Guerra Mundial

Cuando el 28 de junio de 1914, en Sarajevo, el escuchimizado estudiante serbio Gavrilo Princip, perteneciente a la facción terrorista Mano Negra, disparó en la yugular del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y en el vientre de su esposa, Sofía, ocasionándoles la muerte, automáticamente estaba convirtiendo la ciudad de Barcelona en un puerto franco de espías, prófugos, traficantes de armas, putas de postín y negociantes de toda laya.

Aquel día de comienzos de verano, cielo azul y calor bochornoso, mientras el estudiante Princip fracasaba en su intento de suicidarse con cianuro inmediatamente después de cometer el atentado y, ya detenido, era apaleado por la plebe y salvado del linchamiento por la policía, Barcelona vivía un día más dentro de aquel periodo de tensa calma.

El amanecer había sobrevenido acompañado de un soplo dulce, como es frecuente en esa época del año. Los obreros, con el velo dudoso de la primera luz flotando en el aire, se habían dirigido a los centros fabriles en un desfile ruidoso y cansado. Densas humaredas se levantaban en los ingenios. Las Ramblas y los mercados empezaban a llenarse de un trasiego constante, excitado, aparentemente alegre pero también tenso.

La mañana avanzaba luminosa y las calles barcelonesas se llenaban de gente aunque su animación nada tenía que ver con el bullicio de Sarajevo a esa hora, cuando el archiduque y su esposa paseaban en ceremoniosa comitiva por las calles de la ciudad bosnia. Allí, sin que nadie, y ellos menos que nadie, lo advirtiera, los archiduques esquivaban a los tres primeros terroristas apostados en el desfile y que, por miedo, imposibilidad técnica o torpeza, ni arrojaron sus bombas ni dispararon sus revólveres contra el cortejo imperial, tal como tenían planeado.

Finalmente, cuando a las diez y diez de la mañana la bomba lanzada por el cuarto terrorista, un tal Čabrinovič, rebotaba en la capota del automóvil de los archiduques e iba a caer bajo el siguiente coche del séquito, Barcelona era ya una ciudad en plena efervescencia. Miles de mujeres se afanaban en su trabajo humildemente inclinadas sobre los telares de la industria textil, alineadas en hangares insalubres —calderas en verano y congeladores invernales—, señores graves y livianos chupatintas con cuello duro entraban y salían de los bancos escupidos por las puertas giratorias. Camionetas festivas y petardeantes, carros, pregoneros, vendedores abúlicos, recaderos apresurados, ociosos de chaleco con cadena de oro a la altura del hígado y habano insertado en la boca a modo de chupete, niñeras de uniforme, pillos y ojeadores transitaban calles arriba y calles abajo a la par que la bomba lanzada por el tal Čabrinovič explotaba dejando bajo el coche que seguía al de los archiduques un agujero de medio metro de profundidad e hiriendo a veinte personas.

En mitad del revuelo, Čabrinovič se quiso asegurar una muerte rápida que le evitase el linchamiento o, en caso de sobrevivir al tumulto, lo llevara a convertirse en delator. Con tal propósito, nada más arrojar la bomba ingirió una cápsula de cianuro y corrió a arrojarse al río Miljacka. Pero Čabrinovič, terrorista chapucero donde los hubiera, vomitó el cianuro, que se encontraba en mal estado, y tampoco pudo ahogarse en las aguas del Miljacka, que en esa época del año apenas alcanzaban los quince centímetros de profundidad.

La vida seguía y el automóvil del archiduque y su esposa se dirigió a gran velocidad hacia el ayuntamiento de Sarajevo. Temblaba de indignación y de ira el bigote de cuernos altos, casi verticales, del archiduque mientras su mujer, antigua dama de compañía de la archiduquesa Isabel y acostumbrada a templar nervios, trataba de calmar a Francisco Fernando. Sin embargo, una vez en el ayuntamiento, sintiéndose protegido, la cólera de Francisco Fernando de Austria-Hungría estalla de nuevo. No ha ido a Sarajevo a que le arrojen bombas sino en visita de cortesía. Recrimina a las autoridades locales el ultraje. Éstas se humillan y disculpan. Al final, su esposa vuelve a actuar como lenitivo.

Media hora de descanso. Templan el ánimo y deciden retomar la marcha, ahora en dirección al hospital para ver a los heridos del atentado.

No llegarán vivos. En el camino estaba apostado el quinto terrorista, Gavrilo Princip, provisto de una cápsula de cianuro en tan mal estado como la de su compañero Čabrinovič y armado con una pistola semiautomática FN modelo 1910 de 9 milímetros diseñada por John Browning y con número de serie #19074.

A la altura del puente Latino, el conductor de los archiduques lleva a cabo una imprudente maniobra que deja el coche momentáneamente parado. En ese momento, Princip realiza los dos disparos que incendiarán Europa. Es media mañana, el Noi del Sucre está con su cuadrilla pintando una casa cercana al Paseo de Gracia. Bromea con una frutera y con dos mozos de carga, pasan unos niños aullando, arrastran un perro con una cuerda al cuello y fingen disparar a los transeúntes. Salvador Seguí saluda también a un compañero de la Confederación que pasa con una camioneta cargada con bobinas de papel. La CNT ha vuelto a ser tolerada por el Gobierno meses atrás y tiene ya tras de sí a miles de afiliados dispuestos a conseguir que las fábricas y los centros industriales reconozcan sus derechos.

Apenas hay que esperar para que el atentado del mártir Princip trastoque los delicados equilibrios de Europa y empiece a cambiar la vida de millones de personas. La guerra estalla. Poco importa que España permanezca neutral en el conflicto. De inmediato se ve afectada por su monstruoso y gigantesco desarrollo. Las repercusiones de la guerra convulsionan el equilibrio social del país y lo someten a vértigos y zarandeos.

Se producen enriquecimientos repentinos, idas y venidas de mercancías, negocios fulminantes, explotaciones y abusos a los que los movimientos obreros y los sindicatos no van a dejar de enfrentarse. Con todas sus fuerzas. A veces con las armas en la mano.

Héroes, mártires, ladrones, traidores, facinerosos y visionarios comparten tablero. Muchos de ellos van a intentar destruirlo, reventarlo, y más de uno podría haber puesto en su boca las palabras con las que el enfermizo estudiante Princip, amoratado por los golpes, famélico, iluminado, se dirige al director de la prisión cuando se disponen a trasladarlo a una de mayor seguridad. «Yo, en vez de tanto traslado, lo que sugiero es que me claven en una cruz y me quemen vivo. Mi cuerpo en llamas será una antorcha que guiará a mi pueblo por el camino de la libertad».

Sin tanta grandilocuencia pero con la misma determinación, en Barcelona muchos luchadores de la causa obrera o simples trabajadores que, llevados por un afán de justicia, se comprometen con sus derechos van a seguir una suerte parecida y pagarán con la calderilla de sus vidas el precio de sus ideas. Frente a ellos tendrán a los empresarios más intransigentes, a políticos al servicio de la patronal y a matones igualmente al servicio de la patronal.

La Gran Guerra provoca riadas humanas. Uno de los primeros y más notables miembros del hampa en llegar a Barcelona es un tal Fritz Stallmann, más conocido como el barón de Koënning. Mundano, aventurero, hedonista. Cuando los cañones de agosto empiezan a turbar la tranquilidad de Europa, el barón de Koënning, que años atrás ya había abandonado su Austria natal y vive en París, decide fijar su residencia en España. En París siempre se había encontrado saltando en un trampolín que en los momentos bajos lo hacía hundirse en el fango de la sociedad y en los altos codearse con los cogollitos burgueses y aristócratas de la Ville Lumière.

Tanteando esos ambientes entre los que continuamente oscilaba su vida, antes de abandonar Francia, lleva a cabo una serie de contactos con el fin de sacar rendimiento a su inmediato viaje a España. Entre esos contactos de última hora se encuentra un importante agente del espionaje francés. El barón, del que se rumoreaba que es un informante del servicio secreto austrohúngaro, no duda en ofrecerse como contraespía a la República Francesa. Se acepta su ofrecimiento. Son tiempos difíciles y más que nunca se necesitan hombres sin escrúpulos. Bajo esa consigna el barón de Koënning emprende su viaje hacia el sur.

Las crónicas cuentan que se le vio cruzar la frontera por el País Vasco. Lo hizo en compañía de dos señoras atractivas y elegantes, si bien hay que indicar que aquellas viejas crónicas al referirse a las dos damas siempre lo hacen entrecomillando el término «señoras». Una de ellas es la supuesta baronesa, la otra la suegra del barón. Las crónicas detallan que tanto una como otra se encuentran todavía «en la flor de la edad» y dan a entender que todo en Stallmann, empezando por su baronía, es rotundamente falso.

De Irún, el curioso trío pasa a Fuenterrabía y, después de tomar en el hermoso pueblo costero unos días de descanso, se dirige a la que en los próximos años va a ser su base de operaciones. Barcelona.

Una de las primeras personas con las que Stallmann entra en contacto es el constructor Miró Trepart. Trepart lo introduce en importantes círculos empresariales y le facilita sus primeros negocios. El barón y las dos señoras pronto se hacen unas figuras familiares entre una burguesía que, sin ser demasiado proclive a las vanidades aristocráticas, no es lo suficientemente austera como para dejar de franquearle el paso a aquel trío que arrastra tras de sí las ínfulas imperiales de la engolada Europa.

A mediodía los tres parientes suelen ser vistos en los mejores restaurantes de la ciudad compartiendo mesa con halcones de los negocios. Las noches que no frecuentan los cabarets ni asisten al teatro están en casa de algún industrial, propagando algún chismorreo parisino o berlinés o ultimando un ventajoso asunto de importación o exportación con alguno de los países en guerra. Las dos damas alternan esas actividades con frecuentes visitas a timbas, locales dudosos donde la canalla se mezcla con lo exquisito y las acompañantes del barón pueden entregarse fervorosamente al juego.

Se dice que la supuesta baronesa es adicta a la cocaína. Alta, elegante, ojos profundos y vivos, fuma continuamente de una larga boquilla. Escotes profundos que dejan entrever unos pechos pequeños, rebeldes, orgullosos, respondones. La madre, si es que en verdad lo es, tiene un aire más carnal, labios más gruesos, una sensualidad menos sofisticada y más rotunda. Ríe con carcajadas muy medidas, casi a cámara lenta, con un rumor grave subiendo y bajando de su garganta. Cuando mira los naipes, la punta de su lengua asoma entre el carmín oscuro, golosa.

Por sus manos pasan cheques, pagarés, billetes. Ganan y pierden cantidades elevadas de dinero. Siempre impasibles. Siempre voraces.

Algunas de las transacciones del barón de Koënning se solventan con ganancias, pero no son suficientes para mantener el tren de vida que se han impuesto. La baronesa y su «madre» no cesan de pedirle dinero. Al fin y al cabo ese trío que se presenta como un compenetrado núcleo familiar no es otra cosa que una asociación mercantil.

El barón se ve obligado por tanto a ampliar su espectro comercial y para ello retoma la vieja táctica —ascensión-inmersión social— que, como un sístole-diástole, había practicado en París yendo con toda naturalidad de la nata social a los bajos fondos.

En casa de un famoso industrial conoce al individuo adecuado para comenzar su estrategia. Se trata de Manuel Bravo Portillo. Comisario de policía y hombre clave en la próxima lucha que los anarquistas van a tener con sus patronos.

Manuel Bravo Portillo es un hombre de apariencia insignificante. Cetrino. Ojos muy negros e inmóviles. Bigotes poblados y anchos con las puntas afiladas con goma, erectos, señalando al cielo. El poco pelo lo lleva medio planchado y, lacio, escaso, lo doma hacia el lado izquierdo para taparse de mal modo la calva.

Había nacido en Filipinas, hijo de militar, a mediados de los años setenta, siglo XIX. Siguió la profesión del padre y combatió a los independentistas filipinos. Las malas lenguas decían que allí, entre cabezas cortadas y torturados suplicantes, forjó el carácter que luego iba a desarrollar en Barcelona. Lo repatriaron en vísperas de la derrota colonial, 1897, enfermo de malaria aunque no lo suficiente como para impedir su casamiento con una asténica hija de militar. Tiene absoluta preferencia por el ramo castrense.

Bravo Portillo se bandea, sobrevive. Ingresa en el Ministerio de Hacienda, en Madrid. Aprende números. Sueña con ser quien entonces aún no es. En 1908 se incorpora al recién creado Cuerpo de Policía. Empieza a sentirse en su medio. Progresa pronto. En un año asciende a inspector jefe. Lo trasladan a Barcelona en vísperas de la Semana Trágica.

El espécimen ha llegado a su hábitat natural.

Durante los disturbios de esa semana saca a relucir todo lo aprendido en la campaña de Filipinas. Se muestra implacable, resolutivo, brutal. Sus subordinados no dejan de admirarse ante la fiereza incólume y fría de aquel currutaco que ni siquiera en los momentos de mayor tensión pierde una apariencia anodina y funcionarial que en esos momentos dramáticos se revela como siniestra.

Le reconocen el trabajo hecho con una condecoración y un ascenso. Se convierte en el comisario más joven de España.

A partir de entonces, Bravo Portillo comienza a montar una enrevesada red de confidentes mediante la que controla toda la delincuencia común de Barcelona y los movimientos de los círculos anarquistas, cuyas actividades para él en nada se diferencian de las de los vulgares ladrones, estafadores o asesinos. Sin embargo, la llegada de la Gran Guerra lo va a distraer de esa prioridad. Es justo entonces cuando conoce al barón de Koënning.

Los dos sujetos congenian de inmediato. Se reconocen. Desde el primer instante saben de lo que hablan, quiénes son. El tanteo del terreno es breve. Incluso disfrutan desvelando sus dudosos proyectos. Bravo Portillo muestra, hasta donde sabe, su oscura sonrisa, una mueca lúgubre. Stallmann exhibe su resplandeciente dentadura pangermánica. Los labios color sangre se le abren. Sabe que le corresponde a él tender la mano, hacer una demostración de confianza.

Al cabo de la noche, en un sofá esquinado de la lujosa vivienda en la que se han conocido y camuflados por una espesa y cara nube de humo de habanos, el policía está al tanto del pasado del barón y de la escasez de escrúpulos que alberga su ancho y resonante pecho. Conoce Bravo Portillo la labor de contraespionaje que acaba de inaugurar su nuevo amigo así como los anhelos que éste siente por sacar provecho de toda la información secreta que pasa por su mano y convertirla en moneda de curso legal.

Por su parte, Bravo Portillo deja entrever ladinamente alguna de sus cartas. Se siente muy interesado por los laberintos del espionaje y da a entender que no le importaría conocer más a fondo ese mundo, tal vez participar en él de algún modo. Y asintiendo a las explicaciones que le proporciona el barón, con sus ojos de canica emitiendo unos destellos leves, turbios, comprueba con un deleite disimulado que ha descubierto un compañero de viaje adecuado a sus condiciones y proyectos.

Naturalmente, hablan de la guerra que desde hace unos meses arruina Europa. A consecuencia del conflicto, Barcelona se ha llenado de extranjeros y refugiados, y los dos nuevos compinches ven la populosa y desorientada invasión como una gran oportunidad para hacer negocio. También en eso están de acuerdo, de modo que quedan emplazados para reunirse dos días después y perfilar algunos de los planes que esa velada han dejado esbozados.

En lo único en lo que no coinciden esa noche es en el modo de celebrar su providencial encuentro.

El barón de Koënning, con mirada cómplice, le habla a Bravo Portillo de una discreta casa situada en la colina del Tibidabo:

«Allí, mi querido amigo, coinciden huríes turcas con valquirias de los profundos fiordos del Norte, y unas y otras se esfuerzan en demostrar toda su ciencia».

El policía esboza una mueca que casi todos nosotros podríamos interpretar como una sonrisa. Muestra unos dientes afilados y cortos, casi de pez. Mantiene la mirada sobre el barón, fría. Luego hace un gesto con la cabeza, una especie de saludo, y se dirige a un pequeño corro de señoras entre las que sestea su mujer. Ella, al verlo, le dedica una sonrisa de párvula. Bravo Portillo le toma la mano, casi azul, de venas lánguidas.

A los pocos minutos, el policía y la ojerosa se despiden de los anfitriones, saludan y se pierden por el arco del salón.

Koënning finge una sonrisa triste considerando que, en el fondo, Portillo es un pobre hombre, uno de esos puritanos forjados con el hierro de la castidad. Pronto sabrá que bajo esa fachada se esconde un depredador sexual tan ávido como taimado.

Dos días después de aquel encuentro, Bravo Portillo y el barón de Koënning se reúnen en comisaría, dejando constancia de por dónde se va a desarrollar su trabajo futuro.

Al amparo del cargo policial de Bravo Portillo, los nuevos socios inician un ilegal y lucrativo tráfico de inmigrantes. Extorsionan, chantajean y en colaboración con los bajos fondos de Barcelona y Francia crean una sofisticada red criminal. Detectan extranjeros susceptibles de ser expulsados de España y les piden fuertes sumas de dinero a cambio de extenderles permisos de residencia, pasaportes falsos, pasajes para América o África.

El policía y el barón obtienen importantes ganancias, pero son ambiciosos. Las dos mujeres de Stallmann son una fuga permanente de dinero, y aunque a veces, para paliar sus pérdidas en el juego, las ofrece sexualmente a algún refinado extranjero o a un alto y discreto miembro de la burguesía local a muy alto precio, el balance de las damas es negativo y el falso barón no se conforma con las compensaciones que le proporcionan los inmigrantes. Tampoco lo hace Bravo Portillo, que finalmente consigue formar parte del entramado de espías que pululan por la ciudad. Trabaja para el Gobierno alemán, que remunera espléndidamente la valiosa información que desde su cargo de comisario va suministrando. Al contrario de lo que ocurre con el barón de Koënning, lo que mueve al policía no son los gastos exagerados de su recatada y hasta beata mujer, sino la avaricia y una feroz ansia de poder largamente amasada desde los días de su juventud en la jungla de Filipinas.

La guerra sigue su marcha. Los dos socios explotan los recursos que tienen a su alcance. Son conscientes de que los suyos son unos negocios transitorios, dependientes del azar de la contienda, y ambos, inteligentes, se preparan para mantener sus ingresos cuando llegue la paz. Nuevamente coinciden. Han puesto sus ojos en la dura batalla que la patronal mantiene con los obreros. Saben que tarde o temprano esa lucha irá a más y puede ser una fuente de ingresos.

Eso sucederá más tarde. De momento, Barcelona continúa recibiendo carne fresca. Llega gente de los cuatro puntos cardinales. Muchos, sí, son extranjeros solventes en busca de refugio, pero los barrios humildes, las pensiones más sombrías y las calles de los arrabales también se llenan de españoles que, atraídos por el incremento vertiginoso y artificial que la guerra ha producido en la industria, buscan un modo duro y honrado de ganarse la vida. Como un compañero de Salvador Seguí declara con sorna en esos días, «Esto tendrá que reventar. Vienen muchos millonarios en busca de paz y demasiados obreros en busca de pan».

Entre los obreros, una mañana neblinosa de 1914, llega un hombre zanquilargo y triste. Castellano, idealista, anarquista hasta la médula. Un compañero ferviente de Salvador Seguí y al mismo tiempo un rival, quizás el de mayor altura que el Noi del Sucre va a tener nunca.

Se llama Ángel Pestaña. Tiene treinta y dos años y con él va su compañera, María Espés. Aragonesa, menuda, vivaz, valiente. Buscan una pensión de mala muerte.

Consigo llevan una maleta de cartón y un pasado lleno de calamidades.