12
Pitt nunca se había sentido tan solo. Era la primera vez en toda su vida de adulto que se había colocado a propósito fuera de la ley. Sin duda había conocido antes el miedo, tanto físico como emocional, pero jamás había experimentado dentro de él semejante división moral, la sensación de ser un extraño en su propio país.
Se despertó con frío, las sábanas revueltas y enmarañadas, medio caídas de la cama. La luz gris de la mañana bañaba la habitación. No se oía a Leah moverse en el piso de abajo. Estaba asustada. Lo había notado en su mirada baja, en la tensión de sus manos, más torpes de lo habitual. La visualizó en la cocina, el rostro tenso de preocupación, siguiendo su ritual matinal de forma mecánica, atenta a oír los pasos de Isaac, tal vez temiendo que Pitt apareciera, porque tendría que fingir delante de él. Era difícil tener en casa a extraños en tiempos de crisis, aunque también tenía sus ventajas. Te obligaba a ocultar el terror que amenazaba con consumirte por dentro. El pánico se posponía.
Después de todo habían asesinado a Sissons y lo habían arreglado para que su muerte pareciera un suicidio, pero Pitt había cambiado las pruebas —de hecho había mentido— a fin de hacer que pareciera de nuevo un asesinato. Había decidido ocultar la verdad, lo que él creía que era la verdad, con objeto de contener los disturbios, tal vez hasta la revolución. ¿Era absurdo?
No. Sabía que en el ambiente se respiraba violencia, miedo, cólera, una desesperación latente que podía encenderse con unas pocas palabras pronunciadas por la persona adecuada en el momento y el lugar oportunos. Y cuando Dismore —seguido de todos los demás editores— publicara el artículo de Lyndon Remus sobre el duque de Clarence y los asesinatos de Whitechapel, la ira se propagaría por todo Londres. Bastaría entonces con una docena de hombres en puestos poderosos, preparados y bien dispuestos, para derribar el gobierno y con él el trono… ¿y cuántas muertes y pérdidas seguirían?
Sin embargo, al tergiversar la verdad Pitt había traicionado al hombre en cuya casa dormía y a cuya mesa se disponía a desayunar, como había cenado la noche anterior.
El dolor que le producía tal pensamiento le revolvió el estómago, y le obligó a levantarse de la cama y cruzar la alfombra confeccionada a mano hasta la cómoda y la jarra de agua. Vació la mitad en la palangana y sumergió las manos en ella para a continuación echársela a la cara.
¿A quién podía pedir ayuda? Tenía prohibido ponerse en contacto con Cornwallis, quien seguramente no podría hacer nada. Tal vez hasta Tellman lo despreciara por lo que había hecho. Pese a toda su furia, Tellman era un hombre conservador que cumplía con rigurosidad sus propias reglas y sabía exactamente cuáles eran. Entre ellas no estaban las mentiras, ni falsificar pruebas ni inducir a error a la ley… fuera cual fuese el fin.
¿Cuántas veces había dicho él mismo que el fin no justifica los medios?
Había confiado a Narraway al menos parte de la verdad, y la sola idea le llenó de un miedo frío, una incertidumbre semejante a las náuseas. ¿Y qué había de Charlotte? Le había hablado tantas veces de la integridad.
Permaneció de pie temblando ligeramente mientras afilaba distraído la cuchilla de afeitar. Afeitarse con agua fría dolería. ¡Pero la mitad del mundo se afeitaba con agua fría!
¿Qué diría Charlotte de Sissons? No importaba lo que dijera, ¿qué pensaría? ¿La defraudaría tanto con su modo de actuar que mataría parte del amor que había visto en su mirada hacía apenas unos días? Era posible amar la vulnerabilidad, tal vez más que la ausencia de ella, pero no la debilidad moral, no el engaño. Cuando desaparecía la confianza, ¿qué quedaba? La compasión… el mantener promesas porque se habían convertido en… ¿un deber?
¿Qué habría hecho ella de haber encontrado a Sissons y la carta?
Pitt se observó en el pequeño espejo cuadrado. Era la misma cara de siempre, un poco más cansada, más arrugada, pero los ojos no habían cambiado, y tampoco la boca.
¿Siempre habían existido esas posibilidades dentro de él? ¿O el mundo había cambiado?
Quedándose allí de pie dándole vueltas no lograría nada. Los acontecimientos no le esperarían, y la decisión ya había sido tomada en la oficina de Sissons. Ahora debía salvar todo lo posible.
Mientras se rasuraba las mejillas, sin importarle el escozor ni el roce de la cuchilla, se dio cuenta de que en su mente había tomado forma que la única persona en la que confiaba y que tenía cierto poder para ayudarlo era Vespasia. Estaba totalmente seguro de sus lealtades, su coraje y, tal vez igual de importante, su cólera. Se indignaría tanto como él al imaginar lo que habría ocurrido si los disturbios hubieran estallado y se hubieran extendido por el East End, o si los hubieran contenido y ahorcado a algún miembro de la comunidad judía por un crimen que no había cometido, porque eran los corruptos y llenos de perjuicios los que aplicaban la ley.
Eso sería también una especie de derrocamiento del gobierno. Parecería que afectaba a menos personas, pero ¿acaso no acabaría corrompiendo a todos? Si la ley no hacía distinción entre inocentes y culpables, y se limitaba a ser conveniente para los que estaban en el poder, entonces era peor que inútil. Era un mal que se hacía pasar por bien, hasta que al final no engañaba a nadie y se convertía en algo odioso. Entonces no sólo desaparecía la realidad de la ley, sino que el concepto quedaba destruido en la mente de la gente.
No se había afeitado muy bien, pero no importaba. Se lavó con el resto del agua fría y se vistió. No se sentía con fuerzas de enfrentarse a Isaac y a Leah durante el desayuno, y tampoco disponía de mucho tiempo. Si era una cobardía, aquel día era un pequeño pecado en la balanza.
Les dio los buenos días apresuradamente y sin ofrecer ninguna explicación se marchó. Recorrió a paso rápido Brick Lane hasta Whitechapel High Street y la estación de Aldgate. Debía ver a Vespasia, a pesar de la hora.
Todos los periódicos de la mañana recogían la noticia del asesinato de Sissons. De hecho, había un retrato a tinta del presunto asesino, elaborado a partir de las descripciones que Harper había sonsacado a los reacios trabajadores nocturnos de la fábrica, así como a un vagabundo que deambulaba por Brick Lane y afirmaba haber visto pasar a alguien. Con un poco de imaginación el rostro del dibujo podría ser el de Saul, o el de Isaac, o el de otra docena de personas que Pitt conocía. Aún peor era la insinuación en letra impresa de que el asesinato estaba relacionado con un préstamo de dinero a intereses abusivos y la negativa a devolverlo.
Pitt se sentía furioso y abatido, pero sabía que era inútil tratar de desmentirlo. El miedo a la pobreza era demasiado fuerte para atender a razones.
No eran ni las nueve cuando llegó a casa de Vespasia, y ésta aún no se había levantado. La doncella que acudió a abrir la puerta parecía sorprendida de que alguien, y no digamos un Pitt con un aspecto insólitamente zarrapastroso, llamara a tales horas.
—Es urgente que hable con lady Vespasia tan pronto como pueda recibirme —dijo él con algo menos que su habitual cortesía. En su voz se percibía tensión.
—Sí, señor —repuso la doncella tras un breve titubeo—. Si quiere pasar, avisaré a la señora de que está aquí.
—Gracias —dijo él, agradecido de haber estado las suficientes veces allí para que la doncella lo reconociera, y de que Vespasia siempre hubiera sido lo bastante excéntrica en sus afectos para que no se cuestionara su presencia.
Se quedó de pie en la sala dorada del desayuno que daba al jardín, donde la criada le había pedido que esperara.
Al cabo de quince minutos apareció Vespasia con una bata larga de seda color marfil, el cabello recogido con prisas y una expresión preocupada.
—¿Ha pasado algo, Thomas? —preguntó sin preámbulos. No había necesidad de añadir que Pitt estaba ojeroso y que ningún suceso corriente podía haberlo traído a esa hora del día y en semejante estado.
—Han pasado muchas cosas —respondió él. Apartó una silla y la sostuvo mientras ella se sentaba—. Y son más desagradables y peligrosas que mis peores fantasías.
Ella señaló con un gesto la silla que había al otro lado de la elegante mesa octogonal. Una doncella había añadido otro cubierto, adelantándose a los deseos de su señora.
—Será mejor que me lo cuentes —ordenó Vespasia. Lo miró con ojo crítico y agregó—: Podrías hacerlo mientras desayunas. —No era una pregunta—. Aunque tal vez sea prudente que calles mientras los criados están en la habitación.
—Gracias —aceptó él. Ya empezaba a sentirse menos desesperado que al llegar. Advirtió con sorpresa, lo mucho que apreciaba a esa mujer singular, cuyo linaje, herencia y vida entera eran tan diferentes de los suyos. Contempló su hermoso rostro de huesos delicados y tez frágil, los ojos de párpados caídos, las finas arrugas que traían consigo los años, y supo la irremediable sensación de pérdida que se apoderaría de él cuando ella ya no estuviera allí. No tenía coraje para utilizar la palabra «muerta» ni aun en lo más recóndito de su mente.
—Thomas… —lo alentó ella.
—¿Te has enterado de la muerte de Sissons, el fabricante de azúcar? —preguntó él.
—Sí. Por lo visto lo asesinaron —dijo ella—. Los periódicos dan a entender que fue un prestamista judío. Me sorprendería mucho que fuera verdad. Supongo que no lo es y tú lo sabes.
—Sí. —No había tiempo para mostrarse prudente o cauteloso—. Lo encontré yo. Pensé que era un suicidio, porque había una carta de despedida. —Explicó brevemente su contenido. Luego, sin decir nada le tendió el pagaré para que lo leyera.
Vespasia lo examinó, a continuación se acercó al escritorio y cogió una nota escrita a mano. Comparó ambas hojas de papel y sonrió.
—Se parece mucho —observó—, pero no es perfecta. ¿Quieres que te la devuelva?
—Creo que estará más segura en tus manos —respondió él, sorprendentemente aliviado al pensar que no exageraba.
Le habló de la carta de Adinett y lo que había deducido de ella. La observó mientras hablaba y percibió en su rostro tristeza y cólera, pero no asombro. El hecho de que le creyera lo reconfortó un poco.
Más difícil le resultó referir lo que había hecho, pero no había modo de evitarlo. Sería inexcusable tener en consideración los sentimientos personales en un momento como ése.
—Rompí las dos cartas y me llevé la pistola al salir, y las arrojé en una cuba —explicó con voz entrecortada—. Hice que pareciera un asesinato.
—Entiendo. —Vespasia hizo un leve gesto de asentimiento.
Pitt esperó a que añadiera algo más, ver su sorpresa y cómo se distanciaba de aquel acto, pero no ocurrió nada de eso. ¿Tan bien se le daba a Vespasia ocultar lo que pensaba? Podía ser. Tal vez había visto tanta doblez y traición a lo largo de su vida que ya nada la escandalizaba. ¡O quizá no esperaba otra cosa de él! ¿Hasta qué punto la conocía? ¿Por qué había dado por sentado que lo consideraba tan honrado que cualquier cosa que hiciera o dejara de hacer la afectaría de forma más que tangencial?
—No; no lo entiendes —repuso él, la voz afilada por el dolor y la cólera—. Me enteré por Wally Edwards, el otro vigilante nocturno, de que Sissons tenía una herida en la mano derecha y no pudo apretar él mismo el gatillo. Hice que un asesinato disfrazado de suicido volviera a parecer un asesinato. —Respiró hondo—. Y creo que vi al hombre que lo hizo, pero no tengo ni idea de quién era, sólo que nunca le había visto.
Ella esperó a qué continuara.
—Era mayor, de pelo moreno con canas, piel oscura y rostro de huesos delicados. Llevaba una sortija de sello con una piedra oscura. Si era uno de los judíos del barrio, yo no lo conocía.
Vespasia permaneció callada tanto rato que él empezó a temer que no lo hubiera oído o entendido. La miró fijamente. Había una profunda tristeza en sus ojos. Se había encerrado en sí misma, concentrada en algo que él no podía adivinar siquiera.
Titubeó, sin saber si interrumpirla o no. Las preguntas se le agolpaban en la cabeza. ¿Había hecho bien al molestarla para contarle lo sucedido? ¿Esperaba demasiado de ella, creyéndola sobrehumana, atribuyéndole una fuerza que era imposible que poseyera?
—¡Tía Vespasia…! —Al instante se dio cuenta avergonzado de que se había dirigido a ella con excesiva vehemencia. ¡No era tía suya! ¡Era la tía política de la hermana de su mujer! Eso era un atrevimiento intolerable—. Yo…
—Sí, te he oído, Thomas —susurró ella sin dar muestras de estar enfadada o ofendida, sólo desconcertada—. Me preguntaba si ha sido deliberado o un acto oportunista. Esta última posibilidad no me parece verosímil. Debe de haber sido algo planeado para avergonzar a la corona o, peor, para causar disturbios que podrían utilizarse… —Frunció el entrecejo—. Pero eso es muy despiadado. Yo… —Levantó un hombro de forma casi imperceptible. Pitt advirtió lo delgada que estaba bajo la seda de la bata, y percibió de nuevo su fragilidad y al mismo tiempo su fuerza.
—Hay algo más —murmuró.
—Tiene que haberlo —convino ella—. Esto sólo carece de sentido. No conseguiría nada permanente.
Pitt tuvo de pronto la sensación de que volvían a ser aliados. Se avergonzó de haber dudado de su generosidad de espíritu. Tratando de encontrar las palabras adecuadas reprodujo lo que Tellman le había explicado sobre el duque de Clarence y Annie Crook, y su historia trágica.
El rostro de Vespasia palideció aún más, y la luz de la mañana puso de relieve tanto su belleza como sus años, la pasión de todo cuanto había visto a lo largo de su vida. La intensidad con que la había sentido y comprendido se reflejaba en sus ojos y sus labios.
—Entiendo —dijo cuando él terminó—. ¿Y dónde está ahora Remus?
—No lo sé —admitió Pitt—. Buscando la última prueba, supongo. Si la tuviera, Dismore ya la habría publicado.
Vespasia meneó levemente la cabeza.
—Creo, por lo que dices, que la intención era darlo a conocer al mismo tiempo que el suicidio de Sissons, y que tú lo has impedido. Tal vez contemos con un par de días de gracia.
—¿Para hacer qué? —preguntó él con una brusca nota de desesperación en la voz—. No tengo ni idea de en quién puedo confiar. ¡Cualquiera puede ser del Círculo Interior! —Volvió a sentir cómo la oscuridad impenetrable y sofocante lo cercaba. Quería continuar, decir algo que describiera la enormidad de todo ello, pero no sabía cómo hacerlo salvo repitiendo las mismas palabras desesperadas e inadecuadas una y otra vez.
—Si el Círculo Interior está en el centro de esta conspiración —dijo Vespasia, casi tanto para sí como para él—, entonces lo que pretenden es derribar el gobierno y el trono para reemplazarlo con otra autoridad, seguramente una república.
—Sí —convino él—, pero saberlo no nos ayuda a encontrarlos, y menos aún impedir que eso ocurra.
Ella meneó levemente la cabeza.
—No es eso, Thomas. Si la intención del Círculo Interior es implantar una república, entonces no pudieron ser ellos los que encubrieron la trágica boda del duque de Clarence o asesinaron a las cinco desgraciadas para asegurarse de que nunca se supiera. —Lo miró con fijeza, sin parpadear.
—En tal caso hay dos conspiraciones… —susurró él—. ¿Quién más está implicado? ¿No será… el mismo trono?
—Por Dios, no —respondió ella—. No puedo asegurarlo, pero diría que los masones. Tienen la autoridad y el deseo de proteger la corona y el gobierno.
Él trató de imaginarlo.
—Pero ¿serían capaces…?
Vespasia esbozó una sonrisa.
—Los hombres son capaces de todo si creen suficientemente en la causa y han prestado juramentos que no se atreven a romper. Por supuesto, también es posible que no tenga nada que ver con ellos. Tal vez nunca lo sepamos. En todo caso alguien ha roto un juramento o ha sido sumamente descuidado, y otra persona ha sido más lista de lo que nadie había previsto, porque el Círculo Interior tiene ahora el poder de destruirlo todo y parece que eso es lo que pretende. —Respiró hondo—. Tú los has entretenido, Thomas, pero dudo que se den por vencidos.
—Y entretanto habré conseguido poner en peligro a la mitad de los judíos de Spitalfields y seguramente hacer que ahorquen a uno de ellos por un crimen que tal vez no ha cometido —añadió Pitt, que detestó el tono de autodesprecio de su voz en cuanto lo oyó.
Vespasia le miró con cierta irritación.
—¿Hay algún modo de averiguar si la historia de Clarence es cierta? —preguntó él. No estaba seguro de qué buscaba, sólo que permanecer inactivo equivalía a darse por vencido.
—No creo que importe ya —respondió ella; la cólera de su mirada se había suavizado—. Podría ser cierta, y dudo que alguien pueda refutarla, que es todo lo que necesitará el Círculo Interior. El escándalo que provocaría haría que nadie vacilara ni un instante en sopesar o juzgar los hechos. Si hay que impedir que el incidente sea del dominio público, es preciso hacerlo antes de que lo vocee alguien de fuera del Círculo. —En sus labios apareció un esbozo de sonrisa—. Como tú, no estoy segura de en quién puedo confiar. En cuestiones de ética creo que en nadie. Hay ocasiones en que uno está solo y tal vez ésta sea una de ellas. No obstante, ciertas personas tienen unos intereses que creo poder juzgar lo bastante bien para saber de qué modo actuarán si se les presiona.
—¡Ten cuidado! —Pitt estaba aterrorizado por Vespasia.
No debería haber hablado, se dio cuenta de ello mientras lo decía. Era una impertinencia, pero ya no le importaba.
Ella no se molestó en decir nada respecto a su advertencia.
—Será mejor que trates de hacer algo para ayudar a tus amigos judíos —afirmó—. Creo que es inútil intentar averiguar quién mató a Sissons, quien al parecer era un ingenuo… hasta cierto punto de buen grado. No previó que acabaría muriendo. Calculó mal el poder o la maldad de las conspiraciones en las que participó. Hay tantos idealistas que creen que el fin justifica cualquier medio, hombres que empiezan noblemente… —No concluyó el pensamiento, que se desvaneció poco a poco llevándose sus fantasmas del pasado.
—¿Qué piensas hacer? —inquirió Pitt. Temía por Vespasia y se sentía culpable por haber acudido a ella.
—Sólo se me ocurre una cosa que podamos hacer —respondió ella con la mirada perdida—. Hay dos alianzas monstruosas. Debemos volver una contra otra, y rezar para que el resultado sea más destructivo para ellos que para nosotros.
—Pero… —empezó a protestar Pitt.
Vespasia se volvió hacia él con las cejas ligeramente arqueadas.
—¿Tienes una idea mejor, Thomas?
—No.
—Entonces vuelve a Spitalfields y haz lo posible por impedir que unos inocentes paguen por nuestros desastres. Vale la pena intentarlo.
Pitt se levantó y le dio las gracias, resuelto a hacer lo que ella le había dicho. Sólo cuando estuvo de nuevo en la calle, en medio del tráfico de la mañana, cayó en la cuenta de que aún no había desayunado. Los criados habían sido demasiado considerados para interrumpirlos con trivialidades como la comida.
En cuanto Pitt se hubo marchado, Vespasia tocó el timbre y la doncella entró con té recién hecho y tostadas. Mientras desayunaba, dio vueltas a todas las posibilidades. Un pensamiento tenía prioridad sobre todos los demás, pero se negó a considerarlo aún. Primero atendería el problema inmediato. Poco importaba que en realidad Sissons no hubiera prestado dinero al príncipe de Gales, siempre que el Círculo Interior se las hubiera ingeniado para que pareciera que lo había hecho. Y estaba convencida de que se habrían ocupado de todos los demás aspectos necesarios para crear el fraude. Por lo tanto, las fábricas de azúcar se cerrarían. Ése era el objetivo del asesinato. Los hombres corrientes de Spitalfields no se amotinarían a no ser que perdieran sus empleos.
Por consiguiente, debía hacer algo inmediatamente para impedirlo, al menos a corto plazo. A más largo plazo podría buscarse alguna otra solución… seguramente hasta un gesto majestuoso del príncipe. Eso le brindaría una oportunidad para redimirse, cuando menos en parte.
Subió a su habitación y se atavió con mucho esmero con un vestido gris oscuro de falda amplia y espléndidos encajes en el cuello y las mangas. Cogió una sombrilla a juego y pidió el coche.
Llegó a Connaught Place a las once y media, una hora poco apropiada para hacer una visita, pero se trataba de una emergencia y así se lo había dicho por teléfono a lady Churchill.
Randolph Churchill la esperaba en su gabinete. Cuando la hicieron pasar, él se levantó de su escritorio, su tersa cara con una expresión severa, el disgusto sólo contenido por los buenos modales y tal vez la curiosidad.
—Buenos días, lady Vespasia. Siempre es un placer verla, pero reconozco que su mensaje ha causado cierta alarma. Por favor…
Se disponía a decir «siéntese», pero ella ya lo había hecho. No tenía intención de permitir que nadie, ni siquiera Randolph Churchill, la pusiera en situación de desventaja.
—… Y dígame qué puedo hacer por usted —concluyó volviendo a tomar asiento.
—No hay tiempo que perder con cumplidos —dijo ella lacónicamente—. Sin duda está al corriente de que James Sissons, fabricante de azúcar de Spitalfields, fue asesinado hace dos días. —No esperó a que lo confirmara—. En realidad la intención era que pareciera un suicidio; había una carta de despedida en la que atribuía su bancarrota a un préstamo que había hecho al príncipe de Gales y que éste se negaba a devolver. Como consecuencia, sus tres fábricas iban a quebrar y al menos mil quinientas familias de Spitalfields se verían en la miseria —se interrumpió.
Churchill estaba pálido.
—Veo que comprende el problema —continuó ella secamente—. Podría ser de lo más desagradable que ocurrieran tales cierres. A decir verdad, junto con otras desgracias que tal vez no podamos impedir, podrían hasta causar la caída del gobierno y del trono.
—Oh… —Churchill se disponía a protestar.
—Tengo suficientes años para haber conocido a testigos de la Revolución francesa, Randolph —lo interrumpió ella con tono gélido—. Tampoco creyeron que ocurriría… aun con el ruido de las carretas por las calles se negaron a creerlo.
Él se relajó un poco, como si su energía para protestar hubiera quedado consumida por el miedo. Tenía los ojos muy abiertos, la respiración agitada, sus delicadas y elegantes manos rígidas sobre la pulida superficie del escritorio. La observaba casi sin parpadear. Era la primera vez en su vida que ella lo veía tan nervioso.
—Por fortuna —prosiguió Vespasia— tenemos amigos, y uno de ellos ha resultado ser la persona que descubrió el cadáver de Sissons. Tuvo la previsión de deshacerse de la pistola y el pagaré, y destruir la carta, a fin de hacer que la muerte de Sissons pareciera un asesinato. Pero eso sólo es una solución temporal. Debemos encargarnos de que las fábricas sigan funcionando y los hombres continúen cobrando. —Lo miró fijamente, con un amago de sonrisa en los labios—. Supongo que tiene amigos que se sentirán como usted y estarán dispuestos a colaborar para conseguirlo. Sería muy inteligente de su parte, en su propio interés, por no hablar del gesto moral. Y si se hiciera de tal modo que la gente se enterara, sospecho que la noticia sería recibida con considerable gratitud. El príncipe de Gales, por ejemplo, podría verse convertido en el héroe del día, en lugar del responsable. Tiene su lado irónico, ¿no le parece?
Churchill respiró hondo y exhaló un prolongado suspiro. Se sentía aliviado; se reflejaba en su cara pese a su intento de disimularlo. Tampoco podía evitar sentirse intimidado ante Vespasia, y eso también se notaba. Por un instante contempló la posibilidad de recurrir a evasivas y fingir que consideraba la idea para a continuación desecharla por absurda. Los dos sabían que la aceptaría, que debía hacerlo.
—Una solución excelente, lady Vespasia —dijo con toda la solemnidad de que fue capaz, pero la voz no sonó del todo firme—. Me ocuparé de que se ponga en práctica de inmediato… antes de que se produzcan verdaderos daños. Sin duda es… una suerte que tengamos un… amigo… tan bien situado.
—Y con iniciativa para actuar, poniéndose él mismo en peligro —añadió Vespasia—. Hay quienes le harían la vida sumamente difícil si se enteraran.
Churchill esbozó una débil sonrisa, con los labios apretados en una fina línea.
—Confiemos en que eso no ocurra. Ahora debo ocuparme de este asunto de la fábrica de azúcar.
—Por supuesto. —Vespasia se levantó—. No hay tiempo que perder. —No le dio las gracias por haberla recibido. Ambos sabían que era más en interés de él, y ella no fingió. Churchill no le caía bien; tenía serias sospechas, rayanas en la certeza, sobre lo profundamente implicado que había estado en los asesinatos de Whitechapel, aunque no había pruebas. Ella lo estaba utilizando y no pensaba simular lo contrario. Inclinó levemente la cabeza cuando él pasó a su lado para abrirle la puerta y sostenerla abierta mientras ella cruzaba el umbral—. Buenos días —dijo con un amago de sonrisa—. Le deseo éxito.
—Buenos días, lady Vespasia —repuso él. Estaba agradecido, pero no a ella, sino a las circunstancias, al interés común.
Había otra cuestión, más triste y mucho más dolorosa, pero Vespasia aún no estaba preparada para enfrentarse a ella.
Pitt se pasó todo el camino desde la casa de Vespasia hasta Spitalfields reflexionando sobre lo que podía hacer para impedir que un inocente se convirtiera en cabeza de turco del asesinato de Sissons. Había oído los rumores que corrían sobre las sospechas que tenía la policía. Los últimos dibujos se parecían cada vez más a Isaac. Sólo era cuestión de días, tal vez horas, que se mencionara su nombre. Harper se encargaría de ello. Tenía que arrestar a alguien para aplacar la creciente cólera, e Isaac Karansky serviría a la perfección. Su delito era ser judío y diferente, líder de una comunidad claramente distinguible que cuidaba de lo suyo. La muerte de Sissons era un mero pretexto. La usura constituía un enemigo común, una acusación no probada pero grabada en la mente a lo largo de los siglos, de boca en boca, a través del chismorreo, y la causa de una docena de males de otro modo inexplicables.
Pitt contaba con una ventaja: había sido el primero en llegar al lugar de los hechos y era por lo tanto un testigo. Podía buscar una excusa para acudir de nuevo a Harper y hablar con él.
Cuando se apeó del tren en la estación de Aldgate Street, ya había tomado una decisión y ensayaba mentalmente lo que iba a decir.
Echó a andar con brío. Alguien debía de haber matado a Sissons y, como había dicho Vespasia, sería un miembro del Círculo Interior. Era casi seguro que nunca averiguara quién había sido. Harper haría todo lo posible por que así fuera.
Al mediodía hacía calor en las calles y olía mal, las alcantarillas estaban casi secas, las basuras amontonadas. Los ánimos estaban caldeados. Se respiraba miedo en el ambiente. La gente parecía incapaz de concentrarse en tareas triviales. Se producían peleas por nada: una equivocación en el cambio, un hombre que chocaba con otro, un cargamento volcado, un caballo obstinado, una carreta mal aparcada.
Los agentes de policía hacían sus rondas tensos, con las porras balanceándose en el costado. Tanto los hombres como las mujeres les lanzaban improperios. De vez en cuando alguien más atrevido arrojaba una piedra o una verdura podrida. Los niños lloriqueaban sin saber de qué tenían miedo.
Un carterista fue capturado y le apalearon con saña. Nadie intervino ni fue a buscar a la policía.
Pitt seguía sin saber si podía confiar en Narraway, pero tal vez averiguara algo a través de él sin delatar nada.
Narraway podía ser del Círculo Interior o masón, y estar dispuesto a todo, a arriesgar lo que fuera, con tal de salvar el orden establecido, el poder investido, la corona. O podía no ser ninguna de las dos cosas, sino sencillamente lo que afirmaba ser: un hombre que trataba de tener controlados a los anarquistas e impedir que se produjeran disturbios en Londres.
Pitt lo encontró en la misma habitación trasera de siempre. Parecía cansado y nervioso.
—¿Qué desea? —preguntó Narraway con tono seco.
Pitt había cambiado una docena de veces de parecer sobre qué decir, y seguía sin estar convencido. Escudriñó la cara de Narraway, los ojos inteligentes y hundidos, las profundas arrugas que se extendían de la nariz a la boca. Sería poco prudente subestimarlo.
—Karansky no mató a James Sissons —dijo sin rodeos—. Es la forma que tiene Harper de culpar a alguien. Está coaccionando a los testigos e inventándose esa descripción.
—¿Ah, sí? ¿Está seguro? —preguntó Narraway con voz inexpresiva.
—¿No lo está usted? —inquirió Pitt—. Conoce Spitalfields e hizo que me alojara con Karansky. ¿Lo creía capaz de asesinar?
—Casi todos los hombres son capaces de asesinar, Pitt, hasta Isaac Karansky, si hay en juego suficientes cosas. Y si no lo sabe, no debería dedicarse a esta clase de trabajo.
Pitt aceptó la reprimenda. Había formulado la pregunta con torpeza. Dejaba ver su nerviosismo.
—¿Creía usted que estaba planeando una insurrección? ¿O el castigo a prestatarios que no pagan usura? —se corrigió.
Narraway torció el gesto.
—No. Para empezar, nunca pensé que fuera prestamista. Es el cabecilla de un grupo de judíos que cuidan de los suyos. Se trata de caridad, no de un negocio.
Pitt se sobresaltó. Ignoraba que Narraway estuviera al corriente de ello. Se relajó un poco.
—Harper cree que puede echarle la culpa. Cada vez está más cerca de conseguirlo —aseveró con tono apremiante—. Arrestarán a Karansky si logran inventar una prueba más. Y no costará mucho con el sentimiento antisemita que hay en estos momentos.
Narraway parecía cansado y su voz traslucía desencanto.
—¿Por qué me dice esto, Pitt? ¿Cree que no lo sé?
Pitt tomó una bocanada de aire, listo para desafiarle y acusarle de indiferencia, de faltar a su deber o incluso al honor. Luego le miró a los ojos con más detenimiento y percibió la decepción, el cansancio interno de derrota tras derrota, y exhaló sin decir lo que tenía en la punta de la lengua. ¿Debía confiarle la verdad? ¿Era Narraway un cínico, un oportunista que se pondría del lado de quien creyera que iba a resultar ganador? ¿O un hombre harto de demasiadas pérdidas, pequeñas injusticias y desesperación? Excesiva información en un mar de pobreza… justo al lado de la opulencia. Se precisaba mucho coraje para seguir librando batallas cuando se sabía que era imposible ganar la guerra.
—No se quede ahí parado atestando la oficina más de lo que ya está, Pitt —dijo Narraway con impaciencia—. Sé que la policía busca un cabeza de turco, y Karansky les servirá a la perfección. Todavía les duelen los asesinatos de Whitechapel de hace cuatro años, y no dejarán que éste quede sin resolver, aunque la solución no encaje. Quieren que la gente los elogie, y Karansky les viene bien. Si yo pudiera salvarle lo haría. Es un buen hombre. El mejor consejo que puedo dar a Karansky es que se largue de Londres. Que coja un barco a Rotterdam o Bremen, o a donde sea que salga el próximo.
Los argumentos se agolpaban en la cabeza de Pitt: sobre el honor, el dejarse vencer por la anarquía y la injusticia, la mismísima existencia de la ley si tal era su valor. Se desvanecieron antes de que los expresara. Narraway debía de habérselos repetido a sí mismo. Eran nuevos para Pitt. Habían hecho tambalear su fe en los principios que lo habían guiado toda su vida; habían disminuido el valor de todo aquello por lo que había trabajado, todas sus suposiciones acerca de la sociedad de la que se había considerado una parte. Si llegado el momento de la verdad todo lo que la ley podía decir a un hombre acusado injustamente era «huye», ¿por qué confiar en ella y respetarla? Sus ideales eran huecos, bonitos pero vacíos de contenido, como una burbuja que reventaba al primer pinchazo.
Se encorvó y hundió las manos en los bolsillos.
—Sabían quién era el asesino de Whitechapel y por qué —dijo con osadía—. Lo ocultaron para proteger el trono. —Observó la reacción de Narraway, que permaneció sentado totalmente inmóvil.
—¿De veras? —susurró—. ¿Y cómo cree que habría afectado al trono el hecho de que lo capturaran, Pitt?
Éste se quedó helado. Se había equivocado. Lo comprendió en ese instante. Narraway era uno de ellos: no formaba parte del Círculo Interior, pero era masón, como Abberline o el comisionado Warren, y sabía Dios quién más… sin duda el médico de la reina, sir William Gull. Por un instante el pánico se apoderó de él, una urgencia física casi insoportable de dar media vuelta e irse corriendo, salir de la tienda, bajar por la calle y desaparecer por esos callejones grises hasta perderse. Sabía que no podría hacerlo lo bastante deprisa. Lo encontrarían. Ni siquiera sabía quién más trabajaba para Narraway.
Además, estaba furioso. No tenía ningún sentido, pero su indignación era mayor que el pánico.
—Porque los asesinatos fueron cometidos para ocultar el matrimonio del duque de Clarence con una mujer católica llamada Annie Crook y el hecho de que tuvieran una hija —dijo con tono áspero.
Narraway abrió los ojos como platos de forma tan fugaz que Pitt no estaba seguro de si lo había visto o lo había imaginado. ¿Sorpresa? ¿Por la noticia o porque Pitt estuviera al corriente?
—¿Lo ha descubierto estando en Spitalfields? —preguntó Narraway. Se pasó la lengua por los labios, como si tuviera la boca seca.
—No. Me lo han contado —respondió Pitt—. Hay un periodista que tiene todas las piezas menos una, o al menos las tenía. Podría tenerlas todas mientras hablamos, pero los periódicos aún no lo han publicado.
—Ya veo. ¿Y no le pareció oportuno informarme de ello? —El rostro de Narraway era inescrutable, los ojos le brillaban bajo los párpados caídos, la voz era muy suave, amenazadoramente cortés.
Pitt dijo la verdad.
—Los masones son los responsables… eso es lo que ocurrió. El Círculo Interior está proporcionando al periodista dato tras dato, para que éste los dé a conocer en el momento que a ellos les convenga. La mitad de los policías más antiguos encargados del caso intervinieron en el primer crimen. El asesinato de Sissons ha sido cosa del Círculo Interior. Usted podría estar con unos o con otros, no tengo forma de saberlo.
Narraway respiró hondo y se hundió en su asiento.
—Entonces ha corrido un gran riesgo al contármelo, ¿no le parece? ¿Va a decirme que tiene un arma en el bolsillo y me pegará un tiro si no tomo la decisión acertada?
—No; no tengo ninguna. —Pitt se sentó frente a él en la única silla—. Y el riesgo merece la pena. Si es usted masón detendrá al Círculo Interior, o lo intentará. Si pertenece a éste, desenmascarará a los masones y supongo que derribará la monarquía, pero para hacerlo tendrá que volver a declarar que la muerte de Sissons fue un suicidio, y eso salvará por lo menos a Karansky.
Narraway se irguió lentamente en el asiento. Cuando habló lo hizo con dureza. Sus elegantes manos descansaban sobre la mesa, y era inconfundible su cólera, así como la amenaza.
—Supongo que debería estarle agradecido por habérmelo dicho. —Sus palabras destilaban sarcasmo, dirigido tanto a sí mismo como a Pitt. Por un instante pareció que iba a añadir algo, pero cambió de parecer.
Pitt se preguntó si Narraway sentía la misma indignación que él, la misma confusión al ver no sólo que la ley fallaba en ese caso, sino que no había un poder más elevado al que dirigirse, una justicia superior a la que recurrir. Ésta estaba corrupta hasta la médula.
—Váyase y haga todo lo que pueda por Karansky —agregó Narraway con tono inexpresivo—. En caso de que tenga alguna duda, es una orden.
Pitt casi sonrió. Ésa fue la única luz tenue en la oscuridad. Asintió y se levantó para marcharse. Iría derecho a Heneagle Street. Pensó con amargura que él, que había estado al servicio de la ley toda su vida de adulto, no podía hacer nada más por la justicia que prevenir a un hombre inocente y ayudarle a convertirse en un fugitivo, porque la ley no le brindaba ni seguridad ni protección. Tendría que dejar atrás su hogar, a sus amigos, la comunidad a la que había servido y respetado, toda la vida que había construido en el país que había creído que podía cobijarlo y darle una nueva oportunidad.
Pitt se encargaría de ello aunque él mismo tuviera que hacer las maletas y acompañarlos al muelle, comprar los pasajes a su nombre y sobornar al capitán de un buque de carga para que los llevara.
Fuera, en la calle polvorienta, hacía calor. El desagradable olor a aguas residuales flotaba en el aire. Las chimeneas expulsaban humo que menguaba la luz del sol.
Pitt echó a andar hacia el sur. Debía encontrar a Isaac y prevenirlo esa misma tarde. Pasó junto a un vendedor de periódicos y miró de reojo los titulares… todavía el mismo retrato, pero esta vez con una leyenda en letras negras: «Se busca al asesino de la fábrica de azúcar», por si a alguien le había pasado por alto su delito contra la comunidad. El dibujo parecía cambiar ligeramente con cada edición y cada vez se parecía más a Isaac.
Pitt apresuró el paso. Dejó atrás a vendedores ambulantes, carreteros, mendigos, un charlatán que canturreaba una cancioncilla sobre el asesinato de Sissons en la que se decía lo que todos pensaban: que se trataba de un prestamista que enseñaba a un mal deudor a pagar sus deudas. Era una hábil composición de ripios. No utilizaba la palabra «judíos», pero la rima la daba a entender.
Al llegar a Heneagle Street Pitt entró por la puerta delantera y se dirigió a la cocina. Leah estaba de pie junto al fogón. Había una olla al fuego y flotaba en el aire el dulce olor a hierbas. En un extremo de la mesa estaba Isaac, y a su lado, en el suelo, había dos bolsas de tela sucias.
Se volvió bruscamente al oír entrar a Pitt. Tenía la cara surcada de profundas arrugas, los ojos hinchados del agotamiento. No hacía falta preguntar si había visto los carteles o comprendido lo que significaban.
—¡Debe irse! —se oyó decir Pitt con una voz áspera no intencionada, llena de cólera y miedo. Eso era Inglaterra. No habían hecho nada: un hombre inocente no debería verse obligado a huir de la ley.
—Nos vamos —informó Isaac, poniéndose su vieja americana—. Sólo le estábamos esperando.
—Tiene la cena en el fogón —indicó Leah—. Hay pan en la despensa. Y las camisas limpias están encima de su cómoda…
Se oyeron unos golpes muy fuertes en la puerta.
—¡Váyanse! —exclamó Pitt desesperado.
Isaac cogió a Leah del brazo y casi la empujó hacia las grandes ventanas traseras.
—Hay jabón en el armario —dijo ella a Pitt—. Y encontrará…
Alguien volvió a aporrear la puerta de la calle.
—Sabrá de nosotros por Saul —dijo Isaac abriendo la ventana al tiempo que Pitt se dirigía al pasillo—. Vaya con Dios. —Y casi sacó a Leah en brazos.
—Lo mismo digo —repuso Pitt.
Los golpes en la puerta eran tan fuertes que amenazaban con romper los goznes. Sin esperar a verlos marchar, Pitt recorrió el corto pasillo y descorrió el cerrojo en el preciso momento en que aterrizaba en el panel otro golpe que podría haber hecho saltar los pernios de no haber abierto.
Al otro lado estaban Harper y el agente Jenkins, este último con una expresión de sumo disgusto.
—¡Otra vez usted! —exclamó Harper sonriente—. Vaya, vaya. —Lo apartó hacia un lado de un empujón y echó a andar a grandes zancadas hacia la cocina. La encontró vacía. Parecía desconcertado, y arrugó la nariz ante el olor de hierbas desconocidas—. ¿Dónde están? ¿Dónde está Isaac Karansky?
—No lo sé —respondió Pitt fingiendo estar ligeramente sorprendido—. La señora Karansky acaba de salir a comprar algo que necesitaba para la comida. —Señaló con un gesto la olla que cocía a fuego lento en el fogón.
Harper giró sobre sus talones frustrado, pero sin sospechar aún. Observó la olla, la comida a medio preparar, el aspecto doméstico de la cocina. La mejor americana de Isaac colgaba de un gancho detrás de la puerta. Pitt dio gracias a Dios en silencio porque el miedo les había inspirado la prudencia de dejarla allí, a pesar de lo que valía. Miró a Harper con un odio que no podía tratar siquiera de disimular. Le revolvía las entrañas con un dolor agudo.
Harper separó una silla y se sentó.
—Entonces le esperaremos —anunció.
Pitt se acercó a la olla y removió su contenido con cuidado. Tenía muy poca idea de lo que hacía, pero carecía de sentido dejar que se quemara. Vigilarlo daba un aire de normalidad y le permitía parecer atareado y no tener que mirar a Harper.
Jenkins permanecía callado y de vez en cuando cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro.
Pasaron los minutos.
Pitt apartó la olla del fuego.
—¿Qué ha ido a buscar? —preguntó Harper de pronto.
—No lo sé —respondió Pitt—. Alguna hierba, creo.
—¿Dónde está Karansky?
—No lo sé —repitió él—. Yo acabo de volver. —Seguramente sabían que era cierto.
—¡Será mejor que no esté mintiendo! —amenazó Harper.
Pitt siguió dándole la espalda.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Para protegerlos. Tal vez le han pagado.
—¿Para que diga que la señora Karansky ha salido a comprar hierbas? —preguntó Pitt con incredulidad—. Él no sabía que ustedes iban a venir, ¿no?
Harper emitió un ruidito de disgusto.
Transcurrieron otros diez minutos.
—¡Está mintiendo! —exclamó Harper levantándose y golpeando la mesa—. ¡Usted les ha prevenido y se han marchado! ¡Le acusaré de ayudar a un fugitivo! ¡Y si me apura, también de cómplice de asesinato!
Jenkins carraspeó.
—No puede hacerlo, señor. No tiene pruebas.
—¡Tengo todas las pruebas que necesito! —replicó Harper fulminando a su inferior con la mirada—. ¡Y le agradecería que no se inmiscuyera! ¡Arréstelo, como se le ha ordenado!
Jenkins se quedó donde estaba, obstinado.
—Tenemos orden de detener a Karansky, señor. No tenemos ninguna orden contra Pitt.
—¡Tiene mi palabra, Jenkins! ¡Y obedecerá mi orden a menos que quiera terminar en una celda con él!
Meneando la cabeza y apretando los labios Jenkins informó a Pitt de que estaba detenido y lo esposó bajo la mirada furiosa de Harper. A continuación retiró con mucho cuidado la olla del fogón y la tapó, no fuera que Leah regresara y se encontrara con que la comida se había echado a perder.
—Gracias. —Pitt agradeció el detalle.
Al salir les aguardaba un grupo de hombres y mujeres enfadados y asustados. Miraron a los policías furiosos, con odio mal disimulado, pero no se atrevieron a intervenir. Pitt, Harper y Jenkins se marcharon de Heneagle Street y recorrieron el kilómetro que los separaba de la comisaría. Ninguno de los tres habló. Al parecer Harper había aceptado que al menos por el momento Isaac lo había esquivado, y eso lo puso rabioso.
Pasaron por delante de hombres y mujeres resentidos, y más periódicos con retratos que eran claramente de Isaac. Corrían rumores de que iban a cerrar las fábricas de azúcar.
Una vez en la comisaría, llevaron a Pitt a una celda y lo dejaron allí.
Más de dos horas después Jenkins apareció con una amplia sonrisa.
—Las fábricas de azúcar no van a cerrar después de todo —anunció tras entrar en la celda—. Lord Randolph Churchill y varios amigos suyos van a poner el dinero necesario para que sigan funcionando. ¿No es sorprendente?
Pitt sintió asombro y alivio. ¡Tenía que ser obra de Vespasia!
—Será mejor que vaya a casa —añadió Jenkins, la sonrisa de oreja a oreja—. Por si vuelven los Karansky.
Pitt se levantó.
—¿Ya no los buscan? —Apenas podía creerlo.
—Oh, sí, pero a saber dónde estarán. A estas alturas podrían estar en alta mar.
—¿Y el inspector Harper está dispuesto a dejarme ir? —Pitt no se movió. Imaginaba la cólera de Harper y sus deseos de venganza. Sería una gran satisfacción para el Círculo Interior que Pitt pasara unos años en prisión por ayudar a escapar al asesino de la fábrica de azúcar.
—No. —Jenkins se mostraba sumamente complacido—. Pero no tiene otra elección, porque han llegado órdenes de arriba de que se le trate bien y se le deje marchar. Tiene usted amigos en las altas esferas, lo que le ha venido muy bien.
—Gracias —dijo Pitt distraído y profundamente perplejo. Salió de la celda y recibió sus pocas pertenencias de manos del sargento del mostrador. ¿De nuevo Vespasia? Difícilmente… o lo habría protegido desde el principio. ¡Narraway! No era posible, pues no estaba enterado ni tenía autoridad.
Los masones… la otra cara de las conspiraciones de Whitechapel. De pronto la libertad tenía un gusto amargo y dulce al mismo tiempo.
Volvería a Heneagle Street y comería lo que le había preparado Leah; luego, cuando nadie le viera, iría a ver a Saul y se ocuparía de reunir todo el dinero y la ayuda posibles para Isaac y Leah.
Charlotte seguía decidida a encontrar los papeles que tanto ella como Juno estaban seguras de que Martin Fetters había escondido en alguna parte. Habían agotado todos los lugares que se les habían ocurrido fuera de la casa y volvían a estar en la biblioteca, contemplando las estanterías en busca de nuevas ideas. Charlotte era desagradablemente consciente de que, a unos pocos pasos de donde se encontraba, Martin Fetters había sido asesinado por un hombre en quien confiaba y a quien creía amigo. La imagen de ese terrible momento flotaba como un aire gélido. Pensó en el instante en que vio su propia muerte en los ojos de Adinett y supo qué iba a ocurrir, el dolor instantáneo y el olvido. Juno debía de tener plena conciencia de ello.
Cada noche Charlotte dormía sola en su habitación, consciente del espacio vacío que había a su lado en la cama, preocupada por Pitt, temiendo por él. Juno no únicamente dormía sola, sino sabiendo lo que había ocurrido a unas pocas habitaciones de distancia y que lo peor que podía temer era la verdad.
—¡Tienen que estar aquí! —exclamó Juno desesperada—. Existen, y Martin no sabía que debía destruirlos, y Adinett no tuvo tiempo de cogerlos. Se marchó sin llevarse nada consigo, porque yo misma le vi salir. Y fue al volver a entrar él cuando encontramos a Martin. Supongo que podría haberse llevado algo entonces… —Se interrumpió.
—¿Cuándo tuvo tiempo de buscar? —razonó Charlotte—. Si Martin los había sacado de su sitio, entonces Adinett debió de volver a guardarlos y sacarlos de nuevo cuando regresó. Usted ha dicho que no portaba ningún maletín, sólo un bastón. ¿Cómo se llevó esos papeles sueltos, o cree que estaban escritos como entradas de un libro?
Juno examinaba las paredes.
—No lo sé. No sé qué estamos buscando en realidad, ni qué extensión tiene, sólo que, por lo que sabemos, había muchos más planes. Tenían intención de hacer algo definitivo. No eran meros soñadores que se reunían para hablar de ideas. Y si quieres conseguir algo, has de tener todo planeado con mucha precisión.
—Entonces, seguramente, como monárquico decidido a impedir que se llevaran a cabo sus planes, Adinett habría querido destruirlos —dijo Charlotte pensativa. Recorrió con la mirada los estantes forrados de libros—. Me gustaría saber dónde buscó.
—Nada parece fuera de sitio —observó Juno—. Sólo los tres libros que estaban en el suelo, por supuesto, pero siempre hemos dado por sentado que estaban allí para hacer ver que Martin los había tirado al caer de la escalera.
—De todos modos, supongo que la policía registró concienzudamente. —Charlotte sintió que volvía a perder la esperanza—. Si hubiera habido algo en los estantes detrás de los libros, lo habrían encontrado sin dificultad.
—Podemos retirar todos los libros —propuso Juno—. No tenemos nada mejor que hacer. Bueno, yo no.
—Yo tampoco —repuso Charlotte enseguida, y se volvió a uno y otro lado para estudiar los estantes—. No escondería los papeles detrás de las obras que consultaba a menudo —añadió—, o se verían fácilmente. Alguien podría verlos sin querer. ¿Alguna de las doncellas saca los libros para quitar el polvo?
—No lo sé. —Juno negó con la cabeza—. No lo creo, pero supongo que podrían hacerlo. Tiene razón. Debían de estar tras los tomos que nunca se consultaban. Si es que están detrás de alguno.
Charlotte sintió cómo la desilusión se apoderaba una vez más de ella.
—Supongo que no es un gran escondite. Y dentro de un libro lo haría lo bastante grueso para llamar enseguida la atención. No estamos buscando un par de hojas, sospecho.
—¿Y si…? —Juno miró hacia los estantes de arriba, donde había tomos voluminosos.
—¿Sí? ¿Qué? —preguntó Charlotte rápidamente.
Juno se apartó el cabello de la frente en un gesto de cansancio.
—¿Y si estuvieran dentro de un libro… uno que ha sido vaciado? Sé que parece un acto de vandalismo, pero sería un escondite muy seguro. ¿Quién iba a hojear uno de esos libros? —Juno señaló el estante de arriba junto a la ventana, donde había una hilera de memorias de políticos del siglo XVIII y media docena de volúmenes de estadísticas de exportación e importación.
Charlotte se acercó a la escalera y le dio la vuelta. Luego, aferrando con firmeza la barra con una mano y recogiéndose la falda con la otra, se subió a ella.
—¡Cuidado! —exclamó Juno con voz chillona, dando un paso al frente.
Charlotte se detuvo, manteniéndose en precario equilibrio. Se volvió para sonreír a Juno, pálida y demacrada por el luto que llevaba.
—Lo siento —se disculpó ésta, retrocediendo—. Yo…
—Lo sé —se apresuró a decir Charlotte. Los peldaños eran firmes, pero no pudo evitar pensar en Martin Fetters y la forma en que se creyó al principio que había muerto, cayéndose desde esa posición exacta. Si perdía el equilibrio acabaría donde habían encontrado su cuerpo sin vida, sólo que con la cabeza hacia el otro lado.
Apartó de sí la imagen. Esa muerte sencilla, casi privada, estaba a una enorme distancia de lo que ahora tenían ante sí. Cogió el primer libro, un tomo grueso y amarillo sobre rutas de navegación que no se utilizaban en la actualidad. ¿Por qué demonios iba a querer alguien conservarlo si no era por descuido, olvidando que estaba allí? Era pesado. Se lo pasó a Juno.
Ésta lo hojeó.
—Exactamente lo que indica el título —dijo esforzándose por disimular su decepción—. Martin debió de comprarlo hace veinte años. —Lo dejó en el suelo y esperó el siguiente.
Charlotte fue bajándolos uno por uno, y Juno los examinó y colocó en el suelo en columnas cada vez más altas. Continuaron porque a ninguna de las dos se le ocurrió una idea mejor.
Llevaban casi tres horas y estaban las dos cubiertas de polvo, con los brazos doloridos, cuando Juno se dio por fin por vencida.
—Todos versan sobre lo que indica el título. —Parecía tan desdichada que Charlotte la compadeció. De haber estado en juego sólo el deseo de saber, la habría alentado a abandonar. Llegaba un momento en que la aflicción debía poner fin a la lucha por comprender y permitir que empezara la curación.
Sin embargo, Charlotte necesitaba demostrar al mundo que Pitt no se había equivocado con respecto a John Adinett. Se armó de valor para continuar.
—Siéntese un rato —propuso—. ¿Le apetece una taza de té?
Bajó de la escalera y Juno le ofreció una mano para sostenerla. Ésta tenía los dedos fríos y fuertes, pero le temblaba un poco el brazo y su rostro estaba blanco por la tensión. Desvió la mirada.
—Tal vez deberíamos desistir —añadió Charlotte impulsivamente, a pesar de lo que había resuelto, porque su compasión era demasiado grande para atender a razones—. Tal vez no haya nada que encontrar después de todo. Quizá eran sólo sueños.
—No —murmuró Juno sin mirarla a la cara—. Martin no era así. Le conocía bien. —Soltó una risita nerviosa—. Al menos conocía partes de él. Hay cualidades que uno no puede ocultar. Y Martin siempre luchó para que sus sueños se hicieran realidad. Era un romántico, pero aun cuando se trataba de algo tan insignificante como regalarme rosas para mi cumpleaños, si se le metía en la cabeza no paraba hasta lograrlo.
Se acercaban a la puerta de la biblioteca, que Juno abrió para bajar a tomar un té.
Un ramo de rosas para un cumpleaños parecía un regalo muy poco original. Charlotte se preguntó por qué lo había mencionado.
—¿Y lo consiguió?
—Oh, sí. Le llevó cuatro años.
Charlotte estaba sorprendida.
—Los rosales se dan muy bien —afirmó—. He tenido rosas en el jardín hasta en Navidad.
Juno esbozó una dulce sonrisa al tiempo que las lágrimas asomaban a sus ojos.
—Nací en un año bisiesto. Se necesita mucho ingenio para encontrar rosas a finales de febrero. Él insistía en que sólo lo celebrara los años bisiestos, y entonces me organizaba una fiesta de cuatro días y me consentía todo. Era muy generoso.
De pronto a Charlotte le costaba tragar a causa del nudo que tenía en la garganta.
—¿Cómo consiguió las rosas? —preguntó con voz quebrada.
Juno tragó saliva y sonrió a través de las lágrimas.
—Encontró un jardinero en España que había logrado cultivarlas e hizo que las trajeran en barco cuando eran capullos. Sólo duraron dos días, pero nunca las olvidaré.
—Ninguna mujer lo haría —observó Charlotte.
—Hemos revisado todos esos libros. —Juno volvió al tema de la búsqueda mientras cerraba la puerta de la biblioteca detrás de ellas—. Era una tontería. Debí suponerlo. Martin amaba los libros. Jamás habría destrozado uno, ni siquiera para esconder algo. Habría encontrado otro modo de hacerlo. Solía arreglar los volúmenes que estaban rotos, ¿sabe? Se le daba muy bien. Todavía le veo, de pie con un libro estropeado en las manos, soltándome un sermón sobre lo incivilizado que era no utilizarlos debidamente, romper el lomo, rasgarlos o marcarlos de cualquier modo.
Bajaban por las escaleras, y Charlotte vio a una criada cruzar el pasillo. Un té era una idea realmente excelente. No se había dado cuenta de lo reseca que tenía la boca, como si tanto papel y polvo la hubieran desecado.
—A veces volvía a encuadernarlos por completo —continuó Juno—. Dora, sirve el té en el jardín, por favor.
—¿Los reencuadernaba? —preguntó Charlotte.
—Sí. ¿Por qué?
Charlotte se detuvo al pie de la escalera.
—¿Qué ocurre? —preguntó Juno.
—No hemos buscado los libros que encuadernó…
Juno comprendió al instante. Abrió mucho los ojos y no titubeó.
—¡Dora! Todavía no tomaremos el té. ¡Ya te avisaré! —Se volvió hacia Charlotte—. ¡Vamos! ¡Volveremos y los encontraremos! ¡Sería el escondite perfecto!
Corrieron escaleras arriba, recogiéndose las faldas para no tropezar, y recorrieron el pasillo hasta la biblioteca.
Tardaron casi media hora, pero Juno al final lo encontró: un librito sobre la economía de Troya, encuadernado a mano en un discreto cuero oscuro con letras doradas.
Permanecieron una al lado de la otra mientras leían una página al azar:
La prueba del préstamo ha sido preparada con cuidado, por supuesto. Todo constará en su carta, que se encontrará a su muerte. Tan pronto como se sepa, se dará al periodista la última prueba de la noticia de Whitechapel.
Los dos juntos lograrán todo lo que es necesario.
Juno miró a Charlotte con expresión interrogante.
Las ideas se agolpaban en la cabeza de ésta. Comprendía sólo parte del texto, pero la referencia a Remus era tan clara que hizo que a Juno le temblara la mano.
—Sabía que iba a morir alguien —susurró—. Formaba parte de su plan de derribar el gobierno, ¿verdad? —Su voz desafiaba a Charlotte a que la reconfortara con una mentira.
—Eso parece —convino Charlotte, que se devanaba los sesos para adivinar a quién se refería el escrito—. Sé de qué va lo del periodista, y tiene usted razón, es parte de la conspiración para hacer estallar una revolución.
Juno no dijo nada. Le temblaban las manos mientras sostenía el libro para que Charlotte lo leyera con ella. Pasó la página.
Eran listas de cifras de los muertos y heridos en las diversas revoluciones que habían tenido lugar en Europa en 1848. A partir de ellas se deducían las muertes que se producirían en Londres y las ciudades más importantes de Inglaterra cuando se iniciara la revolución. No había duda acerca de su significado.
Juno estaba blanca como el papel, los ojos oscuros en sus cuencas.
Las siguientes páginas sólo las hojearon. Eran planes y posibilidades de redistribuir la riqueza y las propiedades confiscadas a quienes disfrutaban de ellas como un privilegio heredado. El documento tenía una docena de páginas por lo menos.
En la última se recogía la propuesta de una constitución para un nuevo Estado encabezado por un presidente responsable ante un senado, no muy distinto de la Roma republicana de antes de los Césares. No estaba redactada de manera formal; más bien era una serie de propuestas, pero no parecía haber duda acerca de quién sería el primer presidente. El autor hacía referencia a varios de los grandes idealistas del pasado, en especial a Mazzini y a Mario Corena, el soñador que con tanta gloria había fracasado en Roma. Pero el jefe en persona se proponía gobernar en Inglaterra.
Charlotte no tuvo que preguntar si la letra era de Martin Fetters; sabía que no lo era. No se parecía en absoluto. La de Fetters era decidida, fluida y un tanto desaseada, como si su entusiasmo hubiera avanzado más deprisa que la mano. Aquélla, en cambio, era precisa, las mayúsculas sólo un poco más grandes que el resto, poco inclinadas, sin espacio entre una frase y la siguiente.
Miró a Juno. Trató de imaginar cómo se sentiría ella si encontrara algo así en la habitación de Pitt; un plan apasionado, idealista, arbitrario, violento y totalmente equivocado. Ninguna reforma podía llevarse a cabo mediante el engaño que proponían esas páginas, alentando disturbios nacidos de la cólera y las mentiras, sin plantearse siquiera preguntar a la gente qué quería ni decir con franqueza lo que todos perderían a cambio.
Charlotte vio el horror reflejado en el rostro de Juno, amén de un desconcierto y un dolor que habían eclipsado toda la aflicción de los últimos días.
—Me he equivocado —susurró—. No le conocía en absoluto. Lo que planeaba era monstruoso. Perdió… su verdadero idealismo. Sé que creía que era por el bien del pueblo. Detestaba toda forma de tiranía… pero nunca preguntó a la gente si quería una república, ¡o si estaba dispuesta a morir por ella! ¡Decidió por todos! Eso no es libertad, sino otra forma de tiranía.
Charlotte no tenía ningún argumento que ofrecer, ni se le ocurrió nada para reconfortarla. Lo que Juno había dicho era cierto: era la arrogancia suprema, el despotismo final, por muy idealistas que fueran las intenciones.
Juno permaneció con la mirada perdida, conteniendo las lágrimas.
—Gracias por no hacer un comentario trillado —dijo por fin.
Charlotte adoptó la única decisión de la que estaba segura.
—Tomemos el té ahora. ¡Tengo la sensación de haber estado comiendo papel!
Juno sonrió a medias y aceptó. Bajaron juntas por las escaleras y en menos de cinco minutos Dora trajo la bandeja con el té. Ninguna de las dos habló, no parecía haber nada razonable que decir, hasta que terminaron y Juno dejó por fin la taza, se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó mirando la pequeña extensión de césped.
—Me sentía incómoda con John Adinett. Y le odié por haber matado a Martin —dijo despacio—. Que Dios me perdone, casi me alegré cuando lo ahorcaron. —Tenía el cuerpo rígido, los hombros tensos, los músculos agarrotados—. Pero ahora comprendo por qué creyó que tenía que hacerlo. Yo… detesto la idea, pero creo que debo dar a conocer la verdad. No devolverá la vida a Adinett, pero limpiará su nombre.
Charlotte no estaba segura de qué sentía. Una compasión abrumadora, así como una admiración profunda. Pero ¿y Pitt? Adinett había tenido motivos justificados, según cómo se mirara, para matar a Fetters. ¡O al menos comprensibles! Si se hubiera sabido en el juicio por qué lo había hecho, no habrían querido ahorcarlo. Tal vez hasta echaran las culpas a Pitt por haber investigado el caso.
Sin embargo, Adinett se había negado a dar la menor explicación. ¿Cómo iba a saber nadie por qué lo había hecho? Ni siquiera Gleave había dicho nada. ¿Acaso lo ignoraba? De pronto recordó su rostro al presionar a Juno para que le hablara de los papeles de Martin. No las había amenazado verbalmente, pero la amenaza había flotado en el aire y ellas la habían sentido como un frío en los huesos.
¡Lo sabía! ¡Sólo que estaba de parte de Fetters! Pobre Adinett… no había tenido a nadie a quien recurrir, nadie en quien confiar. No era de extrañar que hubiera guardado silencio y se hubiera enfrentado a la muerte sin tratar de salvarse. Sabía desde el momento en que lo detuvieron que no tenía ninguna posibilidad de ganar. Había actuado para salvar a su país de una revolución, a sabiendas de que le costaría la vida. Merecía que la verdad lo vindicara ahora por lo menos.
—Sí —convino Charlotte—. Tiene toda la razón. Como esposa del superintendente Pitt me gustaría acompañarla, si puedo.
Juno se volvió.
—Sí, por favor. Iba a pedírselo.
—¿A quién se lo va a decir?
—He pensado en eso. A Charles Voisey. Es juez del tribunal de apelación y fue uno de los que estudiaron el caso. Está familiarizado con él. Le conozco de vista. No conozco a los demás. Intentaré ir esta misma tarde. Quiero hacerlo inmediatamente… Me resultaría muy difícil esperar.
—Lo comprendo —se apresuró a decir Charlotte—. Estaré allí.
—Iré en coche a las siete y media, a menos que no pueda recibirnos. Le avisaré —prometió Juno.
Charlotte se levantó.
—Estaré preparada.
Llegaron a casa de Charles Voisey, en Cavendish Square, poco después de las ocho, y de inmediato las hicieron pasar a un espléndido salón. Estaba decorado en su mayor parte en un estilo tradicional, tonos cálidos y oscuros, rojos y dorados suaves, pero con una sorprendente colección de exquisitos objetos de latón árabes, bandejas, jarras y vasos, en cuyas superficies afiligranadas y sencillas líneas se reflejaba la luz.
Voisey las recibió con cortesía, ocultando su curiosidad por la visita, pero no intentó entablar una conversación trivial. Una vez sentados, ofrecidos y rehusados los refrescos, se volvió hacia Juno con expresión interrogante.
—¿En qué puedo ayudarle, señora Fetters?
Juno ya había afrontado lo peor al admitir que Martin no había sido el hombre al que había amado durante todos esos años de matrimonio. Decírselo a otra persona resultaba difícil, pero en muchos sentidos, si se trataba de la persona adecuada, suponía casi un alivio.
—Como le he dado a entender por teléfono —empezó a decir mirándolo muy erguida en su asiento—, he hallado entre los papeles de mi marido algo que la policía no encontró porque había sido escondido muy hábilmente.
Voisey se puso un tanto rígido.
—¿De veras? Creía que habían efectuado un registro exhaustivo. —Miró por un instante a Charlotte. Ésta tuvo la sensación de que el fracaso de Pitt le complacía y debió hacer un esfuerzo deliberado para no salir en su defensa.
Juno lo hizo por ella.
—Estaba encuadernado en forma de libro. Mi marido hacía sus propias encuadernaciones, ¿sabe? Se le daba muy bien. A menos que se leyera cada volumen de la biblioteca no habría manera de encontrarlo.
—¿Y usted sí lo hizo? —Había una ligera nota de sorpresa en su voz.
Ella esbozó una sonrisa.
—No tengo nada mejor que hacer.
—Naturalmente… —Voisey dejó que la frase flotara en el aire, inconclusa.
—Quería saber por qué lo mató John Adinett, a quien siempre creí amigo suyo —prosiguió Juno—. Ahora ya lo sé, y creo que es moralmente necesario hacerlo público. He considerado que usted era la persona adecuada para ello.
Voisey permaneció inmóvil en su asiento. Exhaló despacio.
—Entiendo. ¿Y qué dicen esos papeles, señora Fetters? Supongo que no hay ninguna duda de que son suyos.
—No los escribió él, pero los encuadernó en forma de libro y los escondió en su biblioteca —explicó ella—. Eran cartas e informes a favor de una causa en la que evidentemente creía. Creo que John Adinett se enteró y por eso lo mató.
—Eso parece… un acto muy extremo —observó Voisey pensativo. Se olvidó de Charlotte, concentrando toda su atención en Juno—. Si se trataba de algo que Adinett desaprobaba tan apasionadamente, ¿por qué no se limitó a denunciarlo? Supongo que era algo ilegal. O al menos algo que otros habrían impedido.
—Con ello sólo habría logrado que cundiera el pánico, habría incluso provocado a otros con ideas afines —respondió Juno—. Sin duda habría causado una gran alegría a los enemigos de Inglaterra y tal vez les habría sugerido formas de perjudicarnos.
Voisey la miraba cada vez más tenso. Cuando habló, su voz sonó más dura, llena de ansiedad.
—¿Puedo preguntar la razón por la que cree que no informó de forma discreta a la autoridad pertinente?
—Porque no tenía forma de saber quién más estaba involucrado —contestó ella—. Verá, se trata de una conspiración con muchos implicados.
Él arqueó ligeramente las cejas y entrelazó los dedos.
—¿Una conspiración? ¿Para hacer qué, señora Fetters?
—Derrocar el gobierno, señor Voisey —respondió ella con una voz sorprendentemente serena para una afirmación tan grave—. Por medio de la violencia. En pocas palabras, provocar una revolución que derribaría la monarquía y la reemplazaría por una república.
El juez permaneció en silencio varios minutos, como si estuviera perplejo y le costara creer lo que Juno había explicado.
—¿Está… totalmente segura, señora Fetters? ¿No podría haber interpretado mal unos escritos sobre otro país y supuesto que se referían a Inglaterra? —preguntó por fin.
—Me gustaría que así fuera, créame. —La emoción de Juno era evidente; él no habría podido ponerla en duda.
Voisey se volvió hacia Charlotte. Ésta le sostuvo la mirada y percibió una gran inteligencia, así como una frialdad que emanaba de una extraordinaria y casi incontrolable aversión por ella. Se sobresaltó y se dio cuenta de que estaba asustada. No se le ocurría ninguna razón. No lo conocía y nunca le había hecho nada.
El juez se dirigió a ella con voz áspera.
—¿Ha leído usted esos papeles, señora Pitt?
—Sí.
—¿Y ve en ellos los planes de una revolución?
—Sí; me temo que sí.
—Es extraordinario que su marido no los encontrara, ¿no le parece? —Esta vez el desdén era inconfundible, y Charlotte comprendió que era Pitt quien le inspiraba esa emoción que era incapaz de disimular.
Se sintió profundamente ofendida.
—Supongo que no buscaba planes de derribar la monarquía y establecer una nueva constitución republicana —replicó con frialdad—. El caso habría estado más completo si hubiera descubierto el móvil, pero no era necesario. Y Adinett prefirió ir al patíbulo antes que revelar sus razones, lo que demuestra lo extensa que creía que era la conspiración. No conocía a nadie en quien se atreviera a confiar, ni siquiera para salvar su vida.
Voisey tenía el rostro encendido, los ojos brillantes.
Charlotte se preguntó hasta qué punto se culpaba, como juez que había examinado la apelación, de haber condenado a un hombre que ahora tenía que reconocer como víctima y héroe. Lamentaba haber hablado con tan poca delicadeza, pero no pudo decírselo.
—¿Y estaba equivocado, señora Pitt? —susurró él, apretando la mandíbula—. Si hubiera confiado al inspector sus motivos para matar a Fetters, ¿le habría creído y ayudado? —Dejó la otra mitad de la pregunta sin pronunciar.
—Si se está preguntando si mi marido es un revolucionario o si habría conspirado con ellos… —Charlotte se interrumpió al ver su sonrisa. Sabía exactamente qué estaba pensando: que Juno Fetters también había creído en la inocencia de su marido y se había equivocado—. Estoy segura de que mi esposo habría hecho todo lo posible para poner al descubierto el complot. Sin embargo, tengo la certeza de que no habría sabido en quién confiar. Ellos se habrían limitado a destruir las pruebas y también a él. Pero mi esposo ignoraba la existencia de la conspiración, de modo que la cuestión no se planteó.
Voisey se volvió de nuevo hacia Juno y su expresión cambió, llenándose de nuevo de compasión.
—¿Qué ha hecho con ese libro, señora Fetters?
—Lo tengo aquí —respondió ella tendiéndoselo—. Creo que deberíamos… que debemos… ocuparnos de que el nombre del señor Adinett sea vindicado y no pase a la historia como el de un hombre que asesinó a un amigo sin motivo. Ojalá pudiera concederle eso, por mi marido, pero no puedo.
—¿Está segura? —preguntó él con amabilidad—. Una vez que haya puesto en mis manos la prueba, no podré devolvérsela. Deberé actuar en consecuencia. ¿Está segura de que no prefiere destruirla y mantener el nombre de su marido intacto como el de un hombre que luchó por la libertad de todos a su manera?
Juno vaciló.
—¿Reportará algún beneficio a los ciudadanos —continuó Voisey— saber que entre ellos hay hombres, cuyos nombres no puede usted dar (por lo que no es posible excluir al resto), que abolirían las Cámaras de los Lores y de los Comunes, y nuestra monarquía, para poner en su lugar a un presidente y un senado, por muy reformado que este haya sido y por mucha justicia e igualdad que ofrezca? Son ideas extrañas para el hombre de la calle, que no las comprende y se siente seguro con aquello a lo que está acostumbrado, hasta con los males e iniquidades. Es posible que John Adinett callara porque sabía el revuelo que causaría la noticia de tal conspiración, así como porque no sabía en quién confiar. ¿Se ha parado a pensarlo?
—No —susurró Juno—. No; no lo he pensado. Tal vez tenga usted razón. Tal vez… si él no se atrevió a hablar de ello entonces, querría que se mantuviera en secreto ahora. Era un buen hombre… un gran hombre. Entiendo por qué lamenta usted tanto su muerte. Lo siento, señor Voisey… estoy avergonzada.
—No tiene por qué estarlo —repuso él con una breve sonrisa llena de tristeza—. No tiene la culpa. Es cierto, era un gran hombre, y es posible que pase a la historia como tal, pero aún no, me temo.
Juno se levantó, se acercó a la chimenea y, muy despacio, dejó caer el libro al fuego.
—Le agradezco profundamente el consejo, señor Voisey. —Miró a Charlotte.
Ésta también se puso en pie. La cabeza la daba vueltas con pensamientos contradictorios. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón había una certeza: ¡Charles Voisey estaba en el centro de la conspiración! Conocía los papeles mucho mejor que ellas. ¡Juno había mencionado una presidencia, pero no había dicho nada de un senado! Ni de deshacerse de los lores y los comunes.
—Señora Pitt… —La voz de Voisey interrumpió sus pensamientos.
—Señor Voisey —dijo ella, consciente de que sonaba torpe, absorta de una forma que no estaba justificada. Él la miraba fijamente, escudriñando con sus ojos inteligentes cada expresión de su rostro. ¿Acaso sospechaba que ella lo sabía?—. Tal vez tenga razón —se obligó a decir. Que pensara que estaba decepcionada porque hacer pública la conspiración habría lavado el honor de Pitt. Voisey odiaba a Pitt. Se lo tragaría. Debían marcharse de allí, alejarse de él. ¡Ponerse a salvo en casa!
¡A salvo! ¡Martin Fetters había sido asesinado en su propia biblioteca! Tendría que decírselo a Juno, convencerla de que se marchara de Londres y fuera al campo de incógnito. No debían encontrarla hasta que pudieran protegerla, o ya no importara.
—Creo que sí —dijo él con una sonrisa torcida—. Causará más perjuicio que el bien de restaurar el buen nombre de Adinett… que estuvo dispuesto a perder por su país.
—Sí, lo entiendo. —Charlotte se encaminó hacia la puerta, pero debía hacerlo despacio, a pesar del deseo casi incontenible de darse prisa, hasta de echar a correr. ¡Él no debía adivinar que ella lo sabía! ¡No debía percibir su miedo! Se detuvo y dejó que se acercara más a ella antes de seguir a Juno hasta el pasillo.
Parecía que nunca iban a llegar a la puerta principal y respirar el aire nocturno.
Juno se detuvo de nuevo para despedirse y agradecer a Voisey el consejo.
Por fin estaban en el carruaje, y se alejaban.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Charlotte.
—¿Gracias a Dios? —repitió Juno con aire cansado, decepcionado.
—¡Sabía lo del senado! —exclamó Charlotte—. ¡Usted no lo ha mencionado!
Juno la aferró en la oscuridad y le clavó los dedos del terror.
—Debe marcharse de Londres —añadió Charlotte con tristeza—. Esta misma noche. Voisey sabe que ha leído el libro. No diga a nadie adónde va. ¡Informe a lady Vespasia Cumming-Gould, no a mí!
—Sí, sí, lo haré. Por Dios, ¿en qué nos hemos metido? —No soltó el brazo de Charlotte mientras avanzaban a través de la noche.