Capítulo 1

Hubiera deseado que aquello no sucediera, pero ya no tenía poder para cambiarlo. Me encontraba detenido en las dependencias de los carabineros, aunque no sabía exactamente dónde. En mi mente se confundían retazos de imágenes que, poco a poco, empezaban a engarzarse para completar lo que había pasado.

Fueron muy insistentes para que declarara pero, ante mi negativa, optaron por encerrarme en aquel calabozo a la espera de que la autoridad competente dispusiera de mí. A pesar de ello, se portaron con toda corrección.

—Señor Baldi. Le he traído algo para que pueda asearse... Encima del lavabo tiene una pastilla de jabón. —Me dijo uno de los guardias.

El carabinero me pasó una toalla a través de los barrotes para que pudiera limpiarme; estaba empapado en sangre. El olor era nauseabundo, pero su color no era ya tan intenso, parecía más bien una mancha marrón sobre la ropa. Me fui limpiando hasta que la toalla no pudo absorber más suciedad. Tenía metido dentro ese olor entre acre y metálico que me revolvía las tripas, penetrante como una mala idea.

Estaba empapado, con los pantalones chorreando y descalzo. No recordaba haber perdido los zapatos, pero me daba igual. Me acurruqué en un rincón de la celda. Tenía mucho frío e intenté protegerme el pecho con los brazos para notar algo de calor. Se notaba el fuerte olor a humedad que impregnaba aquel cuarto mal ventilado y los trazos de moho en las esquinas. Era una habitación pequeña y sucia, pintada de un blanco que apenas se intuía por las decenas de huellas de la gente que alguna vez se apoyó en aquellas paredes. Los barrotes eran azules, repintados una y mil veces y otras tantas repelados por el roce de las manos que se habían abrazado a ellos. Es curioso, pero allí me sentía seguro, como si nada malo fuera a sucederme.

—¿Tiene frío? —preguntó de nuevo el carabinero al verme tiritar—. Ahora mismo le traeré una manta, verá cómo se siente mucho mejor.

—Disculpe... ¿Puedo hacer una llamada? —le pregunté.

—Por el momento no es posible.

No tardó ni un minuto en traerme una manta de color gris. Su tacto era áspero y había perdido el toque esponjoso de la lana, pero consiguió que pronto entrara en calor.

—Quítese los pantalones, se los secaré sobre un radiador. El de la celda, como habrá comprobado, no funciona… No se preocupe, cuando lo llamen se los devolveré.

—¿Podría darme un cigarrillo?

—Sí. Acérquese y le daré fuego.

Me quedé desnudo, salvo la manta que me cubría la espalda. Cuando me acercó el cigarrillo, le di una profunda calada y me sentí mejor cuando exhalé aquel humo que formó una densa cortina entre los barrotes.

—Me gustaría que avisaran a Giulia Cravioto. Díganle que hable con su amigo abogado. Supongo que lo necesitaré.

—Está bien, espere un momento y tomaré nota de su teléfono. Intentaremos hacerle llegar su mensaje.

Volví a sentarme en la silla. En aquel momento eché de menos a alguien que me acompañara, que me hiciera sentir seguro. Cuando se consumió el cigarrillo, se desvanecieron todos mis pensamientos. Hubiera necesitado al menos una cajetilla entera para proseguir con el hilo de mis ideas. Estaba exhausto y con la mente turbada. Había perdido la noción del tiempo y apenas podía distinguir los minutos de las horas. Me invadió una dejadez y decidí tenderme en el suelo; sentía la necesidad de estirar las piernas para poder descansar. Ya no recuerdo nada más, debí quedarme dormido hasta que, de nuevo, la voz del carabinero me despertó.

—Señor Baldi… Ya es la hora. Aquí le traigo sus pantalones. Todavía están un poco húmedos, pero le he podido conseguir una camiseta. También le he traído unas zapatillas, no puede presentarse descalzo en el juzgado.

El carabinero abrió la celda y me entregó la ropa. Cuando estuve presentable, me miré al espejo y mojé mis cabellos para intentar alisarlos.

—¿A dónde me llevan? —pregunté.

—Está de suerte, la juez de guardia quiere verle enseguida. Así no tendrá que pasar más rato en estos calabozos.

—Y después, ¿qué?

—Eso lo decidirá ella. Podría decretar ingreso en prisión o tal vez lo ponga en libertad.

El carabinero sacó sus esposas y me las colocó en las muñecas.

—¿Es necesario?

—Lo siento, son las ordenanzas. Debemos llevarlo esposado. Ahora subiremos a un coche patrulla y lo llevaremos directamente al juzgado.

Atravesamos un largo pasillo iluminado con tubos fluorescentes, algunos de los cuales parpadeaban insistentemente, transformando el corredor en un lugar tétrico, que aumentaba mi sensación de desasosiego. Al final se encontraba una puerta metálica que daba acceso al garaje. Entre el carcelero y otro, me ayudaron a montar en el vehículo.

Cuando salimos al exterior no supe precisar qué momento del día sería. El coche enfiló a gran velocidad una avenida. Reconocí, uno a uno, los escenarios donde había transcurrido mi vida durante los últimos tiempos: el puerto, la estación Centrale y allá, a lo lejos, dibujando el nuevo skyline, las torres que albergaban los juzgados. De allí daría con mis huesos en Poggioreale o, por el contrario, saldría libre, aunque no tuviera dónde ir.

El coche entró en el complejo y accedimos a los despachos mediante un complicado sistema de ascensores y pasillos, que se me antojaron un dédalo donde, al final, me esperaba el Minotauro para acabar conmigo. En una especie de pequeña antesala, los carabineros me indicaron que me sentara hasta comparecer ante la juez, que se demoró cinco minutos, los necesarios para comprobar la documentación que le entregó la policía. La magistrada me indicó, con un movimiento de sus manos, que tomara asiento frente a ella. Yo permanecía expectante, observando aquel despacho impoluto. El mobiliario era breve, con las estanterías justas para almacenar cientos de archivadores y a su lado la bandera tricolor. Cuando consideró que ya me había hecho esperar lo suficiente, se dirigió a mí. No superaba los cincuenta, en una edad indeterminada que no le restaba frescura a sus rasgos. Llevaba puesto un sencillo traje gris de pata de gallo y una blusa color hueso sobre los que caía una media melena negra con reflejos caoba. Parecía comedida en los detalles: un maquillaje leve, casi imperceptible; un toque de carmín de tono suave y las necesarias gafas de pasta colgadas con un cordón.

—Veo que se ha negado a prestar declaración en comisaría… De acuerdo, entonces lo hará por primera vez aquí. Tiene que saber que no está obligado a hacerlo, ni a decir nada que pueda perjudicarle. Le asiste el derecho a ser representado por un abogado pero, si no puede pagarlo, se le asignará uno de oficio. ¿Comprende lo que le digo?

—Sí. La he entendido perfectamente.

—Ahora procederemos a leer lo que figura en el atestado. La mayoría de los datos son personales, así que le rogaría que nos confirmara si son correctos. Puede explicarse o añadir lo que crea conveniente, no obstante, volverá a ser interrogado una vez tenga al letrado que le represente y haya consultado con él. Procedamos… Es usted Stefano Baldi, nacido en Torgiano, provincia de Perugia, de treinta y ocho años de edad, pelo castaño y ojos azules, hijo de Antonio y Margherita Baldi, de profesión artista. ¿Es correcto?

—Sí, pero me gustaría matizar que soy pianista.

—Muy bien, aunque ese detalle es irrelevante. Por la documentación que nos consta, su último domicilio conocido está en la ciudad de Pozzuoli, provincia de Nápoles. Una vivienda-ático sita en Via Roma, número ocho.

—Esa fue mi última dirección aquí. Compartía piso con un amigo, Mario Ponissi, el propietario de la vivienda. Luego me marché al extranjero, hasta que volví hace unos días.

—¿El señor Ponissi ha sido avisado de su detención?

—No. Ya no tengo ningún tipo de relación.

—No se preocupe, nos pondremos en contacto con él si hace falta. ¿Podría aclarar dónde estuvo durante su estancia en el extranjero?

—He estado viviendo en Líbano.

—¿Podría ser más preciso?

—Solo sé que estaba muy cerca de Beirut, en el distrito de Baabda, pero no sabría decirle mucho más. Se trataba de una mansión llamada l’Auberge de Notre Dame, que pertenecía a un rico magnate libanés llamado Adnan Katurshian.

—¿Podría decirnos qué hacía allí?

—Me desplacé por motivos laborales.

—¿Qué clase de trabajo ejercía?

—Preferiría hablar antes con mi abogado.

—Está bien, señor Baldi, continuaremos con la lectura del atestado… Esta mañana fue detenido en el interior de la Capilla de Sansevero, en la ciudad de Nápoles, por miembros del Arma de Carabineros, personados a requerimiento de los empleados de dicha capilla. ¿Es eso cierto?

—Sí, debió de ser así.

—Después de unos fuertes golpes y procedente del subsuelo de la capilla, usted apareció, forzando una tapa de bronce que, a modo de rejilla, sirve como respiradero y que está situada a la izquierda de la escultura llamada El Cristo Velado que se exhibe en dicho templo. Los mismos testigos declaran que apareció ensangrentado y esgrimiendo una herramienta que no pudieron precisar, con la que rompió dicha tapa. Ante el lógico revuelo, los allí presentes realizaron una llamada a los Carabineros, mientras usted permanecía inmóvil, mostrándose, con los ojos extraviados y sin pronunciar ninguna palabra. Luego cayó de rodillas, dejando la herramienta en el suelo y, recostándose sobre la citada escultura, susurró las siguientes palabras: «He matado a ese hijo de puta. Ya no volverá a joderme más…».

—Lo recuerdo vagamente, como en un sueño.

—Entonces, si damos por bueno lo que le he relatado, usted reconocería haber matado a una persona, ¿no?

—Antes preferiría consultarlo con un abogado.

La juez entendió que no iba a añadir más luz sobre el caso y que era innecesario alargar más aquel interrogatorio preliminar. A pesar de ello, quiso hacer una última puntualización.

—En estos momentos se están realizando las investigaciones pertinentes para corroborar si existe algún cadáver, como se deduce de sus palabras. Por el momento tendremos que custodiarlo hasta que se aclare el tema. En vista de la gravedad de los hechos, quedará retenido en la prisión de Poggioreale, en calidad de preso preventivo. Allí se le suministrará ropa adecuada si no puede disponer de la suya y entregará el resto de prendas manchadas para ser examinadas y utilizadas como prueba. Podrá realizar las llamadas pertinentes para contactar con un abogado y, en breve, le volveré a citar.

En aquel momento, la juez hizo una indicación al funcionario para hacer pasar a los carabineros que aguardaban fuera. Les entregó la orden de prisión preventiva y volvieron a esposarme para llevarme a la cárcel.

Mientras salíamos del edificio, mi mente hizo un barrido por los recuerdos de toda una vida, en especial por los que me habían llevado a esta situación. Ahora solo me quedaban los recuerdos, los únicos compañeros de los que podría disponer hasta que todo se aclarara.

Todo empezó hace unos meses, cuando inicié unas vacaciones después de la muerte de mi padre. El destino quiso que, cuando llegué a Nápoles, comenzara una nueva etapa con tantas emociones como siempre anhelé, aunque en aquel momento no sabía el precio que debería pagar por ellas.