Capítulo 2

Los gruesos paneles de cristal de las ventanas de «El perro de ojos amarillos» brillaban con luz malévola. El fuego de la chimenea proyectaba amenazadoras sombras que fluctuaban y oscilaban como fantasmas ebrios.

Artemis advirtió que los parroquianos estaban, sin duda, borrachos, pero distaban de ser inofensivos fantasmas. Probablemente, la mayoría iría armada. «El perro de ojos amarillos» era lugar de reunión de la escoria de los barrios bajos.

Madeline contempló la escena desde la ventanilla del carruaje.

—Por suerte se me ocurrió traer la pistola.

Hunt se las arregló para no soltar un gemido. Sólo hacía una hora que conocía a la dama, pero era suficiente como para no sobre saltarse antes semejantes noticias.

—Pues tendrá la bondad de guardarla en el bolso —dijo con toda firmeza—. Prefiero no recurrir a las armas, si puede evitarse. Tienen la tendencia a provocar el caos.

—Bien lo sé —replicó Madeline.

Artemis recordó los rumores acerca de la defunción de su esposo.

—Sí, supongo que lo sabe.

—No obstante —siguió diciendo Madeline—, secuestrar a una joven en medio de la calle no es un delito menor. Sospecho que no tendrá una solución ordenada.

Artemis apretó los dientes.

—Si su Nellie se encuentra en el interior del «Perro», tal vez pueda rescatarla sin utilizar una pistola.

Madeline permaneció dubitativa.

—No me parece posible, señor Hunt. Los parroquianos parecen ser una caterva de truhanes.

—Razón de más para evitar ruidos sospechosos que puedan atraer su atención —la miró fijamente con expresión severa—. Mi plan funcionará siempre y cuando usted se atenga a mis instrucciones.

—He accedido a aceptar su plan, señor, y así lo haré. —Madeline hizo una delicada pausa—. A menos, naturalmente, que algo salga mal.

Artemis pensó que no tenía más remedio que conformarse con esa débil promesa. Era evidente que la Viuda Siniestra estaba acostumbrada a dar órdenes, no a obedecerlas.

—Muy bien, manos a la obra, entonces. ¿Tiene bien claro cuál es su papel en todo esto?

—No se preocupe, señor Hunt. Pequeño John y yo tendremos el carruaje listo en la salida del callejón.

—Ocúpese de que así sea. Sería bastante molesto salir por la puerta trasera con Nellie en los brazos y no contar con la forma de abandonar el lugar. —Artemis arrojó su sombrero sobre el asiento y se apeó del coche.

Latimer entregó las riendas a Pequeño John y saltó del pescante para unirse a Artemis. Allí de pie en la calle, parecía aún más corpulento de lo que había parecido acurrucado en el pescante. Los enormes hombros del cochero tapaban la mayor parte del resplandor que surgía de la única lámpara del carruaje.

Artemis recordó la primera impresión que le había causado el cochero: es más un guardaespaldas que un cochero.

—Tengo mi pistola, señor —intentó tranquilizarlo el cochero.

—¿Tanto tú como tu patrona siempre salís armados hasta los dientes?

Latimer pareció sorprendido ante la pregunta.

—¡Oh, sí, señor!

Artemis meneó la cabeza.

—¡Y ella me considera excéntrico! No importa; ¿estás listo?

—Sí, señor. —Latimer miró las ventanas de «El perro de ojos amarillos» con ojos que echaban chispas—. ¡Por los clavos de Cristo, si han hecho algún daño a mi Nellie, lo pagarán uno a uno!

—Dudo que hayan tenido tiempo de hacer algún daño a la muchacha. —Artemis se dispuso a cruzar la calle—. Para ser franco, si fue secuestrada con la intención de venderla en un burdel, los bastardos tendrán sumo cuidado de no hacerle nada que pudiera, bueno… bajar su valor en ese mercado tan particular, si entiendes lo que quiero decir.

Latimer se puso rígido de aprensión y furia.

—Lo comprendo muy bien, señor. He oído decir que subastan a las mujeres como los caballos en el Tattersall. Las pobres son adjudicadas al mejor postor.

—No ternas, llegaremos a tiempo —le dijo Artemis en voz baja.

Latimer volvió la cabeza. Su rostro era una máscara sombría bajo la luz amarilla que salía por las ventanas de la taberna.

—Si esta noche logramos rescatar a mi Nellie, señor, quiero que sepa que estaré en deuda con usted durante el resto de mi vida.

El pobre hombre estaba enamorado. Incapaz de pensar en nada que pudiera tranquilizarlo, Artemis le dio un breve apretón en el hombro.

—Recuerda —le dijo—, dame quince minutos, no más, y después provoca una distracción —avanzó hacia las sombras.

—Sí, señor —a grandes pasos, Latimer fue hacia la puerta de la taberna, la abrió de par en par, y desapareció en su interior.

Artemis se dirigió al callejón que conducía hasta la parte de atrás de la taberna. En menos de tres pasos se vio rodeado de toda una colección de malos olores. Evidentemente, la estrecha callejuela había sido utilizada tanto como excusado que como basurero. Esa misma noche, cuando todo hubiera terminado, sus botas necesitarían una buena limpieza.

Llegó hasta el final del callejón, giró en la esquina y se encontró en lo que alguna vez había sido un jardín. La letrina de la taberna se encontraba en un rincón. La puerta que daba a la cocina permanecía abierta para dejar entrar el aire. Un piso más arriba, podía verse una ventana iluminada.

* * *

Artemis se subió el cuello del abrigo para ocultare el rostro mientras avanzaba hacia la puerta de la cocina. Si alguien lo veía, podía pasar por uno más de los calaveras borrachos que se aventuraban por los arrabales en busca de desenfreno y diversión.

Encontró la escalera trasera y la subió de dos en dos hasta llegar a la planta superior. Al llegar al rellano, pudo escuchar las voces apagadas de dos hombres. Una feroz discusión tenía lugar detrás de las puertas que conducían al vestíbulo en sombras.

—Es un bombón de primera, te lo aseguro. Podemos conseguir el doble por ella si la vendemos a esa vieja ramera que maneja la casa de Rose Lane.

—Hice un trato, maldito seas, y no voy a traicionarlo. Me va en ello la reputación.

—Lo que tenemos es un negocio, pedazo de imbécil, no un deporte de caballeros con sus reglas y todo eso. El asunto es hacer dinero; insisto en que podremos sacar mucho de ella si la ofrecemos al burdel de Rose…

La discusión fue interrumpida por un súbito alboroto proveniente de la planta de abajo. Gritos y chillidos de alarma resonaron por el hueco de la escalera. Artemis reconoció la más estridente de rodas las voces: pertenecía a Latimer.

—¡Fuego! ¡Fuego en la cocina! ¡Corred si queréis salvar la vida, el lugar va a arder como una antorcha!

Los gritos fueron seguidos por el retumbar de pesadas botas que se dirigían hacia la puerta. Artemis oyó el estrépito causado por un objeto de gran tamaño —una mesa, tal vez— que caía al suelo.

Trató de hacer girar el picaporte de la puerta que daba al vestíbulo. Cedió con facilidad. Su intuición le dijo que la habitación se hallaba vacía. Dio un paso adentro, y dejó la puerta entreabierta.

—¡Haced sonar la alarma! —La voz de Latimer se elevó en un aullido—. ¡En la cocina el humo es tan espeso que no se puede ver la mano frente a la cara!

La otra puerta que daba al vestíbulo de la planta alta se abrió de golpe. Oculto en las sombras, Artemis vio que aparecía por ella un hombre musculoso de hombros anchos. Detrás de él iba su compañero, un hombrecillo esmirriado con cara de rata. La luz proveniente del interior del cuarto revelaba sus ropas raídas y sus expresiones perplejas.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó el hombre más corpulento a nadie en particular.

—Ya oíste los gritos —dijo el flacucho, mientras trataba, sin éxito, de sortear al hombrón—. Hay un incendio. Puedo oler el humo. Tenemos que salir de aquí.

—¿Y la chica? Vale demasiado para dejarla.

—No vale tanto como mi vida —el hombrecillo finalmente había logrado salir al vestíbulo y se precipitaba escalera abajo—. Puedes llevártela, si te gusta meterte en problemas.

El grandote vaciló. Volvió la cabeza para mirar dentro de la habitación iluminada. En su rostro vulgar podía verse cómo se deba tía entre la frustración y la desesperación.

—¡Por todos los malditos infiernos!

Desgraciadamente, pudo más la codicia. El hombre giró sobre sus talones y retornó a la pequeña alcoba. Reapareció a los pocos minutos llevando cargada sobre el hombro a una mujer inconsciente.

Artemis emergió de entre las sombras.

—Permítame ayudarle a rescatar a la joven.

El grandote lo miró con expresión feroz.

—¡Quítese de mi camino!

—Lo siento. —Artemis dio un paso al costado.

El hombre pasó frente a él como una tromba, rumbo a la escalera del frente. Artemis le hizo una zancadilla adelantando la bota, al tiempo que le golpeaba la vulnerable zona entre el cuello y el hombro. El hombre soltó un alarido al sentir que su brazo izquierdo, y prácticamente todo el costado izquierdo del cuerpo, le quedaba entumecido. Trastabilló, tropezó con el pie de Artemis, y cayó al suelo cuan largo era. Al intentar frenar su caída extendiendo el brazo derecho, soltó el cuerpo inerte de Nellie.

Artemis alcanzó a recogerla antes de que el hombre tocara el suelo. Se la echó sobre el hombro y corrió hacia la escalera trasera. Abajo podía oírse el ruido de la gente tratando de huir por la puerta de la cocina.

Al llegar a la mitad de la angosta escalera, una figura se irguió ante él.

—¿Pudo rescatarla? —preguntó Latimer. Entonces vio el bulto cargado sobre el hombro de Artemis—. ¡Nellie! ¡Está muerta!

—Sólo dormida. Probablemente le hayan dado láudano o algún brebaje similar. Vamos, hombre, debemos darnos prisa.

Latimer no discutió. Se volvió y abrió la marcha hacia la planta baja. Artemis lo siguió a toda velocidad.

Cuando llegaron abajo, resultó evidente que se contaban entre los últimos en abandonar las instalaciones. De la cocina salía una es pesa humareda.

—Debes de haber exagerado un poco con esa lámpara de aceite sobre el fuego de la cocina —comentó Artemis.

—Usted no me dijo cuánto debía usar —gruñó Latimer.

—No tiene importancia. Funcionó.

Se apresuraron a salir al jardín y se internaron en el callejón. Al llegar a la calle principal, vieron que la gente se arremolinaba frente a la taberna, pero el pánico comenzaba a disminuir. La ausencia de llamas sin duda atemperaba la eficacia del engaño, pensó Artemis. Alcanzó a ver a un hombre, seguramente el dueño de la taberna, que intentaba regresar al edificio.

—Démonos prisa con esto —ordenó Artemis.

—Sí, señor.

El carruaje estaba allí, exactamente donde Artemis había indicado que estuviera. Al menos, la mujer había acatado sus órdenes. Pequeño John se hallaba en el pescante, con las riendas en las manos. Cuando Artemis se acercó, se abrió la portezuela.

—¡La tiene! —gritó Madeline—. ¡Gracias a Dios!

Se adelantó para ayudar a Artemis a introducir a Nellie por la pequeña abertura. De un salto, Latimer se trepó al pescante para hacerse cargo de los caballos.

Artemis logró hacer subir a Nellie, y subió tras ella.

—¡Quieto donde está, maldito bastardo ladrón, o le meteré una bala en la espalda!

Artemis reconoció la voz. El canijo.

—Latimer, sácanos de aquí. —Artemis se arrojó al interior del carruaje, y cerró la portezuela tras él.

Una vez en la cabina, arrastró a Madeline fuera de su asiento y la obligó a echarse al suelo para que su silueta no se distinguiera por la ventanilla. Pero, por alguna razón incomprensible, ella se resistió. Artemis la sintió debatirse contra él mientras el carruaje se ponía en marcha. Madeline levantó un brazo. Artemis tuvo un pantallazo de la pequeña pistola que tenía en la mano, a centímetros de su oreja.

—¡No! —le gritó. Pero sabía que era demasiado tarde. La soltó, y se tapó los oídos con ambas manos.

Se produjo un destello de luz. En el interior de la pequeña cabina, el rugido de la pistola resonó como un disparo de cañón.

Artemis fue vagamente consciente del avance traqueteante del carruaje, pero el sonido de las ruedas y los cascos de los caballos eran apenas un lejano zumbido. Abrió los ojos y vio que Madeline lo con templaba fijamente con expresión ansiosa. Sus labios se movían, pero él no oyó una palabra de lo que decía.

Madeline lo aferró por los hombros y lo sacudió. Abrió la boca, y volvió a cerrarla. Artemis advirtió que le preguntaba si estaba bien.

—No —respondió. El disparo aún resonaba en sus oídos No podía calcular el volumen de su propia voz. Deseó estar gritando. Ciertamente, tenía muchas ganas de gritar—. No, no estoy nada bien. Por todos los malditos infiernos, señora, sólo me resta rezar para que no me haya dejado definitivamente sordo.