Capítulo 10

Las llamas se elevaron, oscilantes. Todavía estaban circunscritas al laboratorio de la planta alta, pero ya arrojaban un resplandor infernal por el gran vestíbulo. El humo se expandía ondulando como un estandarte que dirigía a toda una legión de demonios del Averno.

Ella se agachó frente a la puerta de la alcoba. La pesada llave de hierro estaba empapada con su sangre. Trató de no mirar el cuerpo caído sobre la alfombra. Pero precisamente en el momento en que estaba por introducir la llave en la cerradura, el muerto soltó una carcajada. La llave se deslizó de su mano…

Madeline despertó con un estremecido sobresalto. Se sentó en la cama, jadeando, esperando no haber gritado. Estaba bañada en sudor. La fina tela de su camisón se le pegaba al pecho y a la espalda.

Por unos segundos no logró darse cuenta de dónde estaba. La recorrió una nueva oleada de terror. Salió a gatas de la cama. Cuando sus pies desnudos tocaron el frío suelo, súbitamente recordó que se encontraba en uno de los dormitorios de la inmensa y acogedora mansión de Artemis Hunt.

Su bien custodiada, enorme, confortable mansión, se recordó.

Le temblaron las manos, tal como en el sueño. Tuvo que concentrarse para encender la vela. Cuando lo consiguió, la diminuta llama brilló con un tranquilizador resplandor que arrancó destellos de la tallada cabecera de la cama y el lavamanos. Los baúles llenos de libros que ella había guardado precipitadamente estaban amontonados en un rincón.

Una mirada al reloj le dijo que eran casi las tres de la madrugada. Había dormido dos horas completas antes de despertarse con una pesadilla. Realmente asombroso. Raramente dormía algo antes del amanecer.

Tal vez fuera la certeza de que en esa casa los cerrojos eran bien sólidos y que un guardia con un perro de gran tamaño recorría los jardines toda la noche lo que le había permitido dormir ese tiempo.

Fue hasta la puerta y la abrió con sigilo. El corredor estaba a oscuras, pero un leve resplandor iluminaba la escalera. Provenía del vestíbulo de la planta baja. Oyó voces apagadas. Artemis estaba en casa.

Ya era hora, pensó Madeline. Él le había dicho que esa noche iba a realizar averiguaciones en los garitos y los clubes de la ciudad. Estaba ansiosa por saber de qué se había enterado.

Abajo, en algún lugar, se cerró suavemente una puerta. La casa quedó sumida en el silencio. Madeline aguardó unos minutos, pero no oyó que Artemis subiera la escalera. Se dio cuenta de que había ido a la biblioteca.

Regresó a la cama y tomó la bata. Se la puso, la ató y se calzó las pantuflas. El gorro con volados había desaparecido durante la pesadilla. Lo encontró debajo de la almohada; volvió a colocárselo sobre su pelo lamentablemente desordenado.

Satisfecha al verse decentemente cubierta, salió de la habitación y avanzó por el corredor hasta la ancha escalinata. Sus afelpadas pantuflas no hicieron ningún ruido sobre los escalones alfombrados.

Cruzó el vestíbulo y, al encontrarse frente a la puerta de la biblioteca, vaciló. La puerta firmemente cerrada tenía el aire de algo prohibido. Tal vez Artemis no quisiera compañía. A Madeline se le ocurrió que posiblemente estuviera bebido. Frunció el entrecejo. Resultaba difícil imaginar a Artemis pasado de copas. Un aura de autocontrol, de severidad rodeaba su personalidad y parecía excluir esa clase de debilidad.

Golpeó suavemente la puerta. No hubo respuesta. Titubeó una vez más, y después abrió cautelosamente la puerta. Si Artemis estaba verdaderamente achispado, lo dejaría en paz para enfrentarlo por la mañana.

Atisbó por la rendija de la puerta. Un fuego vivaz ardía en la chimenea, pero no vio rastros de Artemis. Quizá, después de todo, no estuviera en la biblioteca. Pero entonces, ¿para qué encender fuego?

—¿Es usted, Madeline? —La voz grave llegó desde el enorme y mullido sillón situado frente al fuego.

—Sí.

Advirtió que él no estaba en absoluto bebido. Aliviada, entró en la biblioteca y cerró la puerta. Mantuvo la mano apoyada sobre el tirador.

—Lo oí llegar, señor.

—Y por lo que veo bajó inmediatamente para recibir un informe, aunque ya sean casi las tres de la mañana —su voz sonaba vaga mente divertida—. Presiento que usted será una empleadora sumamente exigente, señora Deveridge.

No estaba borracho, pero tampoco estaba de muy buen humor. Madeline apretó los labios y soltó el tirador. Caminó hacia él.

Cuando llegó hasta el tapete situado frente a la chimenea, se volvió hacia Artemis. Al verlo arrellanado con ominosa elegancia sobre el enorme sillón, contuvo el aliento. De inmediato supo que había ocurrido algo espantoso.

Un brillo sombrío bailoteaba en los ojos de Artemis. Se había quitado la chaqueta, y la corbata colgaba, suelta, en torno de su cuello. La pechera de su blanca camisa plisada estaba parcialmente desabrochada, dejando al descubierto casi todo su pecho. Madeline pudo ver el rizado vello que lo cubría, a medias oculto en la penumbra.

Artemis tenía en una mano una copa de coñac, y con la otra aferraba un objeto que Madeline no alcanzó a ver.

—Señor Hunt —llamó, observándolo con creciente preocupación—. Artemis. ¿Se siente usted enfermo?

—No.

—Me doy cuenta de que le ha ocurrido algo sumamente des agradable. ¿De qué se trata?

—Esta noche, un conocido mío y yo fuimos atacados en plena calle.

—¡Santo Dios! ¿Por quién? ¿Le robaron? —La asaltó una súbita idea. Ansiosa, buscó los ojos de Artemis—. ¿Habéis recibido algún daño, usted y su amigo?

—No. El malhechor no pudo salirse con la suya.

Madeline dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Gracias al cielo! ¿Un asaltante, supongo? Se sabe que las calles que rodean las salas de juego son sumamente peligrosas. Realmente, debería ser más cuidadoso, señor.

—Este ataque no tuvo lugar cerca de ningún garito. Sucedió muy cerca de un club al que suelo ir —hizo una pausa para beber un sorbo de coñac. A continuación, apoyó lentamente la copa sobre la mesilla—. Fuera quien fuese, era un hombre Vanza.

Madeline sintió que se le ponía carne de gallina.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿Pudo…? —se interrumpió, tragó con esfuerzo y continuó—: ¿Pudo verlo?

—No. Iba enmascarado, Al final de la lucha, escapó y se perdió en la oscuridad. Creo que bien pudo haber diseñado su estrategia con la ayuda de una prostituta que le dio una señal cuando nos vio en la calle. Veré si mañana puedo localizarla. Tal vez ella pueda darnos alguna pista para identificar al truhán.

Madeline sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—¿Cree usted que pueda tratarse de una nueva visita del fantasma de Renwick Deveridge?

—Debo reconocer que no soy muy versado en metafísica, pero, hasta donde yo sé, los fantasmas no suelen confiar en los cuchillos.

—¿Tenía un cuchillo?

—Así es Nos ofreció una excelente demostración de la estrategia de ataque del hombre —araña—. Artemis hizo girar el coñac en la ropa. —Por suerte, se le perdió el elemento sorpresa porque yo ya había advertido que la prostituta había apagado la vela.

—¿Su amigo sufrió algún daño?

Artemis apretó con más fuerza el objeto que tenía en la mano.

—El hombre que iba conmigo no es amigo mío.

—Entiendo. —Madeline se sentó en otro sillón y trató de pensar acerca de las implicaciones de las estremecedoras noticias—. Este hombre que representa el papel de fantasma de Renwick ahora lo busca a usted, ¿verdad? Debe de saber que mi tía y yo estamos viviendo en su casa. Quizá ya sepa que usted ha consentido en ayudarme. No tuve en cuenta…

—Madeline, tranquilícese.

Ella enderezó los hombros y lo miró.

—Indudablemente, esta noche intentó asesinarlo. Debemos suponer que volverá a intentarlo.

Artemis no pareció impresionarse demasiado por esa deducción.

—Es posible. Peto no inmediatamente. La próxima vez será mucho más precavido. Sabe que después de lo de esta noche estaré en guardia.

—Sabe algo más que eso. Usted peleó con él. Eso significa que ahora ya sabe que usted es Vanza.

—En efecto. —Artemis sonrió sin humor—. Y, como él fue el perdedor de ese encuentro, también sabe que soy mejor que él en las artes marciales. Creo que podemos dar por sentado que en el futuro será más cuidadoso.

Ella se estremeció.

—¿Qué le dijo a su acompañante? ¿Le explicó esto?

—No le expliqué nada. Supuso que se trataba de un bandido común y corriente. Lo dejé con esa creencia. —Artemis contempló su copa de coñac.

—Entiendo —volvió a decir Madeline—. Por su tono deduzco que no le gusta mucho ese hombre que estaba con usted esta noche.

Artemis no respondió. En lugar de eso, bebió más coñac. Ella decidió intentar otro abordaje.

—¿Pudo averiguar algo en su club o en los garitos, señor?

—Muy poco. Ciertamente, no circulaba ningún rumor de fantasmas aparecidos en las bibliotecas de otros caballeros de la nobleza.

—Muchos caballeros de la nobleza serían más bien remisos a reconocer que vieron un fantasma —señaló Madeline con sequedad.

—Muy cierto —alzó la copa hasta sus labios y volvió a beber.

Madeline se aclaró la garganta.

—Mientras usted estuvo ausente, ese joven que usted emplea para que le traiga información llegó hasta la puerta de la cocina.

—¿Zachary? ¿Qué noticias tenía para nosotros?

—Dice que hace varios días que Eaton Pitney no aparece por ahí. Los vecinos creen que se ha marchado a su finca del campo. Al ama de llaves, que aparentemente va a la casa sólo dos veces por semana, se le informó que sus servicios no serían requeridos hasta el mes próximo.

Artemis clavó la vista en las llamas.

—Interesante.

—Sí, así lo pensé. —Madeline titubeó—. No sé si es un buen momento para conversar acerca de nuestro próximo paso en esta cuestión, señor, pero pensé mucho después de hablar con Zachary. Me pareció bastante extraño que el señor Pitney se marchara de la ciudad precisamente en este momento. Él viaja muy poco; sin embargo decidió irse al campo poco después de enviarme su nota.

—Ciertamente, muy extraño —coincidió Artemis en tono melodramático—. Podría llegarse a decir que es altamente sospechoso.

Madeline arrugó el entrecejo.

—¿Está burlándose de mí, señor?

Artemis frunció ligeramente la boca.

—Jamás soñaría con hacer semejante cosa. Le ruego que continúe.

—Bueno, a mí me parece que el señor Pitney puede haber abandonado la ciudad a causa de algún nuevo incidente. Tal vez el intruso haya vuelto y lo haya asustado. En cualquier caso, he llegado a la conclusión de que existe un único curso de acción lógico.

—¿Ah, sí? —Artemis la miró con ojos peligrosamente lacónicos—. ¿Y cuál es, señora?

Ella hizo una pausa, insegura acerca del talante de Artemis. Entonces se inclinó hacia delante y bajó la voz, aunque no había otra persona en la habitación.

—Propongo que revisemos la casa del señor Pitney mientras él esté en el campo. Quizás encontremos algo de interés, alguna pista que nos indique por qué dejó la ciudad.

Para su sorpresa, Artemis meneó la cabeza, asintiendo.

—Excelente idea. Precisamente hoy se me había ocurrido lo mismo.

—¿Sabía que se había marchado de la ciudad?

Artemis se encogió de hombros.

—Alguien lo mencionó al pasar durante una partida de naipes.

—Entiendo. —Madeline sintió que se le levantaba el ánimo—. Pues bien, entonces, evidentemente pensamos lo mismo, señor. Es muy satisfactorio, ¿verdad?

Él le dirigió una mirada enigmática.

—No tan satisfactorio como cabría esperar.

Ella prefirió ignorar el comentario. Realmente, Artemis estaba de un humor increíble, pensó. Pero, bueno, no lo conocía prácticamente nada. Tal vez este extraño aspecto de su temperamento fuera habitual en él. Decidió que lo mejor sería no sacar la conversación del carril de los negocios.

—Supongo que iremos por la noche a la casa de Pitney —pensó en voz alta.

—¿Y arriesgarnos a que los vecinos adviertan luces extrañas en la casa? No, no creo que sea una buena idea.

—Oh —ella reflexionó un instante sobre eso—. ¿Sugiere que entremos durante el día? ¿No será un poco peligroso?

—El jardín de Pitney está rodeado por un muro muy alto. Una vez que esté adentro, nadie podrá verme.

A Madeline le llevó algunos segundos comprender cabalmente las implicaciones de lo que Artemis había dicho. Cuando por fin cayó en la cuenta, se sintió dominada por la furia.

—Un momento, señor No hará eso usted solo. Este plan es mío, y me propongo ocuparme de eso.

Artemis entrecerró los ojos.

—Yo me ocuparé del asunto. Usted se quedará aquí mientras yo registro la casa de Pitney.

La arrogante actitud autoritaria de Hunt era inaceptable para ella. Se puso de pie de un salto.

—Insisto en acompañarlo, señor.

—Esta costumbre suya de discutir todo lo que digo comienza a ser irritante, Madeline —apoyó la copa con grave precisión—. Usted me ha contratado para que conduzca esta investigación, pero cuestiona cada decisión que tomo.

—Eso no es verdad.

—Lo es. Me estoy cansando de ese proceder.

Madeline cerró los puños y los dejó caer a ambos lados.

—Olvida su lugar, señor.

Artemis movió apenas una ceja, pero ella supo de inmediato que había cometido un error fatal.

—¿Mi lugar? —repitió él en un tono aterradoramente neutral—. Supongo que le resulta difícil considerarme su igual en este asunto. Después de todo, soy un comerciante.

A Madeline se le secó la boca.

—Me refiero a su lugar dentro de nuestro acuerdo, señor —se apresuró a decir—. No quise decir que no lo consideraba un caballero simplemente porque… bueno…

—¿Simplemente porque soy el Mercader de los Sueños? —Artemis se puso de pie con el aire alerta de un gato que acaba de divisar un pajarillo en el jardín.

—Sus asuntos de negocios no tienen nada que ver con esto —dijo ella con lo que esperaba que fuera gran convicción.

—Me alegro mucho de saberlo, señora —dijo él, abriendo la mano izquierda.

Madeline oyó un leve tintineo y vio que él había arrojado a un lado el pequeño objeto con el que había estado jugueteando. Fue a caer sobre la mesa. Desde donde se encontraba, Madeline no alcanzó a ver de qué se trataba, pero creyó ver el brillo del oro.

Artemis recorrió la distancia que los separaba. Ella se obligó a mirarlo a los ojos.

—¿Artemis?

—Es muy amable de su parte pasar por alto mi desgraciada vinculación con el comercio, señora. —Sonrió fríamente—. Pero, bueno, usted no puede permitirse ser muy selectiva, ¿verdad?

Ella retrocedió un paso y se encontró con la pared al lado de la chimenea de mármol.

—Señor, siento que no es buen momento para continuar esta conversación. Tal vez lo mejor sea que suba y vuelva a la cama. Durante el desayuno podremos conversar sobre nuestros planes de registrar la casa del señor Pitney.

Él se acercó aun más a ella y apoyó las grandes manos en la pared a ambos lados de sus hombros, encerrándola.

—Al contrario, Madeline. Realmente pienso que debemos discutir sus puntos de vista respecto de mi verdadero lugar.

—En cualquier otro momento, señor.

—Ahora —su sonrisa era fría. No así sus ojos—. En mi opinión, usted no tiene derecho a objetar muy severamente mis desafortunadas desventajas. Después de todo, se dice que usted asesinó a su esposo e incendió su propia casa junto con el cadáver para ocultar el crimen.

—Pero, Artemis…

—Debo reconocer que su tan particular reputación puede incluso situarla levemente por encima del nivel social de un caballero que ha incurrido en el comercio, pero apenas uno o dos escalones.

Madeline aspiró con fuerza; de inmediato sintió que había cometido otro error. El aroma de Artemis, una mezcla de sudor seco, coñac y su indescriptible esencia personal atacaban todos sus sentidos.

—Señor, evidentemente, esta noche no es usted mismo. Sospecho que su encuentro con el atacante Vanza le ha afectado los nervios.

—¿Le parece?

—Espero que sólo sea eso —aseguró ella con expresión severa—. Realmente, si quien lo atacó fue Renwick, tiene suerte de seguir con vida.

—Esta noche no me enfrenté con ningún fantasma, Madeline. Y, con la debida modestia, le recuerdo que hice algo más que sobrevivir a la escaramuza. Hice que el bastardo pusiera pies en polvorosa. Pero mis nervios, efectivamente, están alterados.

—Mi tía tiene algunos magníficos tónicos para esos males —la voz de Madeline sonó más aguda—. Podría subir ahora mismo y traerle una o dos botellas.

—Sólo conozco una cura para esto.

Inclinó la cabeza y la besó; fue un beso intenso, embriagador, exigente, que alteró por completo los sentidos de Madeline. Quedó temblorosa y sin aliento. La recorrió un estremecimiento.

Ella supo inmediatamente que él había advertido su reacción.

Artemis gruñó y se acercó más aún, ahondando su beso. Madeline se sintió atrapada por un creciente deseo y una fuerte urgencia, la misma turbadora mezcla de emociones que había experimentado cuando la besara por primera vez, afuera de la Mansión Embrujada.

—¡Madeline! —murmuró él contra su boca—. Malditos infiernos, mujer, no debería haber venido esta noche.

Una súbita temeridad estalló dentro de Madeline. Era como si acabara de darse cuenta de que era capaz de volar si se concentraba lo suficiente.

Es el Mercader de los Sueños, le advirtió una voz interior. Esta clase de fantástica ilusión forma parte de la mercadería con la que trafica.

Pero algunos sueños valían la pena de ser vividos.

—Yo tomo mis propias decisiones, Artemis —le rodeó el cuello con los brazos y se hundió en su calor—. Quería entrar en esta habitación.

Artemis levantó la cabeza lo suficiente como para mirarla a los ojos.

—Si se queda, terminaré haciéndole el amor. Lo sabe, ¿verdad? Esta noche no estoy de humor para juegos.

El fuego que ardía en el interior de Hunt era más intenso que el de la chimenea. La verdad es que Madeline también sentía cada vez más calor. Algo que creía muerto para siempre dentro de ella parecía volver a la vida. Peto tenía que estar segura de algo, pensó.

—Esta inclinación que tiene, señor…

Él le rozó los labios con los suyos.

—Le aseguro que mi deseo de hacerle el amor es algo más que una mera inclinación.

—Sí, de acuerdo, peto no se trata de nada relacionado con que las viudas tienen un no sé qué, ¿verdad? Porque realmente no podría soportarlo si pensara que…

—Usted tiene un no sé qué, Madeline —la besó con fuerza, subrayando cada palabra—. Que Dios se apiade de mí, usted tiene un no sé qué.

La ronca urgencia presente en la voz de Artemis le hizo sentir una ráfaga de poder típicamente femenino. De pronto, se sintió ligeramente mareada. Apoyó las manos sobre los hombros de Hunt y abrió los dedos. Debajo de la fina tela de su camisa pudo sentir sus huesos y músculos. Esbozó una lenta sonrisa y alzó los ojos para mirarlo desde debajo de sus espesas pestañas.

Ser viuda tenía un no sé qué, decidió Madeline. Algo que esa noche la hacía sentir sumamente audaz.

—¿Está seguro de que desea correr el riesgo de hacer el amor con la Viuda Siniestra? —preguntó en voz baja.

Los ojos de Artemis parecieron oscurecerse ante su tono voluptuoso y provocativo.

—¿Ser su amante es algo tan peligroso como ser su esposo?

—No se lo puedo decir, señor. Nunca he tenido un amante. Debe correr el riesgo.

—Debo recordarle, señora, que se enfrenta con un hombre que solía ganarse la vida en las salas de juego —le pasó los dedos por el pelo, desacomodándole su pequeño gorro. Cerró la mano en torno de su nuca—. Estoy dispuesto a correr el riesgo si el premio vale la pena.

La alzó en sus brazos y la llevó hasta el amplio sofá carmesí. La acomodó sobre los almohadones y dio media vuelta.

Madeline lo observó atravesar la habitación y oyó que echaba el cerrojo. La recorrió otro estremecimiento. Tenía la sensación de estar de pie en el borde de un precipicio, mirando hacia abajo, hacia las profundidades de un mar desconocido. El deseo de saltar era casi in tolerable.

Artemis volvió a su lado, desabrochándose la camisa. Cuando llegó al sofá, la prenda ya estaba en el suelo.

Al resplandor de las llamas, Madeline pudo ver el pequeño tatuaje que tenía en el pecho. Reconoció la Flor de Vanza. Pero, curiosamente, la visión no la llevó estrepitosamente de vuelta a la realidad. No reavivó viejos temores ni malos recuerdos. En lugar de eso, en lo único que pudo pensar fue en el contorno del pecho de Artemis. La fuerza que emanaba era a la vez estremecedora y cautivante, y también inexplicablemente satisfactoria para todos sus sentidos.

Él se sentó al lado de sus pies calzados con pantuflas y se quitó sus botas. Una a una cayeron sobre la alfombra. Los apagados golpes parecieron el repiqueteo de las campanillas de alarma.

Pero la visión de sus anchos hombros, dorados al resplandor de las llamas, logró amortiguar ese sonido de advertencia. Artemis era delgado, fuerte, y abrumadoramente masculino. Madeline se sentía cubierta por una oleada de dulce y embriagadora excitación, mucho más potente que cualquier droga que pudiera haber preparado Bernice.

Incapaz de resistirse, extendió una mano y deslizó un dedo por los curvos músculos del brazo de Artemis. El se la apresó, la dio vuelta y le besó la sensible piel de la muñeca.

Después descendió sobre ella, aplastándola contra los almohadones. Artemis sólo llevaba puestos los pantalones, que nada hacían por ocultar su poderosa erección. Deslizó una pierna entre los muslos de Madeline. Ella sintió que, ante su caricia, se le desataba la bata. Su delgado camisón no representaba barrera alguna para la mano de Artemis, que cerró la palma sobre uno de sus pechos. Ella se sintió arder.

El le besó un pezón, y luego el otro, humedeciéndolos a través de la fina tela del camisón. Sus dedos se movieron sobre ella, deslizándose sobre la curva de sus caderas. Se detuvieron en sus muslos y los apretaron con delicadeza.

Cuando sintió la humedad entre sus piernas, Madeline soltó un gemido ahogado. El fuego líquido que se concentró en su vagina la llenó de una incontrolable inquietud. Cerró las manos sobre la espalda desnuda de Artemis, gozando de la sensación de sus poderosos músculos. Sobre la parte superior de los muslos sintió la presión de su enorme y rígida erección.

Artemis deslizó una mano por la parte interna de su pierna hasta llegar al tórrido e inflamado lugar de creciente sensibilidad. Introdujo lenta y suavemente un dedo en su vulva, y ella se sintió recorrida por una corriente de energía.

—¡Artemis!

—Algunos riesgos —apuntó él con voz ronca por la satisfacción— valen la pena.

—Yo he llegado a la misma conclusión, señor.

Madeline ya había olvidado cómo respirar normalmente, pero, cuando él tomó el borde de la falda y se la levantó hasta la cintura, creyó que ya nunca más volvería a necesitar del aire.

Artemis hizo una pausa suficiente para desabrocharse los pantalones. Cuando estuvo desnudo, la obligó a tomarle el miembro con la mano. Madeline cerró los dedos en torno de él, fascinada por la sensación de dureza y suavidad del rígido miembro.

Ella oyó que él retenía el aliento gozando con su caricia.

Alentada por su rápida reacción, Madeline aumentó la presión. Artemis se puso tenso.

—Si sigues haciendo eso —dijo—, ambos quedaremos sumamente decepcionados.

Sobresaltada, Madeline se apresuró a soltarlo.

—Lo siento. No tenía intención de hacerle daño.

El soltó una breve risa, e inclinó su frente húmeda sobre el.

—Te aseguro que en este momento estoy más allá del dolor común y corriente. Pero no querría que esto terminara demasiado rápido.

Ella lo miró con sonrisa trémula.

—Tampoco yo. En realidad, me encantaría pasar así el resto de la noche.

—Si eres capaz de pensar en pasar varias horas sufriendo este tormento, podrías darle lecciones de autocontrol a un maestro Vanza.

—Santo cielo, ¿siente que esto es un tormento?

El le besó la garganta.

—Sí.

—No me había dado cuenta —dijo ella ansiosamente—. No me gustaría que sufriera, Artemis.

El soltó otra carcajada maliciosa.

—Eres demasiado amable, amor mío. Voy a aprovecharme de tu clemencia.

Se movió ligeramente buscando una posición pata penetrarla. Madeline no advirtió cómo había cambiado él de posición hasta que de pronto sintió su sexo que presionaba lenta e inflexiblemente en el sitio húmedo y ardiente entre sus piernas.

Volvió a estremecerse.

—¿Artemis? —susurró.

—Bravo por tu autocontrol —dijo él divertido—. Está bien, amor mío —agregó roncamente—. Yo tampoco puedo seguir esperando.

Artemis se lubricó en su húmedo ardor y la penetró con una sola y poderosa embestida.

Ella conocía lo suficiente del tema como para esperar algo de dolor, pero no estaba preparada para la sensación de ser invadida y llenada.

—¡Artemis! —exclamó, casi sin poder hablar. El nombre de él fue poco más que un suspiro.

El aludido se había quedado completamente inmóvil sobre su cuerpo.

—¡Malditos infiernos! —exclamó.

Madeline advirtió que él había comenzado a jadear como un perrillo.

—¿Podrías bueno…, por favor, quitarte de aquí? Parece haber algún problema.

—Madeline… —comenzó a decir él, mientras se sacudía, estremecido. Tenía cada músculo del cuerpo tenso como la cuerda de un arco—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo es posible? ¡Maldición, eres una viuda!

—Pero nunca fui realmente una esposa.

—Los abogados —gruñó él contra su pecho—. La anulación. Jamás pensé que podría basarse en hechos reales.

Ella apretó los dientes, y lo empujó por los hombros.

—Me doy cuenta de que es culpa mía, pero en mi defensa sólo puedo decir que no me imaginé que resultaría tan mala compañera. Tenga la amabilidad de retirarse de inmediato.

—No lo hagas —dijo él, anhelante, cuando ella comenzó a moverse debajo de su cuerpo—. Por favor, no te muevas así.

—Me gustaría que se retirara ahora mismo.

—Esto no es igual a echarme de un salón, Madeline. Te lo advierto, no te muevas.

—¿Cuántas veces debo decirle que no acepto órdenes suyas? —Se retorció debajo de Artemis, tratando de escapar de su peso aplastante y de su miembro entre sus piernas.

El resultado fue exactamente el inverso al esperado. Artemis trató de apartarse pero algo salió terriblemente mal. El gran cuerpo de Artemis se convulsionó encima de ella.

Artemis solió un gemido sofocado.

Alarmada, ella le clavó las uñas en los hombros. Permaneció muy quieta, sin atreverse a moverse, mientras él seguía meneándose sobre su cuerpo.

Cuando todo terminó, Artemis se desplomó sobre ella. Un denso silencio se impuso entre ambos.

—Malditos, condenados infiernos —dijo él sumamente con movido.

Con vivacidad, Madeline rompió el silencio.

—¿Artemis?

—¿Qué pasa ahora, señora? Se lo advierto, no creo que esta noche mis nervios soporten más conmociones. Debería haberla enviado arriba a tomar uno de los tónicos de su tía.

—No es nada, en realidad. —Madeline se humedeció los labios—. Sólo quería decirle que esta posición ya no es tan incómoda como lo era hasta hace unos minutos.

Durante un breve instante, él no se movió. Entonces, muy lentamente, levantó la cabeza y la miró con expresión implacable.

Ella trató de responderle con una sonrisa tranquilizadora.

—Ahora va todo bien, en serio. A pesar de mi impresión inicial, creo que nos adaptamos muy bien.

—Malditos, condenados infiernos —en esta ocasión, el juramento fue murmurado en voz tan baja que resultó casi inaudible.

Madeline se aclaró la garganta.

—¿Tal vez querría volver a intentarlo?

—Lo que querría —dijo él con los dientes apretados— es una explicación.

Se apartó del cuerpo de Madeline y se puso de pie. Ella sintió que la invadía un sentimiento de pérdida y desolación cuando Artemis le dio la espalda y comenzó a ponerse los pantalones.

Sin pronunciar palabra, él le alargó un gran pañuelo blanco. Mortificada, ella lo tomó. Agradeció mentalmente que su pesada y acolchada bata hubiera absorbido la mayor parte de la evidencia de sus recientes actividades. Al menos por la mañana no se vería obligada a enfrentar la mirada cómplice del ama de llaves.

Se compuso lo mejor que pudo, aspiró con fuerza y se puso rápidamente de pie. Sintió que se le aflojaban las rodillas, y estiró la mano para sostenerse del apoyabrazos del sofá. Artemis se acercó para ayudarla con sorprendente gentileza, teniendo en cuenta su evidente malhumor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con brusquedad.

—Sí, por supuesto.

La furia y el orgullo acudieron en su auxilio. Se ató el lazo de la bata, y advirtió que todavía tenía en la mano el pañuelo blanco que él le había dado. Bajó los ojos hasta él y vio que estaba manchado. Avergonzada, se apresuró a esconderlo en el bolsillo.

Artemis la soltó y se acercó al fuego. Apoyó el brazo sobre la repisa de la chimenea y se quedó contemplando las llamas.

—Se comentó que su padre había hecho averiguaciones sobre una anulación —dijo con voz sin inflexiones—. Ahora entiendo que tenía verdaderos fundamentos.

—Así es. —Madeline clavó la vista en el fuego con expresión abatida—. Pero la verdad es que yo habría aceptado cualquier excusa que me liberara del matrimonio.

Él la miró a los ojos.

—¿Deveridge era impotente?

—No podría decirlo —se metió las frías manos dentro de las mangas de bata para calentárselas—. Sólo sé que no tenía ningún interés en mí. Al menos, en ese sentido. Desgraciadamente, no lo descubrí hasta la noche de bodas.

—¿Por qué se casó con él si era incapaz de cumplir con las más elementales funciones conyugales?

—Pensé que le había dejado bien en claro que Renwick no me amaba. No tenía interés en el matrimonio. Él sólo deseaba acceder a los más profundos y misteriosos secretos de Vanza. Creía que mi padre podía introducirlo en ellos mediante la enseñanza del antiguo idioma.

Artemis apretó el borde de la repisa con la mano.

—Sí, claro. No estoy pensando con lucidez. Debe disculparme.

—Ha tenido una noche difícil —aventuró ella.

—Podría decirse que sí.

—Podría traer uno de los tónicos de mi tía… Él la miró.

—Si vuelve a mencionar ese condenado tónico una sola vez más, no me hago responsable de mis actos.

—Sólo trataba de ayudar.

—Créame, señora, ya ha hecho bastante esta noche.

Ella vaciló y decidió tratar de explicarle lo poco que sabía del comportamiento de Renwick.

—Ya le dije que un día registré el laboratorio de mi marido.

Artemis volvió a mirarla fijamente.

—¿Y?

—Tuve la posibilidad de leer algunas de sus notas. Creo que se había convencido a sí mismo de que su impotencia se había producido como consecuencia de su dedicación a Vanza. Escribió que debía concentrar toda su energía vital en sus estudios para poder desentrañar los antiguos secretos alquímicos de esa filosofía.

—Entiendo. —Artemis tamborileó con los dedos sobre la repisa—. ¿Y hasta que llegó la noche de bodas usted no tuvo ningún indicio de que él no estaba interesado en sus deberes conyugales?

—Sé que no es fácil de entender, señor —dijo ella con un suspiro—. Créame, mil veces he tratado de recrear mentalmente las semanas previas a mi boda, preguntándome cómo pude ser tan tonta.

Artemis frunció el entrecejo.

—Madeline…

—Lo único que puedo decirle es que Renwick era un demonio malvado bajo la apariencia de un ángel deslumbrante —se abrazó—. Creyó poder seducirnos a todos. Y, durante cierto tiempo, tuvo éxito.

Artemis apretó los dientes.

—¿Estaba enamorada de él?

Ella negó con la cabeza.

—Mirándolo retrospectivamente, casi podría llegar a creer que utilizó alguna clase de magia para ocultar la verdad sobre sí mismo. Pero esa explicación es demasiado simplista. Debo ser sincera: Renwick supo exactamente cómo seducirme.

Por primera vez desde el incidente en el sofá, Artemis pareció fríamente divertido.

—Evidentemente, no la hizo desbordar de pasión.

—No, desde luego que no —replicó ella—. La pasión está muy bien, supongo. Pero yo no era tan joven ni tan ingenua como para confundir eso con el verdadero amor.

Y, ciertamente, esa noche no debía cometer ese error, se obligó a recordar con tristeza.

—No, por supuesto que no —murmuró él—. Ninguna mujer con su peculiar temperamento y fortaleza mental permitiría que una aflicción tan trivial como la pasión afectara su buen juicio y contundente lógica.

—Precisamente, señor. Tengo muchas diferencias con la filosofía de Vanza; como ya sabe usted, no la apruebo.

—Ya ha dejado bien aclarada su posición al respecto.

—Pero fui criada en una casa regida por los principios Vanza; debo confesar que algo del desdén que dicha filosofía manifiesta por las pasiones fuertes hizo mella en mí —vaciló brevemente—. Renwick tuvo la lucidez suficiente para comprenderlo. Pienso que me cortejó utilizando una táctica infinitamente más atractiva que la pasión.

—¿Qué demonios es más atractivo que la pasión para una mujer de su temperamento, señora? —preguntó Artemis, dirigiéndole una extraña mirada relampagueante—. Debo reconocer que el tema me despierta una gran curiosidad.

—Señor no entiendo la razón del tono que emplea. ¿Acaso está molesto conmigo?

—No lo sé —respondió él con desconcertante sinceridad—. Sólo responda mi pregunta.

—Bueno, la cuestión es que él afirmaba estar fascinado con mi inteligencia y capacidad de aprendizaje.

—Ajá. Sí, ahora lo entiendo perfectamente. En otras palabras, le hizo creer que la amaba por su mente.

—Así es. Y, tonta e ingenua como yo era, le creí —cerró los ojos, como para alejar el recuerdo de su mente—. Supuse que estábamos hechos el uno para el otro. Almas gemelas unidas por un vínculo espiritual que trascendería el plano físico y nos permitiría fusionamos en un plano más elevado.

—Ése es un plano diabólicamente resistente.

—En realidad, demostró ser una mera ilusión.

Artemis bajó la vista hasta las llamas.

—Si apenas la mitad de lo que usted dice es verdad, entonces Renwick Deveridge estaba francamente loco.

—Sí. Como dije, al principio se las ingenió para ocultado. Pero después de nuestra noche de bodas fue haciéndose cada vez más evidente que algo andaba terriblemente mal.

—Loco o cuerdo, el hombre está muerto y enterrado —concluyó Artemis, con la mirada puesta en el fuego—. Aunque parecería que alguien trata de hacernos creer que ha regresado de la tumba.

—Si no se trata del fantasma de Renwick, entonces debe de ser alguien que lo conocía lo suficiente como para imitarlo. Alguien que también es Vanza.

—Debemos ampliar el alcance de nuestras investigaciones sobre el pasado de Deveridge. Mañana por la mañana encomendaré a Henry Leggett que se consagre al asunto. —Artemis se apartó del fuego para enfrentarla—. Mientras tanto, debemos encarar el tema de la situación que ahora existe entre nosotros, señora.

—¿A qué se refiere?

—Sabe muy bien a qué me refiero —observó el sofá rojo y luego volvió a mirarla—. Evidentemente, ya es demasiado tarde para que me disculpe por lo sucedido esta noche en esta habitación…

—No es necesaria ninguna disculpa —se apresuró a interrumpirlo ella—, o, si la hubiera, debería provenir de mí.

Artemis alzó una ceja.

—No se lo voy a discutir —dijo.

Ella se ruborizó.

—La cuestión es, señor, que en cierto sentido nada ha cambiado.

—¿Nada?

—Quiero decir, sigo siendo una viuda con cierta reputación. Estoy viviendo bajo su techo. Si eso se sabe, la gente sin duda pensará lo peor, o sea, que estamos enredados en un romance.

—Esa presunción ahora es correcta.

Madeline aferró las solapas de su bata, se la ajustó y levantó la barbilla.

—Verdad o no, nada ha alterado nuestra situación. Nos encontramos en la misma posición en la que estábamos antes de, bueno… los hechos ocurridos en ese sofá.

—No del todo —fue hacia ella—. Pero esta noche no hablaremos más del tema. Creo que ya hemos tenido suficiente jaleo por una noche.

—Pero, Artemis…

—Lo trataremos en otro momento —la tomó del brazo—. Cuando hayamos dormido un poco y tenido tiempo para pensar. Vamos, Madeline. Es hora de que vaya a la cama.

Ella trató de resistirse.

—Pero tenemos que hacer planes. Está ese asunto de registrar la casa del señor Pitney…

—Después, Madeline.

El la tomó del brazo con más fuerza y la condujo hasta la puerta. Cuando pasaron frente a la mesilla situada junto al sillón, algo pequeño y brillante atrajo la atención de Madeline. Bajó la vista para mirarlo. Era el objeto con el que Artemis había estado jugando.

Antes de que pudiera interrogarlo sobre él, se encontró en la puerta.

—Buenas noches, Madeline —la mirada de Artemis pareció suavizarse mientras la obligaba amablemente a salir—. Trate de descansar. Temo que no disfruta de toda una noche de sueño desde hace demasiado tiempo. Eso hace estragos en los nervios, como bien sabe usted. Pregunte a su tía.

La besó con sorprendente dulzura y cerró firmemente la puerta tras ella. Madeline se quedó mirando la puerta cerrada durante largo rato antes de volverse para subir la escalera rumbo a su dormitorio.

Mientras se deslizaba bajo las mantas, pensó en el pequeño objeto brillante que estaba sobre la mesilla. Estaba casi segura de que se trataba de un reloj de bolsillo con cadena, con un pequeño sello dorado colgando de ella.