Capítulo 2

El tren estaba a punto de entrar en la estación de Nápoles y ya tenía mi equipaje listo para bajar. En mi maleta llevaba la ropa justa para pasar una semana y un libro que esperaba no tener que leer. Hacía justo un mes que había fallecido mi padre y necesitaba desesperadamente dejar el pueblo para darme unos días de respiro. Era la primera vez, en muchos años, que salía de Torgiano, un pequeño pueblo cerca de Perugia, y esperaba que una semana bastara para devolverme las fuerzas que había perdido cuidando al único ser que me quedaba en el mundo y por el que había abandonado mi vida y mi trabajo.

El Frecciarossa se detuvo en un andén de la Estación Central y atravesé su feo y funcional vestíbulo hasta darme de bruces con la más anárquica ciudad que jamás había visto. Al trasiego de viajeros se sumaron cientos de viandantes que atravesaban la enorme explanada. Un ensordecedor ruido de motores y cláxones pusieron una desagradable banda sonora a mi llegada y el calor de un sofocante mes de julio vino a sumarse a la bienvenida, brindándome el inevitable sudor que comenzó a recorrer mi cuerpo para acabar empapándome la camisa.

Levanté la vista para intentar reconocer mi hotel, justo en la esquina, a escasos diez metros de donde me encontraba. Al entrar en el Terminus me di cuenta de que cumplía con todos los requisitos que buscaba. Su amplia puerta giratoria daba acceso a un impresionante vestíbulo, con una decoración sobria y al mismo tiempo elegante. Me dirigí a la recepción para identificarme y un joven me pidió amablemente la documentación. Tras hacer las pertinentes comprobaciones, me dio las llaves de la habitación cuatrocientos trece, una buena altura si quería disfrutar de las magníficas vistas que, sin duda, incluirían el impresionante Vesubio. El recepcionista insistió en que no cargara con la maleta; un botones lo haría por mí. No estaba acostumbrado a aquellos lujos, pero tomé despreocupado el ascensor.

La habitación era sencilla, demasiado para lo que había imaginado. De todas maneras no me importaba, esperaba utilizarla solo para dormir. Me desnudé, enrollé una toalla a mi cintura y abrí con expectación la puerta del mini bar. En él había un estupendo benjamín de champán. Reconozco que no era una hora apropiada, pero saboreé aquel preciado espumoso y me sentí el rey del mundo.

Me desplacé por la mullida moqueta hasta el balcón, intrigado por saber qué paisaje me acompañaría durante mi estancia y corrí decidido la cortina para descubrir la silueta más moderna de la ciudad. No era la mejor vista, pero el Vesubio eclipsaba todo lo demás. Me encendí un cigarrillo mientras observaba el trasiego de los napolitanos bajo mis pies, afanados en actividades en las que no me reconocía. La caótica circulación y las múltiples líneas de ferrocarriles que recorrían los alrededores, simulaban una chirriante maraña que parecía atrapar aquellos barrios más degradados, librando aquel espacio a lo más lumpen de la ciudad.

Solo me dio tiempo a apagar el cigarrillo cuando sonó un golpe en la puerta. Supuse que sería el botones con mi equipaje y yo estaba prácticamente desnudo. No sabía qué hacer, así que decidí actuar con naturalidad, mientras buscaba en mi cartera algo de dinero.

—Señor Baldi, le traigo su maleta —dijo el botones al otro lado de la puerta.

Tras pasar al interior, la depositó encima de la banqueta que estaba al lado de la televisión. Le di las gracias y alargué un billete que cogió sin mirar. Justo en aquel momento, se desenrolló la toalla. El botones ni se inmutó, aunque yo me moría de la vergüenza. Me convencí de que ese tipo de cosas formaría parte del anecdotario de un hotel y actué como si no fuera conmigo, cerrando la puerta tras su marcha.

Colgué mi equipaje y me introduje en el amplio baño donde hubiera cabido una familia entera. Estuve diez minutos bajo la refrescante ducha que distribuía el agua como si fuera lluvia. Por fin comencé a relajarme y a cobrar conciencia de que estaba cumpliendo un sueño siempre anhelado y tantas veces pospuesto.

Era un poco temprano, así que me decidí a estirar las piernas por los alrededores. Encendí un cigarrillo mientras observaba cómo los últimos viajeros abandonaban la Centrale. Una cohorte de tipos raros desfilaron ante mí, hasta que la calle quedó despejada del todo: militares uniformados a la caza de una pensión barata, señoritas con «uniforme» de trabajo y buscavidas esperando ofrecer el último servicio. Después, el hambre llamó a mi puerta y aterricé en la Osteria da Ettore para cenar, muy cerca del hotel. Algunas putas merodeaban por los callejones y un rosario de coches se acercaba intermitentemente para preguntarles por el precio. Aquello me pareció sórdido pero muy divertido, pero opté por regresar al hotel una vez abonada la cuenta del restaurante.

—Buenas noches… Disculpe, ¿todavía está abierto el bar? —pregunté a uno de los empleados.

—Sí, señor Baldi. Lo tiene hasta las doce, aunque me temo que estará solo. Esta noche no hay demasiados clientes.

—Lástima, no me gusta beber solo. Será mejor que me acueste... Buenas noches —le dije.

—Buenas noches, señor Baldi.

Antes de tomar el ascensor, me giré para observarlo mejor. Aquel empleado me resultaba atractivo, aunque parecía algo mayor (unos cincuenta años le eché a bote pronto). Se notaba que se cuidaba, con una barba recortada que le confería virilidad y un pelo rasurado que ocultaba una incipiente calvicie. Ahora empezaba a valorar las estrellas del rutilante firmamento del Terminus.

Llevaba unas horas en Nápoles y ya se habían despertado mis más bajos instintos, reprimidos durante tanto tiempo, pero había venido para evadirme y decidí pensar en otra cosa para aplacar mis deseos. Desnudo, me tendí sobre la cama. Desde mi balcón abierto se colaba una pequeña brisa que me hizo más agradable el sueño. Cuando amaneciera, la primera luz me despertaría y el Vesubio me daría los buenos días sin tener que moverme de la cama.