Capítulo 15
«El resplandor de las llamas en el vestíbulo trasero era ahora más brillante. Un terrible estrépito de chasquidos y crujidos acompañaba la inminencia del fuego, los sonidos de una bestia regodeándose con su festín. Casi no le quedaba tiempo. Levantó la llave ensangrentada y trató de encajarla en la cerradura del dormitorio con dedos temblorosos.
Ella percibió un destello dorado. Miró hacia él y vio que el bastón de Renwick yacía sobre la alfombra, junto a su cuerpo. Se obligó a concentrarse en la acción de meter la llave resbaladiza de sangre en la cerradura.
Para su espanto, sintió que la llave resbalaba de su trémula mano. Creyó oír a Renwick, que se reía de ella cuando ella se agachó para recogerla, pero cuando lo miró seguía muerto. Levantó la llave y, una vez más, intentó meterla en la cerradura.
Por segunda vez, se le cayó de la mano. Bajó los ojos hasta la llave, consciente de una abrumadora sensación de terror y frustración. Tenía que abrir la puerta cerrada con llave.
Con el rabillo del ojo, ella vio que la mano de Renwick se movía. Mientras la contemplaba horrorizada, los muertos dedos alcanzaban la llave…».
Madeline despertó como siempre lo hacía después de ese sueño: sobresaltada y bañada en sudor frío. La envolvió la ya familiar sensación de desorientación. Apartó a un lado las mantas, encendió una vela y miró el reloj. Era la una y cuarto de la madrugada. En esta ocasión había dormido dos horas completas antes de que el sueño explotara en su mente. Al menos en la casa de Artemis estaba poniéndose al día con su necesidad de descanso.
Pero se conocía lo suficiente como para saber que no tenía sentido tratar de volver a dormir. Estaba segura que permanecería despierta hasta el amanecer. Cuando fue en busca de su bata, su mirada recayó sobre el pequeño volumen que tenía sobre el escritorio. La dominó la frustración. Se lo había mostrado a Eaton Pitney para calmar su ánimo. Él lo había examinado con considerable interés, pero lo había declarado falso.
Sin embargo, la había tranquilizado respecto de un fastidioso interrogante que había comenzado a importunarla.
—Sé que encontrará graciosa mi preocupación, señor —le había dicho al anciano caballero—, pero usted es un experto en los aspectos académicos de Vanza, de manera que debo solicitarle su opinión. ¿Existe alguna posibilidad de que éste sea El Libro de los Secretos? ¿Ese del cual se dice que fue robado y destruido en un incendio hace ya varios meses?
—Ninguna en absoluto —había respondido él con total convicción—. Se dice que El Libro de los Secretos, suponiendo que alguna vez haya existido, fue escrito en la antigua lengua de Vanzagara, no en una mezcla de jeroglíficos griegos y egipcios como se ve en este libro. Y los rumores que se refieren a él lo presentan como un texto de considerable tamaño, no uno tan pequeño como ése.
Madeline había sentido un gran alivio al oír el veredicto de Pitney, pero por alguna razón no había quedado completamente satisfecha.
Deslizó los pies en las pantuflas, tomó la vela y se dirigió resueltamente hacia la puerta. Si iba a estar despierta durante un rato largo, bien podía ir a la cocina para prepararse un bocado. Una tajada de queso o algún panecillo la ayudarían a olvidar las imágenes dejadas por su pesadilla.
Rozó con los dedos la llave puesta en la cerradura al girar el picaporte. Vaciló ante el contacto del frío hierro, y volvió a ver la llave ensangrentada de su sueño.
Hizo a un lado la visión, aspiró con fuerza y salió al vestíbulo. Bajó la escalera casi sin hacer ruido y se dirigió hacia la cocina en penumbras. Una vez allí, dejó la vela sobre la mesa y comenzó a buscar algo para comer.
Sintió la presencia de Artemis en la puerta, detrás de ella, en el preciso instante en que había encontrado los restos de una tarta de manzana. Sobresaltada, dejó caer el plato sobre la mesa y se volvió.
Artemis la miraba desde la puerta en sombras, con las manos metidas en los bolsillos de una bata de seda negra. Llevaba el pelo alborotado de manera muy interesante.
—¿Alcanza para dos? —preguntó él.
Era evidente que acababa de levantarse de la cama. Sus ojos mostraban una cálida e indolente chispa que indicaba que estaba pensando exactamente lo mismo sobre ella. Madeline sintió que afluían a ella recuerdos de su apasionado encuentro en la biblioteca. Este hombre la conocía como nadie. La sensual intimidad del momento amenazaba inmovilizarla en el lugar.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Sí, desde luego —tuvo que apelar a una insólita dosis de voluntad para poder tomar un cuchillo.
—¿No podía dormir por culpa de la aventura en el laberinto de Pitney? —preguntó él como al descuido mientras se sentaba frente a ella.
—No. Desperté por un sueño. Uno que he tenido muchas veces desde… —se interrumpió—. Uno que tengo con frecuencia.
Él la observó con detenimiento, mientras ella cortaba dos raciones de tarta y las ponía en sendos platos.
—Su tía creyó necesario acorralarme en la biblioteca esta tarde —le comentó.
—¡Santo cielo! —exclamó ella haciendo una mueca de disgusto, mientras se sentaba a su vez y le alcanzaba un tenedor.
Artemis hundió el tenedor en un grueso trozo de manzana.
—Dejó bien en claro que está enterada del hecho de que he abusado de su inocencia.
Madeline soltó un sonido ahogado y jadeó en procura de aire, atragantándose con el bocado que acababa de ponerse en la boca.
—¿Abusado de mi inocencia? —repitió.
—Así es. Le señalé que usted opinaba que nada había cambiado. Le expuse su razonamiento acerca de que en su condición de Viuda Siniestra, etcétera, etcétera. Pero no pareció muy inclinada a compartirlo.
—¡Santo cielo! —Volvió a toser, aspiró profundamente y miró a Artemis, incapaz de pensar en nada inteligente para decir—. Santo cielo.
—Su tía está comprensiblemente preocupada pensando en que yo pueda aprovecharme de usted.
—Usted no hizo nada semejante, señor —clavó el tenedor en la tarta—. No soy una joven recién salida de la escuela. Ante los ojos del mundo, nada…
Él la interrumpió levantando una mano.
—Me sentiría muy agradecido si dejara de repetir eso. Por hoy, ya lo he oído lo suficiente.
—Pero no es más que la pura verdad; tanto usted como yo lo sabemos. Nada ha cambiado.
Los ojos de Artemis centellearon de manera enigmática.
—Hable por usted, señora. Pero no intente hacerlo por mí. Ella le dirigió una mirada furibunda.
—Se está burlando de mí, señor.
—No, Madeline, no me estoy burlando de usted —comió otro trozo de tarta—. Las cosas han cambiado para mí.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Madeline—. Esto tiene que ver con que se siente culpable, ¿no es así? Siente una obligación de honor de efectuar reparaciones porque descubrió que yo era virgen. Le aseguro, señor, que no tiene por qué preocuparse.
—No le corresponde a usted dictaminar mis obligaciones de honor.
—¡Por todos los diablos, señor, si está pensando en hacer algo tan estrafalario como ofrecerme matrimonio simplemente por… ese incidente en el sofá, ya puede olvidarlo! —Horrorizada, se oyó a sí misma elevando la voz hasta parecer una verdulera, pero ella parecía incapaz de detenerse—. Ya estuve casada una vez con un hombre que me utilizó para sus propios fines. Ciertamente, no lo haré otra vez por razones similares.
Muy lentamente, Artemis dejó su tenedor. La miró con ojos peligrosamente indescifrables.
—¿Cree que casarse conmigo tiene alguna remota semejanza con su primer matrimonio? ¿Que un esposo Vanza es lo mismo que otro? ¿Acaso cree eso?
Madeline habría dado cualquier cosa por desaparecer en ese mismo instante. En lugar de eso, se ruborizó furiosamente al comprobar lo mal que había interpretado él sus palabras.
—¡Por Dios, no, claro que no! No hay semejanza posible entre Renwick Deveridge y usted. No quise decir eso, y creo que usted lo sabe muy bien.
—Entonces, ¿qué quiso decir, exactamente, señora?
Madeline empuñó el tenedor y volvió a atacar la tarta.
—Quiero decir que no tengo ninguna intención de casarme sólo para que usted pueda satisfacer algún ridículo sentido del honor.
—¿No cree que el honor es un motivo adecuado para casarse?
—Bajo ciertas circunstancias, ciertamente lo es —respondió ella con brusquedad—. Pero no en nuestro caso. A riesgo de repetirme, nada ha…
—Si vuelve a decir eso, no seré responsable de mis actos.
Ella calló y lo miró, furiosa.
La mirada de Artemis pareció suavizarse.
—Quizá sea mejor cambiar de tema. Cuénteme su sueño, el que la despertó esta noche.
La recorrió un escalofrío. Lo último que deseaba era hablar de su recurrente pesadilla. Pero, por otra parte, era una alternativa al tema aún más irritante del matrimonio.
—Una vez traté de describírselo a Bernice, pero descubrí que hablar del sueño, de alguna manera, lo hace más vívido —respondió en voz baja.
—¿Cuánto tiempo hace que padece esa pesadilla?
Madeline vaciló, pero decidió que no tenía nada de malo contarle parte de la verdad.
—Desde poco tiempo después de la muerte de mi padre.
—Entiendo. ¿Aparece su padre en el sueño?
La pregunta la tomó por sorpresa. Alzó rápidamente la mirada.
—No, es mi…
—Su esposo —terminó él por ella.
—Sí.
Dice que lo ha tenido con frecuencia durante el último año. ¿Se ha vuelto más vívido con el paso del tiempo?
Madeline dejó el tenedor y lo miró a los ojos.
—No.
—Entonces, ¿qué riesgo puede implicar contármelo?
—¿Por qué quiere conocer los detalles de una pesadilla especialmente desagradable?
—Porque estamos tratando de resolver un misterio, y su sueño puede contener algunas claves.
Ella se quedó mirándolo, atónita.
—No entiendo cómo puede ser eso.
—A menudo los sueños transmiten mensajes —respondió él serenamente—. Tal vez con el suyo podamos enterarnos de algo. Después de todo, estamos buscando a un hombre que puede estar fingiendo ser el fantasma de Renwick Deveridge, y Deveridge, imagino, aparece en su sueño. Puede sernos útil examinar algunos de los detalles.
Madeline titubeó.
—Sé que Vanza sostiene que los sueños pueden ser importantes, pero, según mi opinión, las cosas que suceden en los sueños no pueden ser debidamente explicadas.
El se encogió de hombros.
—No trate de explicar nada. Limítese a describirlo. Descríbame su sueño tal como le viene a la mente.
Madeline aparcó a un lado el plato de budín y cruzó los brazos sobre la mesa, frente a ella. ¿Habría claves escondidas en su pesadilla? Cierto era que no las había analizado en detalle. Su único objetivo había sido olvidarla, y no recordar los detalles más escabrosos.
—Siempre comienza igual —dijo con lentitud—. Estoy agachada frente a la puerta de un dormitorio. Me doy cuenta de que hay fuego en la casa. Sé que debo entrar en la habitación, pero la puerta está cerrada. No tengo la llave, de modo que intento usar una horquilla para el pelo.
—Continúe —la animó él en voz baja.
Madeline aspiró con fuerza.
—Veo el cuerpo de Renwick sobre la alfombra. La llave del dormitorio está junto a él. La levanto y trato de abrir la puerta con ella. Pero la llave está pegajosa y resbala de mis dedos.
—¿Por qué está pegajosa?
Ella lo miró fijamente.
—Está cubierta de sangre.
Artemis permaneció un instante en silencio, pero su mirada no se apartó de ella.
—Continúe —dijo finalmente.
—Cada vez que trato de meter la llave en la cerradura, oigo reír a Renwick.
—¡Dios mío!
—Es… muy perturbador La llave se me cae de la mano. Me vuelvo para mirar a Renwick, pero está muerto. Me agacho, recojo la llave y vuelvo a intentar abrir la puerta.
—¿Termina así?
—Si. Siempre igual —se le ocurrió que eso no era totalmente cierto, si tomaba en cuenta la versión más reciente de pesadilla. Esa misma noche, los dedos muertos de Renwick habían tomado la llave. Eso era nuevo.
—Cuénteme todo lo que pueda acerca de lo que ve en el pasillo. —Artemis aparró su plato y se inclinó sobre la mesa para tomarle las manos—. Cada detalle.
—Ya le dije, veo el cuerpo de Renwick.
—¿Qué ropa lleva?
Madeline frunció el entrecejo.
—Yo no… no, espere. Creo recordar algo. Tiene una camisa blanca manchada de sangre. Pantalones. Botas. La camisa debe de estar parcialmente desabrochada porque alcanzo a ver la flor Vanza que llevaba tatuada en el pecho.
—¿Qué otra cosa ve?
Madeline se obligó a analizar las escenas de su sueño.
—Su bastón. Está en el suelo, a su lado. Veo la empuñadura dorada.
—¿Lleva chaqueta o corbata?
—No.
—Ni chaqueta ni corbata, pero tiene su bastón.
—Ya le dije que era importante para él porque se lo había regalado su padre.
—Sí. —Artemis pareció pensativo—. ¿Vio algún mueble del vestíbulo?
—¿Muebles?
—Una mesa, una silla o un candelabro, tal vez. ¿Apliques en la pared?
¿Por qué demonios querría Artemis conocer esa clase de detalles?, se preguntó Madeline.
—Hay una mesa al costado, y sobre ella el juego de candelabros de plata que Bernice me regaló el día de mi boda.
—Interesante. ¿Ve alguna…?
Se interrumpió al escuchar que llamaban a la puerta de la cocina. Ante el inesperado ruido, Madeline pegó un respingo. Giró rápidamente la cabeza hacia la puerta cerrada.
—La lechera o el pescadero —sugirió amablemente Artemis.
—Es muy temprano —susurró ella—. Falta mucho para el amanece r.
—Un intruso o ladrón que hubiera conseguido burlar al guardia y a los perros no se molestaría en llamar a la puerta. —Artemis se puso de pie y fue a abrir. Se detuvo con la mano apoyada en el picaporte—. ¿Quién está ahí?
—Zachary, señor —la voz apagada se oía llena de premura—. Tengo un informe para usted. Muy importante.
Madeline lo observó quitar el cerrojo y abrirla pesada puerta de madera. En el umbral estaba Zachary, pálido y sombrío.
—Gracias a Dios que está en casa, señor. Temía que hubiera salido a alguno de sus clubes y me viera obligado a rastrearlo por toda la ciudad.
—¿Qué pasa?
—Hay un cadáver, señor. En la Mansión Embrujada.
—Zachary, si se trata de alguna de tus bromas pesadas, te advierto que no estoy de humor para eso.
—No es ninguna broma, señor. —Zachary se secó el sudor de la frente con el revés de la manga—. Le juro, señor, que hay un cadáver en la mansión. Y también hay algo más, señor.
—¿Qué más?
—Una nota, señor. Dirigida a usted.
* * *
Los Pabellones de los Sueños habían cerrado poco después de la medianoche, el horario habitual para las noches de los días laborables cuando no estaba programado ningún acontecimiento especial ni un baile de máscaras. Artemis controló la hora en su reloj y caminó por los oscurecidos jardines, rumbo a la Mansión Embrujada. A la luz de la lámpara que había llevado Zachary, vio que ya eran casi las dos de la mañana.
—¿Estás seguro que ese hombre está muerto? ¿Qué no está borracho, o enfermo?
Zachary se estremeció visiblemente.
—Créame, señor, está muerto y bien muerto. Me dio un buen susto, le aseguro. Al verlo, tuve ganas de echarme a correr.
—¿Y la nota? ¿Dónde estaba?
—Clavada con un alfiler a su chaqueta. No la toqué.
El parque de diversiones era otro mundo después de la hora de cierre. Sin las refulgentes luces de cientos de lamparillas de colores que habitualmente iluminaban los senderos, los jardines estaban sumidos en las tinieblas. Los pabellones se erguían en las sombras, con sus ventanas negras e impenetrables.
Artemis se detuvo ante la barrera que había sido levantada para impedir la entrada de visitantes en la mansión aún sin terminar. Zachary sostuvo la lámpara en alto para que Artemis pudiera abrir el portón.
Una vez del otro lado, recorrieron rápidamente el sendero serpenteante que llevaba hasta la atracción. Cuando llegaron a la puerta, Zachary pareció vacilar.
—Dame la lámpara —dijo Artemis—. No es necesario que entremos los dos.
—No temo al hombre muerto —insistió Zachary—. Ya lo he visto.
—Lo sé, pero preferiría que te quedaras aquí y vigilaras. Zachary se mostró aliviado.
—Muy bien, señor. Eso haré. Artemis hizo una pausa.
—¿Qué crees que dirá Beth de todo este asunto?
—Beth se pegó un buen susto, y me culpa por eso, pero cree que todo forma parte de la misma atracción. No le dije que el cuerpo era real.
—Excelente. —Artemis abrió la puerta y entró en el vestíbulo. Telarañas artificiales oscilaron cuando pasó el brazo. La calavera que se veía sobre un pedestal pareció sonreírle.
Fue hacia la alcoba donde Zachary había querido colgar un esqueleto de imitación. Vio el cuerpo. Estaba caído en el suelo, con el rostro vuelto hacia la pared. La luz reveló sus caros pantalones y una chaqueta oscura.
En la blanca pechera de su camisa había gran cantidad de sangre, pero el suelo estaba limpio. Al hombre no le habían disparado allí, pensó Artemis. Había sido asesinado en otro lugar, pero el asesino se había tomado el enorme trabajo de llevar el cuerpo hasta allí.
Se detuvo junto al muerto y le iluminó la cara con la lámpara.
Oswynn.
Una furia helada pareció recorrerlo de arriba abajo. Apretó el puño en torno de la lámpara.
La nota manchada de sangre estaba justamente donde Zachary había dicho que estaría: prendida a la chaqueta de Oswynn. A su lado había un sello de reloj de bolsillo, que mostraba una cabeza de semental tallada en la superficie.
Poniendo gran cuidado en no tocar la sangre seca, Artemis tomó la nota y la abrió. Leyó rápidamente el mensaje:
«Puede tomar esto como un favor o bien como una advertencia. Manténgase lejos de mis asuntos, y yo me mantendré lejos de los suyos. De paso, tenga la amabilidad de saludar a mi esposa de mi parte».