Capítulo 22
Tal como predijo Tommaso, eran poco más de las once de la mañana cuando comenzamos a divisar la delgada línea de la costa libanesa. Aunque fuera imperceptible al ojo humano, allí se encontraba una de las fronteras más calientes del planeta.
La antiguamente llamada «Suiza de Oriente Próximo» poco tenía que ver con su homónima alpina. Aquel estado fallido, fruto de una descolonización burda, se veía sometido a las injerencias de los estados limítrofes, que ejercían su tutela, armando hasta los dientes a distintas facciones que funcionaban como peones en un damero sangriento. Ahora, la cercana guerra civil siria amenazaba con propagarse hasta aquí y ni siquiera aquellos partidos que tenían un mismo fin, conseguían librarse de las tensiones. Un nuevo frente se abría entre sunitas y chiitas y para armarse utilizaban organizaciones clandestinas, que obtenían pingües beneficios con las transacciones y que ofrecían coartadas perfectas a los verdaderos causantes de la desestabilización. Allí estaba yo, como última pieza de este terrorífico engranaje. Un personaje incapaz de ser rastreado por los más sesudos servicios de inteligencia, una «bicoca» que les había caído llovida del cielo y que les aseguraría unas cuantas entregas antes de que se supiera la verdad. Cuando los satélites se colocaran sobre la vertical de Naqoura, solo hallarían el yate de un pianista maricón y excéntrico. Nadie se interesaría por saber la verdad, ni averiguarían que detrás de Luca Montorfano se escondía un «paleto» italiano con nociones de música.
Tenía un pálpito, que cada vez iba cobrando mayor fuerza en mi mente. Estaba prácticamente convencido de que, cuando todo finalizara, de un modo u otro, intentarían deshacerse de mí; sabía demasiado como para que me dejaran ir sin más. No sabía exactamente qué era lo que podría hacer, pero debía empezar a encontrar otras salidas para que, en el peor de los casos, pudiera escapar de la tela de araña en la que estaba enredado. Debería estar atento a mis interlocutores, adivinar cómo pensaban y hasta dónde eran capaces de llegar para conseguir sus fines. En poco tiempo empezarían las apuestas y, como suele decirse en los casinos, Rien ne va plus.
Conforme fuimos acercándonos, pude comprobar que no existía un puerto como tal. Un lago muelle, donde por fin atracamos, daba paso a un modesto refugio para los barcos pesqueros de menor calado y a unas pequeñas instalaciones que funcionaban al mismo tiempo como lonja y tinglados para depositar todo tipo de mercancías.
Dada la envergadura de nuestra embarcación y la lejanía del edificio que se utilizaba como improvisada aduana, tuvo que acercarse hasta nosotros un transporte con un par de miembros de la policía militar. El oficial bajó la escalerilla para que los soldados pudieran subir al yate y realizar las comprobaciones in situ. El capitán los hizo pasar al puente de mando, donde les entregó pasaportes y papeles oficiales del material que transportábamos. La comprobación no les llevó más de un par de minutos, para luego descender hasta la bodega, donde se desprecintaron varias cajas para cerciorarse de que lo que contenían se correspondía con la documentación entregada. Durante la media hora que duró el registro, una calma tensa invadió la zona de cubierta, donde Rinuccio y yo encendimos un cigarrillo tras otro bajo la atenta mirada de un inexpresivo Tommaso, que permanecía hierático en su puesto.
Por fin subieron a cubierta y tras despedirse de la tripulación, se dirigieron a mí para invitarme a que les acompañara hasta la base.
—¿Está todo en regla? —les pregunté.
—Todo correcto, señor Montorfano. Quiero agradecerle en nombre del general Brunetta su escala en Naqoura para ofrecer una actuación a los miembros de las fuerzas de la ONU. Ahora, si lo desea, será un honor acompañarle hasta la base internacional para que sea nuestro huésped.
Tommaso ya había preparado una sencilla bolsa con lo necesario para pasar un día, así como un par de trajes para mi actuación. Bajé del yate y con un leve movimiento de cabeza, me despedí de Rinuccio, que me saludó con la mano para desearme suerte.
Tan solo tardamos diez minutos en llegar a Green Hill. Una vez traspasamos la entrada, protegida por una valla con doble alambrada de concertina, continuamos por una especie de avenida principal, a cuyos lados se iban desplegando toda clase de edificios de diferente índole. Separado de ellos y rodeado nuevamente de una valla metálica, se encontraban las instalaciones de alta seguridad y al final de todo el complejo, unos enormes paneles solares que alimentaban con su energía a toda la base. Antes de alcanzar el núcleo principal de Green Hill, el vehículo torció hacia la derecha y, al final del recorrido, enfrentado con el mar, estaba lo que los militares reconocían como el verdadero corazón del complejo, el lugar de encuentro llamado Casa Italia y que funcionaba tanto de cantina como de improvisado teatro de actuaciones. Ese espacio había sido construido por las fuerzas italianas como una manera de conservar un cachito de patria en un lugar tan hostil como aquel.
Había un jardín no muy grande que separaba la cantina del bar. Sobre un prado de césped, crecían las adelfas y unos pequeños macizos de flores que daban un aire menos grave al sitio. Sobre un deck de madera, se disponían unas mesas para tomar algo al aire libre y desde allí partía un pequeño sendero que llevaba hasta un horno de piedra para cocer pizzas; un pequeño must que invariablemente se reproducía allá donde había un contingente italiano. Era un remanso de paz, donde se podía olvidar, por un momento, el motivo de la existencia de la base. Allí mismo encontré al general Brunetta, que me saludó con gran efusividad para, posteriormente, presentarme a la plana mayor de la oficialidad.
—Bienvenido a Green Hill, señor Montorfano. Nos es grato recibirle en nuestra base.
—Es un placer, general. Tengo que admitir que no imaginaba que pudieran existir unas instalaciones tan impresionantes, además de este sito tan bonito y acogedor. ¿Es aquí donde tendré que actuar?
—Sí. Se puede acondicionar la cantina o puede tocar en el jardín. Como usted prefiera.
—Mejor aquí, sobre la hierba. Así podremos disfrutar de una noche magnífica.
—¡Excelente! Ahora, el teniente Maro le acompañará a su habitación y, si lo desea, le enseñará la base. Usted se alojará con los oficiales… Yo tengo que acudir a mi puesto, supongo que se hará cargo de las múltiples obligaciones de un general. Hasta luego, señor Montorfano. Nos vemos a las siete en su debut.
El general me dejó con el teniente Maro y dimos un paseo hasta el edificio de oficiales. Por fuera no se distinguía de los demás, pero por dentro la cosa cambiaba. Se notaba un cierto lujo en los detalles que, a buen seguro, no tenían los barracones de soldados. Antes de despedirse, el teniente Maro me preguntó si quería visitar el resto de instalaciones, pero decliné su invitación. Prefería echarme un rato antes de la actuación. Antes de hacerlo, le pedí un favor.
—Discúlpeme teniente, ¿podrían facilitarme un diccionario árabe?
—Sí, cómo no. Ahora mismo se lo traigo.
En pocos minutos, Maro regresó con el diccionario y un pequeño vocabulario de jerga y modismos que pensó que también me sería de gran ayuda.
—Muchas gracias, teniente. Me gustaría refrescar algunas palabras que tengo olvidadas.
—¿Sabe usted árabe?
—Sí.
—Interesante. Si no estuviera de gira, tal vez sería conveniente que trabajara para nosotros; nos sería de gran ayuda.
—Se lo agradezco, pero no estoy hecho a la vida castrense.
—Lo comprendo… Bien, le dejo descansar. Volveré a por usted poco antes de la actuación.
Estaba tan cansado por la tensión acumulada que no me costó dormirme. Al sonar la alarma, no sabía dónde me encontraba ni qué hora era. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para incorporarme y, casi sonámbulo, me metí de cabeza en la ducha antes de que viniera el teniente a por mí.
Al llegar a Casa Italia, ya se oía el rumor de los cientos de soldados que se agolpaban en las inmediaciones para disfrutar de la gala. No creo que a la mayoría les gustase el piano, pero un acontecimiento como aquel suponía un cambio en la rutinaria diaria del cuartel. Daba igual que fuera un prestidigitador, una compañía de teatro o un músico como era el caso, los italianos vitorearían igualmente a uno de los suyos.
El general Brunetta se dirigió hacia el improvisado escenario donde lucía el flamante piano que habían colocado para mí. Tomó el micrófono y se dirigió al respetable.
—Buenas noches a todos. Quisiera agradecer, en primer lugar, la asistencia del excelentísimo sheikh de Naqoura, monsieur Mugniyah, así como a miembros destacados de la población que nos acoge. Quiero dar las gracias a los oficiales de Green Hill y por supuesto a todos vosotros, queridos soldados, que sois la base de nuestra labor en la zona. Ahora quiero que saludéis con un fuerte aplauso al magnífico pianista italiano, Luca Montorfano, que ha hecho un hueco en su apretada agenda para venir a tocar aquí.
Todos se pusieron en pie, aplaudiendo mientras accedía al escenario en mitad del griterío. No quise añadir más palabras; la gente no había venido a escuchar discursos. Cuando me senté en la butaca, no pude más que echar un vistazo alrededor. Al lado del general estaba Mugniyah, con un impecable traje gris y una camisa blanca sin cuello para no tener que usar corbata, muy al estilo chiita. Era una manera de distinguirse de los occidentales, a los cuales detestaba sin perder la compostura.
Sin más preámbulo comencé el concierto. Opté por piezas más o menos populares que recordaban a la patria, para que flotara algo de Italia en el ambiente cuando escuchasen los primeros compases. Desde mi atalaya me fijé en el sheikh, para ver si algún movimiento de su cabeza delataba sus sentimientos. Si era como me habían contado, un ser refinado, tal vez el concierto lograra destapar algún resorte que me permitiera empatizar con él pero, de momento, seguía mostrándose hierático y frío. Habría que probar otra táctica.
Empezaba a notar a mi auditorio un poco cansado por las constantes idas y venidas de la tropa al bar. Era hora de cambiar el repertorio y amenizar la velada con piezas más populares. Esta vez vinieron a socorrerme los ya clásicos cantantes pop italianos, cuyas canciones eran tarareadas de una punta a otra del planeta. Cuando finalizó mi actuación, todo el mundo parecía estar contento, a tenor de la cantidad de aplausos que recibí de un auditorio tan poco común. Era la primera vez que me escuchaba tanta gente y aunque ya estaba acostumbrado a actuar en público, aquello era nuevo para mí. El general Brunetta se levantó para felicitarme nada más bajar del escenario. Estaba entusiasmado y sus grandes ojos marrones le daban saltos en las órbitas.
—¡Excelente, Montorfano! Nos ha robado el corazón. Tenía mis dudas acerca de una actuación como la suya, pero lo de hoy ha sido sublime. Hacía tiempo que no nos divertíamos tanto y la tropa no regala fácilmente sus aplausos… Pero, por favor, venga, quiero presentarle a alguien.
Brunetta me cogió del brazo y me llevó ante Mugniyah, haciendo los honores como anfitrión de la base.
—Señor Montorfano, le presento a monsieur Samir Mugniyah, sheikh de Naqoura y un amigo de la base.
—Encantado de conocerle, señor Mugniyah —le dije en árabe.
—Muchas gracias. Es usted muy amable —me contestó.
El general se quedó un poco perplejo al oírnos hablar como si fuéramos dos viejos amigos que acababan de encontrarse. La cara de Mugniyah se iluminó por completo; debió considerar todo un honor que alguien que venía de Europa, hubiera hecho el esfuerzo de hablarle en su propia lengua. Mientras el general nos indicó que le siguiéramos a la cena de oficiales, Samir y yo continuamos nuestra pequeña conversación, aunque hablamos de todo menos del verdadero motivo de mi estancia en la base; eso era algo que debíamos reservar para el día siguiente. De momento había salvado con nota la primera parte de la comedia.
—Me ha dejado sorprendido, monsieur Montorfano. ¿Dónde aprendió a hablar tan bien nuestra lengua? —dijo Mugniyah.
—La estudié en la universidad.
—Y dígame… ¿De dónde es usted?
—De Milán, sayyid.
—Amigo Montorfano, no hace falta que me llame «señor» continuamente, eso lo dejo para la gente con la que deseo guardar distancias… Entonces, es de Milán. Ciudad interesante, la conocí en uno de mis viajes, aunque prefiero lugares mucho más pequeños como Florencia.
—¿Conoce Umbria?
—¿Es una región italiana?
—Sí. Es muy pequeña y la única sin salida al mar, en cambio, tiene lugares de una belleza increíble y unos pueblos pintorescos llenos de historia.
—Lamentablemente no la conozco. Me limité a visitar los lugares más conocidos y no creo que las circunstancias actuales me lo permitan… Bueno, ¿qué le parece nuestra modesta ciudad?
—No he tenido ocasión de verla. Espero que, como anfitrión, me permita conocerla. Sería todo un honor para mí.
—Eso está hecho, Montorfano. Mañana mismo le acompañaré personalmente una vez recojamos el cargamento que nos ha traído. Ahora, deberíamos integrarnos con el resto. Podemos hablar en la lengua que usted prefiera, creo que si seguimos con la mía, su reputación puede verse afectada.
—No me importa. En realidad nunca le he encontrado ninguna utilidad a la reputación, creo que podría prescindir de ella durante toda mi vida.
—Es usted una persona fascinante… Tal vez le gustaría pasar algún tiempo entre nosotros.
—No es el primer ofrecimiento de ese tipo que he recibido hoy, por eso será mejor que tome mi propio camino.
—No solo fascinante, monsieur; además es inteligente.
Dejamos aparcada nuestra conversación para poder participar de otras charlas más banales con los mandos de la base. Sin saberlo, había logrado mucho más que todas las fuerzas de interposición; poner de buen humor al jefe de Hezbollah era todo un logro.
Ya era tarde para las costumbres del lugar y, tras tomar un té al estilo libanés, el alcalde se excusó amablemente para retirarse junto a otros miembros de su séquito. Todos nos levantamos por deferencia y Mugniyah, antes de abandonar el comedor de oficiales, se dirigió al general.
—General, le agradezco esta magnífica velada. No hay muchas ocasiones de disfrutar de un concierto en una ciudad tan pequeña como Naqoura… Y a usted, monsieur Montorfano, espero verle mañana. Iremos a su barco para recoger lo que tan amablemente nos ha hecho llegar procedente de la «solidaria» Italia. Será un placer acompañarle hasta Naqoura y enseñarle la ciudad... Por cierto, general, ¿contaremos con la inestimable ayuda de sus soldados para descargar el cargamento del barco de monsieur?
Brunetta se quedó desconcertado. Las ordenanzas indicaban claramente que cualquier mercancía que se descargara en la zona debía ser supervisada por los hombres de la base y Mugniyah lo sabía. La pregunta era capciosa y fue lanzada con toda la ironía de la que fue capaz. Brunetta debió pensar que tal vez fuera más interesante saltarse por una vez las normas y así garantizarse unos buenos lazos de vecindad y finalmente reaccionó.
—Nuestros soldados ya lo han inspeccionado nada más atracar. Creo que no hará falta estar presente, a no ser que necesiten ayuda.
—Mis hombres serán suficientes. Una vez más, gracias general. Es usted un fantástico anfitrión.
El «señor de la guerra» abandonó el lugar. Se sentía tan seguro, que caminaba envarado cual príncipe de una taifa. Era un personaje más temido que admirado, un superviviente.
El general sentía mucha curiosidad por saber de qué habíamos estado hablando, gracias a mis cualidades como interlocutor.
—Jamás hubiera imaginado que tuviera unos conocimientos lingüísticos tan interesantes, señor Montorfano. Ni que decir tiene que una persona como usted nos sería de gran utilidad.
—Lo mismo piensa el teniente Maro y también Mugniyah…
—Verá, Montorfano, tenemos suficientes traductores pero, solo son eso. Nos haría falta alguien con su empatía, precisamente lo que no sobra en la zona y una cultura lo suficientemente amplia para desenvolverse.
—Me regala los oídos. Estoy seguro de que aquí solo sería un estorbo. Afortunadamente, Dios nos ha puesto a cada uno en su camino pero, no obstante, me alegro si le he sido de utilidad durante mi breve estancia en la base.
—¡No sabe usted cuánto! La tropa contenta, Mugniyah contento… Bueno, no quiero robarle más tiempo, supongo que estará cansado y le apetecerá retirarse a su habitación. Yo tengo que madrugar y usted tendrá el día ocupado con el sheikh. De todas maneras, tenga mucho cuidado y no se olvide de quién es en realidad: para los suyos es un líder pero, para la mayoría, no deja de ser un terrorista sanguinario.
—Lo tendré en cuenta, general. Buenas noches.
Estaban pasando muchas cosas en mi vida a un ritmo vertiginoso y no me daba tiempo a procesarlo todo. Me sorprendió lo fácilmente que el sheikh había conseguido desembarazarse de la tutela del general, en cambio, Brunetta se mostró indeciso e hizo dejación de sus funciones. Imagino que a causa de la profunda impotencia de alguien que no forma parte del conflicto pero que está para recibir todos los golpes. En todo caso, aquello nos favorecía, evitando sorpresas de última hora.