Capítulo 14
Oswynn salió con paso tambaleante del garito lleno de humo junto a su nuevo compañero. Trató de enfocar su mirada en el coche de punto que aguardaba en la calle. Por algún motivo le costaba divisar el vehículo, aunque oyó el golpe de los cascos y el rechinar de los arreos. Se concentró, pero el contorno del coche se empeñaba en seguir oscilando ligeramente. Esa noche había bebido lo suyo, pero no más que de costumbre. En todo caso, jamás había padecido esta clase de problemas con la visión aunque estuviera completamente borracho; en eso tenía una gran experiencia. Quizá fuera la niebla la que esfumaba la escena.
Sacudió la cabeza para aclarársela, y palmeó a su nuevo amigo en el hombro. El hombre de cabellos rubios se llamaba a sí mismo poeta. Ciertamente, poseía la lánguida elegancia física y el agraciado rostro que se adecuaban a esa definición.
El poeta también era un hombre que iba a la moda. Llevaba la corbata atada de manera única y extremadamente complicada. Su chaqueta oscura era de buen corte, y también era fuera de lo común el bastón que usaba. La dorada empuñadura tenía la forma de la cabeza de un pájaro de presa.
El poeta, exhibiendo un desgano muy mundano y un divertido desdén por los demás, no pertenecía al tipo de hombres que perdía su tiempo con los que lo aburrían. Oswynn pensó que el hecho de que el rubio se hubiera interesado por él significaba que el poeta lo consideraba parte de la elite social, alguien que saboreaba sólo los placeres más exóticos.
—Por esta noche, ya he cubierto mi cuota de vino y naipes —anunció Oswynn—. Creo que voy a acercarme a cierto establecimiento de Rose Lane. ¿Le agradaría acompañarme? —Pestañeó visiblemente—. Se dice que la vieja ramera que lo regentea ha recibido nueva mercadería del campo para subastar esta misma noche.
El poeta le dirigió una breve mirada que exhibía un inexpresable aburrimiento.
—Una manada de mozas con cara de lecheras, supongo.
Oswynn se encogió de hombros.
—Y también algún mozo, o dos, sin duda —soltó una risilla—. La señora Bird se enorgullece de poder satisfacer todos los gustos.
El poeta se detuvo de improviso. Alzó una ceja rubia con gesto burlón.
—Me sorprende que un hombre de su experiencia se satisfaga tan fácilmente con ofertas como ésa. ¿Cuál es la gracia de acostarse con la hija de un granjero con cara de imbécil, que ha sido dejada casi inconsciente con una dosis excesiva de láudano?
—Bueno…
—Y, en cuanto a los mozos, sé de buena fuente que la señora Bird los recluta en los bajos fondos, donde han sido entrenados para robar al cliente mientras éste se recupera de sus ejercicios.
La actitud condescendiente de su nuevo compañero era irritante, pero Oswynn advirtió que el poeta era un caballero de sensibilidad exquisitamente refinada. Todo el mundo sabía que esta clase de hombres se permitían los más sofisticados excesos. Tenía que ver con el hecho de ser escritor; pensó Oswynn. Los rumores acerca de las escapadas que hacía Byron a los arrabales eran legendarios.
Oswynn se descubrió luchando por defender su propio entusiasmo.
—Lo cierto es que yo prefiero las más jóvenes, y la señora Bird generalmente tiene los manjares más tiernos.
—Personalmente, prefiero que mis manjares estén despiertas y sean bien educadas.
Oswynn volvió a parpadear, tratando de aclarar su visión.
—¿Educadas?
El poeta bajó los escalones.
—Le aseguro que hay una diferencia asombrosa entre una joven que ha sido debidamente instruida en las artes eróticas y su típica moza que llegó a la ciudad en un carro de verduras.
Oswynn observó a su rubio compañero mientras se dirigía hacia el coche que los aguardaba.
—Instruidas, dice usted.
—En efecto. Generalmente, elijo una que haya sido entrenada en los métodos chinos. Pero, de vez en cuando, cuando estoy de humor para las variedades, selecciono otra que haya aprendido las técnicas egipcias.
Oswynn se apresuró a ir tras él.
—Esas jóvenes que menciona ¿son adecuadamente jóvenes?
—Por supuesto —el poeta abrió la portezuela del coche y lo invitó a subir con una sonrisa—. Por cierta suma, uno puede comprar a una vivaz y entretenida muchacha, que no sólo es versada en las artes más exóticas, sino que es garantizadamente virgen. Según mi opinión, no hay nada como una inocente bien educada.
Profundamente intrigado, Oswynn apoyó una mano sobre la portezuela.
—¿Entrenan vírgenes en esas prácticas exóticas?
En la luz ambarina del vehículo, los ojos del poeta parecieron lanzar destellos.
—¿No me diga que jamás ha probado las delicias del Templo de Eros?
—No puedo decir que lo haya hecho.
—Lo invito a venir conmigo esta noche —el poeta dio un salto casi imperceptible dentro del coche, y se acomodó sobre los cojines azul noche—. Me alegrará presentarle a la propietaria. Acepta nuevos clientes sólo bajo recomendación de quienes frecuentan su establecimiento.
—Muy amable de su parte, señor. —Oswynn subió al coche con dificultad y se sentó pesadamente. Por un instante, el interior del coche pareció girar en torno de él.
El poeta lo observó desde el asiento de enfrente.
—¿Se siente mal, amigo?
—No, no. —Oswynn se frotó la frente—. Quizás he bebido un poco más de lo habitual. Sólo necesito un poco de aire fresco; pronto estaré como nuevo.
—Excelente. No querría que se perdiera el esparcimiento tan especial que pienso mostrarle esta noche. Pocos hombres tienen la capacidad de apreciar lo exótico y lo original.
—Siempre me han atraído esas cosas.
—¿De verdad? —El poeta sonó levemente escéptico.
Oswynn apoyó la cabeza en los almohadones y cerró los ojos para evitar ver cómo daba vueltas el coche. Trató de recordar alguna aventura de su pasado con la que pudiera impresionar al poeta. Pero le resultaba difícil concentrarse. Aunque la noche aún era joven, por alguna razón, se sentía sumamente cansado.
—Hace algunos años, algunos amigos y yo fundamos un club dedicado a experimentar los más extravagantes placeres eróticos.
—He oído hablar de ese club. Además de usted, los socios incluían a Glenthorpe y a Flood, ¿verdad? Los llamaban «Los tres jinetes», creo.
Una punzada de temor aguijoneó brevemente a Oswynn. Logró mantener los ojos abiertos.
—¿Cómo se enteró de la existencia de los Jinetes? —Se oyó a sí mismo trabarse en la última letra de la palabra.
—Se recogen jirones de información aquí y allá —el poeta sonrió—. ¿Por qué desarmasteis vuestro club?
Una nueva punzada de desasosiego atacó a Oswynn. Ya lamentaba haber mencionado al maldito club. Tras los sucesos de aquella noche, cinco años atrás, habían jurado solemnemente no volver a hablar de él. La muerte de la actriz los había asustado.
Oswynn se había creído liberado del recuerdo de la maldición que les había echado la mujer, que los amenazaba con la venganza que tomaría su amante, una venganza que los destruiría. Durante el primer año posterior al incidente, se había visto acosado por súbitos ataques de pánico en mitad de la noche que lo dejaban bañado en sudor. Pero finalmente sus nervios se habían calmado.
Se había asegurado a si mismo que ya estaba a salvo. Pero hacía tres meses había recibido una carta con un sello de oro demasiado conocido en su interior. Los ataques nocturnos de pánico habían retornado. Durante varias semanas no había dejado de mirar por encima del hombro.
Pero nada había ocurrido, y había llegado a la conclusión de que el mensaje con el sello no había sido otra cosa que una broma de mal gusto perpetrada por Flood o Glenthorpe. Creer que el misterioso amante había vuelto en busca de venganza desafiaba al sentido común. Después de todo, ella no había sido más que una actriz, una criatura inferior sin familia. El amante, si es que alguna vez había existido realmente, sin duda era un calavera indiferente que probablemente habría olvidado el nombre de la muchacha mucho tiempo atrás. Ningún caballero perdería un solo segundo en una majadera ligera de cascos que había terminado mal.
—El club que usted menciona se convirtió en un aburrimiento mortal. —Oswynn trató de hacer un gesto de desdeñosa indiferencia, pero no pareció capaz de mover correctamente los dedos—. Me dediqué a buscar nuevos estímulos. Ya sabe usted cómo es eso.
—Ciertamente —asintió sonriendo el poeta—. Es un designio que nos persigue a aquellos que tenemos la sensibilidad superior que se requiere para gozar del sabor de lo original y lo exótico. Siempre nos vemos obligados a buscar nuevos estímulos.
—Sssí… sí. —Oswynn advirtió que cada vez le resultaba más difícil poner en orden sus pensamientos. El vaivén del carruaje parecía tener un efecto soporífero sobre él. Ahora sólo quería dormir. Contempló al poeta a través de sus párpados entornados—. ¿Adónde dijo que… que íbamos?
La pregunta pareció divertir mucho al poeta. Su risa resonó en la noche. La cruda luz de la lámpara del coche pareció convertir en oro su cabellera rubia.
—Vaya, a otro garito, por supuesto.
* * *
El público contuvo colectivamente el aliento cuando el hombre alto de cabellos plateados se dirigió a la joven sentada en la silla.
—¿Cuándo despertarás, Lucinda? —preguntó en tono autoritario.
—Cuando suene la campanilla —respondió la aludida con una voz curiosamente sin inflexiones.
De pie en el fondo de la sala, apoyado contra una pared, Zachary se inclinó hacia Beth.
—Ahora viene lo mejor —le susurró al oído—. Mira lo que sucede ahora.
Beth estaba absolutamente fascinada por la actuación, pero dirigió a Zachary una sonrisa remilgada.
Sobre el escenario, el hipnotizador movió las manos con un amplio ademán frente al inexpresivo rostro de Lucinda.
—¿Recordaras que citaste el monólogo de Hamlet mientras estabas en trance?
—No.
El hipnotizador tomó una campanilla. La hizo sonar suavemente. Lucinda pegó un respingo y abrió los ojos. Miró a su alrededor con aire de perplejidad.
—¿Qué estoy haciendo en el escenario? —preguntó. Parecía auténticamente sorprendida por encontrarse frente al público entre el que había estado sentada hasta poco tiempo antes.
Ese mismo público soltó una exclamación ahogada y aplaudió entusiastamente.
Lucinda se sonrojó y pareció indefensa ante el hipnotizador.
Éste le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Cuéntanos, Lucinda, ¿has leído mucho de la obra de Shakespeare?
—No, señor y menos que menos ahora que terminé de cursar la escuela. Prefiero la poesía de lord Byron, El público rió, comprensivo. Una muchacha sincera, pensó Zachary. El ya iba por la mitad de la copia de El corsario que le había dado el señor Hunt. Era la clase de relatos que le gustaban, plenas de excitante acción y osadas aventuras.
—¿Has memorizado alguno de los monólogos de Hamlet, Lucinda? —volvió a preguntar el hipnotizador.
—Mi gobernanta me obligó a aprender algunos pasajes pero de eso hace mucho tiempo. No recuerdo ninguno.
Una ola de murmullos y exclamaciones se alzó entre el público.
—Es muy interesante lo que dices, ya que acabas de ofrecernos una excelente declamación de un pasaje de la primera escena del segundo acto de esa obra —le informó el hipnotizador.
Lucinda abrió los ojos, sorprendida.
—Imposible. No recuerdo ni una palabra, se lo juro.
El público estalló en aplausos y exclamaciones de admiración. El hipnotizador se inclinó ante ellos, haciendo una profunda reverencia.
—Ha sido algo prodigioso —susurró Beth a Zachary.
Él le sonrió, complacido ante su reacción.
—Si esto te gustó, tengo algo aún más prodigioso para ti —la tomó del brazo y la condujo hasta el Pabellón de Plata.
La noche estaba fría, y ya era bastante tarde. Las muchedumbres que toda la noche habían llenado el parque de diversiones habían comenzado a desplazarse hacia las salidas. Se acercaba la hora de cierre.
—Supongo que me acompañarás a casa —dijo Beth—. Ha sido una velada encantadora.
—¿Te gustaría conocer la Mansión Embrujada antes de marcharnos?
Ella lo observó desde debajo del ala de su bonito sombrero.
—Me pareció que habías dicho que esa atracción todavía no estaba abierta al público.
Zachary soltó una risilla.
—Tengo algunos contactos aquí. Puedo arreglar las cosas para que podamos entrar —hizo una pausa significativa—. Pero será mejor que antes te advierta que puedes ver cosas extrañas y aterradoras.
—¿La mansión está verdaderamente embrujada? —preguntó Beth con los ojos abiertos de temor.
—No hay por qué asustarse —la tranquilizó él—. Yo te cuidaré.
La joven solió una tonta risilla. Zachary le apretó el brazo. Le gustaba cuando ella reía. Pensó que el alegre sombrero de paja que llevaba era un adecuado marco para sus ojos azules. Beth parecía tener siempre los sombreros y gorras más bonitos. Ventajas de trabajar para un sombrerero, pensó.
Él sabía que a ella le agradaba. Era la tercera vez que la invitaba a visitar los Pabellones de los Sueños, y ella había aceptado de buena gana. Una de las ventajas de su empleo era que podía llevar a sus amigos a los Pabellones sin pagar un penique.
Esa noche se sentía optimista. Con un poco de suerte y un cuidadoso plan, esperaba sorprender a Beth con un beso. El plan dependía de la efectividad del fantasma que había preparado esa misma tarde en la Mansión Embrujada. Si funcionaba como lo esperaba, Beth se echaría a chillar y se arrojaría en sus brazos.
—Disfruté enormemente con la demostración de hipnotismo —dijo Beth, mientras lo observaba abrir el portón que cerraba el acceso a las partes clausuradas del parque—. ¿Te prestarías a que te pusieran en trance?
—Ningún hipnotizador podría ponerme en trance. —Zachary le soltó el brazo para cerrar el portón y encender una lámpara—. Mi mente es demasiado poderosa.
—¿Demasiado poderosa? ¿De verdad?
—Sí. —Zachary sostuvo la lámpara en alto para iluminar el oscuro pasillo—. Estoy estudiando una filosofía secreta que otorga a la mente humana grandes poderes de concentración.
—¿Una filosofía secreta? ¡Qué interesante!
Zachary se sintió gratificado por su reacción.
—También tiene ejercicios físicos. Estoy aprendiendo toda clase de astutas tretas para protegerme, a ti también, contra salteadores y bandidos.
—Eso es muy interesante; estoy segura de que tienes una mente demasiado poderosa para ponerte en trance. No obstante, debes reconocer que la demostración de esta noche fue impresionante. Imagínate, recitar todo el monólogo de una obra y después no recordar nada.
—Fue asombroso —convino él. En su opinión, el hipnotizador seguramente había pagado una bonita suma a Lucinda para que memorizara el pasaje de Hamlet. Pero lejos de él la intención de poner en tela de juicio la autenticidad del trance. Nadie admiraba más que él un plan inteligente; sabía que el señor Hunt estaba muy complacido con las multitudes que llegaban en tropel al parque de diversiones para ver las demostraciones de hipnotismo.
Condujo a Beth a la vuelta de una esquina y la obligó a detenerse. Levantó la lámpara para que pudiera apreciar el efecto de la Mansión Embrujada alzándose entre la niebla.
Los ojos de la joven se abrieron como platos con excitado temor.
—¡Por Dios, es un lugar terrorífico! Parece el castillo del libro de la señora York.
—¿Las ruinas?
—Sí. Es una historia magnífica. ¿La has leído?
—Prefiero a Byron.
La acompañó a subir la escalinata y se detuvo para abrir la pesada puerta. Se oyó el gemido sobrenatural de las bisagras. Lentamente fue abriéndose, revelando el interior con ominosa lentitud.
Antes de pasar el umbral, Beth titubeó, atisbando en la densa oscuridad.
—¿Estás seguro de que no es peligroso?
—No tienes por qué preocuparte —inclinó la lámpara para que arrojara un fino rayo de luz dentro de la habitación—. Estoy contigo.
—Gracias a Dios —dijo ella, entrando con remilgos en el lugar. Zachary se preparó para sus chillidos. Estaría exactamente detrás de ella, listo para tomarla en sus brazos cuando viera al fantasma.
Beth se detuvo. La impresión la dejó con la boca abierta. Pero no soltó un chillido propio de una dama: lo que se oyó fue un alarido de verdadero pánico. El agudo grito aterrorizado resonó por toda la mansión. Zachary apoyó la lámpara y se tapó los oídos.
—¿Qué demonios…? —Hizo una mueca—. No es un fantasma de verdad.
Beth no lo estaba escuchando. Giró sobre sí misma. En la penumbra Zachary pudo ver el terror en los ojos de Beth. No se arrojó en sus brazos, como él había imaginado que lo haría. Lo empujó pata apartarlo de su paso y corrió hacia la puerta. Él logró detenerla y tomarla del brazo.
—¡Beth, espera No es más que una vieja sábana!
—¡Apártate de mi camino!
—No puede hacerte daño —trató de tranquilizarla, mientras ella le clavaba las uñas.
—¡Es horrible! ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Déjame salir de aquí! —Forcejeó desesperadamente para liberarse—. ¡Déjame salir!
Sin saber qué hacer, Zachary la soltó.
—¡Beth, por el amor de Dios, no es necesario que te conduzcas así! ¡Te juro que no es más que una sábana!
Pero Beth ya estaba afuera y bajaba corriendo los escalones rumbo al sendero. Desapareció detrás de una curva del oscuro camino que la llevaba de regreso a los jardines principales de los Pabellones.
Bravo por mi grandioso plan, pensó Zachary, abatido. Se preguntó si sería conveniente consultar al señor Hunt sobre el tema de las mujeres. Era evidente que necesitaba un consejo; a lo largo de los últimos tres años había llegado a respetar la opinión del señor Hunt sobre una variedad de cuestiones.
Se dio vuelta para ver por qué su fantasma había fracasado en provocar el efecto buscado. Entonces vio finalmente lo que Beth había visto momentos antes.
El fantasma que él había colgado de una viga del techo oscilaba con efecto sobrenatural por efecto de la corriente de aire. Pero no eran las cuencas vacías cortadas en la vieja sábana las que le devolvían ciegamente la mirada desde el cuarto situado detrás de la escalera. La sangre era un toque muy efectivo. Pero ciertamente no había sido él quien pensara en empapar a su falso espectro con ella.