Capítulo 12

El fin de semana transcurrió con excesiva tranquilidad. Umberto no volvió a intentar sonsacarme cosas, mis actuaciones funcionaron a las mil maravillas y la clientela subió.

Aquel domingo era el último día de mi primera semana en Capri. Después de cenar, me preparé para la soiré. Quería despedirme con algo especial que pudieran recordar los huéspedes que, probablemente, no volvería a ver. Me senté al frente de mi piano y me abandoné a la emoción con las primeras notas de una canción que popularizó Sandro Giacobbe a mediados de los setenta. No reparé en la cantidad de público que me escuchaba y solo canté para mí. En un momento de mi recital, se acercó Giorgio, uno de los camareros de la terraza y dejó una copa de champán sobre el piano. Con un movimiento de mi cabeza, mientras tocaba, le pregunté el motivo de aquel detalle y Giorgio se acercó para susurrarme al oído.

—Aquel señor del final me ha pedido que te traiga la copa. Desearía hablar contigo cuando termines la actuación.

No dije nada y seguí tocando. Después de los aplausos me levanté y tomando la copa, hice el ademán de brindar por todos los clientes e hice lo propio mirando al señor que había tenido la gentileza de invitarme. Era un hombre de tez morena, pequeña estatura y porte elegante, que realzaba sus rasgos inequívocamente árabes. No lo conocía, pero supuse que sería alguien importante e intenté corresponder las atenciones que había tenido conmigo. Me acerqué, más por curiosidad que por gratitud e imaginé que sería para recibir un halago.

—Muchas gracias por el detalle… Me ha dicho el camarero que quería hablar conmigo —le dije.

—Siéntese, señor Baldi, por favor. Es para mí un honor conocerlo personalmente. Estoy fascinado por su música. Hacía tiempo que no me habían cautivado de esa manera.

—Me halaga usted, señor…

—Katurshian, Adnan Katurshian. Un devoto admirador suyo.

—Encantado de conocerlo, señor Katurshian…

—Pero sírvase un poco más de champán… Le he hecho llamar porque me ha impresionado gratamente y desearía hacerle una propuesta.

—Una propuesta… ¿laboral?

—¡Claro! ¿Qué, si no?

—Verá, no me gustaría ser desconsiderado, pero acabo de empezar a trabajar aquí y no me parecería ético dejarlos nada más haber firmado el contrato.

—Este hotel está muy bien pero, francamente, espero que no haya pensado en terminar su brillante carrera en este sito, seguro que puede aspirar a algo más. Por el dinero no se preocupe, solo diga cuánto quiere ganar por trabajar en exclusiva para mí. Tengo olfato para los negocios y sé muy bien dónde invertir mi dinero.

—Le prometo que lo pensaré, aunque hay demasiadas cosas que me atan a este sitio y no precisamente el dinero.

—Comprendo, aunque todo se puede solucionar. Tal vez se pueda ampliar la oferta a alguien más si ese fuera el problema.

En aquel momento se acercó a la mesa un tipo cuya cara me sonaba. Era el mismo que nos saludó a Mario y a mí cuando visitamos Capri por primera vez.

—Por cierto, señor Baldi, le presento a Esposito, un gran amigo.

—¡Stefano! Un placer volver a verte… —gritó Luciano Esposito cuando me vio.

—Ah, pero, ¿ya se conocían? —dijo Katurshian con tono sarcástico.

—Sí —contesté—.Tenemos amigos comunes.

—¡Magnífico!... Entonces, estaremos en contacto. Cualquier cosa que necesite puede pedírsela a Esposito y cuando digo cualquier cosa, puede tomarlo al pie de la letra. Él es mi mano derecha aquí… Bueno, ahora tengo que retirarme. Les dejo por si quieren hablar. Ha sido todo un placer, señor Baldi. Volveremos a vernos.

Un vehículo recogió a Katurshian en la misma puerta del hotel y a mí me dejó con Luciano, que no paraba de sonreírme.

—¿Qué tal?, Stefano. Desde la última vez que nos vimos han cambiado mucho las cosas, ¿no?

—No creo que haya sido casualidad este encuentro ¿verdad?… ¿Qué tienes que ver con ese hombre?

—¿Katurshian? Ya te lo ha dicho él, le llevo ciertos asuntos. Es un importante hombre de negocios libanés y le has caído en gracia. Eso no suele suceder muy a menudo. Está acostumbrado a lo mejor y no suele aceptar un no por respuesta.

—No soy ninguna mercancía. Tal vez deberías recordárselo.

—Vamos, Stefano, no dramatices. Solo te ha hecho una oferta de trabajo, muy generosa por cierto… ¿No será Mario el motivo de tus reticencias? Eso también se puede solucionar.

—¿Qué te hace pensar que Mario tenga algo que ver conmigo?

—No te hagas el mojigato. Si soy algo, no es precisamente ingenuo. Conozco perfectamente a Mario y no fue casual que os viera juntos.

—Eso no es de tu incumbencia.

—Cierto, pero tal vez deberías hablar con él. Katurshian puede ser muy generoso si aceptas ir a Líbano.

—¿A Líbano?... ¿Estás loco? ¿Qué se me ha perdido en Líbano?

—Piénsalo y ya me darás una respuesta, ahora tengo que marcharme. Ha sido un placer volvernos a ver.

Yo regresé al pequeño escenario y terminé como pude el resto de mi concierto; estaba indignado. No podía entender cómo había tipos como aquellos, capaces de comprar voluntades utilizando cualquier recurso a su alcance.

Cuando me fui a descansar, no pude pegar ojo en toda la noche. Me sentía abrumado y a la vez tentado de dar el salto a algo mejor, pero había algo más imperecedero que el reconocimiento y el éxito y debía sopesar muy bien qué me importaba más para ser feliz. Además, estaba ese tipo, Esposito, que me sacaba de mis casillas y eso todavía me indignaba más.

Al día siguiente me levanté puntual para coger el ferry. Tenía sueño, pero me encontraba feliz por volver a ver a mi amor. Cuando llegué al puerto de Nápoles llamé a Mario. Eran las nueve de la mañana y había que aprovechar aquel magnífico día. Me pidió que le esperase en algún lugar cercano al puerto y en tan solo media hora se plantó delante de mí. Estaba guapísimo y de la forma más natural me dio un beso en la boca.

—¿Cómo estás?

—Creo que me quedo corto si te digo que soy el hombre más feliz del mundo. Todo ha ido fenomenal. Por lo visto he gustado mucho y se han cubierto las expectativas que Letto había depositado en mí.

—¿Y ese tal, Umberto? ¿Cómo te ha ido con él?

—Fenomenal. Es un chico encantador y me ha ayudado mucho para adaptarme a la rutina del hotel.

—Me alegro. Además, hoy me encuentro inspirado y me gustaría hacer algo excitante para celebrar nuestro reencuentro.

—Viniendo de ti, la palabra excitante me da mucho miedo. ¿Qué tal algo más cariñoso como hacer el amor?

Me subí en el coche y me relajé hasta llegar a Pozzuoli. Cuando entramos en casa, me sorprendió al pedirme que cerrara los ojos.

—No mires todavía… Ábrelos cuando yo te diga.

Mario me fue guiando como un lazarillo hasta el centro del salón y cuando me tuvo en la posición deseada, me pidió que los abriera.

—¡No puede ser! —exclamé—. ¡Ya han traído el piano!

—Y perfectamente afinado. El sábado se pasaron todo el día montándolo y ayer vino el afinador.

—¿Cómo es que no me habías dicho nada?

—Quería que fuera una sorpresa. La verdad es que me quedé extrañado de la rapidez con que lo trajeron. No veas el revuelo que se armó en el barrio cuando la grúa lo subió hasta el ático. Todos los vecinos estaban asomados a las ventanas, como si no hubieran visto nada igual.

—Te debo una…

—Me la voy a cobrar ahora mismo. ¡Desnúdate! Siempre deseé hacer una cosa así… Túmbate sobre el piano.

Sentí un morbo especial al hacer el amor sobre el piano y me dejé llevar intentado disfrutar del momento, pero tuve miedo de que, cuando se acabara aquel repertorio amatorio, todo se convirtiera en pura rutina y el sexo dejara de tener para mí el más mínimo aliciente.

Mientras nos duchábamos no paraba de rondarme por la cabeza la propuesta del libanés. Tenía claro que no iba a aceptar, pero me apetecía contárselo.

—Ayer pasó algo en el hotel…

—Vaya, así que tenemos un «secretillo».

—Es una tontería. Cuando estaba a punto de terminar mi sesión nocturna, un camarero me trajo una copa de champán. Intrigado, pregunté de quién procedía. Un tipo extranjero, de apariencia sofisticada, se presentó como Adnan Katurshian. Por lo que dio a entender, era un hombre de negocios y, después de unos interminables halagos, me ofreció un suculento contrato para trabajar con él en exclusiva.

—Parece que últimamente tienes la fortuna de cara. ¿Y qué contestaste?

—Evidentemente le dije que no, pero…

—Siempre hay un pero… Esto se pone interesante.

—No creas. Lo del libanés me pareció halagador y hasta exótico. No hubiera pasado de la mera anécdota si en ese momento no llega a aparecer aquel conocido tuyo, Esposito, que por lo visto trabaja para él. Me pareció todo un complot.

—¿Qué dices?

—No sé, pero ese tipo, una vez solos, insinuó que mis reticencias podían deberse a que estaba contigo y que no habría ningún problema para incluirte en el paquete del contrato… Me pareció vomitivo.

—¡Menudo cerdo! ¿Quién se ha pensado que es?

—También me recalcó que el libanés estaba acostumbrado a conseguir lo que quería.

—No conozco a ese tal Katurshian, pero si tiene algo que ver con Esposito, no será trigo limpio.

—¿A qué te refieres?

—Esposito siempre ha trabajado de intermediario. Algo gordo le habrá permitido tener contactos de tan altos vuelos.

—Podríamos acudir a la policía.

—¿Estás loco? Eso podría firmar nuestra sentencia de muerte. No podemos ni intuir las ramificaciones que pueden tener esa clase de negocios.

—Pero esto es como dejarse chantajear y yo no estoy dispuesto.

—Prométeme que te mantendrás al margen. Prefiero que te tomen por tonto para que te dejen tranquilo.

—De todas maneras, ya les he dicho que no me interesaba la oferta. El trabajo en el hotel colma todas mis expectativas y quizá Katurshian no siga insistiendo.

—Creo que ya es demasiado por hoy. Este tema te ha trastornado un poco y quiero proponerte una cosa…

—¿El qué?

—Que tocaras un poco el piano. Desde que has llegado no le has hecho ni caso. Me gustaría saber qué debió sentir ese tal Katurshian para ofrecerte un contrato de campanillas. Mientras te preparas, voy a abrir una botella de champán que guardo en la nevera para ocasiones especiales como esta.

Me senté al piano y sin esperar a que regresara Mario con las copas, me puse a tocar; me sentía romántico.

—¿Qué música es esta?

—«Sueños de amor», de Liszt.

—Pensaba que solo tocabas música actual, pero esto me gusta.

—La verdad es que mi formación es más clásica. Lo de la canción ligera solo es un divertimento, aunque afortunadamente es lo que me da de comer… Ahora quiero que escuches una de mis favoritas, Moldava. Siempre que la tocaba en casa, mi padre se colocaba al lado para sentirse transportado a momentos más placenteros. Era como un bálsamo para su melancolía, evocando imágenes como el aroma fresco del agua atravesando verdes prados salpicados de flores blancas, así lo definía él. Venga, vámonos a la cama. Me apetece dormir abrazado a ti —le dije, para romper con aquella melancolía que empezaba a embargarme.

Terminamos nuestras copas y nos fuimos a la habitación. Esa noche no hicimos el amor, ya nos habíamos amado lo suficiente sin tener que tocarnos.