unas palabras que también se hicieron públicas: «Hay hechos que parecen preparados y no es así, es que las personas que resultan víctimas se ponen en condiciones de que lo parezcan. El general Arlegui no trata de extralimitarse en sus atribuciones. Son los hechos que la fatalidad conduce a que se realicen, siendo él y yo los primeros en lamentarlos».
Después de eso, atribuye a los periodistas algunos de los males que está padeciendo y anuncia el propósito de no volver a dar ninguna información a la prensa, apela a la soledad en la que se encuentra y marca el camino a seguir: «Mientras en esta podredumbre que desde tantos años se cierne sobre Barcelona no se haga una depuración poco se conseguirá, y tengo la seguridad de que si no fuera por la constante presión que sobre ella ejercemos no sé adónde se hubiera llegado».
El jefe del Gobierno escucha, ya sin dar réplica.
Ante ese silencio desdeñoso, la frustración de Martínez Anido crece. El rencor, la ira, el deber, la cólera, son una tentación. El desbocado general acusa al presidente del Gobierno de desconocimiento de la situación y de blandura ciega y finalmente de cobardía, de supeditarlo todo a los intereses políticos. Quizás es lo que Sánchez Guerra estaba buscando desde el comienzo de la conversación.
El jefe del Gobierno ordena a Martínez Anido que entregue el mando al presidente de la Audiencia de Barcelona. Queda destituido.
El general calla al instante. No da crédito. Le pregunta a Sánchez Guerra qué está diciendo, y éste, como en una adivinanza o en una discusión infantil, le responde: Lo que usted ha oído. Además le comunica que al día siguiente quiere que se le presente en Madrid. La humillación no ha terminado.
Es de imaginar al saurio. Con el corazón azul, congestionado. Acorralado en su despacho. Siente la voz de ese patán, de ese político, todavía vibrando en la baquelita como un insecto que se retuerce con el abdomen boca arriba, moviendo sus élitros, intentando levantarse, volar, huir, dejando atrás el mundo de los hombres. Se quedaría mirando ese objeto negro que ahora le parecía nacido de las entrañas del infierno, un instrumento de tortura. Tal vez le sobreviniera un deseo de aplastarlo, de arrojarlo por la ventana o estrellarlo contra la pared.
Parece ser que no hizo nada de eso, o que si lo hizo disponía en las inmediaciones de su despacho de otro teléfono, porque queda constancia de que minutos después de hablar con el jefe del Gobierno, mantuvo una conversación telefónica con Miguel Arlegui.
A esa hora de la madrugada en la que en las celdas de los condenados empiezan los preparativos para la ejecución, ambos generales alimentan una rabia idéntica, indivisible, un rencor que es común a los dos y que crece a medida que uno y otro le descubren matices, escamas, orificios purulentos, fines miserables, movimientos repulsivos. Se han estado alimentando de sus vísceras, los han estado usando como perros guardianes y ahora los abandonan.
En lo único que parecen disentir es en el modo de afrontar públicamente el cese. Martínez Anido dice que él no va a darle el gusto a Sánchez Guerra de lamerse en público las heridas. Insistirá en que ha sido él quien, ante la disparidad de criterios con el Gobierno, ha presentado la dimisión. Lo dirá a la prensa y lo se lo dirá a sus personas de confianza. No podemos darles además esa satisfacción, que nos vean heridos, dice. Lo afirma de tal modo que suena a orden.
Arlegui siente no estar de acuerdo, cree que en poco tiempo este asunto, el cese de ambos, se convertirá en una deshonra para el Gobierno, una vergüenza ante la que Sánchez Guerra acabará bajando la cabeza. Además, ya es demasiado tarde. Arlegui, unos minutos antes, le ha confesado —realmente le ha gritado— a un periodista de ABC que ya no es jefe superior de policía.
Así lo publica, veintiséis horas después, el periódico madrileño:
Como nosotros le preguntáramos la causa de su dimisión ha añadido:
—No, no he dimitido; me han echado; que no es lo mismo. Parece que el gobierno no está conforme con la manera como aquí se lleva la represión del terrorismo.
Arlegui pasará ante la opinión general por cesado. Martínez Anido también, aunque el ya exgobernador declarará siempre —y así lo recoge mansamente su biógrafo— que ha dimitido por discrepancias con el Gobierno y que los trámites de la dimisión fueron en todo momento respetuosos por las dos partes.
Nadie lo cree. Hasta en la última dependencia del edificio de gobernación se oyen sus voces cuando unas horas después comprueba que han retirado de su servicio su imponente automóvil blindado. El general grita que quieren que lo maten y que con gusto entregaría su vida si fuese España quien se la pidiera y no unos gusanos con levita.
Pide el amparo de Cambó. Se entrevista personalmente con él. El líder catalanista escucha sus quejas con el encogimiento de hombros que se tiene ante las injusticias de la prehistoria. Martínez Anido, con su anticatalanismo, había quemado demasiadas naves. Ahora va comprendiendo. Pero todavía protesta telefónicamente ante los secretarios y subsecretarios del Gobierno que cree afines. Resultan ser menos de los que pensaba. Sondea asimismo a algunos generales, casi todos resultan tibios.
A última hora de la mañana, antes de salir hacia Madrid, deja escrita una carta a los barceloneses que envía a varios periódicos para su publicación. En ella expresa el honor de haber servido a Su Majestad y da las gracias al pueblo de Barcelona. Lamenta dejar su cargo no por los honores ni por el duro trabajo que éste representa, sino por el apego a esta tierra y por el temor de que en su ausencia «no cunda vuestra felicidad con la intensidad que muy de corazón os deseo».
El aparato sentimentaloide está muy presente y domina la última parte del palimpsesto. La sensación es rara. Algo así como ver al aguerrido general desenvolverse por el escenario con tutú.
«Mi alma queda aquí; yo seguiré con placer absolutamente sincero los progresos y el bienestar del pueblo barcelonés; yo sentiré profundamente vuestras amarguras como se sienten las de los hermanos; yo pondré siempre a vuestra disposición cuanto soy y cuanto valgo para contribuir a vuestro sosiego, a la felicidad a que tenéis derecho, como pueblo laborioso, culto, moral, artista y grande.
»Desde la prensa me ofrezco incondicionalmente, en la seguridad de que en mí encontraréis siempre al amigo afectuoso dispuesto a complaceros».