Capítulo 1

Se decía que había asesinado a su esposo porque lo consideraba un incoveniente.

Se decía que había prendido fuego a la casa para ocultar su crimen.

Se decía que bien podía haberse vuelto loca.

Circulaba una apuesta por todos los clubes de St. James Street.

Ofrecía mil libras al hombre que lograra pasar una noche con la Viuda Siniestra y viviera para contarlo.

Se decían muchas cosas sobre esa dama. Artemis Hunt había oído los rumores porque hacía un culto de mantenerse informado. Tenía ojos y oídos diseminados por todo Londres. Una red de espías e informantes le comunicaba la interminable marca de chismes, especulaciones y hechos fragmentados que circulaba por la ciudad.

Parte de la quincalla que tenía sobre su escritorio tenía bases de verdad, otra era sólo probable y la restante era flagrantemente falsa. Discriminar entre todo ese material requería un tiempo y un esfuerzo considerables. Artemis no los perdía verificando toda la información que recibía. Optaba por ignorar la mayoría, ya que no afectaba sus asuntos personales.

Hasta esa noche no había tenido motivos para prestar atención a las habladurías que circulaban acerca de Madeline Deveridge. No era asunto de su incumbencia el hecho de que la dama hubiera despachado a su esposo al otro mundo. Había estado ocupado en otras cuestiones.

Sin embargo, parecía que quien se había interesado por él era ella. Muchos dirían que era un presagio de mal agüero. Le produjo gracia comprobar que todo el asunto le resultaba sumamente misterioso, una de las cosas más interesantes que le habían sucedido en mucho mucho tiempo. Lo que demostraba, se le ocurrió en ese momento, lo estrecha y circunscrita que era su vida en esa época.

Al avanzar por la calle envuelta en las sombras de la noche, se detuvo y contempló el pequeño y elegante carruaje que se re cortaba en la niebla. Las lámparas del vehículo lanzaban destellos sobrenaturales en la bruma que flotaba a su alrededor. Las cortinas estaban corridas, ocultando el interior de la cabina. Los caballos se detuvieron sin hacer ruido. El cochero era un bulto informe sobre el pescante.

Artemis recordó el adagio que le habían enseñado tantos años atrás los monjes de los Templos del Huerto que lo habían introducido en la antigua filosofía y las artes marciales de Vanza: «La vida ofrece un ilimitado banquete de oportunidades. La sabiduría reside en saber cuál merece ser probada y cuál es venenosa».

Oyó abrirse y cerrarse la puerta del club a sus espaldas. En la oscuridad resonaron los ecos de fuertes risotadas de borrachos. Con aire distraído se movió hacia una zona de sombras debajo de un portal cercano y observó a dos hombres que bajaban tambaleantes los escalones de la entrada. Subieron tropezando a un coche de punto que los aguardaba y dieron instrucciones a los gritos al cochero, exigiéndole que los llevara de inmediato a uno de los garitos de la ciudad. El aburrimiento era el peor enemigo de los de su calaña. Eran capaces de cualquier cosa para vencerlo.

Artemis aguardó hasta que el viejo vehículo se alejó traqueteando por la calle. Cuando ya estuvo fuera de su vista, volvió a dirigir la mirada hacia el delicado y antiguo carruaje que aguardaba envuelto en la niebla. Ése era el problema con Vanza: por profunda que fuera su arcana enseñanza y su instructiva filosofía, no tenía en cuenta el muy humano factor de la curiosidad.

O al menos no tenía en cuenta su curiosidad.

Artemis tomó una decisión. Se alejó del portal y avanzó entre la bruma hacia el carruaje de la Viuda Siniestra. El cosquilleo de expectativa que sintió fue la única advertencia recibida de que podría llegar a lamen esa decisión. Decidió ignorarla.

Cuando estuvo cerca del carruaje, el cochero se movió en su asiento.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor?

Las palabras fueron correctas y respetuosas, pero Artemis advirtió lo que se escondía debajo de la superficie. Ese hombre, en corvado debajo de varías capas de abrigo, con un sombrero calado hasta las orejas, cumplía tanto la tarea de cochero como la de guardaespaldas.

—Me llamo Hunt. Artemis Hunt. Creo que tengo una cita con la señora.

—De modo que es usted, ¿eh? —El hombre no se relajó. En todo caso, su tensión pareció aumentar—. Suba, por favor. Ella lo está esperando.

Al oír las órdenes tan perentorias, Artemis alzó las cejas, pero no dijo nada. Tomó el tirador, y abrió la portezuela del carruaje.

Por la abertura se filtró una luz ambarina que salía de la lámpara que iluminaba el interior del coche. Sobre uno de los asientos tapizados de terciopelo negro, se hallaba sentada una mujer. Iba embozada en una costosa capa negra con capucha, que apenas dejaba entrever el negro vestido que llevaba debajo. Su semblante era tan sólo una mancha clara oculta detrás del velo de encaje también negro. Artemis pudo ver, sin embargo, que era esbelta. En su silueta había una flexibilidad y un donaire que decían a las claras que no se trataba de una chiquilla desgarbada recién salida de la escuela, sino de una mujer hecha y derecha. Pensó que tal vez habría debido prestar más atención a los chismes referidos a ella que habían llegado hasta su escritorio. Bueno, ya era tarde para eso.

—Fue muy amable de su parte responder a mi nota con tanta prontitud, señor Hunt… El tiempo es la clave de todo esto.

Tenía la voz grave, con un tono gutural que encendió una chispa de sensualidad dentro de Artemis. Por desgracia, aunque sus palabras llevaban el sello de una indisimulada urgencia, no pudo detectar en ellas el menor signo de pasión. Aparentemente, la Viuda Siniestra no lo había atraído hasta su carruaje con la intención de seducirlo y arrastrarlo a una noche de amor salvaje y desenfrenado. Artemis se sentó junto a ella y cerró la portezuela. Se preguntó si debía sentirse decepcionado o aliviado.

—Su mensaje me llegó cuando estaba a punto de jugar una mano de cartas que estaba seguro de ganar —respondió él—. Confío en que lo que tenga para decirme, señora, me compense por los muchos cientos de libras que me vi obligado a abandonar para encontrar me con usted.

Ella se puso rígida. Sus dedos, enfundados en guantes de cabritilla negra, se cerraron con fuerza sobre el gran bolso negro que tenía en el regazo.

—Permítame presentarme, señor. Soy Madeline Reed Deveridge.

—Sé quién es usted, señora Deveridge; como obviamente usted sabe quién soy yo, le sugiero que dejemos de lado las formalidades, y vaya directamente al grano.

—Sí, desde luego —detrás del velo, le relampaguearon los ojos con algo que bien pudo ser irritación—. Mi doncella, Nellie, fue secuestrada cerca de la entrada oeste de los Pabellones de los sueños hace menos de una hora. Como usted es el propietario de ese lugar, espero que asuma la total responsabilidad de todo acto criminal que pueda ocurrir dentro o cerca de su propiedad. Quiero que me ayude a encontrar a Nellie.

Artemis sintió que se había zambullido en un mar de hielo. Ella conocía su relación con los Pabellones de los sueños. ¿Cómo era posible? Al recibir su nota, había considerado, para después desecharlas, media docena de razones para esa insólita entrevista nocturna, pero ninguna se acercaba siquiera a esto.

El tenía conciencia de los riesgos a los que se exponía desde el principio. Pero se había considerado tan profundamente inmerso en las Estrategias de Ocultamiento y Distracción que creyó que nadie, con la posible excepción de otro maestro de Vanza, podía llegar a descubrir la verdad. Y no había ningún motivo para que otro maestro lo buscara.

—¿Señor Hunt? —La voz de Madeline sonó más aguda—. ¿Ha oído lo que le dije?

—Palabra por palabra, señora Deveridge —para disimular su enfado, dio a su voz el tono de desgana propio de un caballero sumido en el más profundo de los tedios—. Pero debo reconocer que no las comprendo. Me parece que se ha dirigido al sitio equivocado. Si real mente su doncella ha sido secuestrada, debe dar a su cochero instrucciones para que se dirija a Bow Street, la calle de los investigadores privados. Sin duda allí podrá usted contratar a un detective para que la busque. Aquí en St. James somos partidarios de otros métodos, menos enérgicos.

—No trate de jugar a los juegos de Vanza conmigo, señor. A mi no me interesa que usted sea un maestro supremo. Como propietario de los Pabellones de los sueños tiene la responsabilidad de velar por la seguridad de los parroquianos que lo frecuentan. Espero que tome inmediatamente las medidas necesarias para encontrar a Nellie.

Ella sabía que él era Vanza. Eso era más alarmante que el hecho de que supiera que era dueño de los Pabellones.

El escalofrío que había comenzado a sentir en las entrañas pareció extenderse por todo su cuerpo. Lo acometió una súbita y enloquecedora visión de todo su cuidadoso plan hecho pedazos. De alguna manera, esta extraordinaria mujer había logrado reunir una peligrosa cantidad de información sobre él.

La miró sonriente, esperando disimular su furia y su incredulidad.

—La curiosidad me impulsa a preguntarle cómo llegó a la extravagante conclusión de que yo estaba de alguna forma relacionado con los Pabellones de los sueños o con la Sociedad Vanzariana.

—Poco importa, señor.

—Está usted equivocada, señora Deveridge —corrigió él con gran suavidad—. Importa.

Algo que detectó en su voz afectó notoriamente a la mujer. Por primera vez desde que Artemis había subido al carruaje, ella pareció vacilar. Ya era tiempo, pensó él con fastidio.

Más, cuando finalmente le habló, lo hizo con pasmosa frialdad.

—Sé muy bien que no sólo es miembro de la Sociedad Vanzariana, sino un maestro supremo, señor. Una vez que pude con firmar todo eso acerca de usted, supe mirar debajo de la superficie.

Quienes están entrenados en esa filosofía raramente son lo que parecen. Son proclives a la simulación ya cierta excentricidad.

Esto era mil veces peor que lo que había imaginado.

—Comprendo. ¿Puedo preguntarle quién le contó todo eso sobre mí?

—Nadie lo hizo, señor. Al menos, no como usted lo sugiere. Descubrí la verdad con mis propios métodos.

Condenadamente improbable, pensó Artemis.

—¿Podría explicarse mejor, señora?

—La verdad es que ahora no tengo tiempo señor. Nellie se encuentra en un grave peligro. Debo insistir en que me ayude a buscarla.

—¿Y por qué debería tomarme la molestia de ayudarla a buscar a su doncella fugitiva, señora Deveridge? Estoy seguro de que puede encontrar una reemplazante sin demora.

—Nellie no se escapó. Ya se lo dije: fue raptada por mal vivientes. Su amiga Alice lo vio todo.

—¿Alice?

—Ambas fueron esta noche a ver las últimas atracciones que ofrecen los Pabellones. Cuando abandonaron los jardines por la puerta oeste, se acercaron a ellas dos hombres y se llevaron a Nellie. La metieron en un coche y se marcharon a toda prisa, antes de que nadie se diera cuenta de lo ocurrido.

—Creo que lo más probable es que su Nellie se haya escapado con algún joven —dijo Artemis con cierta brusquedad—. Y su amiga amaño la historia del secuestro para que usted le permitiera volver a su puesto en caso de que cambiara de idea.

—Tonterías. A Nellie la secuestraron en el medio de la calle.

Demasiado tarde recordó Artemis que la Viuda Siniestra arras traba una reputación de chiflada.

—¿Y por qué querría alguien secuestrar a su doncella? —preguntó él, muy razonablemente, según pensó, dadas las circunstancias.

—Temo que haya sido raptada por esos truhanes que se dedican a proveer a los burdeles de muchachas inocentes. —Madeline tomó una sombrilla negra—. Basta de explicaciones. No hay un minuto que perder.

Artemis se preguntó si acaso pretendía utilizar la sombrilla para obligarlo a ponerse en acción. Sintió un gran alivio al ver que era para golpear el techo del carruaje. Era evidente que el cochero estaba esperando esa señal. El vehículo se puso inmediatamente en marcha.

—¿Qué demonios cree que está haciendo? —preguntó Artemis—. ¿No se le ocurrió pensar que tal vez me opondría a que me secuestraran a mí?

—No me interesan particularmente sus objeciones, señor. —Madeline se reclinó en su asiento. Detrás del velo de encaje ojos parecían refulgir—. En este momento, lo único que importa es encontrar a Nellie. Ya me disculparé más tarde con usted, si es necesario.

—Pues estaré esperándolo. ¿Adónde vamos?

—Volvemos al sitio del secuestro: la puerta oeste de su parque de diversiones, señor.

Artemis entrecerró los ojos. Ella no parecía chiflada. Parecía extremadamente decidida.

—¿Qué cosa, exactamente, espera que haga yo, señora Deveridge?

—Usted es el dueño de esos Pabellones. Y es Vanza. Con esos antecedentes, sospecho que tiene contactos en los lugares a los que yo no puedo acceder.

Él la observó un rato largo.

—¿Está sugiriendo que tengo relaciones con miembros del mundo del crimen, señora?

—No pretendo conocer la extensión, ni menos que menos la naturaleza, de su red de relaciones.

El desprecio implícito en su voz le resultó particularmente interesante, viniendo como venía de su inquietante conocimiento de sus asuntos más privados. Una cosa era segura: a esas alturas no podía apearse del carruaje y marcharse sin más. El hecho de que ella estuviera enterada de que era el propietario de los Pabellones era, por sí solo, más que suficiente para hacer estragos en sus planes tan cuidadosamente armados.

Ya no le divertía su propia curiosidad y expectativa. Era indispensable que descubriera no sólo cuánto sabía Madeline Deveridge, sino cómo había llegado a enterarse de todo.

Se reclinó en el rincón del asiento de terciopelo negro, y contempló el rostro velado de la dama.

—Muy bien, señora Deveridge —dijo finalmente—. Haré todo lo que pueda para ayudarla a encontrar a su doncella desaparecida. Pero no me culpe a mí si resulta que la joven Nellie no desea ser encontrada.

Madeline se acercó a la ventanilla, levantó una punta de la cor tina y observó la calle envuelta por la niebla.

—Puedo asegurarle que querrá ser rescatada.

La atención de Artemis se vio atraída por la enguantada mano de airosos movimientos que sostenía la cortina. La delicada curva de la muñeca y la palma atrajo involuntariamente su atención. Percibió la débil y seductora fragancia de la esencia floral que debía haber utilizado en el baño. Tuvo que hacer un esfuerzo para volver al asunto que tenían entre manos.

—Más allá de la forma en que termine esto, señora, debo advertirle que cuando todo haya concluido exigiré de usted algunas respuestas.

Ella volvió bruscamente la cabeza para clavar la mirada en él.

—¿Respuestas? ¿Qué clase de respuestas?

—No se equivoque al juzgarme, señora Deveridge. Estoy pro fundamente impresionado por la cantidad y la calidad de la información que usted posee. Sus fuentes deben ser excelentes. Pero me temo que conoce usted un poco demasiado acerca de mis asuntos.

* * *

Había sido una jugada desesperada, pero había ganado. Se encontraba cara a cara con el misterioso Mercader de los Sueños, el se acto propietario del más exótico parque de diversiones de Londres. Madeline era plenamente consciente de que había asumido un riesgo muy grande al hacerle saber que conocía su identidad. Pensó que él tenía muy buenas razones para sentirse preocupado. Hunt se movía en los círculos más elevados de la sociedad londinense. Su nombre figuraba en las listas de invitados de las anfitrionas más destacadas de la nobleza, y era socio de los clubes más exclusivos. Pero ni siquiera su enorme fortuna podría protegerlo del desastre social que se produciría si la alta sociedad descubría que había admitido en su seno a un caballero que se había ensuciado las manos con el vil comercio.

Madeline no podía menos que reconocer que Hunt había con seguido llevar a cabo una representación sumamente audaz. Cierta mente, había asumido un papel digno del famoso actor Edmund Kean. Se las había arreglado con éxito para mantener en secreto su identidad como Mercader de los Sueños. A nadie se le había ocurrido investigar el origen de su fortuna. Después de todo, él era un caballero. Un caballero no mencionaba esos asuntos, a menos que quedara en evidencia que se había quedado sin dinero, en cuyo caso se convertía en objeto de un considerable desprecio y de infinitas habladurías maliciosas. Más de un hombre se había puesto una pistola en la sien antes de enfrentar el escándalo de su ruina económica.

Madeline no tenía intenciones de divulgarlo. Esa noche virtualmente había chantajeado a Hunt, pero no tenía alternativas. Artemis Hunt era un maestro Vanza, uno de los hombres más preparados para el estudio de las ciencias ocultas. Los hombres como él tendían a ser extremadamente reservados por naturaleza.

Hunt había llegado a extremos impensables para ocultar su pasado Vanza, hecho más que sugerente. Al contrario de lo que ocurría con su condición de propietario de los Pabellones de los Sueños, la de miembro de la Sociedad Vanzariana no podía provocarle ningún perjuicio social, ya que sólo los caballeros estudiaban Vanza. Sin embargo, estaba decidido a rodearse de misterio. Eso no indicaba nada bueno.

Conforme a su experiencia, la mayoría de los miembros de la Sociedad Vanzariana eran un hato de chiflados inofensivos. Otros, nada más grave que excéntricos llenos de entusiasmo. Unos pocos, no obstante, eran decididamente locos. Y el resto era realmente peligroso. Comenzó a creer que Artemis Hunt bien podía pertenecer a esta última categoría. Cuando el tema que la preocupaba esa noche hubiera concluido, podría llegar a enfrentar una serie de problemas completamente diferentes.

¡Como si no tuviera ya bastantes asuntos para mantenerse ocupada! Por otra parte, y dada la dificultad en conciliar el sueño que padecía en los últimos tiempos, no estaba mal que encontrara en qué ocuparse, pensó Madeline con abatimiento.

La recorrió un escalofrío. Se dio cuenta de que percibía con gran intensidad la forma en que Hunt parecía ocupar todo el interior del carruaje. En realidad no era más corpulento que Latimer, el cochero, pero sus hombros impresionantemente anchos y la gracia peligrosamente lánguida que parecía rodearlo perturbaban sus sentidos de una manera peculiar que no atinaba a explicarse. La mira da alerta de los ojos de Hunt sólo lograba reforzar la inquietante sensación.

Se dio cuenta de que, a pesar de todo lo que sabía sobre él, el hombre conseguía fascinarla.

Se arrebujó en la capa. No seas tonta, se dijo. Lo último que deseaba era enredarse con otro miembro de la Sociedad Vanzariana.

Pero era tarde para cambiar de idea. Había tomado una decisión. Tenía que seguir con su plan. La vida de Nellie dependía de esa temeraria jugada.

El carruaje se detuvo, bamboleante, arrancándola de sus turbadores pensamientos. Artemis se adelantó para apagar la lámpara, y descorrió la cortina. Ella lo miró hacer, a su pesar cautivada por la fuerza controlada de sus movimientos.

—Muy bien, señora, hemos llegado a la puerta oeste del parque —dijo Artemis, mirando por la ventanilla—. Como podrá ver, está muy concurrido, incluso a estas horas de la noche. No puedo creer que una joven haya podido ser subida a un coche por la fuerza delante de tanta gente. A menos que ella deseara ser llevada…

* * *

Madeline se adelantó para examinar la escena. La zona estaba iluminada por una enorme cantidad de lámparas de colores. El bajo precio de la entrada hacía posible que personas de todas las clases sociales pudieran pagar una velada de entretenimientos dentro de los Pabellones de los Sueños. Damas y caballeros, miembros de la nobleza rural, tenderos, aprendices, criadas, lacayos, petimetres, oficiales del ejército, pícaros y libertinos, todos se acercaban para trasponer los brillantemente iluminados portales.

Hunt se había apuntado un tanto, pensó Madeline. Había una enorme cantidad de gente y de vehículos por los alrededores. Habría sido muy difícil meter por la fuerza a una joven dentro de un coche in que nadie se diera cuenta.

—El secuestro no fue exactamente frente a la entrada —dijo Madeline—. Alice me contó que Nellie y ella estaban aguardando la llegada del coche que yo había enviado a que las recogiera cerca de una callejuela cercana, cuando aparecieron los rufianes —observó la oscura boca de una estrecha callejuela—. Quizá fuera esa esquina en la que ahora holgazanean esos jovenzuelos.

—Humm.

El escepticismo de Hunt era palpable. Madeline lo miró alarmada. Si él no se tomaba el asunto en serio, esa noche no conseguirían nada. Sabía que se le acababa el tiempo.

—Señor, debemos darnos prisa. Si no actuamos con presteza, Nellie desaparecerá en los bajos fondos. Será imposible encontrarla.

Artemis dejó caer la cortina sobre la ventanilla. Tomó el tirador.

—Espéreme aquí. Volveré en unos minutos.

Madeline se enderezó con brusquedad.

—¿Adónde va?

—Cálmese, señora Deveridge. No tengo la intención de abandonar esta búsqueda. Regresaré después de hacer algunas averiguaciones.

Se apeó del carruaje con movimientos ligeros y cerró la puerta tras él antes de que ella pudiera requerirle detalles. Molesta y decepcionada por la forma en que él se había hecho cargo de la situación, Madeline lo observó entrar en la oscuridad del callejón.

Pudo ver que realizaba algunos hábiles arreglos a su abrigo y a su sombrero, y quedó atónita ante el resultado obtenido. Con unos pocos toques, había alterado por completo su aspecto.

Aunque ya no parecía un caballero que acababa de salir de su club, seguía moviéndose con una fluida confianza en sí mismo que ella reconoció de inmediato. Era muy parecida a la manera en que se había conducido Renwick; sintió un estremecimiento. Siempre asociaría ese elegante y airoso desplazamiento con los practicantes avezados de las artes marciales de Vanza. Una vez más volvió a preguntarse si acaso no había cometido un error.

Basta ya, se ordenó. Sabías en lo que te metías cuando le enviaste un mensaje a su club. Querías su colaboración; para bien o para mal, la has conseguido.

Por el contrario, desde el punto de vista de la apariencia física, Hunt no guardaba semejanza alguna con su difunto esposo. Por alguna razón, ese hecho le pareció extrañamente tranquilizador. Con sus ojos azules, su pelo dorado y sus facciones románticamente agraciadas, Renwick era la imagen de los querubines rubios que se ven en los cuadros de los grandes artistas.

Hunt, en cambio, podía haber posado como modelo del mismísimo demonio.

No eran sólo su pelo negro azabache, sus ojos verdes y su rostro duro y ascético lo que le otorgaba ese aire de profundidades insondables. Era la fría y astuta expresión de su mirada lo que congelaba los nervios de Madeline. Éste era el hombre que había explorado los confines del infierno. Al revés de Renwick, que cautivaba a quienes se acercaban a él con la facilidad de un hechicero, Hunt parecía ser tan peligroso como sin duda lo era.

Mientras lo observaba, Hunt desapareció entre las sombras que rodeaban esa isla de luces deslumbrantes que era los Pabellones de los Sueños.

Latimer se apeó. Se asomó por la ventanilla, con su ancho rostro lleno de arrugas de ansiedad.

—Esto no me gusta nada, señora —dijo—. Deberíamos haber ido a Bow Street a buscar un investigador.

—Es posible que tengas razón, pero ya es tarde para eso. Ya me he comprometido en esta dirección. Sólo me queda esperar… —se interrumpió cuando Hunt pareció materializarse detrás de Latimer—. Oh, ya está de vuelta, señor. Comenzábamos a preocuparnos.

—Éste es Pequeño John —dijo Artemis, señalando a un rapaz flaco y desaliñado de no más de diez u once años—. Vendrá con nosotros.

Madeline miró a Pequeño John con el entrecejo fruncido.

—Es muy tarde. ¿Tú no deberías estar en la cama, jovencito? Pequeño John alzó la cabeza con un inconfundible gesto de orgullo, profundamente ofendido. Escupió hábilmente sobre el pavimento.

—No estoy en esa línea de trabajo, señora. Yo tengo un comercio respetable.

Madeline lo miró fijamente.

—¿Cómo dices? ¿Qué vendes?

—Información —respondió alegremente Pequeño John—. Soy uno de los Ojos y Oídos de Zachary.

—¿Quién es Zachary?

—Zachary trabaja para mí —dijo Artemis, cortando de plano lo que parecía transformarse en una explicación engorrosa—. Pequeño John, permíteme presentarte a la señora Deveridge.

Pequeño John sonrió, se quitó la gorra y saludó a Madeline con una inclinación sorprendentemente donosa.

—A su servicio, señora.

Madeline le respondió con una inclinación de cabeza.

—Es un placer, Pequeño John. Espero que puedas ayudarnos.

—Haré lo posible, señora.

—Suficiente, no podemos perder más tiempo. —Artemis miró a Latimer mientras éste se apresuraba a tomare el tirador de la portezuela—. Deprisa, hombre. Pequeño John te guiará. Nos dirigiremos a una taberna en Blister Lane, «EL perro de ojos amarillos». ¿La conoces?

—La taberna, no, señor, pero si conozco Blister Lane —el rostro de Latimer pareció oscurecerse—. ¿Allí llevaron esos desgraciados a mi Nellie?

—Así me dice Pequeño John. Él irá contigo en el pescante.

—Artemis abrió la portezuela y subió al carruaje. —En marcha.

Latimer se acomodó en el asiento. Pequeño John trepó tras él. El carruaje se puso en movimiento antes de que Artemis llegara a cerrar la puerta.

—Su cochero, ciertamente, está ansioso por encontrar a Nellie —observó, mientras se sentaba.

—Nellie y Latimer son novios —explicó Madeline—. Piensan casarse muy pronto —trató de interpretar la expresión de Hunt—. ¿Cómo descubrió que Nellie había sido llevada a esa taberna?

—Pequeño John presenció todo el hecho.

Ella lo contempló, estupefacta.

—¿Y por qué demonios no denunció el delito?

—Como él mismo le dijo, es un hombre de negocios. No puede darse el lujo de desperdiciar su mercadería. Estaba esperando que Zachary realizara su habitual ronda en busca de información, la misma que llegaría a mí a primera hora de la mañana. Pero aparecí esta noche, de modo que el muchacho me vendió su producto. Sabe que puede confiar en que yo de a Zachary su tarifa de costumbre.

—Santo cielo, señor, ¿acaso está diciéndome que usted emplea toda una red de informantes como Pequeño John?

Hunt se encogió de hombros.

—Les pago mucho más que los reducidores a quienes vendían los relojes o candelabros robados. Y cuando Zachary y sus Ojos y Oídos hacen tratos conmigo, no corren el riesgo de que los manden a la cárcel como les ocurría en sus anteriores ocupaciones.

—No comprendo. ¿Por qué paga gustoso la clase de rumores y habladurías que una pandilla de jóvenes rufianes recogen en las calles?

—Se sorprendería al ver lo que uno puede llegar a descubrir de esas fuentes.

Madeline soltó un delicado bufido.

—No me cabe duda de que esa información debe ser real mente sorprendente, pero ¿para qué desea conocerla un caballero de su posición?

Hunt no dijo nada. Simplemente se quedó mirándola. Sus ojos despedían destellos divertidos pero carentes de humor, mientras se retiraba hacia algún oscuro lugar dentro de sí.

¿Qué había esperado, se preguntó Madeline? Debería haber adivinado que no era más que un excéntrico.

Carraspeó para aclararse la garganta.

—No lo tome a mal, señor. Es que todo parece algo, bueno… inusitado.

—¿Muy clandestino, complejo y secreto, quiete decir? —preguntó Artemis con exagerada cortesía.

Era mejor cambiar de tema, pensó Madeline.

—¿Adónde se encuentra el tal Zachary esta noche?

—Es un joven de cierta edad —dijo Artemis con sequedad—. Esta noche está cortejando a su damisela. Ella trabaja en una sombrerería. Ésta es su noche libre. Zachary lamentará enterarse de que se perdió esta aventura.

—Bueno, al menos sabemos qué sucedió. Le dije que Nellie no se había escapado con ningún hombre.

—Efectivamente; eso ha dicho. ¿Siempre es tan rápida cuando se trata de recordar a otro que usted está en lo cierto?

—No puedo andarme con rodeos, señor; menos cuando se trata de algo tan importante como la seguridad de una joven mujer inocente —de pronto tuvo una idea que le hizo fruncir el entrecejo—. ¿Cómo supo Pequeño John adónde habían llevado a Nellie?

—Siguió el coche andando. Según me dijo, no le resultó difícil porque el tránsito estaba muy lento a causa de la niebla. —Artemis sonrió torvamente—. Pequeño John es un muchacho brillante. Se dio cuenta de que el hecho de que una joven fuera secuestrada cerca de una de las entradas de los Pabellones era un chisme por el que yo le pagaría muy bien.

—Pienso que a usted debería interesarle mucho saber que una actividad criminal de esta naturaleza tiene lugar en los alrededores de su negocio. Después de todo, como propietario de los Pabellones tiene cierta responsabilidad.

—Correcto. —Artemis pareció hundirse aun más entre las sombras—. No puedo permitir que sucedan cosas por aquí. Es malo para los negocios.