Capítulo 18

Él aguardó entre las sombras, detrás del biombo, y atisbó a través de la pequeña abertura que había disimulado con el dibujo. Los dos hombres entraron en el elegante salón dispuesto para la cena, uno detrás del otro. Cada uno de ellos se sorprendió al ver al otro, aunque presurosamente disimularon su mutua sorpresa con las cortesías de costumbre. Sin embargo, ninguno tuvo mucho éxito en la empresa de ocultar su incomodidad. Observaron la habitación iluminada por el fuego, poniendo buen cuidado en no cruzar las miradas.

La mesa había sido dispuesta para cuatro comensales. La luz de las velas refulgía sobre la cristalería y la platería. Gruesas cortinas de terciopelo ocultaban los jardines cubiertos por la niebla que se extendían afuera de los altos ventanales. Los ruidos de la música y la gente se oían amortiguados y distantes. La espesa alfombra apagaba los pasos de ambos caballeros. En el lugar no se veía ningún criado.

Un silencio absoluto envolvía el comedor privado.

Glenthorpe rompió el hielo.

—No esperaba verte esta noche aquí. Presumo que eres uno de los socios de esta empresa.

—¿Te refieres al proyecto minero? —preguntó Flood, acercándose a la botella de clarete dispuesta sobre la mesa. Se sirvió una generosa ración, pero no ofreció otra a Glenthorpe—. Estoy involucrado en él desde el principio. Pronto retiraré los beneficios.

—Me dijeron que; al principio, las oportunidades de inversión estaban limitadas a un puñado de señores.

—Sí, lo sé. Sólo por invitación. —Flood apuró el contenido de su copa y contempló a Glenthorpe por encima del borde. ¿De modo que tú fuiste uno de los que entraron en él al principio?

—Ya me conoces, Flood —la risa de Glenthorpe tenía un sonido hueco en la pequeña habitación—. Siempre he sabido aprovechar una oportunidad cuando se cruza en mi camino.

—Sí, te conozco —confirmó Flood en voz baja—. Y tú me conoces a mí. Y ambos conocíamos a Oswynn. Interesante, ¿no te parece?

Como respuesta a esa pregunta, Glenthorpe dio un respingo.

—¿Te enteraste de las noticias?

—¿De que esta mañana sacaron su cuerpo del río? Me enteré.

—Fue atacado por bandoleros —dijo Glenthorpe. Parecía ansioso y desesperado a la vez—. Conocías su temperamento. Impulsivo e imprudente. Siempre le gustó exponerse al peligro. Pasaba mucho tiempo en la zona más peligrosa de la ciudad. Es un milagro que no le hayan roto el cuello o matado de un disparo varios años antes.

—Así es —dijo Flood—. Un milagro. Pero ahora está muerto, ¿verdad? Y sólo quedamos dos de los miembros de nuestro pequeño club.

—Por el amor de Dios, Flood; deja ya de hablar de Oswynn.

—Quedamos dos, y por una rara casualidad, ambos estamos esta noche aquí para conocer al jefe de la empresa y enterarnos de nuestros beneficios.

Glenthorpe se acercó al calor del fuego.

—Estás totalmente ebrio. Tal vez deberías olvidarte del vino hasta que hayamos terminado con nuestro negocio.

—Nuestro negocio —repitió Flood, pensativo—. ¡Ah, sí, nuestro negocio! Dime, ¿no te parece taro que no haya llegado nadie más?

Glenthorpe frunció el entrecejo. Sacó el reloj del bolsillo de su pantalón, y levantó la tapa.

—La invitación era para las diez.

—¿Y qué? —Glenthorpe devolvió el reloj a su bolsillo—. Esta noche los jardines están atestados. Los demás inversores, sin duda, se han demorado.

Flood echó una mirada a los cuatro cubiertos dispuestos sobre la mesa.

—No pueden ser muchos.

Glenthorpe siguió su mirada. Se retorcía nerviosamente las manos.

—Por lo menos, dos más.

Flood siguió mirando los cuatro lugares.

—Si pensamos que uno de los lugares está destinado al jefe de la empresa, sólo queda lugar para un inversor más, aparte de nosotros. Aparentemente, sólo tres fuimos invitados a hacer fortuna con esto.

—No lo entiendo. —Glenthorpe jugueteó con la cadena de su reloj—. ¿Qué hombre llegaría tarde a conocer los beneficios de su inversión?

Artemis salió de detrás del biombo.

—Un hombre muerto —dijo con calma.

Flood y Glenthorpe giraron al unísono para enfrentarla.

—¡Hunt! —murmuró Flood.

—¿Qué demonios es esto? —La expresión de temor de Glenthorpe se transformó en total confusión—. ¿Por qué te ocultaste detrás del biombo? Deberías haberte anunciado cuando llegamos. No es noche para juegos.

—Coincido contigo —dijo Artemis—. Ya no habrá más juegos.

—¿A qué te referías con esa mención a un hombre muerto? —preguntó bruscamente Glenthorpe.

—Eres un necio, Glenthorpe. —Flood no sacaba los ojos de encima a Artemis—. Siempre lo has sido.

Glenthorpe se puso furioso.

—Maldición, ¿cómo te atreves a llamarme necio? No tienes ningún derecho a insultarme.

—Hunt no es el tercer inversor —dijo Flood en tono cansado—. Es el dueño de la empresa minera. ¿No es así, Hunt?

Artemis inclinó la cabeza.

—En efecto.

—Glenthorpe miró los cuatro cubiertos dispuestos en la mesa, y volvió los ojos hacia Artemis. —¿Y entonces quién es el tercer inversor?

Flood torció la boca en una mueca.

—Sospecho que el tercero inducido a invertir su fortuna en este proyecto era Oswynn.

Artemis no se apartó de las sombras.

—Una vez más, aciertas con tu conclusión. Pero, bueno, siempre fuiste el más astuto de los tres, ¿no es así?

Flood apretó los dientes.

—Dime, sólo por curiosidad, ¿exactamente cuánto de nuestra inversión total hemos perdido?

Artemis fue hacia la mesa, tomó la botella de clarete y se sirvió una copa. Miró a los hombres.

—Lo habéis perdido todo.

—¡Maldito bastardo! —murmuró Flood.

Glenthorpe quedó boquiabierto.

—¡Peto no es posible! ¿Y nuestros beneficios? ¡Íbamos a hacer fortunas con esta inversión!

—Mucho me temo que vuestros beneficios, al igual que el dinero que invertisteis, desaparecieron en el pozo de esa imaginaria mina de oro en los Mares del Sur —dijo Artemis.

—¿Estás diciendo que nunca existió ninguna mina?

—Sí, Glenthorpe. Eso es precisamente lo que estoy diciendo.

—Pero… peto yo hipotequé mis propiedades para reunir los fondos necesarios para esta aventura minera. —Glenthorpe se aferró al borde de la silla para sostenerse—. Quedaré en la ruina.

—Los tres apostamos en esto mucho más de lo que podíamos permitirnos. —Flood clavó una mirada venenosa en Artemis—. Nos dejamos deslumbrar. Fuimos engañados por una ilusión. Hunt ha sido el mago detrás de la escena.

Glenthorpe se tambaleó. Su rostro se contorsionó en una mueca de angustia. Aspiró en sofocados jadeos, y se enderezó lentamente.

—¿Por qué? ¿Qué pretendes? Artemis lo miró a los ojos.

—Se trata de Catherine Jensen.

Glenthorpe se puso pálido. Acercó una silla, y se sentó pesadamente en ella.

—Fuiste tú el que envió el sello hace unos meses, ¿no es así?

—Quería que tuvierais tiempo de reflexionar sobre el pasado antes de dar el paso siguiente —dijo Artemis.

—Eres un demonio despiadado, Hunt —dijo Flood casi con indiferencia—. Debí haberlo pensado mucho antes de esta noche.

—No. —Glenthorpe se frotó la nariz con el dorso de la mano—. No; es imposible. ¿Cómo puede ser? Eso pasó hace cinco años.

Artemis apenas si le dirigió una fugaz mirada despreciativa. El peligroso era Flood.

—La venganza no tiene límite de tiempo.

—¡Fue un accidente! —exclamó Glenthorpe, alzando la voz—. ¡Ella armó un terrible alboroto! ¿Quién habría pensado que la pequeña zorra lucharía de esa forma? Se nos escapó. Tratamos de atraparla, pero huyó. Era una noche muy oscura. No había luna. Era imposible verse la maldita mano frente a la propia cara sin una lámpara. No es culpa mía que haya caído por el acantilado.

—Pero yo sí lo considero culpa tuya —dijo Artemis en voz baja—. Tuya, y de Oswynn, y de Flood.

—Bueno, entonces —dijo Flood con calma—, ¿vas a matarnos, como mataste a Oswynn?

A Glenthorpe se le aflojé la mandíbula.

—¿Tú mataste a Oswynn? —Se crispó visiblemente y tuvo que apoyarse en la mesa para sostenerse—. ¿No fue un asaltante?

—Desde luego que no. Fue Hunt quien lo mató —dijo Flood—. ¿Quién otro podía ser?

—Pues resulta —dijo Artemis— que no fui yo quien maté a Oswynn.

—No te creo —dijo Flood.

—Que lo creas o no es cosa tuya, desde luego, pero, si pierdes tiempo vigilándome por encima del hombro, puedes no advertir la presencia del verdadero asesino frente a ti.

—¿Tal como ambos no advertimos que estábamos siendo conducidos a nuestra propia ruina? —Gruñó Flood.

—Exactamente —sonrió Artemis—. Mi consejo es que os cuidéis de cualquier nueva amistad.

—No —la respiración de Glenthorpe era afanosa y superficial—. No, no puede estar pasando esto.

Flood apreté los dientes.

—Si tú no mataste a Oswynn, ¿quién lo hizo?

—Excelente pregunta —con aire ausente, Artemis bebió un sorbo de su clarete—. Una pregunta que espero poder responder pronto. Mientras tanto, creo que debemos suponer que el asesino va a seguir con cada uno de vosotros. Es posible que os despache a ambos a la vez. Por eso os llamé aquí esta noche. Antes de que muráis, quería que supierais que Catherine Jensen ha sido vengada.

Glenthorpe sacudió la cabeza, agitado e indefenso.

—¿Pero por qué querría asesinarnos ese delincuente?

—Por la misma razón por la que mató a Oswynn. Espera distraerme de otro proyecto en el que estoy profundamente involucrado —respondió Artemis—. Debo reconocer que ha tenido éxito en dispersar mi atención. Pero no puedo permitir que esta situación se prolongue.

Flood lo miró fijamente.

—¿Y cuál es ese otro proyecto?

—Eso no te incumbe —replicó Artemis—. Baste decir que mi vinculación contigo y con Glenthorpe ha terminado por el momento. Los hechos me han obligado a jugar mis cartas antes de lo previsto. Por ahora deberé contentarme con saber que mañana por la mañana ambos os encontraréis con vuestros acreedores llamando a la puerta.

—Estoy destruido —murmuré Glenthorpe resollando—. Completamente destruido.

—Así es. —Artemis se dirigió hacia la puerta—. No alcanza para compensar lo que hicisteis hace cinco años, desde luego, pero os dará algo en que pensar durante las noches largas y frías. Siempre y cuando el que mató a Oswynn no os mate primero.

—¡Maldito seas, condenado bastardo! —rugió Flood—. ¡No saldrás indemne de esto!

—Si de alguna forma sentís que he mancillado vuestro honor —dijo Artemis con gran suavidad— sentíos libres de mandarme a vuestros padrinos.

Flood se puso rojo de furia, pero no dijo nada.

Artemis salió al vestíbulo, cerrando la puerta tras él. Oyó algo que se estrellaba contra los paneles de madera. La botella de clarete, quizás. Bajó la escalera y salió a la neblinosa noche.

La bruma no había afectado el entusiasmo de la gente, pero esa noche muchos elegían las atracciones que se ofrecían puertas adentro. Las luces del Pabellón de Cristal iluminaban todo el camino. Artemis se adentró por un sendero que corría a través de un bosquecillo iluminado con lámparas. Tenía todo el sendero para él solo.

Todo había terminado, por fin. Cinco largos años de aguardar ansiosamente el momento, todos los planes y los interminables diseños de estrategias, todo había concluido esa noche. Oswynn estaba muerto, Flood y Glenthorpe estaban arruinados y bien podían morir a manos del misterioso malhechor que se hacía pasar por el fantasma de Renwick Deveridge. Sin duda, era suficiente.

Se dio cuenta de que esperaba algo, pero no sentía nada. ¿Dónde estaba la satisfacción? ¿La sensación de haber hecho justicia? ¿La anhelada paz?

Escuchó los aplausos que salían del Pabellón de Plata. La demostración de hipnotismo acababa de finalizar.

Se le ocurrió que él mismo había vivido en trance durante cinco años. Quizá Madeline tuviera razón. Tal vez él fuera un excéntrico total. ¿Qué hombre cuerdo y lúcido pasaría cinco años planeando venganza?

Conocía la respuesta a esa pregunta: un hombre que no tuviera ningún motivo para vivir más importante que una fría venganza.

La opresiva certeza cayó sobre él, tan gris e informe como la niebla, pero aún más densa que ésta para su alma. Salió por la puerta oeste y se dirigió al primero de los coches de punto que aguardaban en fila entre las sombras.

Se detuvo al ver el pequeño carruaje negro que aguardaba en la calle. Las lámparas exteriores brillaban con resplandor fantasmal. El interior de la cabina estaba a oscuras.

—¡Malditos infiernos!

El vacío que hasta momentos antes tenía en su interior se vio colmado por la ira. No se suponía que ella estuviera allí.

Fue hacia el coche. Sobre la caja, el bulto informe que resultó ser Latimer lo saludó al verlo acercarse.

—Siento mucho todo esto, señor Hunt. Traté de convencerla de que no lo siguiera, pero no quiso saber nada.

—Más tarde hablaremos de quién da las órdenes en mi casa, Latimer.

Abrió la portezuela de un tirón y saltó dentro de la cabina en penumbras.

—Artemis —la voz de Madeline parecía ahogada por alguna emoción que él no pudo identificar—. Esta noche se encontró con esos dos hombres, Flood y Glenthorpe. No se moleste en negarlo.

Artemis se sentó frente a ella. Llevaba un espeso velo, como la noche en que la conociera. Sus manos estaban fuertemente apretadas sobre el regazo. Artemis no pudo ver su expresión, pero percibió la tensión que transmitía.

—No tengo la menor intención de negarlo —replicó.

—¿Cómo se atreve, señor?

Su enfado lo dejó helado.

—¿Qué demonios es todo esto?

—Ni siquiera tuvo la cortesía de informarme acerca de sus planes para esta noche. Si Zachary no hubiera mencionado que había enviado mensajes a dos señores con los que tenía negocios en común, no me habría enterado qué tenía entre manos. ¿Cómo pudo hacer algo semejante sin decírmelo?

La ira de Madeline lo desconcertó.

—Lo que tenía que hacer esta noche con Flood y Glenthorpe no era asunto suyo.

—Les informó de su inminente quiebra, ¿no es así?

—Sí.

—¡Maldición señor, podrían haberlo matado!

—Sumamente improbable. Tenía el asunto totalmente controlado.

—¡Santo Dios, Artemis, preparó una confrontación con sus dos más formidables enemigos, y ni siquiera llevó a Zachary para que le cuidara las espaldas!

—Le aseguro que no había ninguna necesidad de que Zachary estuviera allí.

—No tiene ningún derecho a correr un peligro tan grande. ¿Y si algo salía mal? —Alzó la voz—. ¿Y si Flood y Glenthorpe lo hubieran retado a duelo?

La furia de Madeline era turbulenta y algo intrigante. Advirtió que estaba sumamente preocupada por su bienestar.

—Flood y Glenthorpe no son de los que arriesgan el pellejo en un duelo. Si lo fueran, ya haría mucho tiempo que yo los habría desafiado. Madeline, cálmese.

—¿Cómo puede insinuar algo semejante? ¿Y si alguno de ellos sacaba una pistola y lo mataba ahí mismo?

—No estaba totalmente desprevenido —respondió él, tranquilizándola—. Vacilo antes de recordarle mis defectos, pero, después de todo, soy Vanza. No soy un hombre fácil de matar.

—Su entrenamiento Vanza no sirve para nada frente a una bala, señor. Renwick Deveridge era Vanza, y, sin embargo, yo tomé una pistola y lo maté en su propia sala de la planta alta.

El coche estaba en movimiento, pero el silencio en su interior era tan atronador que tapaba el traqueteo de las ruedas y los cascos. Madeline escuchó los ecos de su propia confesión, y se preguntó si realmente no se habría vuelto loca. Después de tantos meses guardando su terrible secreto —un secreto por el cual podía ser colgada o deportada—, lo había soltado en medio de una vehemente discusión.

Artemis pareció pensativo.

—De modo que las especulaciones y los rumores eran verdad. Usted le disparó.

Madeline apretó las manos sobre la falda.

—Sí.

—¿Y su pesadilla recurrente supongo que es un relato bastante aproximado de los sucesos de esa noche?

—Sí. No le conté la primera parte.

—La parte en que le disparó a Deveridge.

—Sí.

Él no le quitaba los ojos de encima.

—Tampoco me contó por qué estaba tan desesperada por abrir la puerta del dormitorio aunque a su alrededor la casa estuviera en llamas.

—Bernice estaba adentro.

Hubo un momento de lúgubre silencio.

—Malditos infiernos. —Artemis meditó sobre lo que acababa de escuchar—. ¿Cómo quedó encerrada en el dormitorio? —preguntó finalmente.

—Esa noche, Renwick la secuestró, después de envenenar a mi padre —le dolían los dedos. Miró hacia abajo y vio que había apretado los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. La trajo a su casa, la ató y amordazó, y la abandonó para que muriera en el incendio.

—¿Cómo hizo usted para encontrarla?

—Papá todavía vivía cuando lo descubrí. Me dijo que Renwick se había llevado a Bernice y que volvería por mí. Me dijo que una acción rápida y decisiva era mi única esperanza. Me obligó a recordar todo lo que me había enseñado sobre Vanza.

—¿Y qué hizo usted?

—Seguí a Renwick hasta su casa. Cuando llegué, ya le había prendido fuego al laboratorio. Estaba preparando todo para incendiar la cocina. Entré por el jardín, miré hacia arriba y vi el rostro de Bernice en la ventana del dormitorio. Había logrado arrastrarse hasta allí, pero, como tenía las manos atadas, no podía abrir la ventana. Yo no tenía manera de trepar basta allí.

—¿Y entró en la casa?

—Sí. No tenía alternativa —cerró los ojos cuando los recuerdos la atravesaron con escalofriante vértigo—. Renwick seguía en la cocina. No me oyó entrar. Subí la escalera y crucé el vestíbulo hasta el dormitorio. Todo estaba oscuro, salvo el resplandor de las llamas en la escalera trasera.

—Y encontró la puerta del dormitorio cerrada. Madeline asintió.

—Traté de usar una horquilla para el pelo. Podía oír el crepitar de las llamas. Sabía que no tenía mucho tiempo. Entonces, de improviso, él apareció detrás de mí. Debió de verme en la escalera.

—¿Qué le dijo Deveridge?

—Rió al verme agachada frente a la cerradura. Sostenía la llave en la mano. Y se echó a reír. «¿Necesitas esto?», me preguntó.

—¿Qué le contestó?

—Nada —lo miró a través del velo—. La pistola estaba en el suelo, junto a mí, oculta por los pliegues de mi capa. El no la había visto. Papá me había dicho que no debía titubear, ya que él era Vanza. De modo que no dije nada. Me incliné, tomé la pistola y lo maté de un solo disparo. Estaba a pocos pasos de mí, comprenda. Venía hacia mí. Riendo como el demonio que era. No podía errar. No me atreví a errar.

—Entonces tomó la llave, abrió la puerta y rescató a su tía.

—Sí.

—Es usted realmente increíble, querida mía.

Ella lo miró a los ojos.

—Jamás en mi vida estuve tan aterrada.

—Sí, naturalmente —dijo él—. Eso es lo que hace que todo sea tan sorprendente. No quiero que se demore más de la cuenta en el tema, pero debo preguntarle otra vez: dado que su tía y usted fueron las últimas en ver vivo a Renwick, ¿está totalmente segura de que murió esa noche?

Madeline se estremeció.

—Bernice hizo que nos detuviéramos el tiempo suficiente pata asegurarse. Dijo que no podíamos cometer errores, ya que se trataba de un hombre desequilibrado y peligroso.

—También era muy astuto.

Ella pareció recobrar el control de sí misma y lo miró con ojos decididos.

—Casi tan astuto e inteligente como usted, señor. Sin embargo, no fue tan astuto ni tan inteligente como para eludir una bala.

—Lo admito; le agradezco su preocupación.

—¡Maldición Artemis, no me trate como si fuera una idiota sin cerebro! Sé el daño que puede hacer en el pecho de un hombre una bala a quemarropa.

—Tiene razón. ¿Y por qué eligió este momento para contarme la verdad acerca de lo ocurrido esa noche?

Madeline se puso rígida.

—Le aseguro que no tenía ninguna intención de confesar el asesinato.

—Defensa propia.

—Sí, Artemis, pero no cualquiera lo creería.

—Yo lo creo.

—Discúlpeme, señor, pero parece tomar la noticia de que maté a alguien de manera más bien indiferente, por decir poco.

Él le dirigió una breve sonrisa.

—Sin duda, porque para mí no es exactamente una noticia. Hace tiempo que estoy prácticamente seguro de que usted o su tía mataron a Deveridge. Entre las dos, me inclinaba a apostar mi dinero por usted. Bernice podría haberlo envenenado, peto no usaría una pistola.

—Entiendo —se contempló las manos cruzadas—. No sé qué decir a eso.

—No es necesario que diga nada —hizo una pausa—. Pero acerca de la forma en que soltó la verdad…

—No sé qué me pasó. Debo de haber perdido la cordura —hizo una mueca—. No, la cordura no, los estribos. ¿Cómo se atreve a arriesgar el pellejo como lo hizo esta noche?

—¿Por qué está tan enfadada conmigo? —preguntó él con serenidad—. ¿Es porque teme que si me mataran Glenthorpe o Flood no podría contar con mis servicios?

Madeline sintió que la invadía una furia simple y purificadora.

—¡Por todos los infiernos, Artemis, sabe que eso no es cierto! Estoy furiosa porque no tolero la idea de que le ocurra algo.

—¿Quiere decir que se ha encariñado conmigo, a pesar de mi pasado Vanza? ¿Siente que puede pasar por alto mis vinculaciones con el comercio?

Ella le dirigió una mirada fulminante.

—No estoy de humor para bromas, señor.

—Yo tampoco —sin previo aviso, se inclinó hacia ella. Le apoyó las manos sobre los hombros—. Dígame exactamente por qué no tolera la idea de que me maten.

—No sea tonto, señor —dijo ella, con los dientes apretados—. Sabe perfectamente bien por qué no quiero que lo lastimen, o algo peor.

—Si no es porque le desagrada la idea de verse obligada a buscar otro experto Vanza, ¿será porque ya no puede soportar el peso de otra culpa? ¿Es por eso que está tan preocupada por mí?

—¡Maldición Artemis!

—Teme que si me ocurre algo mientras estoy a su servicio, pueda verse obligada a aceptar la responsabilidad, tal como lo hace con lo sucedido a su padre, ¿verdad?

De pronto, Madeline advirtió que también él hervía de furia.

—Sí, en parte es así. No necesito más culpa, muchas gracias.

—No tiene que asumir ninguna responsabilidad por mí, señora —su voz era fría y cortante como una espada—. ¿Comprendido?

—Voy a asumir lo que cuernos me de la gana.

—No, no lo hará —él quitó una mano del hombro de ella, levantó el borde del velo y llevó la tenue redecilla de gasa encima de su cabeza—. Estamos juntos en esto y juntos lo resolveremos.

—Artemis, creo que realmente me volvería loca si algo le pasara.

Él le tomó la cara entre las manos.

—Escúcheme con atención. Yo puedo tornar mis propias decisiones. No le corresponde a usted, ni tiene derecho, la actitud de culparse por lo que resulte de esas decisiones. Por todos los diablos, Madeline, acéptelo: no soy su responsabilidad.

—¿Y qué es, entonces, señor?

—¡Por Dios, señora, soy su amante! No lo olvide.

Le cubrió la boca con la suya y la obligó a recostarse sobre los cojines. Con el peso de su cuerpo la inmovilizó sobre el asiento. Sus piernas le aplastaron los pliegues del vestido.

—¡Artemis!

—Hace pocos minutos, cuando salía de los Pabellones de los Sueños, sentí que estaba saliendo de un trance —le tomó la cara entre las manos—. Un trance que había durado cinco largos años. La perspectiva de venganza fue lo que me mantuvo en pie durante esos años. Esta noche, por primera vez, me di cuenta de que en mi vida hay algo infinitamente más importante.

—¿Qué, Artemis?

—Tú.

Inclinó la cabeza y le se la boca con un beso intenso y exigente. Las sensaciones cercanas a la violencia, tanto suyas como de él, le inflamaron los sentidos. Madeline se aferró a él, devolviéndole el beso con la misma furiosa pasión que él demostraba.

La boca de Artemis trazó una huella ardiente hasta su garganta.

—Soy tu amante —volvió a decir.

—Sí, sí.

Le alzó la falda hasta la cintura. Ella sintió sus manos, cálidas y posesivas, sobre la tierna piel encima de las ligas.

Primero la encontró con sus dedos, llevándola hasta una ferviente cúspide de deseo apenas con unas pocas caricias.

—Me respondes como si hubieras sido hecha para mí —susurró él con admiración en su ronca voz.

Madeline sintió la erecta masculinidad presionando en su vientre, y advirtió que él se había ingeniado para quitarse los pantalones sin que ella lo advirtiera. Artemis le tomó un tobillo, luego el otro, y se colocó ambos sobre los hombros. Entre los envolventes pliegues de su vestido, los de la capa y las espesas sombras, sabía que él no podía verla, pero aun así se sintió expuesta. Jamás había experimentado una vulnerabilidad tan intensa. En lugar de alarmarla, eso sólo sirvió para aumentar su excitación.

Y entonces él la penetró con un solo movimiento que la colmó plenamente. Soltó un tembloroso suspiro, pero Artemis comenzó a moverse antes de que pudiera adaptarse a él. Sus embestidas eran rápidas, urgentes, inflexibles.

La pertinaz tensión que sentía en el bajo vientre se liberó de súbito en docenas y docenas de dulces, palpitantes estremecimientos que parecieron inundarle todo el cuerpo.

Ella oyó la ahogada exclamación de satisfacción y alivio que soltó Artemis y sintió los músculos de la espalda que se ponían rígidos bajo su mano. Lo abrazó con todas sus fuerzas, mientras él se derramaba dentro de ella.

* * *

Una hora después de acostarse, Artemis finalmente abandonó todo intento de dormir. Hizo a un lado las mantas, se levantó y tomó su bata de seda negra.

Cruzó la habitación hasta la mesilla baja, se sentó sobre la alfombra, y encendió la bujía para la meditación. Cerrando los ojos, dejó que el olor de las hierbas calmara sus agitados pensamientos.

Después de un rato, repasó cada plan, cada precaución, cada movimiento que había hecho hasta ese momento, buscando defectos o puntos débiles.

Pero, cuando se sintió satisfecho por haber hecho todo lo posible, sus pensamientos se vieron nuevamente llevados hacia la imagen de Madeline.

Tenía que ponerla a salvo. Ella era quien lo había arrancado de su largo trance.