Segundo Prólogo

Venganza.

Artemis Hunt introdujo el último de los sellos tallados pertenecientes a un reloj con cadena en la tercera de las cartas y la dejó sobre el escritorio, junto a las otras dos. Contempló largo rato las tres cartas que tenía frente a él. Cada una de ellas iba a dirigida a un hombre diferente.

La venganza que había proyectado había requerido mucho tiempo de preparativos, pero ya estaban todos los elementos en su debido lugar. El envío de las cartas a esos tres hombres era el primer paso. Tenían como objeto hacerles sentir el sabor del miedo, obligarlos a mirar por encima del hombro en las noches de niebla. El segundo paso implicaba un complejo plan financiero que terminaría por llevarlos a la ruina.

Habría sido muy sencillo matarlos a los tres. No merecían menos que eso; con sus habilidades excepcionales podría haber llevado a cabo la faena sin inconvenientes. No habría corrido demasiado peligro de ser atrapado. Después de todo, era toda una autoridad.

Pero él quería que sufrieran por lo que ellos habían hecho. Quería que primero conocieran el desasosiego y después un miedo absoluto.

Les quitaría su arrogancia. Haría trizas la sensación de certeza y seguridad que disfrutaban en virtud de su posición en la sociedad londinense. Al final terminaría por despojarlos de los recursos que les habían posibilitado aplastar a aquellos que habían tenido la desgracia de nacer en circunstancias menos afortunadas que ellos.

Antes de que todo hubiera terminado, tendrían oportunidad de comprobar cabalmente que estaban total y absolutamente destrozados ante los ojos del mundo. Se verían obligados a huir de Londres, no sólo para escapar de sus acreedores, sino también del implacable desprecio de la sociedad. Serían excluidos de sus clubes y quedarían marginados no sólo de los placeres y privilegios de su clase sino también de la posibilidad de rehacer sus fortunas mediante un matrimonio ventajoso.

Al final, quizá llegaran a creer en los fantasmas.

Habían pasado cinco años desde la muerte de Catherine. El mismo tiempo en que los tres corruptos libertinos responsables de esa muerte se habían creído a salvo. Probablemente hubieran olvidado los sucesos de esa noche.

Las cartas que contenían los sellos harían añicos su convicción de que el pasado estaba tan enterrado como la joven que habían destruido.

Les concedería algunos meses para que se acostumbraran a la idea de mirar por encima del hombro antes de dar el siguiente paso, pensó Artemis. Les daría tiempo para que empezaran a descuidar su vigilancia. Entonces se pondría en acción.

Se puso de pie para tomar un botellón de cristal que estaba sobre una mesilla cercana. Se sirvió una copa de coñac y brindó en silencio por la memoria de Catherine.

—Pronto —prometió al invisible fantasma que lo acosaba—. En vida te fallé, pero te juro que no te fallaré en la muerte. Has esperado mucho tiempo para tu venganza. Yo la haré posible. Es lo último que puedo hacer por ti. Cuando haya terminado, ruego para que ambos quedemos liberados.

Apuró el coñac y dejó la copa sobre la mesa. Aguardó un instante, pero no se produjo ningún cambio.

La helada sensación de vacío seguía allí, en su interior, igual que en los últimos cinco años. Ya no esperaba siquiera conocer la verdadera felicidad. En realidad, estaba seguro de que sentimientos tan ligeros no eran propios de un hombre de su temperamento. En todas las circunstancias, su aprendizaje de la vida le había enseñado que la alegría era algo ilusorio, como todo el resto de las emociones fuertes. Pero había abrigado la esperanza de que lanzarse a la venganza le proporcionaría una sensación de satisfacción, quizás incluso cierta paz.

En cambio, no sentía nada, salvo la indeclinable decisión de cumplir su cometido.

Comenzó a sospechar que estaba condenado.

No obstante, terminaría lo que había empezado con esas tres cartas. No tenía alternativa. Lo llamaban «El mercader de los sueños». Demostraría a los tres crápulas que habían asesinado a Catherine que también podía vender pesadillas.