Capítulo 16
Ella lo oyó regresar poco antes del amanecer. Oyó también una inusual carrera por la escalera. Percibió las voces apagadas de dos criados, y a continuación, el silencio.
Esperó para salir al vestíbulo hasta que fue incapaz de tolerar la incertidumbre. Allí se detuvo un momento, escuchando. Los débiles sonidos de la habitual rutina diurna aún no habían empezado a filtrarse desde la cocina. Los sirvientes todavía estaban acostados, excepto los dos criados que habían desaparecido debajo de la escalera.
Avanzó con sigilo por el vestíbulo y llamó suavemente a la puerta del cuarto de Artemis. No hubo respuesta. Se dijo que el hombre tenía derecho a descansar un poco. Sin duda, estaría agotado.
Desilusionada, se dispuso a volver sobre sus pasos. Tendría que esperar a que avanzara la mañana para conocer las respuestas.
La puerta se abrió de improviso. Allí apareció Artemis, con el pelo aún húmedo y brillante por el reciente baño. Se había cambiado la camisa y los pantalones que llevaba antes de salir con Zachary, y volvía a llevar su bata negra. Madeline se dio cuenta de que el movimiento que había oído en la escalera había sido el de los dos criados llevándole agua caliente.
Artemis había sido obligado a salir para vérselas con un muerto. En esas circunstancias, ella también habría sentido la necesidad de un baño.
—Pensé que sería usted, Madeline.
A pesar de su vehemente curiosidad, Madeline hizo la pausa suficiente para echar una mirada por el vestíbulo. Ésta no era una casa común y corriente, pero los criados murmurarían si la veían entrar en el cuarto de Artemis.
Satisfecha al no ver a nadie en el corredor, se deslizó dentro de la habitación. La tina que él acababa de usar se encontraba frente a la chimenea, parcialmente oculta detrás de un biombo. Del borde de la misma colgaban las toallas húmedas. Sobre una de las mesillas se veía una bandeja que contenía una tetera, una taza con su plato y una fuente con pan y queso. La comida parecía no haber sido tocada.
Madeline se detuvo en seco al ver la bujía color ámbar que ardía sobre una mesilla baja. De inmediato la reconoció como una bujía Vanza. La cera derretida exhalaba un tenue, complejo y distintivo aroma, producto de una mezcla única de hierbas vanzarianas. Artemis era un consumado maestro Vanza. Cada maestro creaba su propia y personal combinación de hierbas que distinguiría sus bujías de las de los demás en toda su vida.
Madeline oyó que la puerta se cerraba tras ella. Se volvió rápidamente. El desasosiego que sentía se intensificó.
El semblante de Artemis estaba inescrutable y cerrado, todo él ángulos agudos y planos imponentes. Madeline supo de inmediato que el muerto, fuera quien fuese, no le era desconocido. Pero no había pesar en sus ojos, sólo una furia controlada.
Nunca lo había visto más peligroso que en ese momento. Se vio obligada a recordar que, a pesar de la intimidad que habían compartido, era mucho lo que no sabía sobre este hombre.
—Lamento interrumpir sus meditaciones, señor —enfiló hacia la puerta—. Lo dejaré en paz. Podremos hablar más tarde.
—Quédese —era una orden—. Lo haya deseado o no, usted se involucró en mis asuntos cuando sellamos nuestro pacto. Hay cosas que deben decirse.
—Pero sus meditaciones…
—Un esfuerzo inútil; eso es lo menos que se puede decir.
Atravesó la habitación, fue hasta la mesilla baja y apagó la bujía. Madeline juntó las manos y lo enfrentó.
—¿Quién era el muerto, Artemis?
—Se llamaba Charles Oswynn. —Artemis contempló la sutil columna de humo que señalaba la extinción de la bujía—. Era uno de los tres hombres que destruyeron a una mujer llamada Catherine Jensen. La secuestraron para disfrutar de una noche de orgía. La violaron. Ella murió tratando de escapar. Su cuerpo fue hallado tres días más tarde, por un granjero que buscaba una oveja perdida.
La ausencia de inflexiones en la voz de Artemis sólo logró aumentar el impacto de sus palabras.
Madeline no se movió.
—¿Era amiga suya? —preguntó.
—Más que amiga. Teníamos mucho en común, sabe usted. Ambos estábamos solos en el mundo. La madre de Catherine había muerto cuando ella era pequeña. Había sido criada por unos parientes lejanos que la usaron como sirvienta sin pagarle un chelín. Huyó de ellos para convertirse en actriz. La conocí una noche en Bath, después de una representación. Durante un tiempo, compartimos nuestros sueños.
—¿Fuisteis amantes?
—Por un tiempo. —Artemis no apartó los ojos de la bujía apagada—. Pero en esos días yo no tenía un penique. No podía ofrecerle la seguridad que ella anhelaba.
—¿Qué ocurrió?
—Me hice amigo de un maestro Vanza. Tuve suerte. Se interesó por mí. Hizo los arreglos para que yo estudiara en los Templos del Huerto. Hice proyectos para viajar a Vanzagara. Antes de partir, prometí a Catherine que cuando terminara mis estudios haría fortuna y podríamos casarnos. Regresé cada verano a Inglaterra para verla. Pero la última vez que volví, me enteré que había muerto.
—¿Cómo descubrió los nombres de los responsables de su muerte?
—Fui a ver al granjero que había encontrado su cadáver. Me ayudó a registrar la zona. Descubrí la caverna donde la habían llevado —calló, y fue hasta un pequeño escritorio. Abrió un cajón, y sacó de él un objeto—. Esto lo encontré dentro de la caverna. Supongo que Catherine se habrá apoderado de él mientras luchaba con los tres. Le seguí el rastro hasta una tienda de Bond Street.
Madeline se le acercó. Tomó el sello de reloj de bolsillo y examinó la cabeza de semental tallada en él.
—¿El orfebre que lo hizo le dijo quién lo había comprado?
—Me dijo que le hablan encargado hacer tres sellos idénticos para tres caballeros de la sociedad: Glenthorpe, Oswynn y Flood. Hice algunas averiguaciones, y me enteré de que eran íntimos amigos y habían formado un club consagrado a «los exquisitos placeres del libertinaje», como ellos mismos decían.
Madeline alzó los ojos del sello.
—Usted juró vengarse —afirmó.
—Al principio, sólo planeé matarlos.
Ella tragó con esfuerzo.
—¿A los tres?
—Sí. Pero llegué a la conclusión de que sería demasiado fácil. Decidí, en cambio, destruir a cada uno de ellos, social y económicamente. Quería paladear los «exquisitos placeres» de hundirlos en la miseria. Quería que supieran qué es ser un paria en el mundo de la alta sociedad, qué era no contar con protección a causa de su categoría inferior y su falta de recursos. Quería que entendieran, al menos hasta cierto punto, cómo era estar en la situación de Catherine.
—¿Y cuando alcanzara su objetivo? ¿Qué haría entonces. Artemis?
Él no respondió. No era necesario. Ella conocía la respuesta.
Un espantoso temor pareció atravesarla. Con sumo cuidado, apoyó el sello de reloj de bolsillo sobre la mesilla, junto a la bujía apagada.
—Ahora entiendo por qué se ha esforzado en mantener en secreto su condición de dueño de Los Pabellones de los Sueños. No se debe a que tema la censura de la sociedad si ésta descubriera que se dedica al comercio. No está buscando esposa.
—No.
—Mantuvo el secreto porque necesitaba tener acceso al mundo en el que se movían Oswynn y sus amigos para poder concretar venganza.
—El plan funcionó muy bien hasta ahora. Mis ingresos provenientes del parque de diversiones me posibilitaron enfrentar a Oswynn y los suyos en su propio terreno. Me llevó meses diseñar la trampa destinada a causarles la ruina. —Artemis tomó la taza vacía y la hizo girar lentamente entre sus manos—. ¡Estaba tan cerca! ¡Tan tan cerca! Y ahora él me ha privado de uno de mis objetivos.
Madeline dio un paso hacia él, con las manos extendidas.
—Artemis…
—¡El maldito bastardo! ¿Cómo osa interferir en mis asuntos? —Sin previo aviso, Artemis arrojó la taza contra la pared—. Cinco años trabajé para montar eso. Cinco condenados años.
Madeline se quedó inmóvil al ver la exquisita pieza de porcelana romperse en mil trozos. No fue el ruido lo que la dejó muda. Fue la impresión de ver a Artemis presa de una emoción tan poderosa.
Desde que lo conocía, él siempre se había mostrado controlado, indiscutiblemente dueño de sí mismo. Incluso cuando había hecho el amor con ella, su autocontrol había sido total.
Artemis bajó los ojos hasta los fragmentos de la taza como si estuviera contemplando la boca del infierno.
—Cinco años —repitió.
Madeline no pudo seguir soportando su dolor. Era demasiado parecido a la angustia interna que ella padecía. Corrió hacia él, lo abrazó y apoyó la cara en su hombro.
—Se culpa por la muerte de Catherine —susurró.
—La dejé sola —se mostró insensible a su abrazo, tan frío como la piedra—. No tenía quien la protegiera mientras yo estaba afuera. Decía que podía cuidarse sola. Pero al final…
—Comprendo —lo abrazó con todas sus fuerzas, tratando de infundir su propio calor a su helado cuerpo—. Sé qué es vivir con la certidumbre de que las decisiones de uno provocaron la muerte de otro. Dios santo, lo entiendo.
—Madeline —dijo él, volviéndose bruscamente. Cerró convulsivamente las manos en torno de la cabeza de la joven.
—Hubo momentos en los que creí volverme loca. —Madeline hundió el rostro en su bata de seda negra—. Realmente, de no haber sido por Bernice, hacía mucho que me habrían internado en un hospicio para locos.
—Vaya pareja que formamos —murmuró él, con la boca pegada a sus cabellos—. Yo he vivido para vengarme, y usted se ha recriminado por la muerte de su padre.
—Y ahora yo he atraído alguna fuerza maligna a su vida, y esta fuerza amenaza lo que usted más aprecia: su venganza —luchó por contener las lágrimas—. ¡Lo siento tanto, Artemis!
—No diga eso —le tomó el rostro entre las manos y la obligó a levantar la cabeza para que lo mirara a los ojos—. No permitiré que se culpe por lo sucedido esta noche.
—Pero es culpa mía. Si no hubiera solicitado su ayuda, nada de esto habría pasado.
—La decisión de ayudarla fue mía.
—Eso no es cierto. Todo empezó la noche en que virtualmente lo chantajeé para que me ayudara a encontrar a Nellie.
—Calle —le cubrió la boca, silenciándola con un intenso beso embriagador.
La necesidad que detectó en él le destrozó el corazón. Instintivamente quiso ofrecerle consuelo, pero el deseo de Artemis era súbito y arrollador. Madeline se perdió debajo de la aplastante oleada.
Artemis la arrastró hasta la cama. Ella se echó sobre las mantas, aferrada a él, que con su boca cubría la de ella. Bajó hasta la garganta para depositar allí sus besos. La bata que ella llevaba se abrió bajo el apasionado embate. Las manos de Artemis fueron hasta sus pechos.
La desesperada urgencia de él encendió una profunda reacción dentro de ella. Deslizó las manos debajo de la bata de Artemis, buscando los esbeltos y sólidos contornos de su cuerpo. Al sentirla acariciarle los músculos de la espalda y arquearse bajo su pasión, Artemis murmuró algo ininteligible. Ella sintió que le deslizaba la mano a lo largo del muslo, por debajo del camisón. Cuando la mano encontró su sexo, Madeline soltó un ahogado gemido.
Ella se abrió para él, y él tomó lo que ella ofrecía. Madeline se sintió húmeda, cálida, plena. Perdida en un remolino de deseo, acarició cada parte del cuerpo de Artemis a la que podía acceder. Él llevó la mano de Madeline hasta su grueso miembro erecto, y ella lo acarició suavemente, aprendiendo a sentirlo.
Artemis gimió y se puso de espaldas, obligándola a colocarse sobre él. Los bordes de la bata de Madeline parecieron aletear. Ella lo aferró con las rodillas y soltó un grito cuando las manos de Artemis se movieron entre sus piernas.
Bajó los ojos para mirarlo. Él la contemplaba con una intensidad que no dejaba espacio a las palabras. En ese momento, lo único que importaba en el mundo entero era satisfacer la oscura avidez que Madeline podía ver en sus ojos.
Sintió las manos de él cerrarse sobre sus caderas, guiándola para que se acomodara a su poderosa erección. Cuando comenzó a penetrarla, ella pareció ponerse tensa ante la invasión. Todavía estaba sensible por su anterior encuentro.
—Poco a poco —prometió él en voz baja y ronca—. Esta vez, nos tomaremos nuestro tiempo.
Tierna, suave y lentamente, la penetró. Se quedó un rato inmóvil, permitiendo que Madeline se adaptara a la sensación de tenerlo tan profundamente dentro de ella. Ella soltó lentamente el aire y se permitió relajarse. Seguía sintiéndose demasiado ocupada, pero en esta ocasión no había dolor; sólo un creciente apremio.
Artemis encontró el diminuto capullo explorando con su pulgar. Madeline contuvo el aliento. Deslizó los dedos sobre él, y la sensación fue húmeda, cálida e insoportablemente excitante.
—¡Artemis! —exclamó, clavándole las uñas en los hombros.
—Sí —dijo él, mirándola con ojos que refulgían en la oscuridad—. Precisamente así.
Comenzó a moverse dentro de ella. Una gran tensión pareció adueñarse de ella. Echó la cabeza hacia atrás, y se aferró a él, buscando algún inconcebible alivio para las tórridas demandas de su cuerpo.
El se negó a aumentar el ritmo. Madeline quiso gritar de frustración. Artemis siguió moviéndose lenta, imprevisiblemente dentro de ella.
Ella le aferró los hombros y tomó el mando de la situación, estableciendo su propio ritmo. No sabía qué buscaba con tanta desesperación, pero sentía que la magia estaba allí, esperando que ella la descubriera.
Artemis rió quedamente al mirarla, y ella supo que durante todo el tiempo él había planeado llevarla hasta ese punto. No le importó.
Un final para esa vertiginosa urgencia era lo único que en ese momento importaba.
Sin previo aviso, la represa que tenía en su interior estalló. La recorrieron oleadas y oleadas de placer. Artemis la obligó a bajar la cabeza y la besó cuando ella estaba a punto de gritar.
Durante algunos desfallecientes segundos, Artemis pareció regodearse con los leves espasmos de su orgasmo. Después soltó un ronco gemido ahogado y embistió nuevamente dentro de ella hasta que ambos quedaron agotados.
* * *
Artemis se apartó a regañadientes de ese dulce letargo pocos minutos después. La helada furia que le había corrido por las venas durante las últimas horas había desaparecido, al menos por un tiempo. Obra de Madeline, pensó. La pasión de la viuda había sido un bálsamo para la antigua herida que tenía abierta dentro de él. Ahora sabía que jamás se había cerrado.
A su lado, ella se desperezó, se sentó rápidamente en la cama, y parpadeó, como si estuviera aturdida. Se le aclararon los ojos. Lo miró fijamente.
—Usted debe de haber amado mucho —susurró.
—Ella me importaba. Me sentía responsable de ella. Éramos amantes. No sé si era amor. No sé cómo es el amor. Pero sé que lo que sentí por ella era importante.
—Sí —convino Madeline.
Artemis le sostuvo la mirada y luchó para encontrar las palabras adecuadas para explicarle.
—Fuera lo que fuese lo que nos unía a Catherine y a mí, se perdió en estos cinco años posteriores a su muerte. No es su recuerdo lo que me persigue, sino la certeza de que le fallé. Prometí a su espíritu que la vengaría. Era lo único que podía hacer por ella.
Madeline le dirigió una sonrisa nostálgica.
—Comprendo. Ha vivido para su venganza, y ahora, al ayudarme, ha puesto esa venganza en peligro. Lo lamento, Artemis.
—Madeline…
—¡Santo cielo, mire qué hora es! —Agitada, buscó a tientas el cinturón de la bata—. Debo regresar a mi cuarto. En cualquier momento podría entrar alguien.
—Nadie puede entrar sin mi permiso.
—Alguna criada, quizá —se puso de pie y se ató apresurada mente el cinturón—. Sería muy embarazoso para ambos.
—Madeline, tenemos que hablar.
—Sí, lo sé. Tal vez después del desayuno —dio un paso atrás y chocó con el tocador.
Apoyó en él la mano para mantener el equilibrio. Artemis la vio rozar la nota que había encontrado sujeta a la chaqueta de Oswynn. Ella la miró.
—Puede leerla. —Artemis se sentó lentamente en el borde de la cama.
—Es para usted —dijo ella, mirándolo a los ojos.
—La dejó el asesino.
Una nueva alarma ensombreció los ojos de Madeline.
—¿El bellaco le dejó una nota?
—Una advertencia, para que me mantuviera alejado de sus asuntos —se puso de pie y caminó hasta el tocador para recoger el mensaje manchado de sangre. Sin decir una palabra, se lo entregó.
Rápidamente, ella lo leyó, y Artemis supo exactamente en qué momento llegaba a la última línea. Ella leía en voz alta, mientras sostenía el papel con dedos temblorosos:
—«De paso, tenga la amabilidad de saludar a mi esposa de mi parte» —levantó la cabeza. Tenía los ojos llenos de terror—. Dios del cielo, es verdad. Renwick está vivo.
—No. —Artemis le quitó la nota de la mano y la acercó a él—. No lo sabemos.
—Pero me menciona —por debajo de sus palabras podía percibirse un fino velo de horror apenas disimulado—. «… tenga la amabilidad de saludar a mi esposa de mi parte».
—Madeline, piense. Lo más probable es que alguien quiera hacernos creer que está vivo —dijo Artemis.
—Pero ¿por qué?
—Porque sirve a sus propósitos.
—Nada de esto tiene sentido —se puso las manos en las sienes—. ¿Qué está pasando? ¿Qué es todo esto?
—Todavía no lo sé, pero le prometo que descubriremos la verdad.
Madeline meneó la cabeza. La decisión cayó sobre ella como una oscura capa.
—Lamento todo lo que haya hecho por involucrarlo en este asunto, señor. Bernice y yo dejaremos hoy mismo esta casa.
Artemis alzó las cejas.
—Espero que no me obligue al esfuerzo de poner una guardia para encerrarlas aquí. Sería muy inconveniente.
—Esto ha llegado demasiado lejos, Artemis. La nota es una advertencia. ¿Quién sabe qué hará después?
—Dudo que se arriesgue a despachar a dos caballeros más de la sociedad en pocos días.
—Pero ya ha matado a uno.
—Oswynn era un blanco fácil porque no tiene familia que se preocupe por su muerte. Dada su reputación, a nadie sorprenderá enterarse de que ha sido asesinado por un asaltante mientras iba a su casa al salir de la sala de juegos. Pero asesinar a Flood y a Glenthorpe implicaría muchos más riesgos. Creo que nuestro misterioso delincuente es tan inteligente como para saberlo.
—Pero el cuerpo de Oswynn fue hallado en los jardines de los Pabellones de los Sueños. Seguramente eso lo envolverá en un gran escándalo.
—No —respondió Artemis sin alterarse—. El cuerpo de Oswynn, cuando finalmente sea descubierto, aparecerá flotando en el Támesis. Zachary y yo nos ocupamos del asunto hace una hora.
—Entiendo. —Madeline asimiló las implicaciones de esa información y frunció el entrecejo—. Pero eso no soluciona nuestro problema. Evidentemente, el delincuente conoce su vinculación con los Pabellones de los Sueños. Por eso dejó allí el cuerpo de Oswynn para que usted lo descubriera.
—Así es.
—Y también conoce sus planes de venganza.
—En efecto.
Madeline lo miró con expresión atribulada.
—Puede hacerle mucho daño.
—Si lo intenta, lo enfrentare.
—Pero, Artemis…
Él le puso las manos sobre los hombros.
—Escúcheme, Madeline. Más allá de lo que pase, estamos juntos en esto. Ya es tarde para cualquiera de nosotros cambiar el curso de los acontecimientos.
La apretó con fuerza. Por la ventana, se vio que afuera aparecían las primeras luces de un amanecer envuelto en la niebla.