Capítulo 20
Subí hasta la cubierta más alta, donde podía disfrutar de mayor intimidad. Tommaso hizo lo imposible por localizarme, realizando un estrecho marcaje que me hacía sentir incómodo.
—Hola, Tommaso. Me preguntaba dónde te habrías metido.
—Disculpe, he venido de inmediato.
—No te gusto, ¿verdad? —le pregunté.
—No me pagan para que me gusten las personas. Me limito a ser correcto y satisfacer sus deseos.
—No es tarea fácil… ¿No sería mejor intentar llevarse un poco mejor con los clientes? A fin de cuentas tenemos que pasar muchas horas aquí. Comprende que resulta difícil disfrutar de un viaje tan largo con alguien que solo se comporta «correctamente»… Tommaso, ¿por qué no te subes una botella de champán y dos copas?
Tommaso no me contestó, bajó complaciente, como siempre, y al cabo de unos minutos trajo la cubitera con las copas.
—Ahora sirve el champán.
El sobrecargo lo hizo sin rechistar y me acercó una de las copas.
—Te he hecho traer la otra copa para que te la tomes conmigo.
—Disculpe, estoy de servicio.
—No seas ridículo. Solo se trata de una copa, no puede hacerte ningún daño. Además, me has dicho que estás para complacerme y me apetece que te la tomes conmigo.
Tommaso cogió la copa, pero no se atrevió a beber.
—Venga, no seas tímido, no voy a hacerte nada. Solo espero que pases un rato agradable, que te relajes y que te comportes de una manera natural.
Por fin se decidió a acercarse la copa a los labios y se forzó a beber un trago.
—¿Qué? ¿Está bueno? —le pregunté para que se animara a seguir la conversación.
—Sí. Está realmente bueno…
—Venga, siéntate conmigo y dime ¿qué planes de futuro tienes? ¿Qué esperas hacer en la vida? Eres muy joven y creo que tienes cualidades suficientes para desenvolverte donde quieras.
—No sé, no lo había pensado. Este trabajo me gusta. Se gana bastante y puedo viajar a sitios que de otra manera no podría.
—Vamos, sé sincero. Está claro que no soportas a la gente que tienes que servir. ¿Por qué no disfrutas con tu trabajo?
—No me gusta sacar a relucir mi vida, prefiero que quede al margen de mi trabajo.
—Hagamos una cosa. ¿Por qué no me tuteas? Quizá así te sea más fácil poder relacionarte conmigo.
—Disculpe, pero no sé si podré…
—Tonterías. Me has visto en «pelotas», ¿qué mayor intimidad que esa? Venga, prueba. Tal vez te sea más fácil de lo que piensas.
—Está bien. Ya que me das esta oportunidad, quiero que me contestes a una pregunta… ¿Estás intentando insinuarte?
—¿Insinuarme?... ¿Pero qué dices?
—No sé. Lo del otro día, cuando me recibiste desnudo en la habitación… Ahora con las copas de champán…
—Si ese es tu temor, puedes estar tranquilo. No me apetece tener ningún «rollo» contigo pero, si has sacado esta conclusión, es porque te ha pasado esto antes, ¿no?
—Sí, no es la primera vez.
—Lo siento y te prometo que intentaré hacerte la travesía lo más sencilla posible. No quiero que te sientas incómodo conmigo.
Una vez terminó la copa, Tommaso se excusó. Comprendí que aquella primera conversación ya no daba más de sí. Me sentía satisfecho intentando reconducir la relación en beneficio de los momentos que estábamos obligados a compartir en aquel cascarón.
Hasta nuestra llegada a Limassol, el viaje transcurrió en un ambiente menos crispado y pude dedicarme con mayor entusiasmo al piano. Raras veces abandoné el interior del camarote, excepto por las noches. Rinuccio y yo establecimos un pacto para vernos a escondidas, compartiendo cervezas y buenos momentos de conversación entre colegas.
El día que el capitán anunció que lo que se adivinaba a lo lejos eran las costas chipriotas, mi corazón dio un vuelco. Se había cursado solicitud a la base para atracar en Naqoura, notificando por fax los datos de la carga que estaba destinada a la ayuda humanitaria. El momento era complicado, sobre todo cuando se envió copia de mi pasaporte falsificado. Yo, en mi ignorancia, jamás sospeché que fuera tan fácil poder burlar los controles militares, pero una buena labor por parte de los hombres de Katurshian me brindó la posibilidad de franquear las trabas burocráticas con éxito. En ese momento fui consciente de que no estaba tratando con delincuentes aficionados. Los trámites eran relativamente sencillos, pero era práctica común retrasar un par de días la respuesta, impidiendo que muchos atracasen antes de recibir el correspondiente permiso. De paso, les daba tiempo a organizar el registro de naves y personas, evitando pasar por alto cualquier pequeño detalle. Ese era el aspecto que más me preocupaba; no me quedó lo suficientemente claro cuando me encomendaron la misión.
Todavía me quedaban un par de días por delante y no tenía ni idea de lo que se podría hacer en una ciudad como Limassol. Esperaba que, en esta ocasión, Tommaso me ayudara a organizar una estancia más provechosa. Me armé de valor y cuando localicé a Tommaso por una de las cubiertas, le invité a bajar a mi camarote para pedirle el favor.
—Dígame, señor Montorfano.
—No sé por dónde empezar. Esto resulta un tanto embarazoso para mí… Me apetecería visitar Limassol, pero en un plan un poco más privado. Ir a sitios donde conocer gente ¿entiendes?
—Creo que sí. Vamos, que quiere que le averigüe algunos sitios donde «ligar». Y ya me imagino qué clase de sitios le gustaría frecuentar… Deme un poco de tiempo y le haré un listado.
—Gracias, Tommaso.
—¿Necesita que le acompañe?
—Imagino que podré encontrar esos sitios solo. Además, no me gustaría ponerte en una situación incómoda.
—Podría llevarle y, a una hora indicada, recogerle…
—Está bien. Ahora, consígueme esa lista.
Reconozco que, cuando se marchó Tommaso, sentí vergüenza de mí mismo. Me había comportado como si necesitara «desahogarme» desesperadamente, pero era la pura verdad. Una vez atracamos en el puerto viejo de Limassol, me vestí desenfadadamente y bajé del barco. No había andado ni dos metros, cuando Tommaso me llamó desde el barco, haciéndome señas con un papel en la mano; era la información que estaba esperando.
—Siento haber tardado tanto —se disculpó—. Menos mal que le he encontrado a tiempo.
—Gracias, pero soy yo el que no tiene espera. Ya me iba para encontrar un sitio donde comer.
—También le he puesto una lista de restaurantes donde sirven comida típica.
—Perfecto, es justo lo que necesitaba… Por cierto, ¿por qué no te vienes conmigo? Seguro que lo pasaremos bien. Siempre tengo que comer solo y me apetece tener buena compañía.
—Será mejor que me quede...
—Venga, deja por un momento las obligaciones. Soy tu jefe, ¿no?, pues te necesito. No te preocupes, solo iremos a comer. Lo «otro» lo dejo para luego.
—Está bien, supongo que podré tomarme un rato libre.
Estaba contentísimo. Yo era una persona muy sociable y necesitaba hablar más que comer. Tommaso parecía enterado de por dónde moverse y deduje que no sería la primera vez que había estado allí, ya que no consultó el mapa en ningún momento, moviéndose como pez en el agua por las intrincadas calles del centro histórico. Mientras andábamos, me comentó que había una taberna que tenía fama de servir los mejores platos chipriotas y no se me ocurrió preguntarle por ninguno más.
Tommaso era más bien parco en palabras e intenté forzar una conversación, pero era prácticamente imposible que articulara más de tres o cuatro palabras seguidas sin que yo tuviera que hacerle una nueva pregunta. Esperaba que, cuando nos sentáramos alrededor de una buena copa de vino, su lengua se soltara y se sincerara conmigo.
Por fin llegamos al Meze. Era un lugar animado y estaba repleto de gente dispuesta a dar buena cuenta de un menú que, por lo que se veía, tenía una pinta estupenda. Tommaso pidió una mesa para dos. Cuando nos dieron la carta, tuvo que ser él el que la interpretara para mí; el inglés no era mi fuerte y el galimatías del alfabeto griego me parecía indescifrable.
Tommaso ordenó el menú. Empezamos con un mix de entremeses típicos que jamás había que dejar de pedir, una verdadera delicia. Luego perdí la cuenta de la cantidad de cosas que sirvieron: el tzatziki, una ensalada de queso y pepino; la moukentra, berenjenas guisadas con ajo y tomate, lentejas con arroz y cebolla y un stifado, buey con cebollas, aceitunas negras y verdes y todo regado con abundante vino tinto. Para poder tragar toda aquella comida, pedimos un vino de la zona. Cuando había algo sobre la mesa que realmente me gustaba, mis modales dejaban mucho que desear y noté, sin poder hacer nada por evitarlo, que Tommaso se dio cuenta de que detrás de mi fingida sofisticación, se escondía un auténtico paleto.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le pregunté sorprendido, al mostrarse, por primera vez, sonriente conmigo.
—Tendrás mucho dinero, pero eres un verdadero desastre.
—¿En qué lo has notado? —le dije mientras intentaba recoger los restos de una berenjena que había caído encima de la mesa.
Por fin había conseguido que el estirado de Tommaso se relajara, aunque fuera a costa de hacer el payaso involuntariamente.
—Dime una cosa… ¿De dónde eres? —le pregunté—. No, no me lo digas, a ver si lo adivino. Eres del norte… Apostaría que, por tu carácter tan serio, eres piamontés.
—Frío, frío…
—Con una mente cuadriculada como la tuya, tal vez seas de Alto Adige.
—¿Tan alemán me ves?... Casi aciertas, pero soy de Verona.
—Verona... Una ciudad impresionante.
—¿La conoces?
—Por supuesto. Nunca me pierdo su festival de ópera. Incluso una vez actué en una de sus galas.
—¿Cómo solista?
—No. Formaba parte de la orquesta. Fue en los comienzos de mi carrera.
—Eres muy joven. Tienes que ser un fuera de serie para haber llegado tan alto con tu edad.
—Gracias. Simplemente he tenido mucha suerte… ¿Y tú? ¿No tienes ninguna afición a parte de tu trabajo?
—La verdad es que no tengo demasiado tiempo libre. Tal vez si tuviera otro tipo de trabajo, podría interesarme por otras cosas.
—¿Tienes novia?
—La tuve, pero me ha sido imposible conservarla.
—Es natural. Las mujeres siempre esperan tener una estabilidad, una residencia fija y a su pareja lo más cerca posible.
—Cuando mis padres se separaron, me fui a vivir con mi padre a Génova. Él era marino mercante y yo comencé a estudiar arte en la universidad. La situación era perfecta, con libertad para hacer lo que quisiera, pues pasaba la mayor parte del tiempo solo. Mi madre se quedó en Verona, en la casa familiar, pero su actitud controladora me resultaba agobiante. De ella aprendí los buenos modales y una actitud asertiva que me ha granjeado no pocos malentendidos, pues todo el mundo lo confunde con la mala educación.
—Ya se nota…
—Terminé mis estudios a trancas y barrancas, más pendiente de las chicas que de los libros y al final me encontré sin oficio ni beneficio. No me faltaba el dinero, pero iba de cabeza a un camino que no me iba a traer nada bueno. Mis padres consultaron entre ellos y pronto se impuso el capitán, que me echó un sermón de los que hacen época. Mi padre me buscó este trabajo pensando que lo desempeñaría a las mil maravillas... No me disgusta, pero tengo otras aspiraciones. Como verás, mi vida no es para echar cohetes. A ciertas personas puede que les deslumbre, pero a una persona como tú, acostumbrada a moverse por todo el mundo, puede parecerle de lo más aburrido.
—No creas… Si no llegas a acompañarme hoy, me hubiera perdido en una ciudad como esta. Ha sido toda una suerte tener a una persona como tú para ayudarme.
—¿Y qué pasa con tus ligues? Te he preparado una lista de lo más completa.
—Mentiría si dijera que no tengo verdadera necesidad… Me imagino que eso también te ocurrirá a ti. ¿Cómo lo solucionas?
—Me da un poco de vergüenza hablar de ello, pero supongo que como todo el mundo que está solo. Siempre que tenemos la noche libre, salgo a alguna discoteca, pero no veas lo complicado que es conocer a una chica sin poder llevártela a tu casa porque, en mi caso, la casa es el barco y no puedo hacerlo.
—Sí, lo tienes difícil.
—¿Y tú? ¿Has tenido pareja?
—Sí. Se llamaba Mario y era arqueólogo. Fui muy feliz con él.
—¿De Nápoles?
—¿Cómo lo sabes?
—No sé, simplemente lo he deducido. Como subiste allí.
—Sí. Era un napolitano guapo. Un poco mayor que yo, pero a mí me gustan más bien maduritos.
—¿Por qué se terminó?
—Digamos que fueron las circunstancias las que nos obligaron a separarnos.
—Lo siento. A veces un hijo puede interferir en la relación.
—¿Cómo sabes que tenía un hijo? —le pregunté estupefacto cuando mencionó aquello.
—Yo… no sé… —contestó nervioso—. Al sugerir que otras personas tuvieron algo que ver con la separación, me imaginé que...
—Veo que tienes demasiada imaginación. Nadie sabría algo así si no conociera a Mario.
—Discúlpame. Creo que he dicho una inconveniencia.
—No. En realidad, creo que te has delatado. Sabes demasiado y por eso querías guardar las distancias. Sospechaba que en este viaje no iba a estar solo, pero nunca hubiera imaginado que fueras tú el tipo que me controlara.
—Está bien, tienes razón. Me han asignado la misión de vigilarte para que todo llegue a buen término. Reconozco que hasta ahora has interiorizado muy bien tu papel y que todo estaba transcurriendo según el plan. El problema es que eres impredecible y la organización quería asegurarse de que no la cagaras.
—Eres un cerdo. No eres mucho mejor que el hijo de puta que me metió en esto. Me imagino que también será mentira toda la historia que me acabas de contar.
—La mayor parte es verdad. Lo único que me he reservado es que, por encima de todo, lo que me gusta es el dinero y trabajando honradamente jamás llegaré a conseguir lo que quiero.
—Espero que valga la pena, para tirar tu vida por la borda. Me das mucha pena.
—Lo siento. Empezaba a divertirme contigo. Si te sirve de consuelo, te diré que eres la mejor persona a la que he tenido que «servir». No eres mal tipo, pero me temo que tendremos que terminar esta misión de la mejor manera posible; ambos nos jugamos mucho… Será mejor que me marche, en estos momentos, no creo que tengas muchas ganas de estar a mi lado.
Tommaso se marchó dejándome perplejo. Mi ánimo estaba por los suelos, sobre todo al ver que la maldad podía tener la cara más amable y cándida. La vida me la había vuelto a jugar. Necesitaba reaccionar de alguna manera y pedí una copa para animarme. Cuando saqué mi billetera para pagar, cayó al suelo el papel donde estaban anotados los lugares poco recomendables que quería visitar. Uno de los camareros lo recogió del suelo y, sin poder evitarlo, leyó de pasada su contenido.
—Disculpe, señor. Se le ha caído este papel.
—Gracias. ¿Sería tan amable de traerme la cuenta?
—Enseguida se la traigo.
Al cabo de unos minutos, regresó con una pequeña carpetilla en cuyo interior se encontraba la cuenta detallada. No había sido muy caro y le dejé una buena propina.
—Gracias, caballero. Es usted muy generoso. ¿Le gustaría tomar un licor? Invita la casa.
—Está bien. Tráigame una copita.
Al momento me trajo el tradicional Ouzo. Mientras me lo servía, el camarero se atrevió a decirme algo.
—Le recomiendo la Thermos Spa…
—¿Qué? —pregunté sorprendido.
—La sauna… La tenía apuntada en el papel que se le cayó. Disculpe, no pude evitar leer lo que ponía.
Yo me quedé estupefacto sin saber qué decir, preso de la vergüenza. El camarero se dio cuenta y me sirvió otra copita de Ouzo. No me atrevía a mirarlo, pero él continuó hablándome.
—No se preocupe, son unas instalaciones magníficas. No es ningún lugar sórdido.
—Entonces, ¿tú las frecuentas? —le pregunté.
—Alguna que otra vez… Mi nombre es Nikolaos, Niko para los amigos.
En aquel momento me fijé en él. Llevaba una barba excesivamente poblada, que me recordaba a los mendigos, a pesar de que estuviera tan de moda. Su pelo era rizado y lo tenía alborotado, casi cardado, dándole un aspecto cuidadamente descuidado. Cuando atiné a ver más allá de los pelos, descubrí unos preciosos ojos verdes y una sonrisa agradable y limpia. No tendría más de veinticinco años, pero aquel gusto excesivo por el pelo le confería un aspecto más maduro que no me desagradaba.
—Me llamo Luca Montorfano —le dije para presentarme.
—¡Spaghetti!... Vienen muchos italianos por aquí. Me encanta Italia. El año pasado estuve en Sicilia… Molto bella!
—Lo celebro.
—¿Pasará mucho días aquí?
—Desgraciadamente no. En dos días me marcho.
—Lástima.
—Bueno, ahora tengo que irme, seguiré tus sugerencias.
—Está en el 13 de Agios Georgiou Street… Será mejor que tome un taxi, está un poco lejos.
—Gracias, Niko… Hasta la vista.
Por la manera de mirarnos se notaba que nos gustábamos (él estuvo quieto sin moverse, observándome mientras salía y yo me giré varias veces, incrédulo por aquel encuentro). No sabía qué hacer, pues una oportunidad como aquella no se presentaba todos los días, pero mis pies respondían por mí y me alejaron de aquel restaurante.
Anduve sin rumbo fijo por unos estrechos callejones. Estaba un poco aturdido y en mi cabeza se acumulaban excesivos conflictos que me impedían pensar con orden. Habían sucedido demasiadas cosas desde que atracamos en Limassol y era incapaz de procesarlo todo, así que me decidí a tomar un taxi y desplazarme hasta aquella sauna que tan amablemente me había recomendado el camarero.
—Agios Georgiou… ¿Allí no hay una sauna de esas? —dijo el taxista cuando le enseñé la dirección.
—Precisamente voy allí… ¿Tiene algún problema?
El taxista ya no osó abrir la boca hasta que me dejó en la misma puerta de la Thermos.
El local no destacaba del resto de la calle. Solo el rótulo envuelto en una greca indicaba que había llegado. Tal como me sugirió Niko, el sitio no parecía sórdido. Frente a la puerta estaba el mostrador de la recepción, una ventana abierta en mitad de impolutas paredes con el nombre del local escrito sobre ella y flanqueada por un póster de un chulazo de torso tableado y las normas de la casa enmarcadas como si fueran un diploma. Me acerqué hasta un hombre de mediana edad con aspecto de turco: tez oscura y un gran mostacho que tapaba su boca. Me atendió con suma amabilidad, intentando hacerme entender, en un batiburrillo de lenguas, las normativas de la casa. Lo importante era la llave de la taquilla para dejar la ropa y el resto ya lo descubriría por mi cuenta. Con la llave me entregó una toalla grande y otra de mano mucho más pequeña, unas chancletas envueltas en un plástico protector, indicándome por señas el pasillo que debía recorrer hasta llegar al vestuario. Aboné los treinta euros, que incluían una consumición en la cafetería y me dispuse a iniciar mi tour sexual.
Mientras me desnudaba, colocando cuidadosamente mi ropa en la estrecha taquilla, oí una suave música de fondo que salía de los altavoces integrados en el techo. Había una climatización perfecta, que hacía agradable moverse desnudo por el local, pero me coloqué la toalla en la cintura para empezar el recorrido. No sabía de cuántas «atracciones» constaba aquel parque temático, pero todo consistía en abrir puertas y ver qué especialidades se ofrecían tras ellas.
Todavía no había visto ni un alma cuando entré en la sauna finlandesa. No soportaba el calor, pero era mejor empezar el recorrido por algo ya conocido. Cuando entré, saludé a mis compañeros de cabina, que se sentaron para hacerme hueco. La situación era un poco embarazosa, a fin de cuentas aquello no era un club social y aquí se venía a «lo que se venía», pero no podía soportar la mirada de aquellos tíos que se me comían con la vista. Tras un tiempo prudencial, me fui de cabeza a las duchas para refrescarme. Me sequé con la toalla y con ella al hombro me di una vuelta por las otras instalaciones. Me asomé a la sala de televisión y vi un grupo numeroso hablando ruidosamente mientras se entretenían, cerveza en mano, con una película que, por lo que pude ver, les estaba poniendo «cachondos». Después de aquella sala, el pasillo se alargaba con una serie de cabinas a ambos lados, que desembocaba en una zona cuya función quedaba bien a las claras; era el Cuarto Oscuro. Solo asomé la cabeza y sentí la presencia de bastantes personas jadeando. Se podía intuir que, arrimados a las paredes, aquellos hombres dejaban un pasillo para que el que pasara solo tuviera que alargar la mano y tomar lo que le apeteciese sin el engorroso trámite de tener que presentarse. Estaba dispuesto a entrar para tener una excitante experiencia, cuando oí a mis espaldas la entrada de una remesa de «carne fresca».
—¿Luca?... —dijo Niko, el camarero del Meze.
—Pensaba que no volvería a verte —le dije sorprendido—. Te has dado mucha prisa en recoger el restaurante y llegar hasta aquí.
—El local es de mis padres y simplemente les he dicho que tenía una cita.
Desde que lo vi, mi vista no pudo apartarse de su cuerpo. Hubiera preferido descubrirlo poco a poco, en un momento de intimidad, pero aquel lugar era tan directo, que no había que esforzarse demasiado para lanzarse al grano. Cuando se cansó de ser observado, tiró de mi brazo y me condujo a una de las cabinas.
—Ya está bien de mirar, Spaghetti —me dijo—. Ahora quiero que me demuestres lo que sabes hacer.
Niko me rodeó con sus brazos, besándome apasionadamente. Nos echamos sobre la colchoneta y empezamos a jugar. Cuando terminamos, desaparecido el tabú del sexo, pudimos dedicarle tiempo a conocernos. Le invité a una copa y comenzamos a intimar.
—Eres bueno, Spaghetti… Se nota que tienes experiencia en estos ambientes.
—Te vas a reír, pero es la primera vez que piso un antro de estos. Lo que pasa es que he tenido un buen instructor.
—¿Un novio?... ¿Por qué no te lo has traído? Si es como dices, se lo hubiera pasado de maravilla con nosotros.
—Ya no estoy con él.
—Lástima. Yo, en cambio, nunca he tenido. Por lo que veo, las relaciones siempre acaban igual. Al final la gente se cansa, necesitan una polla nueva y luego vienen los celos.
—No es eso lo que nos pasó, pero es una historia muy larga y no me apetece hablar de ello… Bueno, Niko, cuéntame cosas de ti.
—Vale… Tengo veintisiete años y no quise seguir estudiando, así que empecé muy pronto a trabajar con mis padres en el restaurante familiar. Vivo con ellos, aunque tengo un pequeño apartamento que utilizo los fines de semana para vivir mis pequeñas aventuras, ya sabes… Ahora te toca a ti.
—Yo soy pianista y estoy de gira. Mañana tengo que marcharme a Líbano para recorrer varias ciudades y…
—¡Un pianista! Nunca había estado con uno. ¿Y eres importante? Me refiero a si tienes discos y esas cosas.
—Los pianistas no solemos grabar discos y no tengo tanta fama como los cantantes de moda. Yo me muevo en otro tipo de circuitos más clásicos, de aforo limitado, pero toco todos los palos, de hecho, voy a la base militar de Naqoura para ofrecer un concierto a los soldados.
—Umm… A mí me pondría estar delante de toda esa tropa, con sus uniformes… Me los «tiraría» a todos.
—No son soldados de pega, de los que salen en las películas. Estos son de verdad, de los que pegan tiros.
—¿Te puedo acompañar?
—No me importaría llevarte en mi barco si solo fuera de recreo, pero va a ser imposible; está todo muy controlado.
—¿Tienes un barco? Entonces eres un tío con «pasta». Ya me gustabas Spaghetti, pero ahora todavía más.
—Niko, por favor… ¿Cómo puedes ser tan superficial con lo estupendo que eres? Toda esa pose insustancial no es más que una fachada que no te pega.
—¿Tanto se me nota? En realidad me divierte mucho comportarme así, aunque la «pluma» solo la saco cuando vengo por estos sitios. En el restaurante soy más formal, ya me viste, pero tú resultaste facilón. Cuando se te cayó la hoja donde tenías apuntados los «garitos», me pareciste un tipo que iba pidiendo guerra.
—Eso es verdad, necesitaba desahogarme, pero doy gracias por haberte encontrado a ti.
—Luca… ¿Quieres quedarte esta noche en mi casa?
—¿Estás seguro? Mira que, si decido quedarme, no te librarás de mí tan fácilmente.
—No creo que dejaras tirados a tus soldaditos del Líbano… No sé, me apetece estar contigo, a solas. Creo que, aparte de pianista, eres un poco psicólogo y ves más allá de las apariencias.
—¿No tienes que volver al restaurante? —le pregunté mientras meditaba la respuesta.
—No. Hoy me he tomado el día libre, privilegios de ser el dueño... Bueno, tal vez me acerque, pero solo para coger algo de cena para esta noche. ¿Para qué voy a cocinar teniendo la mejor comida de todo Limassol? ¿Te apuntas?
—Me encantaría probar esa cena contigo.
La elección estaba hecha pero, al margen de los encantos de Niko, que eran muchos, había otra razón de peso para que aplazara mi regreso al yate. No tenía las más mínimas ganas de ver a Tommaso. Aquella noche, con mi joven amigo chipriota, sería un bálsamo de libertad que me permitiría recuperarme.
Una vez apurada la copa, poco más podíamos hacer allí, así que nos vestimos y salimos. Niko había traído su coche y con él nos trasladamos hasta su casa, un pequeño pero acogedor apartamento del centro, en un edificio antiguo.
—Luca, si me disculpas, me voy a acercar hasta el restaurante para traer la cena. ¿Quieres algo en especial?
—Sorpréndeme. No tengo ni idea y por lo que he probado este mediodía, creo que me gustará todo.
—No te me vayas a escapar, ¿eh?
—No tenía intención, puedes estar tranquilo. Cuando vuelvas seguiré aquí. No me perdería esta cena.
En aquel momento sonó mi teléfono. Era la primera vez que recibía una llamada desde que me lo endosaron y mi agenda no recogía ningún nombre.
—¿Diga? —contesté imaginando de quién partía la llamada.
—Baldi. ¿Se encuentra bien?
—Tommaso… Me preguntaba cuánto tardaría en llamarme. Por cierto, veo que ya prescinde de mi nombre ficticio y eso que empezaba a sentirme cómodo con él. Me imagino que querrá saber dónde estoy, pero no le voy a dar ese gusto. Tendrá que esperar hasta mañana… Le prometo que seré puntual.
—Más le vale. Acabamos de recibir el placet de Naqoura. Partimos a las dos de la tarde, justo después de comer.
—Allí estaré… Ahora, deje de tocar las «pelotas» y váyase a dormir —le colgué contrariado.
No transcurrió demasiado tiempo hasta que Niko volvió cargado con tres fiambreras y un par de botellas de vino. Cuando dio a la comida un simple golpe de calor en el horno, la casa se llenó de múltiples aromas, todos ellos perfectamente reconocibles. Pude distinguir el dulzor de la cebolla, el picante del ajo, el queso curado mezclado con la fragancia de las hierbas aromáticas y el toque penetrante de la pimienta. Solo un buen vino podría redondear el placer de degustar platos confeccionados desde el cariño y los ingredientes más frescos del mercado.
Con la tenue luz de las velas, se creó un ambiente sugerente, el momento propicio para el acercamiento. Con la excusa de un brindis, las rodillas fueron rozándose y las manos superponiéndose. Me quedé mirándole a los ojos que, en la penumbra, reflejaban la palpitante llama de las velas, confiriéndoles un brillo próximo al del cristal; era realmente bello. Aquel instante me pareció el momento más hermoso de mi vida, irrepetible como el paso de una estrella fugaz. Fuimos acercando nuestros labios, hasta que se juntaron delicadamente para expresar todo el deseo que sentíamos.
No sé quién empezó a desnudar al otro, ni qué camisa cayó primero, dejando nuestros torsos a merced de las caricias que nos hacían temblar con el paso delicado de las yemas de los dedos. Nuestras lenguas, juguetonas, buscaron provocar el estremecimiento detrás de las orejas, para bajar suavemente por el cuello y volver a buscar la boca, que esperaba entreabierta para recibirla. Cuando nos tendimos desnudos sobre la cama, empezamos a redescubrir nuestros cuerpos con la sensualidad de un tacto tímido y susurramos palabras que sabían a belleza y felicidad. Húmedos de amor, terminamos abrazados, abandonándonos al placer de dormir sin pensar en el mañana.