Capítulo 38
Aquella misma mañana obtuve el beneplácito de las autoridades israelíes para poder cruzar la frontera con un visado en regla. He de reconocer que el buen hacer del general me facilitó las cosas. Un destacamento militar me dejó en el mismo puesto fronterizo. Al otro lado, en el cercano kibutz de Rosh Ha Nikra, pude conseguir que alguien me llevara hasta Haifa, donde tomé un autobús de línea para desplazarme a Tel-Aviv, la única urbe con vuelo directo hasta Nápoles.
Después de una agotadora jornada, llegué a última hora de la tarde a la inmensa y moderna estación de autobuses de Tel-Aviv, la más grande del mundo, que todavía bullía de actividad. Tomé un Monit Sherut, el típico taxi compartido, en la calle Tzemach David y en solo diez minutos llegué al hotel Rey David, en pleno corazón de la antigua Jaffa, a escasos metros de la playa.
Mi habitación tenía unas excelentes vistas sobre el mar, que intuí, al ser de noche, por la fuerte brisa que me heló la piel mientras fumaba un cigarrillo en el balcón y en aquel momento me asaltaron las dudas. Desde que salí de Nápoles, fui dejando a mi paso varios hombres que indudablemente marcarían mi vida para siempre: Niko, la pasión desatada, y Bilal, el cariño, pero todavía seguía apostando por Mario, mi primer amor. Sentía que ya no tenía nada que ver con él, pero también recordaba los momentos felices que pasamos juntos y deseé borrar mi reciente pasado para regresar al momento en que me vi obligado a abandonarlo.
Tuve el teléfono en la mano varias veces, incluso llegué a apretar los primeros dígitos, pero no sabía que palabras diría cuando descolgara: «Cariño, ya estoy aquí», o «Mario, por fin puedo hablar contigo»… Me parecía ridículo. No podía llamar como si nada hubiera pasado y al mismo tiempo tenía una necesidad imperiosa de hacerlo, así que pulsé las teclas sin pensar. Si todavía me quería, sabría perdonar cualquier cosa que le dijera, así que esperé unos segundos y cuando descolgó, sentí que mi corazón daba un latigazo como si fuera a romperse.
—¿Diga?
—Mario… —dije casi sin que me saliera la voz.
—¿Diga? ¿Quién es?... ¿Oiga?
—Mario. Soy yo, Stefano.
—¿Stefano? —dijo, para quedarse sin habla durante unos segundos—. ¡Dios mío! —continuó—. ¿Dónde estás? ¿Qué te ha sucedido?
—Estoy en Tel-Aviv.
—¿Tel-Aviv? ¿Qué haces allí?
—Yo… Necesitaría mucho tiempo para poder explicarte todo lo que he tenido que pasar… Mataron a Umberto y hubieran hecho lo mismo con vosotros… —dije balbuceando palabras inconexas.
—¿Cuándo vendrás?
—Antes tengo que hacer algo.
—¿Qué?... ¿Por qué no vienes enseguida? Te he echado mucho de menos.
—No puedo. Nos veremos cuando resuelva un problema, te lo prometo… Ahora tengo que colgarte.
—¡Stefano! No…
No pude continuar aquella conversación. Durante la misma, pude darme cuenta de mis verdaderos sentimientos. Era como si se hubiera esfumado la magia. Sentí que regresar con él era regresar a una vida que ya no era la mía. No quise revelarle a Mario mis verdaderas intenciones, pero tenía que solucionar el tema de Esposito. Durante mucho tiempo acaricié la idea de vengarme, de hacerle pagar por todos mis sufrimientos y ahora, libre por fin de cualquier chantaje, estaba en mi mano poder hacerlo. Tenía que librarme de aquel martirio.
Al día siguiente, mientras me arreglaba para ir al aeropuerto, me miré largamente en el espejo para ver si me reconocía, pero no vi por ningún lado al Stefano de Torgiano. Solo conseguí ver a Luca Montorfano que, poco a poco, iba recuperando el aspecto previo que tenía cuando llegó a Líbano. Mi pelo había crecido y ya no lucía ni rastro de barba.
Despegamos con puntualidad y en aquel momento sentí una emoción inexplicable. Regresar a mi hogar era algo más que volver de un viaje, era haber superado una prueba de vida. Me separaban dos mil kilómetros y apenas dos horas y media de lo que había sido mi vida hasta entonces. Estaba hecho un manojo de nervios y tuve que pedir un whisky para calmarme. Intenté dormir un poco para que aquellas horas no me resultaran pesadas, pero mi desazón iba en aumento: una mezcla de ilusión e intranquilidad a partes iguales. Afortunadamente no era un trayecto largo y a lo que vine a relajarme, ya se anunciaba la llegada al aeropuerto Capodichino de Nápoles.
Cuando me vi sobre suelo italiano, no sabía si besarlo o dar saltos de alegría, pero debía guardar mi euforia para cuando acabara definitivamente con el último escollo de mi camino. Por el momento, no podía regresar al que había sido mi hogar, así que, cuando tomé un taxi en el aeropuerto, le di el nombre del primer hotel que me sonaba. No quería ni debía tentar a la suerte con el Terminus.
—Al Romeo, por favor…
El Romeo era un hotel que estaba en la misma explanada donde se tomaban los transbordadores que cada jueves cogía para ir a Capri. Me instalé en una habitación del último piso, desde donde podía contemplar el mar, pero no pude entretenerme con los recuerdos, debía buscar la manera de dar con Esposito. A un tipo tan escurridizo, solo podía encontrarlo si él quería.
Tenía que pensar rápido, como lo hubiera hecho el pobre Bilal. Habría alguna manera de ponerse en contacto con él o de ponerle un cebo para que se interesara por mí. Después de darle varias vueltas, encontré la solución. Genaro, el primo de Mario, era un tipo que se movía como pez en el agua por los bajos fondos de Spaccanapoli, pero no sabía si podía confiar en él. Sospechaba que había sido el soplón que filtró mi relación con Mario y sin duda era el tipo indicado, pero temía que se fuera de la lengua con su primo, delatando mi presencia en Nápoles. A pesar de ello, tenía que arriesgarme.
Esperé todo el día a que se hiciera tarde para que la oscuridad jugara a mi favor y me acerqué hasta la Osteria Pisana, el restaurante de sus padres. Aquella noche había una tenue niebla que desdibujaba las siluetas de los pocos que se aventuraban por la zona, mojando los adoquines y dándoles un patina brillante cuando la escasa luz se reflejaba en ellos. Aguardé en una esquina frente a la Osteria. El frío de la noche hacía incómoda la espera y fueron cayendo, uno tras otro, los cigarrillos de mi último paquete. Estuve a punto de marcharme para probar al día siguiente, pero un último golpe de fortuna me permitió salirme con la mía. Genaro salió a fumar y su actitud despreocupada me sirvió para acercarme sin que me viera.
—Genaro… —le susurré tras la oreja cuando me situé a su espalda.
Él se giró sobresaltado. Hacer algo así, en aquel sitio, no era presagio da nada bueno, pero mudó su cara por otra de sorpresa cuando me reconoció.
—Stefano… ¡Estás aquí!
—Sí, he vuelto.
—Mario nos dijo que habías desaparecido, incluso temimos que hubieras muerto…
—Pues ya ves, no soy ningún fantasma.
—¿Sabe mi primo que estás aquí? Es posible que ahora esté trabajando en el hotel. ¿Quieres que te acerque?
—No. En realidad he venido porque necesito algo de ti.
—¿De mí?
—Sí. Quiero que le des un mensaje a Esposito.
—¿Luciano Esposito? —preguntó sorprendido.
—Quiero que le digas que le espero pasado mañana, a las doce del mediodía, en la iglesia de San Gregorio Armeno.
—Yo…
—Una cosa más. ¿Podrías decirme dónde conseguir un arma?
—¿No estarás pensando en cargarte a Esposito?
—No lo sé, es por simple precaución.
—En ese caso tendrás que ir hasta Secondigliano, aunque te lo advierto, es un barrio muy peligroso y…
—Tranquilo, acabo de llegar de Beirut. Me las puedo arreglar con esa clase de gente.
—Habla con Pipo Palla. Tiene una zapatería en el 78 de Via Duca degli Abruzzi. Es un viejo huraño, pero te puede conseguir lo que quieres. No es un tipo de muchas palabras, odia la cháchara y a los bocazas. Solo tienes que decir que vienes de mi parte y te atenderá.
—Gracias…
Regresé a la oscuridad de los callejones que, a pesar de lo sombrío, ya no me causaban el mismo respeto que la primera vez. Tomé un taxi y regresé a mi hotel; necesitaba descansar.
No sabía muy bien lo que iba a hacer. Quería matar a Esposito, pero su desaparición solo supondría que otro ocuparía su lugar en aquel mundo. Era una cuestión personal, aunque mi afán de venganza se había matizado con el tiempo. En todo caso se lo debía a Umberto, cuya sangre todavía estaba clamando desde las entrañas de Nápoles.
Cuando se hizo de día, no esperé demasiado para desplazarme hasta aquel barrio, que tenía la fama de ser el más violento del mundo. Situado más allá del aeropuerto, Secondigliano era un suburbio relativamente moderno, una especie de barrio dormitorio. La vida allí era aparentemente tranquila. En sus calles se podían ver grandes balcones con ropa tendida y en las esquinas altares que satisfacían su fe casi idolátrica.
El taxi me dejó justo en la misma esquina de la calle y como alma que lleva el diablo, hizo un giro para volver por donde había venido. Encendí un cigarrillo y me puse a andar con paso lento hasta llegar a una vieja zapatería. Allí, entre estanterías repletas de pares sueltos, estaba aquel viejo encorvado sobre una mesa, donde colocaba unas tapas en las suelas de un zapato de mujer.
—¿Es usted Pipo Palla? —le pregunté.
—Sí. Si me trae algún zapato para reparar, le advierto que tengo mucho trabajo y no sé cuándo podré terminarlo.
—No he venido a eso.
—Usted no es de aquí, ¿verdad? —me dijo mirándome por encima de las gafas.
—Vengo de parte de Genaro, el de la Osteria Pisana.
—¿Qué quiere exactamente?
—Necesito algo de lo que usted vende.
No dijo nada, sin duda no era el primero que acudía en busca de armas. Era imposible adivinar cómo un hombre de sus años había podido meterse en aquel negocio pero, en realidad, no me importaban sus motivos.
Pipo se levantó y me indicó con un movimiento de su mano que le siguiera a la trastienda. Pasamos por una especie de pasillo hasta un almacén donde guardaba cajas de zapatos apiladas que, por el polvo que acumulaban, debían ser de antes de la guerra. Al fondo se podía oír a su mujer trastear en la cocina donde, posiblemente, estaría preparando la comida. Revolvió entre las cajas y sacó unos bultos de cuero que desenrolló delante de mí.
—¿De qué tipo la quiere?
Aquello parecía un supermercado del crimen, y elegí al tuntún la que me pareció más bonita y manejable; no estaba dispuesto a regatear ni a preguntar por sus características.
—Esta —le dije.
—Una Beretta 92… Pura tecnología italiana —me dijo—. ¿Cuántos cargadores?
—Creo que solo me voy a llevar uno.
—¿Tendrá bastante con quince disparos?
—¿Disculpe?
—Son las balas que tiene cada cargador. Será mejor que se lleve un par, nunca se sabe.
—Tiene razón, me llevaré dos.
No sabía si tendría que utilizarlas, pero me sobraban veintinueve balas. Saqué mi billetera para pagar y esperé a que el viejo me dijera el precio.
—Son mil quinientos...
Deposité el dinero encima de la mugrienta mesa que le servía de mostrador y el señor Palla me envolvió la pistola y los cargadores en un trozo de papel de periódico que colocó dentro de una bolsa de plástico. No hubo nada más, ni una pregunta, solo un educado saludo cuando salí de la tienda, como si acabara de arreglar unos zapatos.
Tomé nuevamente un taxi, que me dejó en la puerta del Romeo y entonces sentí un alivio momentáneo. Era la penúltima prueba hasta completar mi venganza. Estaba seguro de que Genaro habría dado puntualmente el recado a Esposito y que, al día siguiente, en San Gregorio Armeno y a plena luz del día, le daría su merecido a ese malnacido.