Capítulo 39
Madrugué. No podía estar ni un minuto más en la cama, tenía que acudir a mi cita. Intenté colocar la Beretta en algún lugar discreto y después de desayunar inicié una caminata hasta el corazón de la ciudad. A cada paso me fui convenciendo de que lo que iba a hacer era lo mejor.
Cuando llegué a San Gregorio serían aproximadamente las once y cuarto de la mañana. No sé cómo coño se las apañó, pero el escurridizo de Esposito apareció sin ser visto en las mismas escalinatas del convento. Sabía cómo camuflarse entre la gente y dejarse ver en el momento preciso. Tenía la espalda apoyada sobre la pared, mientras fumaba un cigarrillo. Me armé de valor y subí la escalinata hasta su altura. Entonces me recibió con una amplia sonrisa que me desconcertó.
—Hola Stefano… ¿Has venido para ajustar cuentas?
Esposito se dio cuenta de la manera en que tenía cogida la chaqueta y entendió que guardaba algo en ella que no era un regalo precisamente. Me miró a los ojos y me dijo algo que me sorprendió.
—Antes de matarme, me gustaría que habláramos. Quizá cambies de idea.
No dije nada, pensé que todos los condenados tenían derecho a una última palabra antes de morir y no me importó esperar unos minutos más. Subimos los últimos escalones del convento y le seguí hasta el interior del claustro. Esposito habló con una de las religiosas y preguntó si podíamos acceder al coro para admirar la riqueza ornamental de la iglesia. La monja nos acompañó hasta allí y nos dejó a solas.
—No sé cómo te habrá ido por Líbano, pero estás vivo y eso es una buena señal. Me imagino que Katurshian te pagaría bien y ahora eres un poco más rico que antes, ¿no?
—Quiero que sepas que Katurshian está muerto, como otros muchos que colaboraban con él...
—Entonces, ahora me toca a mí, ¿no? Como verás no he traído armas y te preguntarás por qué no pienso defenderme. Verás, yo solo represento una pequeña pieza en este engranaje, igual que lo has sido tú. Mátame y aparecerán decenas de Espositos que asumirán mi papel. Poco me importa que haya muerto Katurshian, incluso me resultaría chocante que lo hubieras matado con tus propias manos, pero ese no es el caso. Hay cientos de tipos sin escrúpulos y forrados de millones que seguirán traficando con armas o con personas y que también ocuparán el vacío que ha dejado ese libanés.
—Basta de cháchara… Eso ya lo sé, pero fuiste tú quien me amenazó para que aceptara este trabajo y el que mató a Umberto.
—¿Crees que fue una cuestión personal? Te equivocas, querido Stefano. No he sido yo el que te traicionó.
—¿Qué quieres decir?
—Digamos que alguien nos vendió la idea de que tú podías sernos útil. Alguien del que jamás sospecharías.
—¿Sabes? Alguien me advirtió de que eras como la cizaña en el trigo, solo que, en este campo, hay más malas hierbas de las que imaginaba. Soy consciente de que Genaro es vuestro soplón. Era el único que tenía acceso a toda la información sobre nosotros.
Esposito se sonrió. Estaba encantado con aquella situación y yo no comprendía nada. Era como si estuviera en posesión de una verdad que estaba a punto de revelarme.
—Tienes razón, pero no es el único soplón que tenemos en nómina. Hay gente anónima que simplemente está atenta para encontrar a la persona que necesitamos, del resto nos ocupamos nosotros, mientras ellos siguen con su vida.
—Habla claro.
—Ese hombre al que debes tu destino no es Genaro… es tu novio Mario —sentenció, mientras a mí me daba un vuelco el corazón.
—¿Mario? Eso es imposible. ¿Por qué iba a hacerme algo así?
—Posiblemente porque hay algo que ama más que a ti… Hace tiempo que nos solicitó permiso para realizar sus excavaciones arqueológicas. Llegó a obsesionarse con esa especie de catacumba romana que descubrió en una de nuestras galerías. Trabajando en el Terminus, solo tenía que estar atento a ciertos huéspedes que pudieran sernos útiles y gracias a sus inclinaciones peculiares podía conseguir material de primera.
—No puede ser… —no paraba de repetirme, pero aquellas palabras no cayeron en saco roto y la sola idea de su verosimilitud me aterrorizaba.
—Una cosa más… No es la primera vez que utiliza el cuento de su hijo para embaucar a tontos como tú. Creo que deberías tener una conversación con él. Seguro que tendrá muchas cosas que explicarte. Mañana podrás encontrarlo desentrañando sus pequeños tesoros en las catacumbas… Ahora, si no estás convencido, puedes dispararme. No te costará escapar entre cuatro monjas apocadas y cientos de turistas que vienen a comprar belenes.
Esposito se levantó y cruzó el umbral del coro en dirección al exterior. Yo me quedé petrificado sin poder hacer nada, sentado en aquel banco y pensando en lo ingenuo que había sido. Si no disparé mi pistola era señal inequívoca de que había creído a aquel rufián y en mi cabeza iban encajando las piezas de lo que había sido mi vida durante aquellos meses. No recuerdo el tiempo que estuve allí intentando dar sentido a las palabras de Esposito, hasta que una de las monjas me pidió amablemente que abandonara el lugar.
Deambulé por las callejuelas de Spaccanapoli sin rumbo fijo. Cuando fui consciente de lo que había pasado, ya eran cerca de las cinco de la tarde y estaba en las inmediaciones del puerto, muy cerca de mi hotel. No podía pensar y decidí encerrarme en mi habitación para llorar amargamente. Después de los riesgos que corrí, después de la gente que tuve que matar y a todos los que dejé por el camino, me sentía vacío y sin fuerzas. Estuve a punto de ahogarme en mi propio llanto hasta que mi mente se cerró por completo, sumiéndome en una especie de catalepsia que me hizo dormir tendido sobre la cama cuando agoté mis últimas fuerzas.