Capítulo 21
Al día siguiente, el mensaje fue entregado a Bernice. Salía de una librería, donde acababa de comprar la última novela de terror de la señora York, cuando un golfo fingió chocar con ella. Cuando se alisó la falda tras el desagradable roce, encontró la nota dentro de su bolso.
La excitación que estalló en su interior amenazó con destrozarle los nervios, pero se recordó que tenía una botella de tónico sin abrir aguardándola en la casa de Hunt. Fue directamente al coche, y lo apremió a Latimer para que volviera a casa lo más velozmente posible.
Una vez allí, se quitó el sombrero y lo entregó a la desventurada ama de llaves.
—¿Dónde está mi sobrina? —preguntó.
—La señora Deveridge está en la biblioteca, con el señor Hunt y el señor Leggett —respondió la señora Jones.
Bernice entró como una tromba, agitando la nota en la mano.
—¡El plan funcionó! ¡El villano me ha entregado un mensaje!
Artemis, sentado a su escritorio, alzó los ojos con la fría satisfacción del cazador que sabe que la presa ha caído en el lazo. La reacción de Madeline también fue de satisfacción. Primero pareció asombrada, y después eufórica.
Pero fue la expresión de orgullo en el rostro de Henry lo que conmovió a Bernice hasta el mismo centro de su ser.
—Felicitaciones, señorita Reed —dijo—. Su accionar de los últimos días sólo puede calificarse de soberbio. Si yo no hubiera sabido lo resistente que es usted, habría pensado que actuaría como una mujer cuyos nervios habrían sido llevados al punto de ruptura.
—Me agrada pensar que contribuí con cierta dosis de convicción para representar mi papel —dijo Bernice con modestia.
—Estuvo brillante —aseguró Henry con una mirada de afecto—. Absolutamente brillante.
—En realidad, lo brillante es el plan de Artemis —se sintió obligada a señalar Bernice.
—No podría funcionar sin usted, señora —insistió Henry. Artemis cruzó una mirada con Madeline.
Ésta carraspeó para aclararse la garganta.
—Podemos discutir más tarde la brillantez de los involucrados, Lee la nota, tía Bernice.
—Sí, por supuesto, querida —consciente de que era su momento de gloria, Bernice desdobló la nota rápidamente—. Es muy breve —advirtió—. Pero creo que dice exactamente lo que Artemis anticipó.
Señora:
Si desea cambiar el libro por la vida de alguien muy cercano a usted, le sugiero que piense en una excusa para asistir esta noche al teatro. Lleve el volumen en su bolso. No diga nada a Hunt ni a su sobrina. Ingénieselas para estar sola en algún momento. Yo la encontraré.
Si no cumple precisamente estas instrucciones, la vida de mi querida esposa será la pena.
—Interesante. —Artemis se echó hacia atrás, estiró las piernas y cruzó los tobillos—. Quiere que haya una multitud alrededor para que lo cubra cuando usted le de el libro, Bernice. Una combinación de las Estrategias de la Dispersión y de la Confusión.
Madeline frunció el entrecejo.
—Si lleva disfraz y es lo suficientemente inteligente, será difícil localizarlo entre la gente que sale del teatro.
—Él actuará cuando yo vaya a buscar el coche al terminar la función —dijo Artemis con impresionante seguridad.
Bernice alzó las cejas.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque es la única oportunidad que voy a darle —respondió con letal suavidad—. No os dejaré solas hasta ese momento. Esta vez, jugaremos conforme a mis reglas.
* * *
Artemis había previsto toda eventualidad, excepto la que resultó ser la más perturbadora, decidió Madeline cuando terminó la función de esa noche. Había estado tan absorbida por los detalles del plan que no se había dado cuenta de que era objeto de muchas miradas de interés. Era peor que la noche del baile de los Clay. En los entreactos, las luces se reflejaron en muchos gemelos para teatro dirigidos hacia el palco que compartía con Bernice y Artemis.
En cuanto a él, notó Madeline con irritación, mostraba una sublime indiferencia hacia las miradas especulativas. Madeline sospechó que, al contrario que ella, había previsto la atención que acapararían. Aquello parecía no preocuparle en absoluto. Estaba arrellanado en su sillón con despreocupada elegancia, comentando el desempeño de los actores, mientras solicitaba el envío de vasos de limonada al palco. Al contrario que el resto de elegantes caballeros presentes, no buscó excusas para salir a visitar a los ocupantes de los otros palcos. Permaneció junto a sus invitadas, como perfecto anfitrión en todos los aspectos.
—Bueno, ¿qué esperabas? —murmuró Bernice minutos después, mientras aguardaban en el atestado vestíbulo del teatro a que Artemis trajera el coche—. Eres la Viuda Siniestra, después de todo. Más aún, has fijado residencia en su casa. Realmente, es un delicioso escándalo.
—Me dijiste que la novedad de mi relación con Artemis pronto dejaría de divertir a la sociedad.
—Sí, bueno, pero parece que hará falta algo más que una aparición en un baile y una noche de teatro para que el tema comience a aburrir.
—Tía Bernice, casi podría llegar a creer que estás disfrutándolo.
—Tengo noticias para ti, querida. Estoy pasando una época absolutamente espléndida. Lo único que lamento es que Henry no haya podido acompañarnos.
—Artemis dijo que necesitaba a Henry apostado afuera del teatro para vigilar al villano. Zachary no podía hacerlo solo.
—Sí, lo sé. ¡Qué hombre tan valiente!
—Sí, ¿verdad? —Madeline se mordió los labios—. Quizá demasiado valiente, para mi gusto. Realmente, desearía que no se mostrara tan proclive a…
—Me refería al señor Leggett, mi querida.
Madeline disimuló una sonrisa.
—Sí, claro.
Tuvo un violento sobresalto cuando alguien le empujó el codo. Pero, cuando volvió la cabeza, sólo vio a una matrona bastante mayor que llevaba un turbante color rosa. La mujer siguió su camino sin prestarle atención.
El plan era sencillo. Artemis suponía que el rufián arreglaría las cosas de modo de arrebatarle el bolso a Bernice en el hall, para después escapar hacia la calle, que estaría trabada por los carruajes. Pero Zachary y Henry habían sido apostados estratégicamente para vigilar. Cuando el medio hermano de Renwick hiciera su jugada, lo seguirían a través de la multitud mientras Artemis lo cercaba. Era una antigua maniobra Vanza.
—Me pregunto si… —Madeline se interrumpió al sentir que algo duro y afilado se clavaba en su espalda.
—Silencio, mi querida cuñada —la voz era grave y masculina. Contenía los tonos que habían distinguido a Renwick, pero no pertenecía a Renwick—. Hará exactamente lo que le indique, señora Deveridge. Mi compañero tiene a un fastidioso golfillo llamado Pequeño John en uno de los coches que aguardan afuera. Si usted y yo no subimos a ese vehículo a la brevedad, el pequeño será degollado.
El horror la dominó. Sólo pudo pensar en demorarlo todo lo posible.
—¿Quién es usted?
—Mis disculpas, pues no hemos sido presentados, ¿verdad? Renwick murió antes de llegar a conocer al resto de la familia. Somos un clan muy unido, sabe usted. Mi nombre es Keston. Graydon Keston.
—¿Madeline? —Bernice se volvió hacia ella—. ¿Sucede algo malo? Sus ojos pasaron de Madeline al hombre que tenía a su lado. —¡Cielo santo!
—Entregue la clave a su sobrina, señora.
Bernice se puso rígida y aferró el bolso con ambas manos.
—Hazlo tía Bernice —susurró Bernice—. Tienen a Pequeño John.
—También tengo un cuchillo —dijo él arrastrando la voz—. En este barullo, puedo clavárselo a la señora Deveridge entre las costillas y marcharme antes de que nadie la vea caer al suelo.
Los azorados ojos de Bernice se posaron sobre el rostro de Madeline. Toda la alegre excitación que la animara hasta pocos minutos antes se había desvanecido.
—Madeline —susurró con voz trémula por el miedo—. No.
—Estaré bien —aseguró ésta, mientras le quitaba el bolso de las manos.
—Muy bien —con la punta del cuchillo, la empujó hacia la puerta—. Ahora, salgamos. Ya me ha causado bastantes problemas, señora Deveridge.
Madeline comenzó a caminar, y se detuvo de golpe al aparecer Zachary frente a ella. Su temible mirada estaba fija en Keston.
—Tú debes ser el guardaespaldas —dijo Keston con toda calma—. Esperaba verte con ansiedad. Hazte a un lado o la mataré frente a tus propios ojos.
—Por favor, Zachary, debes hacer lo que dice —musitó Madeline, tensa—. Tienen al Pequeño John.
Zachary vaciló. En su rostro había una expresión desesperada.
—Dígale del cuchillo que tengo clavado en sus costillas, mi querida cuñada.
Al oír esas palabras, Zachary apretó con fuerza la mandíbula. Dio un paso atrás, y desapareció de inmediato entre la gente.
—Ha ido a contar a su amo que los planes para esta noche han sido alterados, espero. —Keston apremió a Madeline hasta salir a la noche neblinosa—. ¿Acaso Hunt realmente pensó que me podía manejar con tanta facilidad? No es el único que ha estudiado las antiguas artes de la estrategia.
La empujó hacia un costado, donde la bullanguera muchedumbre que se había formado junto a los coches comenzaba a ralear. Madeline sintió la mano de él en su hombro. La empujó a través del pasillo formado por varios coches estacionados unos junto a los otros. Los conductores gritaban, los caballos aplastaban las orejas.
Madeline vaciló, pero no tardó en sentir la punta del cuchillo de Keston en la espalda. Soltó un jadeo ahogado, trastabilló y chocó contra las ancas de un enorme caballo de tiro. Nervioso ya por la congestión de personas y ruidos diversos, la formidable bestia demostró su desagrado. Echó las orejas hacia atrás, y estuvo a punto de encabritarse. Los grandes cascos pasaron a centímetros de la pierna de Keston. Se oyó el restallido de un látigo en la oscuridad.
—Tenga cuidado, pedazo de idiota —regañó Keston. Tironeó a Madeline pata alejarla del inquieto caballo. La condujo rápidamente a través del denso y caótico laberinto de carruajes, caballos, lacayos y bandadas de mocosos que trataban de ganarse una moneda consiguiendo coches de alquiler para aquellos que no habían traído uno.
Antes de llegar a la esquina, Keston la obligó a detenerse. Frente a ellos, se abrió la puerta de un coche.
—La conseguiste, según veo —una mano enorme se extendió para meterla en el vehículo—. La amante de Hunt, dices. Vaya, eso presenta posibilidades interesantes.
Madeline olió los vapores del coñac en el aliento del hombre. Le apretó brutalmente el brazo al obligarla a sentarse junto a él. Al hacerlo, su pie chocó contra r bulto caído en el suelo. Miró hacia abajo. La luz que entraba desde afuera le alcanzó para reconocer el familiar rostro.
—¡Pequeño John! ¿Estás bien?
Él levantó los aterrados ojos hacia ella y realizó un valiente gesto afirmativo. Madeline pudo ver que estaba atado y amordazado.
Antes de entrar en el coche, Keston dio instrucciones al cochero.
—En marcha, hombre. Hay paga extra si nos llevas a destino a toda prisa.
El látigo restalló ominosamente, y los caballos se pusieron en marcha.
—Creo que tenemos a un entusiasta en el pescante —comentó Keston con satisfacción, mientras se dejaba caer en el asiento frente a Madeline. Se levantó el borde de la capa, y deslizó hábilmente el cuchillo dentro de la vaina que llevaba atada a la pierna. Después se enderezó y sacó una pistola del bolsillo. Se la mostró a Madeline—. Deberíamos llegar a destino sin más demora.
—Si tiene algo de cerebro, debería liberarnos a Pequeño John y a mí, para tratar de huir al campo antes de que Hunt comience a perseguirlos —dijo Madeline con fiereza—. Si hace algún daño a alguno de nosotros, él no se detendrá hasta encontrarlo.
El hombre sentado a su lado se revolvió, inquieto.
—Tiene razón en algo. El maldito bastardo nunca ceja. Quién lo habría pensado, después de tantos años…
—Calla, Flood —dijo Keston.
Madeline giró en el asiento para observar al hombrón que tenía al lado.
—¿Usted es Flood?
—A su servicio —los dientes de Flood brillaron en una breve y brutal mueca—. Pensándolo bien, será usted quien estará pronto a mi servicio.
Madeline se volvió hacia Keston.
—¿Flood fue su fuente de información?
Keston se encogió de hombros.
—Una de ellas. Y sólo recientemente. La mayor parte de mi información provino de tabernas y de los fragmentos y comentarios que pude extraer de las notas de mi medio hermano.
Madeline miró a Flood con desagrado.
—De modo que le permitió usarlo. ¿No le parece una jugada algo arriesgada de su parte?
—Él no me usó —dijo Flood en alta voz—. Soy socio de él en esta aventura.
Keston sonrió.
—Flood ha sido de gran ayuda. He prometido recompensarlo, y resulta que, gracias a Hunt, está desesperado por dinero.
—No es sólo el dinero que conseguiré cuando termine esta noche —dijo Flood, mirándola de reojo—. Parte de mi recompensa es usted.
—¿De qué está hablando, pedazo de imbécil?
—Keston ha accedido a entregármela cuando haya dado por cumplido el plan de esta noche —dijo Flood—. Pienso tomarme algo en pago por lo que Hunt me hizo. Voy a usarla, mi amor. Como usé a su pequeña actriz.
—¡Qué extraño! —dijo Madeline—. ¡Y pensar que Hunt siempre lo consideró el más inteligente de los tres! Evidentemente se equivocó.
Por un instante pensó que él no se había dado cuenta de que lo había insultado. Entonces el rostro de Flood se contrajo furiosamente. Se acercó a ella y la abofeteó con todas sus fuerzas. Madeline respiró ahogadamente.
—Veremos si te quedan ganas de hablar después de que haya acabado contigo. Quizá te arrojes por un acantilado, tal como lo hizo la otra ramera. Eso sería divertido.
—Ya está bien —dijo Keston—. No tenemos tiempo para estos juegos. Abre el bolso que ella tiene en la mano. Debería haber un libro adentro. Un volumen pequeño y delgado, encuadernado en cuero rojo.
Flood le arrancó el bolso de las manos, y lo abrió. Buscó adentro, revolvió y sacó de él un paquete envuelto en tela.
—Sigo sin entender por qué te has tomado tanto trabajo por un condenado libro —murmuró Flood.
—Mis cosas no tienen por qué interesarte —dijo Keston, cortante—. Desenvuelve el libro y dámelo. Quiero asegurarme de no haber sido embaucado.
Madeline oyó el rasguido de la tela en la oscuridad.
—Aquí tienes el maldito libro. —Flood se lo tendió a Keston. Siguió revolviendo en el bolso, y sacó de él otro objeto—. Ajá, ¿qué tenemos aquí?
Madeline miró el pequeño frasco que sostenía Flood.
—Es de mi tía. Siempre lleva un poco de coñac en el bolso. Lo usa como tónico en las emergencias. Tiene los nervios muy débiles.
—Coñac, ¿eh? —Flood quitó el tapón del frasco y olisqueó su contenido con gran interés—. De lo mejor que tiene Hunt, apuesto.
Apuró el contenido de un solo trago.
Keston pareció disgustado.
—No me sorprende que el plan de Hunt para arruinar tus finanzas haya funcionado tan bien, Flood. No sabes controlarte, ¿verdad?
Flood lo miró y se secó la boca con la manga.
—Te crees tan condenadamente listo, ¿pero qué serían de tus planes sin mí, eh? —Arrojó la pequeña botella por la ventana—. Sin mí no habrías ido a ninguna parte; será mejor que no lo olvides.
Madeline ignoró a Flood. El coche corría a gran velocidad, haciendo que todo fuera aún más incómodo dentro del vehículo. Tras un bandazo particularmente violento, sintió que Pequeño John caía de costado, enfrentando su propio pie. Le dio un pequeño empujón con la punta, ansiando que él buscara el pequeño puñal oculto debajo de la falda de su vestido.
—De modo que por esto ha habido tanto alboroto —se dijo Keston para sí mismo mientras sostenía el libro.
Madeline pudo sentir su excitación.
—Ésa es la llave, o clave, que busca —metió el tobillo entre los dedos de Pequeño John—. Aunque no creo que le sirva de nada sin El Libro de los Secretos. Seguramente, el uno no funciona sin el otro.
—Así que conoce los rumores referidos al antiguo texto, ¿no es así? —comentó Keston—. No es sorprendente, supongo. Han estado dando vueltas desde la muerte de Lorring.
—Solamente los miembros más excéntricos de la Sociedad Vanzariana creen que El Libro de los Secretos exista de verdad.
—Excéntricos o no —dijo Keston despreocupadamente—, hay algunos muy acaudalados que pagarán una fortuna por este librito. Muchos están convencidos de que El Libro de los Secretos sobrevivió al incendio en Italia. Los estúpidos gastarán su vida buscándolo. Pero, mientras tanto, pagarán cualquier suma por la clave que crean que los hará acercarse un paso más a los secretos más valiosos de Vanza.
Ella trató de ver su rostro.
—¿No busca estos secretos para usted mismo?
Keston soltó una carcajada sin humor.
—No soy loco como mi medio hermano, señora Deveridge. Ni soy un chiflado como tantos de los viejos tontos de la Sociedad Vanzariana.
—Para usted, esto sólo era una cuestión de dinero desde el principio, ¿no es así? No vino a Londres para vengar a Renwick.
La risilla de Keston resonó con ecos demoníacos.
—¡Mi querida señora Deveridge! ¿No sabe que Vanza enseña que todas las pasiones fuertes son peligrosas? La venganza requiere poner en juego un grado de pasión que puede obnubilar la mente y hacer que uno realice actos irracionales. Al contrario de Renwick, no permitiré que me domine la pasión. Ciertamente, no me apartaría de mi camino para vengar a un tonto.
—Pero ese tonto era su hermano.
—Mi medio hermano. Compartimos el padre, pero no la madre. —Keston dejó abruptamente de reír. Sus ojos destellaron en la oscuridad—. La última vez que vi a Renwick me resultó evidente que había caído víctima de la misma locura que había padecido nuestro padre.
—Pero los dos estudiaron Vanza.
—Porque nuestro padre estaba profundamente embebido de esa filosofía. —Keston contempló la dorada empuñadura de su bastón—. Mirando atrás, me doy cuenta de que nuestro querido padre estaba loco desde mucho tiempo atrás. Tenía la convicción de que los grandes secretos del mundo esperaban ser hallados en las ideas alquímicas que estaban en el meollo del lado oscuro de Vanza. A medida que nos hicimos adultos, Renwick llegó a obsesionarse con las mismas creencias. Al final, su fascinación por lo oculto lo destruyó.
El coche pegó un salto y se bamboleó. Madeline sintió los dedos de Pequeño John que se cerraban en torno de su tobillo. Había descubierto la funda del puñal. Ninguno de los hombres estaba prestando atención a su pequeña víctima, pero, para asegurarse, Madeline arregló como al descuido los pliegues de su capa, de modo de ocultar los movimientos del muchacho.
La asaltó una súbita idea.
—Por eso secuestró esa noche a mi doncella, ¿verdad?
Keston le dirigió una sonrisa de aprobación.
—Muy bien, querida mía. Su lógica es francamente asombrosa para ser una mujer. Sí, pensé que podría ver si la muchacha estaba enterada de que se hubieran agregado libros a la biblioteca de su padre. Pero, cuando el intento fracasó, decidí concentrar mis esfuerzos en cualquier otra parte. Me llevó algún tiempo decidir que la clave tenía que estar en su poder.
Flood soltó un eructo y se echó hacia delante para estabilizarse. Sacudió la cabeza, como si quisiera aclarársela.
Madeline se esforzó por mantener la conversación. Tenía que atrapar la atención de Keston a roda costa.
—No puedo dejar de advertir que lleva un bastón idéntico al que usaba Renwick.
—Ah, sí —sonrió Keston, mientras cerraba la mano en torno de la dotada empuñadura. Un regalo de nuestro demente padre. Dígame, señora Deveridge, ¿qué ocurrió la noche en que murió Renwick? Le confieso que siento cierta curiosidad. Resulta difícil creer que un simple asaltante haya podido con él.
—Fue la locura de Renwick la que pudo con él —dijo ella en voz baja.
—¡Maldición! —Había una nota de estupor en la voz de Keston—. Entonces los rumores son ciertos. Usted lo mató, ¿no es así?
El coche se tambaleó y se sacudió violentamente cuando los caballos giraron en una esquina. Madeline sintió que Pequeño John sacaba el puñal de su funda. Chico listo.
—¡Condenado cochero! —farfulló Flood, sosteniéndose del tirante para no caerse—. Hará que volquemos si no se anda con cuidado.
—El hombre está decidido a ganarse su propina. —Keston se tomó con una mano del borde de la portezuela. La pistola que tenía en la otra, sin embargo, no se movió.
Flood se soltó del tirante y fue a caer de bruces sobre el asiento de adelante.
—¡Maldito idiota del pescante! —Gruño, mientras volvía a su sitio. Sus palabras sonaron confusas—. Conduce demasiado rápido. ¿Qué sucede con el bastardo? Dile que vaya más despacio, Keston.
Éste le dirigió una mirada pensativa.
—¿Cuánto clarete bebiste esta noche, Flood?
—Apenas un par de copas para serenarme.
—No me sirve para nada un ayudante borracho. Flood se frotó la frente.
—No te preocupes. Terminaré el trabajo. No hay nada que quiera más que recuperar lo mío. Hunt las pagará. Por todos los diablos, las pagará.
—Pronto tendrás oportunidad de vengarte, siempre que hagas lo que te diga. —Keston atisbó por la ventanilla—. Estamos muy cerca de nuestro destino.
—¿Qué se propone hacer?
Madeline dejó de sentir las manos de Pequeño John. Rogó para que estuviera solo la cuerda que le ataba las piernas.
La sonrisa de Keston era feroz.
—Primero nos detendremos en la puerta sur de los Pabellones de los Sueños. Quiero dejar allí un último mensaje para Hunt.
—Entiendo —dijo ella con frialdad—. Quiere matar a Flood y dejar su cadáver para que Hunt lo encuentre, tal como hizo con Oswynn.
Flood se volvió de un salto, con la boca abierta.
—¿Qué es eso de matarme?
—Tranquilízate Flood. —Keston parecía divertido—. No es tu cadáver el que me propongo dejar dentro de los Pabellones de los Sueños. Es el del chico el que encontrará Hunt en sus terrenos.
Madeline sintió un sudor frío que le corría por la espalda.
—No puede matar al muchacho. Por favor, no tiene por qué hacerle daño, y usted lo sabe. No puede hacer eso.
—Hunt aprenderá una lección.
Madeline miró, inquieta, a Flood, que se balanceaba en su asiento. Tenía que inventar una distracción. Lo único que se le ocurrió fue tratar de enconar a Flood con Keston.
—¿Por qué no le dice la verdad al señor Flood? Que es a él a quien quiere matar.
—¿Eh? —Bizqueó Flood, como si no pudiera enfocar la mirada—. ¿Por qué sigue hablando de asesinato, zorra maldita? Soy socio de Keston. Hicimos un pacto.
Madeline sintió que el coche aminoraba la marcha.
—¿Es que no lo ve? Ya no lo necesita.
—No puede matarme. —Flood trató de conservar el equilibrio cuando el coche se detuvo, estremeciéndose. Pero cayó una vez más hacia delante. En esta ocasión, cayó de boca sobre el asiento de adelante, cubriendo parcialmente las piernas de Pequeño John—. Somos socios —masculló entre los cojines.
Sin hacer ningún movimiento para enderezarse, Flood permaneció caído desmañadamente en medio de la cabina. Al tomar una curva, su corpachón cayó pesadamente sobre el esmirriado cuerpo de Pequeño John. Madeline rogó para que el muchacho pudiera seguir respirando. Varios movimientos del brazo del chico consiguieron tranquilizarla. —Mis felicitaciones, señora Deveridge—. Keston contempló a Flood con las cejas arqueadas—. ¿Qué contenía, exactamente, ese pequeño frasco que estaba en el bolso de su tía?
—Mi tía es muy hábil con los tónicos hechos con hierbas. —Madeline lo miró, tratando de sostenerle la mirada, deseando poder impedirle que bajara los ojos hasta Pequeño John—. Se le ocurrió que cualquiera que revisara esta noche el bolso podría querer beber un poco de coñac.
—De modo que lo envenenó. Bueno, bueno, bueno. El talento para lo tortuoso debe de ser un rasgo de familia. Primero se las ingenió para matar a Renwick, lo cual es toda una proeza, y ahora su tía ha dejado fuera de combate a mi así llamado socio. Sois una pareja sorprendentemente eficiente.
—Flood sólo está dormido, no muerto.
—Qué lástima. Pensé que tal vez me habría librado del problema de deshacerme de él. Ahora tendré que ocuparme yo mismo del asunto —hizo un gesto con la punta de la pistola—. Abra la puerta, querida. Deprisa, que no quiero perder más tiempo. Pronto Hunt caerá en la cuenta de que pretendo dejarle otro mensaje en su precioso parque.
Ella vaciló, y después, lentamente, abrió la portezuela del coche.
—Yo saldré primero —dijo Keston—. Usted me seguirá, y arrastrará al chico con usted. No se moleste en pedir ayuda al cochero. Él sabe muy bien que yo soy el que le paga. No querrá verse envuelto en este asunto.
Keston mantuvo la pistola apuntando a Madeline, mientras salía por la portezuela. Saltó con facilidad al pavimento, de frente a ella, y buscó en el interior del coche una lámpara.
—Ahora salga lentamente, señora Deveridge —dijo Keston, encendiendo la lámpara mientras hablaba.
Madeline se inclinó para tocar a Pequeño John. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Ella alcanzó a verle las piernas desatadas, pero estaba aplastado debajo de Flood. Él podría echarse a correr si ella encontraba la forma de darle una posibilidad de escapar.
—Dígame, señor Keston —dijo, mientras se disponía a apearse—, ¿cuánto tiempo cree usted que podrá eludir a Hunt? ¿Quizás un día, dos?
—Dejaré que el bastardo me encuentre cuando y donde yo elija. Y, cuando volvamos a encontrarnos, lo mataré. Pero antes quiero que sepa que lo he superado en esta prueba. Puede ser maestro de Vanza, pero él no está a…
La negra nube cayó del cielo de la noche sin previo aviso. El abrigo de varias capas cayó directamente sobre Keston, envolviéndolo en pliegues de gruesa lana.
* * *
El grito de sorpresa y de furia de Keston quedó atenuado por el abrigo, que le cubrió la cabeza y los hombros. Forcejeó denodadamente para quitárselo.
—¡Al suelo, Madeline! —gritó Artemis, que cayó sobre Keston detrás de su abrigo.
Los hombres rodaron con un golpe sordo. La pistola rugió cuando Keston disparó a ciegas. La bala se perdió en el aire, pero los caballos se encabritaron dominados por el pánico.
—¡Pequeño John! —gritó Madeline, girando para agarrarlo.
Aparentemente, percibiendo lo que estaba a punto de ocurrir, el pequeño trataba desesperadamente de salir del coche. Pero sus movimientos estaban seriamente impedidos por sus manos aradas y el peso muerto de Flood.
Madeline sintió que el coche se tambaleaba cuando los asustados caballos trataban de sacudirse los arneses. En pocos segundos, se lanzarían a una loca carrera.
Logró tomar a Pequeño John de un hombro. Trató de tirar de él hacia la puerta, pero no pudo sacarlo de debajo de Flood.
Pequeño John la miró con ojos indefensos, aterrados. Sabía tan bien como ella lo que podía ocurrirles a los pasajeros atrapados en un coche sin control. Lo más común era acabar con el cuello roto.
Ya frenética, Madeline hizo caso omiso de los dos hombres que se retorcían en el parque, y volvió a trepar al vehículo, que se estremecía con el movimiento de los caballos que trataban de liberarse de los arneses. Supo que los animales estaban a punto de lanzarse, desbocados, a una carrera sin control.
Logró afianzarse contra el respaldo del asiento, lo que le sirvió para hacer palanca. Plantó la suela de la bota en las costillas de Flood y empujó con todas sus fuerzas.
El coche saltó hacia delante.
Empujó más fuerte aún. Finalmente, el pesado cuerpo de Flood se movió. Pequeño John se escabulló de debajo del mismo. Madeline lo aferró con más seguridad. Juntos saltaron del coche en movimiento y cayeron tambaleantes sobre el pavimento.
El coche avanzó a los saltos, resonando con gran estrépito por la estrecha callejuela. Al llegar a la esquina, los caballos titaron hacia la izquierda. El pesado vehículo osciló violentamente y volcó sobre un costado. Los caballos se sintieron liberados. Completamente enloquecidos, galoparon hacia la oscuridad, dejando el coche con las ruedas girando locamente en el aire.
Madeline aferró el brazo de Pequeño John, se puso de pie y se volvió justo a tiempo para ver que Keston se había librado de Artemis. Esperaba que tratara de huir y perderse en la noche. En lugar de eso, soltando un alarido de pura furia, corrió a buscar su bastón, que estaba caído en el arroyo.
Madeline pensó que quizá tenía intenciones de pegar a Artemis con el bastón. En cambio, hizo girar la empuñadura con un salvaje movimiento de la mano. A la luz de la lámpara, vio que se desplegaba un largo y siniestro estilete.
—¡Artemis!
Pero él ya se había puesto en movimiento. A medias caído sobre el pavimento, revolcó el pie en un arco que alcanzó a Keston en el muslo. Soltando un grito, Keston cayó de espaldas sobre los duros adoquines.
Artemis estuvo sobre él antes de que Madeline pudiera siquiera parpadear.
—¡Oh Dios, el estilete!
Pequeño John le rodeó la cintura con sus brazos y ocultó el rostro en la capa de Madeline.
El combare terminó con horrible prontitud. Ambos hombres quedaron inmóviles. Artemis yacía debajo de Keston.
—¡Artemis! —gritó Madeline—. ¡Artemis!
—Malditos infiernos. —Pequeño John levantó la cara y contempló a los dos hombres totalmente conmocionado—. Malditos infiernos.
Tras lo que pareció una eternidad, Artemis se levantó haciendo un esfuerzo y rodó hasta librarse del inmóvil Keston. La sangre brilló a la luz de la lámpara.
Madeline cubrió a Pequeño John con el borde de su capa, tratando instintivamente de protegerlo contra la visión.
Artemis se puso de pie y la miró. Parecía no advertir la sangre que goteaba del cuchillo que tenía en la mano.
—¿Estás bien? —preguntó él con voz ronca.
—Sí. —Madeline contempló el cuchillo—. Artemis, ¿estás…?
Entonces él miró el cuchillo y luego miró a Keston.
—Estoy bien —respondió en voz baja.
Pequeño John hizo a un lado la capa de Madeline.
—¿Estás muerto? —preguntó con ansiedad.
—Sí. —Artemis arrojó el cuchillo, que sonó al dar sobre el pavimento.
Madeline corrió hacia él.