Els Fills de Puta

Seguí siempre fue una tormenta. Lo fue desde el principio, cuando apenas era un adolescente y pertenecía a un grupo anarquista llamado Els Fills de Puta. Así lo recordaba Juan García Oliver, compañero y al mismo tiempo enemigo del Noi del Sucre. En sus memorias, el anarquista de Los Solidarios que llegaría a ministro, describió a Seguí como un radical que fue marchitándose con el tiempo, un contemporizador que se olvidó de sus raíces.

El camino para llegar a encabezar el pequeño grupo de Els Fills de Puta no resultó demasiado largo ni complicado para Salvador Seguí. Era hijo de una familia campesina de Lérida que se había trasladado a Barcelona cuando el niño tenía poco más de un año. Atraídos por el fragor industrial y la promesa de sumarse, aunque fuera mínimamente, a la ola de progreso que experimentaba la gran ciudad. Barcelona, además, estaba convulsionada en esos momentos por la Exposición Universal que acababa de inaugurar el alcalde Rius i Taulet. Todo mentira. Una ilusión.

El niño Seguí, hijo único, acompañó a sus padres de cuchitril en cuchitril, cansado desde que tuvo uso de razón de oír las protestas del padre, una puntillosa e incesante enumeración de desengaños y agravios. Hasta que él mismo, poco después de cumplir los once años, decidió emprender su propia carrera laboral para ser dueño de su vida.

Mal trabajador, Salvador elige un oficio que requiere demasiada disciplina y un horario penoso. Empieza a trabajar como aprendiz en la panadería donde está contratado su padre. Se distrae. Hace monigotes con la levadura, fantasmea y está más atento a las conversaciones de los operarios que a la cocción del pan o al acarreo de los sacos de harina. Muchos días, a media mañana, desaparece. Nadie sabe dónde se ha metido.

Ese niño de ojos enormes y boca grande anda por los desmontes, se junta con chicos del Pueblo Seco. Merodea por las tapias de Montjuich. Él y sus amigos fantasean sobre la clase de torturas que habrán recibido allí los anarquistas acusados de lanzar una bomba al paso de la procesión del Corpus Christi. Discuten sobre el lugar exacto donde cinco de ellos han sido fusilados unos meses atrás. Rastrean las tapias buscando vainas de balas, identifican hipotéticos grumos de sangre seca. Seguí tiene una expresión bovina, atolondrada, pero se va convirtiendo en el jefe de aquella banda de mocosos, todos mayores que él.

En esa época su padre cae enfermo, probablemente de tifus, y Seguí, espoleado por el desafío y la necesidad, se aplica en el trabajo. Le atormenta la idea de que su madre pueda sufrir aún más miserias. A partir de entonces el pequeño Salvadoret es el primero en llegar a la puerta de la tahona en mitad de la madrugada. Golpea la acera con sus alpargatas para quitarse el frío mientras aguarda la llegada de sus jefes y compañeros. Lleva a su casa el jornal puntualmente y apenas descuenta unos céntimos para tabaco. También se hace adicto a otro veneno. Empieza a comprar libros.

En la panadería, un joven que ya conoce las celdas de la Modelo y los métodos de la Brigada Social, recién creada para perseguir a la turba anarquista, le presta algunos libros manoseados. Novelas y también fórmulas revolucionarias para cambiar el mundo. Algunos nombres, todavía impronunciables, empiezan a serle familiares. Kropotkin, Spooner, Max Stirner, Proudhon.

Pasan meses. El padre de Seguí se restablece y el niño considera la salud de su progenitor como una señal de relevo en el trabajo. De nuevo empiezan sus ausencias en la panadería y sus despistes, hasta que el propietario lo da por imposible y lo despide.

Vaguea. Inventa, sueña, habla. Conoce a toda la gente del barrio, se mueve Paralelo arriba y abajo, husmea por el Raval, charla con obreros, bromea con unos y con otros. Se comporta como un hombre que ya lo supiera todo de la vida, es decir, como un niño. Lo contratan en un cafetín de mala muerte para limpiar el local y, cuando el dueño anda apurado, servir café y licores. Hay quien atribuye a esa época su apodo, pues aseguran que no para de meter la mano en el recipiente donde están los terrones de azúcar. Otros dirán que el sobrenombre se lo adjudicó poco tiempo después Jaume Bisbe cuando vio a aquel mocoso exaltado en una reunión de anarquistas y le dijo: «Qué sabrás tú, chiquillo. Si pareces un noi de sucre». A saber.

En cualquier caso, el Noi dura poco tiempo detrás del mostrador. Se relaciona entonces con unos amigos que trabajan en el ramo de la construcción y decide que el oficio de pintor de brocha gorda tiene más ventajas que el de panadero o que el de mozo de bar, pues aunque este último le ofrece la oportunidad de charlar con gente muy variada, lo obliga a estar siempre atento a los caprichos de la clientela, como un criado. De modo que se enrola como aprendiz en una cuadrilla de pintores y va de obra en obra, de casa en casa, por toda la ciudad. Es feliz.

Tiene trece años y es un joven precoz. Ha desarrollado un cuerpo grande, tiene la voz grave, los labios carnosos y los ojos ahuevados, pero resulta atractivo para las chicas del barrio. Sonríe con facilidad y también con bastante facilidad le aflora la ira. Cuando puede, busca excusas para no trabajar con la cuadrilla y se pasa las horas tumbado en la cama, leyendo. Va de un libro a otro, sediento, pero pronto encuentra su biblia y su profeta indiscutible.

Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche. En una de las paredes entre las que está encajonada su cama ha clavado un retrato en el que aparece el filósofo de perfil, con su gran bigote de morsa, la cabeza apoyada en una mano y la mirada horadando el universo. La madre del Noi niega con la cabeza viendo a aquel individuo con cara de loco en el lugar donde antes se encontraba la estampa, siempre falta de devoción, de un san Judas con su manto verde desvaído. «Salvadoret, Salvadoret», murmura doña Dolors, poco convencida por el cambio de amuleto.

Nietzsche es el apóstol de la destrucción y la regeneración radical. El héroe inagotable que el Noi necesitaba. Alguien que había venido al mundo para zarandearlo y acabar con todo lo caduco y lo podrido. El joven Seguí admira de un modo tan desaforado al escritor alemán que no puede evitar un rencor profundo cuando lee alguna de sus frases memorables. Le parece un crimen que los suyos, los humildes, los desheredados, no estén educados para apreciar la obra del genio. Que no puedan elevarse del suelo miserable que pisan y estén destinados a permanecer embrutecidos por los patrones, por todos aquellos a los que les interesa que los obreros no sean más que ganado de carga a su servicio.

El Noi adolescente bizquea al discutir, levanta el dedo como un mesías, alza la barbilla. Empieza a frecuentar algunas tertulias. Sale de ellas insatisfecho. Siempre espera más. Va de un lado a otro con su biblia. Aprende fragmentos de memoria. «Yo no doy limosnas. No soy lo suficientemente pobre para ello».

Predica. Le lee trozos del libro a su madre, le espeta frases a su padre como si fueran un desafío, una provocación. Lo mismo hace con sus amigos, con los compañeros de brocha y espíritu gordos que por el momento lo toman a broma. Y también le transmite el nuevo evangelio a una vecina, algo tartamuda y rubia. Es dos años mayor que él, pero al caer la tarde la chica lo escucha, no se sabe si arrobada o irónica, en el palomar del edificio donde viven, entre besos. «Que vuestra virtud sea vuestro yo mismo y no una cosa extraña, una piel, un encubrimiento», le susurra al oído empeñado en subirle las faldas.

«Yo amo a los valientes, pero no es bastante con ser un espadachín. ¡Hay que saber también contra quién se es espadachín!». Salvador Seguí ya hace tiempo que ha encontrado a su rival. Sabe perfectamente contra quién volcar todo su valor, su energía. Su propia vida. El enemigo está ahí. Justo enfrente, paseando por el otro lado de la acera, compartiendo el mismo oxígeno que él. Los patronos, la burguesía, los facinerosos que de madrugada se pasean en coche de caballos con fulanas y al día siguiente entran y salen del Liceo con sombrero de copa y llevando del brazo a sus señoras enjoyadas.

El de entonces es el Seguí más incendiario. El adolescente, el jacobino. Da golpes en las mesas, señala con ira de profeta al techo, a la gente anónima que pasa tranquilamente al otro lado de la vidriera del tugurio de turno. Amenaza al mundo, sublevar es el verbo que más conjuga. Y entre radicalismos y profecías acaba por encontrar a unos cuantos elementos de su mismo pelaje. Forman un grupo, supuestamente de acción. Se bautizan: Els Fills de Puta.

El nombre es en sí mismo una declaración de principios. Se reúnen en una tasca pringosa de la calle Arco del Teatro, entre el Paralelo y las Ramblas. Traman, pronostican catástrofes, especulan, fuman, ebrios de ideas. Beben un líquido negro al que presuntuosamente llaman café y comen churros fritos con sebo. Hablan con fervor de Paulino Pallás, el asesino fallido del gobernador militar que a pesar de todo se llevó a doce soldados por delante en su atentado, o de Santiago Salvador, el apacible anarquista padre de dos niñitas que lanzó la bomba del Liceo y que, como Pallás, fue ejecutado después de recibir terribles torturas. Mártires, filósofos, visionarios. El altar se va llenando de gente dispareja.

Seguí y sus amigos están dispuestos a coger el testigo. Quieren, por encima de todo, ser terribles. Se sienten carne de revolución y dan por supuesto que ha llegado la hora suprema de la Justicia. Les asquea la palabra prudencia. «Siento ganas de vomitar, siento la náusea social de los cobardes, ese pescado podrido queriendo salir por mi boca, esa repugnancia que llaman prudencia», escribe Seguí en uno de aquellos acaloramientos.

Critican a los anarquistas moderados. Los llaman despectivamente «los cristianos». Los obreros resignados con su suerte son «los borregos», «los maniquíes». El Noi del Sucre despotrica contra los blandos que prefieren los dogmas de Tolstói a los de Nietzsche.

El anarcosindicalismo es todavía una materia de futuro. En esa Barcelona de obreros acosados nadie parece saber aún que la anarquía puede asociarse con un movimiento organizado, reivindicativo y eficaz —el sindicalismo— aunque menos llamativo y virulento que el anarquismo puro al que aspiran Seguí y los suyos. Un anarquismo regenerado, porque en ese momento, después de una época de ebullición y descontrol, los viejos anarquistas están adormilados, en estado latente. Así que pequeños grupos al estilo de Els Fills de Puta se erigen en los profetas de una confusa mística. Están profundamente enamorados de la intolerancia.

Son las vísperas de un tiempo nuevo. Se encuentran en el recodo último de una galería subterránea en la que ya se perciben los sonidos de la superficie. Pronto verán una tronera de luz. Y la luz vendrá tintada de sangre.

Seguí recibe en esa época el alto honor de ser detenido por primera vez. Su intervención en una huelga de metalúrgicos al lado de un piquete muy activo le acarrea la primera estancia en un calabozo. Son apenas unas horas de arresto, pero el Noi del Sucre sale de aquel cubil reforzado en sus creencias, engrandecido.

Tiene quince años y ya empieza a considerarse a sí mismo un veterano de la lucha obrera. Els Fills de Puta comienza a quedársele pequeño. Por deseo del propio Seguí han mudado ya el nombre por el de Els Fills Sense Nom. Pero el detalle no es suficiente. No tarda mucho en darse cuenta de que algunos de sus compañeros apenas van más allá de ser unos alborotadores ególatras, gamberros con vocación de trascendencia. Él conoce otros mundos.

Desde meses atrás frecuenta el Centro de Estudios Sociales. El Noi del Sucre, que ya tiene fama de incontenible parlanchín, se modera en aquel ambiente más adulto y maduro. Observa, escucha. Sus ojos grandes y oscuros se detienen en un personaje y en otro. Hay quien dice que calibra la dureza de la piel de cada uno, que les busca los puntos débiles.

El Centro se encuentra en la sede de una agrupación de obreros metalúrgicos y allí los aprendices de superhombres y los exaltados de pacotilla dejan paso a problemas reales y estrategias inmediatas. Hay lerrouxistas en el Centro pero la mayoría, y quienes lo controlan, son hijos del anarquismo. Algunos, descreídos de la eficacia de las huelgas y de los movimientos colectivos, han practicado la acción individual violenta. Y no descartan volver a ella. El Noi los sondea, se interesa por sus ideas y sus tácticas. Va dejando aflorar su personalidad incontenible. Es cálido, cordial. Se gana la confianza de los veteranos. Va a las casas de unos y de otros, conoce a sus mujeres y a sus hijos, come con ellos. Él también se siente parte de aquella familia enorme y atrabiliaria. Aprende de la fortaleza de aquellos hermanos, de sus desfallecimientos y de sus dudas. Toma nota de todo, casi siempre sonriente, expansivo.

Pero la amargura es el telón de fondo. Siempre hay lugar para ella. Y para la traición. Es justamente en el Centro de Estudios Sociales donde Seguí entabla una cierta amistad con Joan Rull i Queraltó, un muchacho unos años mayor que él y que muy pronto va a cobrar una funesta celebridad. Además, Rull protagonizará al cabo de poco tiempo un suceso que el Noi del Sucre va a considerar como uno de los momentos más dolorosos de su vida. La única acción de la que se arrepentirá desde el mismo instante en que se produjo hasta el día en que, muchos años después, sería asesinado en el cruce de las calles de la Cadena y San Rafael.

Pero eso todavía forma parte del futuro. Las traviesas que llevan hasta ese punto las va colocando Seguí con entusiasmo juvenil y asombrosa determinación. Una determinación que, a pesar de su firmeza, durante un corto espacio de tiempo se tambalea y lo lleva a admirar el discurso directo y corrosivo de los partidarios de Lerroux y su republicanismo de opereta. El hecho de que el movimiento anarquista esté sumido en un periodo de baja intensidad desanima al impaciente Seguí, y cuando el rey Alfonso XIII, poco después de acceder al trono, se dispone a hacer una visita a Barcelona, el Noi del Sucre vive aquellas jornadas al lado de los furibundos lerrouxistas. Descartan la violencia pero de ningún modo quieren que la visita del rey pase sin pena ni gloria.

Siguiendo instrucciones del propio Alejandro Lerroux, las calles de Barcelona se convierten en una estrafalaria corte de los milagros. El líder republicano hace un llamamiento para que todos los mendigos y lisiados de la ciudad se vistan con sus ropas más miserables y se echen a la calle para recibir al rey. «Si ellos engalanan las calles, nosotros haremos lo mismo, cada cual con su oropel». Lerroux quiere que coloquen frente al rey el espejo del país, su miseria. Los menesterosos tienen instrucciones de aproximarse al monarca todo lo que los guardias permitan y desde cerca «observen cómo el monstruo de la historia tiene cara de niño y ojos interrogadores».

Así ocurre. Lisiados, mendigos, ciegos y vagabundos vestidos con andrajos llenan las calles céntricas de Barcelona en una especie de carnaval mugriento. Salvador Seguí, asombrado por lo estrafalario de la ocurrencia, ríe. Va con un grupo de amigos de un garito a otro espoleando a los tibios, aunque en medio de la agitación no puede evitar una sensación incómoda, un pudor vergonzante por la exhibición de aquel cúmulo de andrajos, muletas, piernas torcidas, ojos vacíos y muecas grotescas.

En un cruce de las Ramblas se topa con uno de sus antiguos compañeros de Els Fills Sense Nom. El viejo conocido va ataviado con una especie de sayón roto y lleva la cara tiznada, simulando cicatrices y llagas. Seguí, ante la sorpresa, suelta una carcajada. Después de varios tragos a una botella que lleva el falso mendigo y de cruzar unas frases cómicas, se separan. El Noi ve alejarse al antiguo amigo mientras sus compañeros lo invitan a proseguir la ronda carnavalesca. Pero Seguí niega con la cabeza, abandona la comparsa. Se pierde solo por las calles adyacentes, vacías. Detrás de los cristales de las ventanas, detrás de los muros, sigue la vida humillada y silenciosa de los débiles. Allí, al margen del carnaval, están los explotados de verdad, los niños enfermos, las mujeres sin recursos y acosadas por la miseria.

La jornada le deja un regusto amargo. A la risa y la complicidad con los lerrouxistas le sucede un intenso desprecio. Seguí se avergüenza de sí mismo. Ve claro que aquella charada y las palabras altisonantes de Lerroux, ya definitivamente bautizado como el Emperador del Paralelo, tienen poco que ver con la emancipación de la clase obrera y mucho con el encumbramiento del propio Lerroux.

Apenas dos o tres días después del despliegue de pordioseros, tiene un mal encuentro en el Centro de Estudios Sociales con un partidario de Lerroux. El lerrouxista habla de quimeras con la soltura de un vocinglero y se engola imitando al líder republicano. El Noi ve cómo se derrama leche fresca por el suelo, delante de niños hambrientos. Ésa es la sensación que según dijo tiempo después tuvo mientras oía al exaltado parlanchín. Lo mira con una sonrisa de desprecio y le dice a la cara que más que un activista obrero «Pareces un figurín. Un charlatán vendiendo hierbas milagrosas. Eso es lo que eres tú. Un lechuguino, un timador». Llegan a las manos.

Después de la pelea, Seguí, con la boca ensangrentada y un diente bailándole, continúa sonriendo, al otro se lo llevan entre dos correligionarios a la casa de socorro. Se ha terminado su corto romance con el lerrouxismo. El Noi de aquella época no conoce los puntos intermedios y declara a los partidarios de Lerroux sus enemigos irreconciliables.

Definitivamente, los anarquistas son quienes están más cerca de su corazón y también de su cabeza. Pero tienen que encontrar una fórmula para ganar la confianza de la sociedad y hacerse cómplices de los trabajadores, que no deben ver en ellos a los representantes de un imposible sino un grupo organizado y decidido a alcanzar conquistas concretas. Justicia, pan, dignidad. Trabajo, salarios, derechos.

Sin embargo, a esas alturas ya ni siquiera los anarquistas amantes de la acción directa tienen ánimos para actuar, y cuando poco tiempo después se inicie una nueva campaña terrorista y por toda Barcelona aparezcan artefactos explosivos sembrados casi al azar, el impetuoso Noi del Sucre ya habrá evolucionado. Entonces ya no será partidario de la violencia y verá en ella más un peligro para la clase obrera que un método de presión.

Su búsqueda no es vana. Tiene los ojos abiertos, los meandros de su mente empiezan a encontrar cauces más serenos y menos tumultuosos. Además, muy pronto el azar pone en su camino varias personas que van a resultar determinantes en su vida.