Capítulo 8

Preparamos algo de ropa para llevarnos a Torgiano y, después de desayunar, pusimos rumbo a Umbria, donde esperaba encontrar respuestas sobre lo que hacer.

Tomamos la autopista hasta llegar a Baschi, para luego remontar el curso del Tíber hasta llegar a mi pueblo. Era curioso, compartíamos con Roma el mismo río, pero hasta allí llegaban las similitudes. Nos adentrábamos en una región rural, para algunos, insustancial y, para los más, un remanso de paz.

Cuando comenzamos a divisar los alrededores de Torgiano, nos dio la bienvenida un aroma a viñedos y olivar, a hierba fresca y a granja, que fueron acompañándonos hasta que la Torre di Guardia, un magnífico torreón del duecento, nos recibió a la entrada del borgo torgianés. Sorteando algunas calles llegamos a mi hogar, en un rincón de Via Garibaldi, junto a la cercana iglesia de San Bartolomé. Era una casa con un magnífico arco de piedra que daba acceso a la misma. No hubiera sabido precisar su antigüedad, pero había permanecido casi inmutable desde sus orígenes medievales.

—Es fantástica. Me gusta tu casa —sentenció Mario.

Subimos por una estrecha escalera sin barandillas hasta alcanzar la primera planta, donde estaban las habitaciones; cuartos austeros con pocos muebles y con un tufillo a cerrado por el tiempo que habían permanecido sin ventilar.

—Deberíamos abrir las ventanas para airearlo todo —sugirió Mario.

—Ten en cuenta que, desde la muerte de mi padre, no he tenido tiempo de darle un cambio a todo esto.

—No hace falta que lo jures. Deberías haberte desecho de casi todo —comentó Mario mientras abría el armario donde todavía colgaba su ropa.

En la pared, toda clase de objetos religiosos luchaban por hacerse un hueco y sobre la cómoda descansaba una talla de San Francisco de tétrica mirada, con hábito de tela y protegido por una urna de cristal. Era una figura que siempre me había dado miedo, de esas que te siguen con la vista desde sus terroríficos ojos de cristal. El rictus de su cara parecía el de un ser disecado, protegiendo la alcoba de extrañas presencias. Mi padre era un devoto del santo y casi todos los días encendía velas pidiéndole protección, pero yo hubiera salido corriendo de allí mismo, víctima del espanto que me provocaba.

—Todavía tengo presente su velatorio. Tendimos al pobre viejo en su cama, amortajado con un hábito de franciscano que tenía preparado desde hacía años. Rodeamos el cadáver de velas y algunas beatas de la parroquia se ofrecieron a cantar responsos y letanías durante toda una noche. Aquel recuerdo no se me podrá borrar jamás.

—Me da escalofríos solo oírlo, pero no te preocupes, yo te ayudaré a deshacerte de esos malos recuerdos.

Nos llevó toda la mañana revisar cómodas y armarios para ver lo que, con tanto afán, atesoraba mi padre. Nada de valor, tan solo objetos, la mayoría de ellos con un valor sentimental. Hacía mucho que yo había dejado de creer y consideraba que aquellas baratijas eran tan solo supercherías destinadas a gente sin esperanza como mi padre. Desde que mi madre lo abandonó, se refugió demasiado en la Iglesia y el resto del mundo dejó de tener sentido para él.

—Vamos a ver, Mario… Ahora que has visto la casa, ¿qué opinas?

—Se ve que está en buen estado y salvo lo que estamos haciendo, poco más necesita. Por cierto, ¿ya has pensado en la oferta que te hizo mi amigo Letto?

—La verdad es que me vendría bien. Si me quedo aquí, sería como enterrarme en vida.

—Stefano. Estoy pensando que, si eres pianista, seguro que tienes un piano en la casa. ¿Cómo es que todavía no me lo has enseñado?

—Está arriba. Transformé el granero en un pequeño estudio, es lo único que rehabilité de la casa. Era mi lugar secreto, donde ni siquiera mi padre entraba si no le daba permiso.

—Me encantaría ver ese sitio tan especial —me pidió Mario.

Era una estancia abuhardillada con un cálido suelo de madera, presidida por un piano de media cola que me compró mi padre cuando terminé los estudios.

—¿No tienes amigos en Torgiano? —me espetó a bocajarro—. Nunca me has hablado de ellos.

—Sí, claro. Hay una amiga especial, se llama Giulia y también es pianista como yo. Íbamos juntos al conservatorio de Perugia y compartimos muchos momentos de confidencias. Ella se sentía un «patito feo» y yo fui el enésimo desengaño que tuvo.

—¿Se enamoró de ti?

—Eso creo, aunque fue más bien la falta de oportunidades. Se refugió demasiado en mí y así era inevitable que se ilusionara.

—¿Qué hiciste?

—Pues lo que tenía que hacer, desengañarla. Le conté que mis instintos no iban por el mismo camino que los suyos.

—¿Y se lo dijiste así?

—Sí, claro, ¿cómo querías que se lo dijese?

—No sé, hay maneras de hacerlo, y más con una amiga.

—Me pareció lo más directo, aunque eso le pudiera hacer daño.

—¿Y cómo se lo tomó?

—No fue tanta sorpresa como yo creía. Ella tenía sus sospechas y luego, después de que se disiparan las dudas, nuestra relación fue mucho mejor que antes.

—¿Qué ha sido de ella?

—Se casó con un farmacéutico de Perugia. Al poco tiempo de haber tenido aquella conversación, la invitaron a una boda y ya se sabe lo que sucede…

—Sí, que de una boda sale otra.

—Justo. El chico era un poco mayor y alguien intermedió para propiciar el encuentro. Después de aquello, Giulia recibió numerosas cartas que me leía entre ilusionada y escéptica. Reconozco que el farmacéutico era un poco cursi, pero se notaba que era sincero y que estaba perdidamente enamorado de ella. Poco a poco fue siendo más receptiva y, de una manera natural, se produjeron los encuentros, hasta que un buen día vino con el bombazo de que se casaba. Ahora tiene dos hijos: Paolo y Chiara y vive felizmente dando clases de música en un Liceo.

—Noto un tono de decepción… ¿No estarás celoso?

—Al principio sí lo estuve. Era como si me hubieran arrebatado una parte de mí. Luego, cuando me instalé en Perugia, retomamos la relación. El matrimonio está muy bien relacionado con la flor y nata de la ciudad y entre su círculo de amigos se encuentran abogados, artistas y políticos. Yo me sentía un poco desplazado en aquel ambiente y, después, con la enfermedad de mi padre, dejamos de vernos.

—Mañana es sábado. ¿Por qué no vamos a Perugia a verlos? Podríamos quedar para ir a cenar.

—No sé, es todo tan precipitado…

—Hazme caso, coge el teléfono y llama.

Un impulso, provocado por las convincentes palabras de Mario, me hizo realizar esa llamada que llevaba tanto tiempo aplazando.

—¡Stefano! ¡Cuánto tiempo sin hablar contigo! ¿Qué es de tu vida?... Desde el funeral de tu padre que no había vuelto a saber de ti —dijo Giulia nada más oír mi voz.

—Necesitaba algo de tiempo.

—Pero, ¿estás bien?

—Sí, sí… De hecho, me fui de vacaciones a Nápoles, ya sabes la ilusión que me hacía. ¿Recuerdas nuestros sueños de ir a Capri?

—Sí. Me alegro de que por fin lo hayas hecho.

—¿Cómo están los niños?... ¿Y Salvattore?

—Estamos todos bien. Ya sabes lo ocupada que me tienen.

—Bueno, acabo de llegar al pueblo y…

—¿Estás en Torgiano?

—Sí, pero he venido solo por unos días.

—¿Es que piensas marcharte pronto?

—No te lo creerás, pero durante estos días en Nápoles, he tenido una oferta para trabajar como pianista en un hotel de Capri y pienso aceptar.

—¡Eso es fantástico! Me alegro tanto por ti… Entonces, ¿no nos veremos?

—Por eso te he llamado. ¿Podríais hacerme un hueco en vuestra agenda para cenar mañana sábado?

—Claro, eso está hecho. ¿Vendrás a casa?

—Había pensado en invitaros a Salvatore y a ti a un buen restaurante. ¿Todavía está abierta La Taverna?

—Está en el mismo sitio, en aquel callejón oscuro de la Stregha… Lo pasaremos muy bien los tres juntos.

—Bueno, no te lo he dicho todo… No seremos tres.

—¿No me digas que has encontrado pareja?... Me dejas anonadada. ¡Cuántas sorpresas!

—Verás, se llama Mario y lo he conocido en Nápoles.

—A ti te ha cambiado esa ciudad, con razón querías ir allí con tanta insistencia. Visto lo visto, deberías haberte ido antes… Pues no se hable más. ¿A las siete te parece una buena hora para quedar?

—Perfecto, nos vemos en la puerta de La Taverna.

—No sabes lo mucho que te quiero y lo feliz que me hace volver a verte… Hasta mañana.

Cuando colgué, respiré aliviado al pensar que, a pesar del tiempo que había pasado, me seguía queriendo como siempre. Ahora tendría que presentarle a Mario. Tal vez me había precipitado demasiado pero, teniendo en cuenta que era la primera vez que le presentaba a alguien, comprendía perfectamente su expectación.

Después continuamos con las tareas de «desescombro». Me acerqué a la parroquia para «donar» aquellos objetos religiosos de superchería banal. Llamé a la vicaría y me abrió Don Silvio. Dejé en el suelo la pila de cajas que llevaba para que pudiera darme un abrazo y acto seguido me invitó a entrar mientras me ayudaba a cogerlo todo. Estuvimos charlando durante una media hora, en la que me abordó con una batería de preguntas sobre lo que tenía pensado hacer.

—Espero que te vaya bien por Nápoles. Te echaremos mucho de menos… El cariño con el que te has ocupado de tu padre ha sido un ejemplo para todos, pero ¿qué me has traído aquí?

—Son solo objetos religiosos. No me los puedo llevar y he pensado que tal vez usted sabrá qué hacer con ellos. También hay algo de ropa para quien la pueda necesitar.

—A los pobres siempre los tendréis, dijo Jesús, y la verdad es que últimamente nunca me faltan… No sé, tal vez organice una tómbola y podamos sacar algo de dinero para el banco de alimentos. Está en las últimas y cada vez llegan más pidiendo algo de comer. En fin, supongo que tendrás prisa y no quiero robarte tu tiempo. Ha sido todo un placer volver a verte… Si alguna vez necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.

—Muchas gracias, Don Silvio. Rece usted por mí, para que me vaya bien en Nápoles.

—Así lo haré, Stefano. Buena suerte.

Al llegar a casa, Mario se había deshecho de todas las bolsas. Prácticamente habíamos terminado con nuestro cometido y nos tomamos un vaso de vino para celebrarlo.

—¿Sabes? No está mal… —dijo Mario.

—¿El qué?

—Todo. Este pueblo, la casa... No sé, me lo había imaginado de otra manera. En otras circunstancias hubiera sido yo quien se viniera a vivir contigo, pero para nosotros es mejor el anonimato de una gran ciudad, ¿no te parece?

—Tienes razón. Además, Nápoles me encanta. Siempre soñé con ir allí y por fin lo he conseguido.

Aquella noche me fui a la cama más contento que de costumbre porque, por primera vez, dormiría en mi propia casa en buena compañía.