7
La paciencia de Tellman casi había llegado al límite en su esfuerzo por concentrarse en la serie de robos que le habían asignado. Mientras interrogaba y examinaba fotos de joyas, no podía dejar de pensar en Pitt, en Spitalfields, y en qué había hecho Adinett en Cleveland Street que tanto había interesado a Lyndon Remus.
Era lo bastante inteligente para saber que, si no se concentraba en los robos, nunca los resolvería, y con ello no haría sino aumentar sus problemas. Sin embargo, no podía evitar que le volara la imaginación y, algo inusitado en él, tan pronto como llegó la hora de dar por terminada la jornada, lo hizo. Sin esperar a que alguien le dijera algo, se fue de Bow Street y empezó a investigar en serio las costumbres de Remus: dónde vivía, dónde comía, qué tabernas frecuentaba y a quién vendía la mayor parte de sus noticias. En el transcurso del último año esta pauta había cambiado, ya que había habido un aumento sostenido del número de colaboraciones para Thorold Dismore, hasta que en los meses de mayo y junio había escrito exclusivamente para él.
A Tellman le llevó varias horas, hasta casi medianoche, después de que cerraran las tabernas, averiguar lo suficiente sobre Remus para convencerse de que podía encontrarlo cuando lo necesitara. A la mañana siguiente mentiría a su superior inmediato, algo que nunca había hecho. No había evasiva que pudiera encubrir la situación, o la necesidad imperiosa que sentía de investigar ese misterio mucho más urgente. Tendría que buscar una excusa luego, si lo pillaban.
Durmió mal, a pesar de que su cama era bastante cómoda. Se despertó temprano, en parte porque tenía la cabeza llena de toda suerte de secretos o vicios íntimos que podía haber descubierto Adinett en Mile End, y por los que Martin Fetters lo había amenazado. Nada de lo que se le ocurría parecía encajar con la impresión que le había causado la pequeña tienda de tabaco en una calle tan normal.
Se bebió apresuradamente una taza de té en la cocina y compró un emparedado al primer vendedor ambulante que encontró mientras se dirigía a buen paso a las habitaciones de Remus, junto a Pentonville Road, para seguirlo a donde fuera que se dirigiera.
Tuvo que esperar casi dos horas, y se sentía abatido y furioso cuando Remus salió por fin recién afeitado, con el cuello blanco alzado y lo bastante rígido para resultar incómodo. Tenía el cabello peinado hacia atrás, todavía mojado, y una expresión alerta y ansiosa cuando echó a andar a paso rápido hacia Tellman, plantado con la cabeza gacha bajo el arco de un portal. Era evidente que estaba concentrado en el lugar adonde se dirigía y ajeno a cualquier persona que se cruzara por la acera.
Tellman se volvió y lo siguió a unos quince metros de distancia, pero preparado para acercarse más si las calles se volvían más concurridas y se veía ante la posibilidad de perderlo.
Después de casi un kilómetro tuvo que echar a correr y sólo por los pelos cogió el mismo ómnibus, donde se dejó caer en un asiento junto a un hombre grueso con un abrigo de rayas que lo miró divertido. Tratando de recuperar el aliento, Tellman maldijo su exagerada cautela. Remus no había mirado atrás ni una sola vez. Era evidente que estaba absorto en lo que se traía entre manos, fuera lo que fuese.
Tellman sabía perfectamente que podía no guardar la menor relación con el caso de Pitt. Remus podía haber dado por terminada esa noticia, y haber averiguado algo o nada. Tellman hojeaba cada mañana los periódicos en busca de artículos relacionados con Adinett o Martin Fetters, o hasta un pie de autor de Remus, y no había encontrado nada. Las primeras planas se centraban en los horrores de los envenenamientos de Lambeth. Al parecer ya habían muerto siete prostitutas jóvenes. Una de dos, o la noticia de Cleveland Street había sido eclipsada por esa reciente atrocidad, o bien Remus todavía andaba tras ella… al parecer en dirección a Saint Pancras.
Remus se apeó del ómnibus y Tellman lo hizo después de él, con cuidado de no acercarse demasiado. Sin embargo, Remus seguía sin mirar atrás. Ya era media mañana, las calles estaban atestadas de gente y cada vez más congestionadas de tráfico.
El periodista cruzó la calle, dio una propina al chiquillo que barría los excrementos de la calzada y, una vez en la otra acera, apretó el paso. Poco después subía por los escalones del Saint Pancras Infirmary.
¡Otro hospital! Tellman seguía sin tener ni idea de por qué había ido al Guy’s, al otro lado del río.
Corrió escaleras arriba detrás de él, alegrándose de haber traído consigo un gorro de tela que podía encasquetarse hacia delante para cubrirse el rostro. Remus volvió a preguntar algo al portero del vestíbulo para, acto seguido, encaminarse a paso rápido hacia las oficinas de la administración, con los hombros echados hacia delante y balanceando los brazos. ¿Buscaba lo mismo que en el Guy’s? ¿No había encontrado lo que buscaba la primera vez? ¿O había algo que comparar?
Los pasos de Remus resonaban en el suelo más adelante, y los de Tellman parecían una mala imitación detrás. Se preguntó por qué Remus no se volvía para ver quién lo seguía.
Se cruzaron con dos enfermeras que andaban en sentido contrario, mujeres de mediana edad y rostro cansado. Una llevaba un balde tapado que, a juzgar por su cuerpo inclinado, pesaba. La otra tenía en las manos un fardo de sábanas manchadas y se detenía continuamente para recoger los extremos que arrastraba por el suelo.
Remus giró a la derecha, subió por un breve tramo de escaleras y llamó a una puerta. Cuando ésta se abrió, entró. Un pequeño rótulo indicaba que era la oficina de registros.
Se trataba de una especie de sala de espera donde había un hombre calvo apoyado sobre un mostrador. Detrás de él había estantes llenos de carpetas y ficheros. Otras tres personas buscaban información de alguna clase. Dos eran hombres vestidos con trajes oscuros que no les sentaban bien; por su parecido era posible que fueran hermanos. La tercera era una mujer entrada en años con un sombrero de paja ajado.
Remus se incorporó a la cola y esperó su turno cambiando de pierna el peso del cuerpo, impaciente.
Tellman se detuvo cerca de la puerta y trató de pasar inadvertido. Miró al suelo, con la cabeza gacha para que el gorro le cayera de manera natural hacia delante y le ocultara el rostro.
Alcanzó a ver la espalda de Remus, los hombros alzados y rígidos, los puños cerrándose y abriéndose a su espalda. ¿Tan importante era lo que buscaba que no se daba cuenta de que lo seguían? Percibía la excitación en él, pero ignoraba a qué se debía; sólo sospechaba que era algo relacionado con John Adinett.
Los dos hermanos habían averiguado lo que querían y salieron juntos. La mujer se acercó al mostrador.
Pasaron varios minutos más antes de que se diera también por satisfecha y le llegara por fin el turno a Remus.
—Buenos días —dijo alegremente—. Tengo entendido que es a usted a quien debo dirigirme si quiero preguntar algo sobre los pacientes del hospital. Dicen que nadie sabe más de esta institución que usted.
—¿Eso dicen? —El hombre no se dejaba ablandar tan fácilmente—. ¿Y qué desea saber? —Avanzó el labio inferior—. Intuyo que no tiene que ver con su familia o lo habría dicho. Ni con los precios de ingreso, que puede averiguar sin el menor problema. Me parece un caballero demasiado listo para necesitar ayuda para algo tan sencillo.
Remus quedó desconcertado, pero se apresuró a aprovecharse de ello.
—Por supuesto —reconoció—. Estoy tratando de dar con un hombre que podría ser bígamo, o al menos eso es lo que me ha dicho cierta señora. Yo no estoy tan seguro.
El empleado se disponía a hacer un comentario, pero se lo pensó mejor.
—¿Y cree que podría estar ingresado aquí? —preguntó en cambio—. Tengo archivos del pasado, no de los que están ahora aquí.
—No; ahora no —aclaró Remus—. Creo que murió aquí, lo que zanja el asunto de todos modos.
—¿Cómo se llamaba?
—Crook. William Crook —respondió Remus con voz un tanto temblorosa. Parecía faltarle el aliento. Tellman alcanzaba a verle la nuca, donde el cuello blanco y duro le pellizcaba la carne—. ¿Murió aquí a finales del año pasado?
—¿Y qué si así fue? —inquirió el oficinista.
—¿Fue así? —Remus se inclinó sobre el mostrador y alzó la voz, con el cuerpo rígido, para añadir—: ¡Necesito… necesito saberlo!
—Sí, murió aquí, el pobre hombre —respondió el empleado, respetuoso—. Como otras muchas personas cada año. Podría haberlo averiguado consultando los archivos públicos.
—¡Ya lo sé! —Remus no se dejó desalentar—. ¿Qué día murió?
El otro no se movió.
Remus dejó una moneda encima del mostrador.
—Consulte los archivos y dígame de qué religión era.
El oficinista miró la moneda —era una cantidad de dinero considerable— y decidió que era una manera bastante fácil de ganarla. Se volvió hacia los estantes que había a sus espaldas, cogió un gran libro encuadernado en azul y lo abrió. Remus no apartó la mirada de él. Seguía sin reparar en Tellman, de pie junto a la puerta, ni en el hombre delgado de pelo rubio rojizo que entró un momento después.
Tellman se devanaba los sesos. ¿Quién era William Crook, y por qué era tan importante que hubiera muerto en un hospital? ¿O su religión? Dado que había fallecido el año anterior, ¿qué relación podía haber tenido con Adinett o Martin Fetters? ¿Cabía la posibilidad de que Adinett lo hubiera asesinado y Fetters se hubiera enterado? Eso sería motivo para matarlo.
El oficinista levantó la vista.
—El 4 de diciembre. Católico romano, según su viuda, Sarah, que lo ingresó.
Remus se inclinó y habló con voz cuidadosamente contenida, pero más alta:
—Católico romano. ¿Está seguro? ¿Es eso lo que pone en su ficha?
—Acabo de decírselo, ¿no? —El oficinista se irritó.
—¿Y su dirección antes de ingresar aquí?
El oficinista consultó la página y titubeó. Remus entendió y sacó otro chelín, que dejó en el mostrador con un ruido metálico.
—En el número 9 de Saint Pancras Street —respondió el oficinista.
—¿Saint Pancras Street? —Remus estaba perplejo, su voz llena de incredulidad—. ¿Está seguro? ¿No vivía en Cleveland Street?
—En Saint Pancras Street —repitió el oficinista.
—¿Cuánto hacía que vivía allí? —inquirió Remus.
—¿Cómo quiere que lo sepa? —replicó el empleado con razón.
—¿El número 9?
—Eso es.
—Gracias. —Remus se volvió y salió con la cabeza inclinada en actitud pensativa. Ni siquiera se dio cuenta de que Tellman salió detrás de él, perdiendo su turno.
Tellman lo siguió a cierta distancia mientras el periodista volvía sobre sus pasos, todavía sumido en el desconcierto y la decepción. Sin embargo, no vaciló en mezclarse con la multitud y andar con brío hasta el final de Saint Pancras Street, donde buscó el número 9. Llamó a la puerta y, retrocediendo un paso, esperó.
Tellman permaneció en la acera de enfrente. De haber cruzado la calle a fin de acercarse lo bastante para escuchar la conversación, hasta Remus en su estado abstraído habría reparado en él.
Abrió la puerta una mujer corpulenta, realmente alta —Tellman calculó que medía más de metro ochenta— y de expresión desabrida.
Remus la trató con mucha deferencia, como si le tuviera el mayor respeto, y ella pareció ablandarse un poco. Hablaron unos minutos, luego el periodista se inclinó a medias y, tras quitarse el sombrero, se volvió y se marchó muy deprisa, tan entusiasmado que hasta bajó de un salto un par de escalones. Tellman tuvo que echar a correr para alcanzarlo.
Remus fue derecho a la estación de Saint Pancras y entró por la puerta principal.
Tellman buscó en sus bolsillos y palpó tres monedas de media corona, un par de chelines y unos pocos peniques. Lo más probable era que Remus sólo viajara un par de paradas. Sería bastante fácil seguirlo… pero ¿merecía la pena el riesgo? La mujer alta del número 9 debía de ser la viuda de William Crook, Sarah. ¿Qué había dicho a Remus para disipar su confusión y desaliento? Seguramente que se trataba del mismo William Crook que había vivido en otro tiempo en Cleveland Street o tenía alguna otra relación estrecha con esa calle. Habían hablado varios minutos, de modo que debía de haberle dicho lo que él quería saber. ¿Algo sobre Adinett?
Remus se acercó a la ventanilla de venta de billetes.
Tellman decidió averiguar por lo menos a dónde iba. Había más gente en el vestíbulo, de forma que logró acercarse más a él sin llamar la atención. Se mantuvo detrás de una joven con una bolsa de tela y una amplia falda azul celeste.
—Ida y vuelta en segunda a Northampton, por favor —pidió Remus con tono apremiante y alterado—. ¿Cuándo sale el próximo tren?
—No hay ninguno antes de una hora, señor —respondió el empleado—. Son cuatro chelines y ocho peniques. Ha de transbordar en Bedford.
Remus le entregó el dinero y cogió el billete.
Tellman se volvió rápidamente, salió de la estación y bajó por los escalones hasta la calle. ¿Northampton? ¡Eso estaba a kilómetros de distancia! ¿Qué podía haber allí que estuviera relacionado? Desplazarse hasta ese lugar le costaría tanto tiempo como dinero, y no disponía ni de lo uno ni de lo otro. Era un hombre prudente, no impulsivo. Seguir a Remus hasta allí entrañaba un riesgo terrible.
Sin tomar una decisión volvió sobre sus pasos y se encaminó de nuevo hacia el hospital. Disponía de una hora antes de que el tren partiera; calculó que tardaría unos cuarenta minutos por lo menos y aún le quedaría tiempo para regresar, comprar un billete y coger el tren, si quería.
¿Quién era William Crook? ¿Qué importancia tenía su religión? ¿Qué había preguntado Remus a su viuda, aparte de si tenía alguna relación con Cleveland Street? Tellman estaba furioso consigo mismo por seguir con el caso, y con el resto del mundo porque Pitt se hallaba en apuros y nadie pensaba hacer nada al respecto. En todas partes había injusticia, pero la gente se ocupaba de sus asuntos y miraba para otro lado.
Pensó en cómo diría a Gracie que todo eso tenía muy poco sentido y seguramente nada que ver con Adinett. Cada vez que trataba de encontrar las palabras adecuadas, se le antojaban meras excusas. Visualizó su cara con tanta claridad que se sobresaltó. Era como si estuviera viéndola, el color de sus ojos, la luz reflejada en su tez, la sombra que proyectaban sus pestañas, la forma en que siempre se estiraba unos mechones de pelo dejándolos un poco demasiado tirantes junto a su ceja derecha. Conocía tan bien la curva de su boca como la suya propia en el espejo que utilizaba para afeitarse.
Gracie no se daría por vencida. Lo despreciaría si él lo hacía. Imaginaba la expresión de sus ojos y le dolía demasiado. No podía permitir que eso ocurriera.
Dio medio vuelta y se encaminó hacia el oeste, al número 9 de Saint Pancras Street. Si se paraba a pensar qué estaba haciendo le faltaría el valor, de modo que no pensó. Se dirigió hacia la puerta y llamó con los nudillos, con la placa de policía preparada en la mano.
Abrió la misma mujer gigantesca.
—¿Sí?
—Buenos días, señora —saludó él sin aliento. Le enseñó la placa.
Ella la examinó con detenimiento, con expresión impasible.
—De acuerdo, inspector Tellman, ¿qué quiere?
¿Debía intentar mostrarse encantador o autoritario? Resultaba difícil ser autoritario con una mujer de ese tamaño y ese talante. Nunca había tenido menos deseos de sonreír. Debía hablar, ella comenzaba a perder la paciencia, era evidente en su expresión.
—Estoy investigando un crimen muy grave, señora —dijo con más seguridad de la que sentía—. Hace media hora he seguido a un hombre hasta aquí, de estatura mediana, pelo rojizo, facciones angulosas. Creo que le ha preguntado algo sobre el difunto señor William Crook. —Respiró hondo—. Necesito saber qué le ha preguntado y qué le ha dicho usted.
—¿De veras? ¿Y por qué, inspector? —La mujer tenía un marcado acento escocés, de la costa oeste, sorprendentemente agradable.
—No puedo decírselo, señora. Eso sería violar la confidencialidad. Sólo necesito saber qué le ha dicho usted.
—Me ha preguntado si habíamos vivido en Cleveland Street. Parecía irle la vida en ello. He estado tentada de no decírselo. —Suspiró—. Pero ¿de qué serviría? Mi hija Annie trabajaba en la tienda de tabaco de allí. —Había tristeza en su rostro, que por un momento se crispó, como si sintiera un gran dolor. Luego desapareció.
Tellman se oyó a sí mismo insistir.
—¿Qué más le ha preguntado, señora Crook?
—Me ha preguntado si estaba emparentada con J. K. Stephen —respondió ella. Hablaba con voz cansina, como si no le quedaran fuerzas para luchar contra lo inevitable—. Yo no, pero mi marido sí lo estaba. Su madre era prima suya.
Tellman estaba desconcertado. Nunca había oído hablar de J. K. Stephen.
—Entiendo. —Únicamente sabía que esa información tenía tanto interés para Remus que éste había ido derecho a la estación y comprado un billete a Northampton—. Gracias, señora Crook. ¿Eso es todo lo que le ha preguntado?
—Sí.
—¿Le ha dicho por qué quería saberlo?
—Ha dicho que era para corregir una gran injusticia. No he preguntado cuál. Sería una entre un millón.
—Ya lo creo. Él tiene razón… —Inclinó la cabeza—. Buenos días, señora.
—Buenos días. —La mujer cerró la puerta.
El trayecto hasta Northampton fue tedioso, y Tellman pasó el rato dando vueltas a las posibilidades que se le ocurrieron acerca de qué podía andar buscando Remus. Éstas se volvieron cada vez más fantasiosas. Tal vez era una empresa desatinada, y lo de la injusticia quizá no había sido sino su manera de suscitar la compasión de la señora Crook. O acaso sólo andaba tras algún escándalo. Eso era lo único que le había interesado en el caso de Bedford Square, porque los periódicos se apresuraban a comprar un escándalo si eso aumentaba el número de lectores.
Sin embargo, seguramente no era eso por lo que Adinett había ido a Cleveland Street y se había marchado de allí entusiasmado para, a continuación, ir a ver a Dismore. Él no andaba tras los infortunios de otras personas.
No, había una razón detrás de ello. Si él pudiera averiguarla…
Al llegar a Northampton, Remus se apeó del tren. Tellman salió detrás de él de la estación a la soleada calle, donde lo vio parar un coche de punto. Subió al de detrás y dio instrucciones al cochero de seguirlo. Permaneció inclinado en el asiento, impaciente e incómodo, mientras recorrían a gran velocidad las calles hasta que se detuvieron por fin ante un lúgubre hospital psiquiátrico.
Tellman esperó junto a la verja, donde podría pasar inadvertido. Cuando Remus salió casi una hora después con la cara encendida de la emoción y los ojos brillantes, lo hizo a tal velocidad, caminando con los hombros erguidos y balanceando los brazos, que podría haber chocado con Tellman y no darse cuenta.
¿Debería seguirlo de nuevo para averiguar a dónde iba, o entrar en el hospital psiquiátrico y descubrir de qué se había enterado? Decididamente lo segundo. Disponía de un tiempo limitado para regresar a la estación y tomar el último tren a Londres. Ya sería bastante difícil explicar a Wetron su ausencia.
Entró en la oficina y presentó su chapa de identificación. Tenía una mentira preparada.
—Estoy investigando un asesinato. He seguido desde Londres a un hombre de mi estatura, unos treinta años, pelo rojizo, ojos castaños y una expresión ansiosa. Necesito que me diga qué le ha preguntado y qué le ha respondido usted.
El hombre parpadeó sorprendido, sus ojos de un azul desvaído fijos en la cara de Tellman, la mano detenida en el aire a medio camino del tintero.
—¡No ha preguntado sobre ningún asesinato! —protestó—. El pobrecillo murió de muerte natural, si es natural dejarse morir de hambre.
—¿Dejarse morir de hambre? —Tellman no había sabido qué esperar, pero no contaba con un suicidio—. ¿Quién?
—El señor Stephen, por supuesto. La persona por la que ha preguntado.
—¿El señor J. K. Stephen?
—Eso es. —El hombre sorbió por la nariz—. El pobrecillo estaba como una regadera. Claro que de lo contrario no habría estado aquí, ¿no?
—¿Murió de hambre? —repitió Tellman.
—Dejó de comer. —El otro asintió con expresión sombría—. Se negó a tomar nada, ni un bocado.
—¿Estaba enfermo? Tal vez no podía comer —aventuró Tellman.
—Podía, pero dejó de hacerlo de repente. —El hombre volvió a sorber por la nariz—. El 14 de enero. Lo recuerdo porque fue el mismo día que nos enteramos de que había fallecido el pobre duque de Clarence. Supongo que fue eso lo que acabó con él. Conocía mucho al duque. Hablaba de él. Le enseñó a pintar, o eso decía.
—¿En serio? —Tellman estaba totalmente desconcertado. Cuanto más averiguaba, menos sentido tenía todo. Parecía poco probable que el hombre que se había negado a comer hasta morir en ese lugar conociera al hijo mayor del príncipe de Gales—. ¿Está seguro?
—¡Por supuesto! ¿Por qué quiere saberlo? —El otro entornó los ojos. Se percibía cierto recelo en su voz. Volvió a sorber por la nariz y buscó en sus bolsillos un pañuelo.
Tellman se contuvo con esfuerzo. No debía desaprovechar esa oportunidad.
—Sólo quiero cerciorarme de que tengo al hombre adecuado —mintió esperando sonar convincente.
El hombre encontró el pañuelo y se sonó enérgicamente.
—Era el preceptor del príncipe, ¿no? —explicó—. Supongo que cuando se enteró de que el pobre había muerto, se lo tomó muy mal. No estaba bien de la chaveta, pobrecillo.
—¿Cuándo murió?
—El 3 de febrero —respondió el hombre guardando el pañuelo—. Es una muerte horrible. —Había compasión en su rostro—. Pareció significar algo para el tipo al que usted sigue, pero que me cuelguen si sé qué. Un pobre loco decide morir… de pena, que yo sepa, y él se va corriendo de aquí. Se fue como un niño con zapatos nuevos. Temblando de la emoción, no exagero. No sé nada más.
—Gracias. Me ha sido de gran ayuda. —Tellman fue de pronto desagradablemente consciente del horario de trenes—. ¡Gracias! —repitió, y echó a correr por el pasillo hacia la salida, donde buscó un coche que lo llevara de nuevo a la estación.
Cogió el tren por los pelos, y se recostó con mucho gusto en su asiento. Pasó la primera hora anotando todo cuanto había averiguado, y la segunda, tratando de inventar una excusa para el día siguiente que se pareciera algo a la verdad y, aun así, convenciera a Wetron de que se trataba de un asunto policial justificado. No lo logró.
¿Por qué el pobre Stephen había decidido morir de hambre al enterarse del fallecimiento del joven duque de Clarence? ¿Y qué interés tenía ese dato para Remus? Era trágico. De todos modos el hombre había sido aparentemente declarado loco, o no lo habrían encerrado en el hospital psiquiátrico de Northampton.
¿Y qué tenía eso que ver con William Crook, que había muerto el pasado diciembre en el hospital de Saint Pancras, de causas totalmente naturales? ¿Qué relación tenía con la tienda de tabaco de Cleveland Street? Sobre todo, ¿por qué iba a importarle a John Adinett?
Cuando llegaron a Londres, Tellman se apeó de un salto y miró a un lado y a otro del andén en busca de Remus. Casi había renunciado cuando lo vio bajar despacio dos vagones más adelante. Debía de haberse quedado dormido. Dio un pequeño traspié y se encaminó hacia la salida.
Tellman volvió a seguirlo, corriendo el riesgo de que lo viera antes que exponerse a perderlo. Por fortuna estaban casi a mediados de verano, y las tardes eran tan largas que a las nueve seguía habiendo suficiente luz para no perder de vista a alguien a una distancia de unos quince o veinte metros, aun yendo por una calle bastante concurrida.
Remus se detuvo en una taberna, donde cenó algo. Parecía no tener prisa. Tellman estaba a punto de dejarlo, tras haber llegado a la conclusión de que el periodista había terminado la jornada y en breve se iría a su casa, cuando éste consultó su reloj y pidió otra pinta de cerveza.
De modo que le importaba qué hora era. Hacía tiempo para ir a alguna parte o esperaba a alguien.
Tellman aguardó.
Al cabo de un cuarto de hora Remus se levantó y salió a la calle. Subió a un coche de punto, y Tellman casi lo perdió tratando de encontrar otro para él. Apremió al cochero para que lo siguiera a toda costa.
Parecían haber tomado la dirección de Regent’s Park. Sin duda no quedaba cerca del domicilio de Remus. Iba a ver a alguien con quien se había citado. Tellman miró su reloj al pasar junto a una farola. Eran casi las nueve y media, y empezaba a oscurecer.
De pronto, sin previo aviso, el cochero se detuvo y Tellman bajó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó bruscamente, mirando hacia delante.
Había varios coches de punto a lo largo de la calle, junto al parque.
—¡Ése es! —El cochero señaló más adelante—. Ése es el que busca. Serán uno con tres peniques, señor.
Se estaba convirtiendo en un ejercicio realmente caro. Se maldijo por su estupidez, pero se apresuró a pagar y echó a andar hacia la figura que veía vagamente ante sí. La reconoció por su andar presuroso, como si estuviera a punto de hacer un gran descubrimiento.
Se hallaban en Albany Street, a pocos pasos de la entrada de Regent’s Park. Tellman veía claramente Outer Circle, que rodeaba el perímetro, y el césped más allá, que se extendía uniforme en la oscuridad hasta los árboles de los Jardines Zoológicos Reales, a medio kilómetro de distancia.
Remus echó a andar hacia el parque. Se volvió una vez para mirar atrás, y Tellman dio un traspié. Era la primera vez que Remus mostraba algún interés en si lo seguían. Tellman no podía hacer otra cosa que continuar caminando como si fuera lo más natural del mundo.
Remus siguió avanzando, esta vez mirando alrededor. ¿Esperaba a alguien, o temía que estuvieran observándolo?
Tellman se ocultó entre las sombras de los árboles y se quedó un tanto rezagado.
Había varias personas, algunas paseando en grupos de dos y tres, otra no muy lejana, un hombre solo. Remus titubeó y miró con detenimiento al frente, pero pareció quedar satisfecho y continuó andando con paso presuroso.
Tellman lo siguió todo lo cerca que se atrevió.
El periodista se detuvo junto al hombre.
Tellman se moría por saber qué decían, pero hablaban casi en susurros. Aun acercándose unos tres metros, inclinado hacia ellos y con el sombrero bien encasquetado, no entendió ni una palabra, pero vio sus expresiones. Remus estaba muy excitado y escuchaba con toda atención a su interlocutor, sin siquiera mirar alrededor cuando Tellman pasó por el otro lado del camino.
El otro hombre, de estatura más que mediana, iba muy bien vestido. Llevaba su sombrero de hongo tan echado hacia delante y el cuello del abrigo tan subido que medio rostro quedaba oculto. Lo único que Tellman alcanzó a ver con claridad fue que sus botas eran de cuero brillante, de diseño elegante, y que el abrigo le sentaba a la perfección. Debía de haberle costado más de lo que un inspector de policía ganaba en varios meses.
Tellman siguió andando por Outer Circle hasta la puerta que daba a Albany Street y se encaminó hacia la siguiente parada de ómnibus para coger uno que lo llevara a casa. La cabeza le daba vueltas. Nada de lo que había averiguado encajaba en un patrón, pero ahora estaba seguro de que había uno. Sólo tenía que encontrarlo.
A la mañana siguiente durmió más de lo que tenía previsto, y llegó a Bow Street justo a tiempo. Le esperaba una nota en que se le informaba de que debía presentarse en la oficina de Wetron. Subió acongojado.
Era la oficina de Pitt, aun cuando sus libros y pertenencias habían sido retirados y sustituidos por los tomos encuadernados de cuero de Wetron. De la pared colgaba un bate de críquet que seguramente tenía un significado personal, y encima del escritorio había una fotografía, en un marco plateado, de una mujer rubia. Su rostro era hermoso y dulce, y llevaba un vestido de encaje.
—¿Sí, señor? —dijo Tellman sin esperanza.
Wetron se recostó en su butaca, con sus cejas incoloras alzadas.
—¿Tendría la bondad de decirme dónde estuvo ayer, inspector? Parece que está por encima de su capacidad avisar al inspector Cullen…
Tellman ya había decidido qué decir, pero seguía sin resultarle fácil. Tragó saliva.
—No tuve oportunidad de avisar al inspector Cullen, señor. Seguí a un sospechoso. Si me hubiera entretenido lo habría perdido.
—¿El nombre del sospechoso, inspector? —Wetron lo miraba fijamente. Sus ojos eran de un azul muy pálido.
Tellman rescató un nombre de su memoria.
—Vaughan, señor. Es un conocido tratante de objetos robados.
—Sé muy bien quién es Vaughan —replicó Wetron con sequedad—. ¿Tenía las joyas de Bratbys? —Su voz dejaba traslucir un profundo escepticismo.
—No, señor. —Tellman había considerado adornar el relato, pero decidió que con ello sólo se exponía a que lo pillaran. Era poco afortunado que Wetron conociera a Vaughan. No había contado con eso. Rezó para que nadie pudiera demostrar que Vaughan había estado en otra parte… ¡o detenido en otra comisaría!
La boca de Wetron se convirtió en una fina línea.
—Me sorprende. ¿Cuándo vio por última vez al superintendente Pitt, inspector Tellman? Y más vale que su respuesta sea la verdad.
—El último día que estuvo aquí, en Bow Street, señor —se apresuró a contestar Tellman, permitiéndose una expresión ofendida—. Tampoco le he escrito ni me he comunicado de otro modo con él, antes de que me lo pregunte.
—Espero que sea cierto, inspector. —Wetron hablaba con tono gélido—. Sus instrucciones eran muy claras.
—Así es —confirmó Tellman con rigidez.
Wetron no se inmutó.
—Tal vez quiera explicarme por qué el agente que estaba de ronda lo vio entrar en casa del superintendente Pitt hace dos días a última hora de la tarde.
Tellman sintió un escalofrío.
—Desde luego, señor —repuso con firmeza, confiando en no haber cambiado de color—. Tengo relaciones con la doncella de los Pitt, Gracie Phipps. Fui a verla. El agente le habrá informado sin duda de que entré por la puerta de la cocina. Tomé una taza de té y me marché. No vi a la señora Pitt. Creo que estaba arriba con los niños.
—¡No le están vigilando, Tellman! —replicó Wetron, ligeramente ruborizado—. Le vieron por casualidad.
—Sí, señor —dijo Tellman inexpresivo.
Wetron le miró, luego bajó la vista hacia los papeles que tenía ante sí.
—Bien, será mejor que vaya a hablar con Cullen. Los robos son importantes. La gente espera que mantengamos sus propiedades a salvo. Para eso nos pagan.
—Por supuesto, señor.
—¿Está siendo sarcástico, Tellman?
Éste lo miró con los ojos como platos.
—No, señor. De ningún modo. Estoy seguro de que para eso nos pagan los caballeros que se sientan en el Parlamento.
—¡Es usted un maldito insolente! —replicó Wetron—. Tenga cuidado, Tellman. No es usted indispensable.
Tellman fue prudente y esta vez no dijo nada. Se limitó a pedir permiso para ir a ver a Cullen e intentar convencerlo diciéndole dónde había estado y por qué no tenía ninguna información que compartir.
Fue un día largo, caluroso y sumamente duro, la mayor parte del cual la pasó de un interrogatorio infructuoso a otro. Hasta las siete de la tarde no pudo escapar de sus obligaciones y coger por fin un ómnibus con dirección a Keppel Street. Llevaba esperando desde la noche anterior para informar a Gracie de lo que había averiguado.
Por fortuna Charlotte volvía a estar arriba con los niños. Al parecer había tomado la costumbre de leerles a esa hora.
Gracie doblaba la mantelería, que desprendía un olor maravilloso. El algodón recién lavado, una de las cosas que Tellman más adoraba, estaba seco, listo para ser planchado.
—¿Y bien? —preguntó ella en cuanto entró, antes de que él se hubiera sentado siquiera a la mesa.
—He estado siguiendo a Remus. —Se puso cómodo, desabrochándose los cordones de las botas y esperando que ella pusiera enseguida agua a hervir. Tenía hambre. Había estado sin comer desde el mediodía.
—¿Adónde fue? —Gracie le miraba con atención; había olvidado los últimos manteles.
—Al hospital de Saint Pancras para comprobar si había muerto un hombre llamado William Crook —respondió él recostándose en la silla.
Ella lo miró sin comprender.
—¿Y quién era ese señor?
—No estoy seguro —admitió él—. Por lo visto murió de muerte natural a finales del año pasado. Al parecer a Remus le interesó mucho el dato de que fuera católico romano. Lo único que me parece importante sobre él es que tenía una hija que trabajaba en la tabaquería de Cleveland Street, y su madre era prima del señor Stephen, que dejó de comer hasta morir de hambre en el manicomio de Northampton.
—¿Qué? —Gracie estaba atónita—. ¿De qué está hablando?
Tellman describió brevemente su viaje en tren y lo que había averiguado en el hospital psiquiátrico. Ella permaneció sentada en silencio absoluto con la mirada clavada en él.
—¿Y dice que era el preceptor del pobre príncipe Eddy, que acaba de morir?
—Eso dijeron —respondió él.
—¿Qué tiene que ver esto con Cleveland Street? —Gracie frunció el entrecejo—. ¿Qué hacía allí Adinett?
—No lo sé —reconoció el inspector—. El caso es que Remus está seguro de que todo está relacionado. Si hubiera visto su cara lo sabría. Era como un sabueso rastreando. Casi tembló de la emoción y se le iluminó la cara, como un niño en Navidad.
—Algo pasó en Cleveland Street que desencadenó todo lo demás —aventuró ella con aire meditabundo y el gesto torcido—. O pasó después a consecuencia de lo que ocurrió en Cleveland Street. Y Fetters y Adinett estaban enterados de ello.
—Eso parece —convino él—. Y me propongo descubrir de qué se trata.
—¡Tenga cuidado! —lo previno Gracie, pálida, con expresión asustada. Tendió una mano hacia él de manera inconsciente.
—No se preocupe —repuso Tellman—. Remus no sabe que le seguí. —Cogió su mano entre las suyas. Quedó asombrado de lo pequeña que era, como la de una niña. Ella no la apartó, y por un momento eso fue todo en lo que él pudo pensar—. Tendré cuidado —prometió. Sentía frío por dentro. No podía permitirse que Wetron volviera a quejarse de él o que alguien lo viera donde no debía estar. Había trabajado desde los catorce años para llegar al cargo que ahora ocupaba, y si lo echaban del cuerpo no sólo perdería sus ingresos, sino que se vería en apuros cuando necesitara referencias para encontrar otro. Aunque no había ningún otro empleo que suscitara su interés o para el que estuviera cualificado. Toda su vida se vería perjudicada, todos los valores de acuerdo con los cuales había vivido se derrumbarían. Y sin empleo, y enseguida sin alojamiento, ¿cómo conseguiría ser algún día el hombre que aspiraba a ser, un hombre como Pitt, con un hogar y una esposa…? ¿Cómo iba a ser el hombre que Gracie quería que él fuera?
Siguió hablando para alejar esos pensamientos. Se había comprometido, costara lo que le costase. Debía averiguar la verdad, por Pitt, por Gracie, por el honor.
—Cuando Remus volvió de Northampton, no fue a su casa. Cenó en una taberna y se dirigió en un coche de punto a Regent’s Park, para reunirse con un hombre con quien debía de haberse citado, porque no dejó de mirar el reloj.
—¿Qué clase de hombre? —preguntó Gracie con un hilo de voz, sin apartar aún la mano de las de él, pero sin moverla, como para no recordarle que la tenía allí.
—Muy bien vestido —respondió Tellman mientras sentía los pequeños huesos entre sus dedos y deseaba estrecharlos con más fuerza—. Un poco más alto de lo normal, con un abrigo con el cuello subido aun en esta época del año y el sombrero bien encasquetado. No pude verle bien la cara, y a pesar de que sólo estaba a unos metros de ellos, no logré entender una sola palabra de lo que dijeron.
Ella asintió sin interrumpirle.
—Luego Remus se marchó a toda prisa, alterado y ansioso. Anda tras algo tan gordo que apenas puede contenerse… o eso cree. Si está relacionado con Adinett, podría ser la prueba de que el señor Pitt tenía razón.
—Lo sé —repuso ella enseguida—. Lo seguiré. Ningún polizonte se fijará en mí o pensará nada si lo hace.
—No puede… —empezó él.
—Claro que puedo. —Gracie apartó la mano—. O al menos puedo intentarlo. A mí no me conoce y, aunque me viera, no significaría nada para él. De todos modos no puede detenerme.
—Puedo decir a la señora Pitt que se lo prohíba —señaló él volviéndose a recostar en la silla.
—¡No lo hará! —La expresión de horror en la cara de Gracie fue momentáneamente cómica—. ¿Qué hay del señor Pitt, obligado a vivir en Spitalfields, y de todas las mentiras que se están divulgando sobre él?
—¡Entonces tenga muchísimo cuidado! —exclamó él—. No lo siga muy de cerca. Memorice todos los lugares adonde va. ¡Y vuelva a casa en cuanto anochezca! No entre en ninguna taberna. —Buscó en sus bolsillos, uno tras otro, y sacó todo el dinero suelto que tenía. Lo dejó en la mesa—. Lo necesitará para los coches de punto o los ómnibus.
Quedó claro en el rostro de Gracie que no había pensado en ello. Lo miró, sin saber si aceptarlo.
—¡Cójalo! —ordenó él—. No puede seguirlo a pie. Y si vuelve a salir de la ciudad, déjelo marchar. ¿Entendido? —La miró con intensidad, con un nudo en el estómago—. ¡Ni se le ocurra tomar un tren! ¡Nadie sabría dónde está! Podría pasarle cualquier cosa, ¿y dónde empezaríamos a buscar?
Ella tragó saliva.
—Está bien —dijo con docilidad—. Así lo haré.
Él no sabía si creerle. Estaba sorprendido por lo profundo que era su temor a que le sucediera algo. Respiró hondo para decir algo que la detuviera, pero se dio cuenta de lo ridículo que sonaría. No tenía autoridad para ordenarle nada, como ella sería la primera en señalar. Además, delataría sus sentimientos y no estaba preparado para ello. No sabía siquiera cómo actuar ante ellos, y menos aún explicárselos. Llevaba la amistad a duras penas. Hasta eso exigía de él cosas a las que no estaba acostumbrado y le exponía a sufrir. Era una pérdida de la independencia que siempre le había infundido seguridad.
Admiró a Gracie por estar dispuesta a seguir a Remus en su lugar. En su fuero interno se enterneció al pensarlo. Eso también era una especie de seguridad, una muestra de confianza.
—¡Tenga cuidado! —se limitó a decir.
—¡Por supuesto que lo tendré! —Gracie trató de parecer indignada, pero no podía apartar la vista de él y se quedó varios minutos inmóvil antes de levantarse por fin para preparar algo de comer.
A la mañana siguiente pidió el día libre a Charlotte con el pretexto de que tenía un recado urgente que hacer. Había preparado una explicación por si Charlotte se la pedía, pero ésta parecía contenta de entretenerse con las distintas tareas domésticas. Le distraerían de sus inquietudes, y si tenía nuevos planes de seguir investigando el caso, no los compartió.
Gracie aprovechó la primera oportunidad para marcharse. Lo último que quería era entablar una conversación en la que podía fácilmente delatar sus intenciones.
Tenía muy poca idea de dónde encontrar a Lyndon Remus a esa hora del día. Ya eran casi las diez de la mañana. En cambio, sabía cómo ir a Cleveland Street en ómnibus y ése era un buen punto de partida.
Fue un trayecto largo, y se alegró de haber aceptado el dinero de Tellman. Se había sentido violenta, pero no cabía duda de que era un caso de necesidad. Algo había que hacer para ayudar al señor Pitt, y los sentimientos personales debían dejarse a un lado. Ya tendrían tiempo ella y Tellman de resolver su relación más tarde y, si les resultaba difícil, no les quedaría más remedio que apañárselas.
Llegó a la última parada del ómnibus, en Mile End Road, y se apeó. Eran las once y cinco. Echó a andar hasta Cleveland Street y giró a la izquierda. No tenía nada especial, sólo era mucho más ancha y limpia que la calle que la había visto nacer y crecer; en realidad, tenía un aspecto bastante respetable. No si la comparaba con Keppel Street, por supuesto… pero estaba en el East End.
¿Por dónde empezar? ¿Debía adoptar un enfoque directo e ir derecha a la tienda de tabaco, o uno indirecto y preguntar antes a otras personas sobre ellos? El indirecto parecía mejor. Si iba primero a la tabaquería y fracasaba, lo habría estropeado todo por tratar de ser discreta.
Recorrió con la mirada las aceras desgastadas, los adoquines desiguales, los lúgubres edificios de fachada de ladrillo, en algunos de los cuales las ventanas del piso superior aparecían rotas y cerradas con tablones. De unas pocas chimeneas salían volutas de humo. Las entradas de los patios o los callejones se abrían oscuras.
¿Qué tiendas había? Un fabricante de pipas de arcilla y el taller de un orfebre. No entendía de plata y no sabía mucho más de pipas, pero al menos sobre éstas podía improvisar algo. Se acercó a la puerta y entró con una historia preparada.
—Buenos días, señorita. ¿Qué desea? —Detrás del mostrador había un joven unos años mayor que ella.
—Buenos días —repuso Gracie alegremente—. He oído decir que tienen las mejores pipas al este de St. Paul. Cuestión de gusto, por supuesto, pero quiero algo especial para mi padre. ¿Qué tiene?
El chico sonrió. El pelo le formaba un remolino sobre la frente, lo que le confería una expresión descarada y despreocupada.
—¿De veras? ¡Pues quien se lo dijo tenía toda la razón!
—Hace ya tiempo de eso —explicó ella—. Ahora está muerto, pobrecillo. William Crook. ¿Le recuerda?
—Mentiría si dijera que sí. —El joven se encogió de hombros—. Pero pasan cientos de personas por aquí. ¿Qué clase de pipa desea?
—Tal vez fue su hija quien se la compró —aventuró ella—. Trabajaba en la tienda de tabaco. —Señaló con un gesto hacia el otro extremo de la calle—. La conocía, ¿no?
La cara del joven se puso tensa.
—¿Annie? Por supuesto que sí. Era una chica decente. ¿La ha visto hace poco? Me refiero a este año. —Miró a Gracie con ansiedad.
—¿No la ha visto usted? —contraatacó ella.
—Nadie sabe de ella desde hace más de cinco años —respondió él con tristeza—. Un día hubo una gran bronca. Un grupo de forasteros, auténticos rufianes, de pronto empezaron a pegarse. Una pelea de órdago. Llegaron dos coches, uno al número 15, donde vivía el artista, y el otro al 6. Me acuerdo porque estaba en la calle. Dos hombres entraron en la casa del artista y unos momentos después volvieron a salir arrastrando consigo al tipo, que forcejeaba y gritaba como un loco, pero de nada le sirvió. Lo subieron al coche y se largaron como si los persiguiera el diablo.
—¿Y los demás? —preguntó Gracie sin aliento.
Él se inclinó sobre el mostrador.
—Fueron al número 6, como le he dicho. Luego salieron con la pobre Annie y se la llevaron. Desde entonces no la he visto. Ni yo ni nadie, que yo sepa.
Gracie frunció el entrecejo. Había pasado demasiado tiempo para que Remus o John Adinett se interesaran por ella.
—¿Quién era el tipo al que se llevaron? —preguntó.
—No lo sé. —Él se encogió de hombros—. Un caballero, eso sí lo sé. Mucho dinero y verdadera clase. Bastante callado la mayor parte del tiempo. Buena planta, alto, con unos ojos bonitos.
—¿Era el amante de Annie? —conjeturó ella.
—Supongo. Él venía bastante a menudo. —La cara del joven se ensombreció y adoptó un tono defensivo—. Pero ella era una chica decente. Católica, así que no se haga una idea equivocada de ella, porque no tiene derecho.
—¿Tal vez un amor trágico? —aventuró Gracie al percibir compasión en su rostro—. Si él no era católico, tal vez sus familias querían mantenerlos separados.
—Supongo. —El dependiente asintió con una mirada triste y remota—. Es una lástima. ¿Qué clase de pipa quiere para su padre?
Gracie no podía permitirse el lujo de comprar una. Debía devolver a Tellman todo el dinero que le fuera posible, y él seguramente no quería para nada una pipa de cerámica… Además, ella prefería que no fumara.
—Creo que será mejor que se lo pregunte —dijo con pesar—. No es la clase de cosa que puedes devolver si no aciertas. Gracias. —Y antes de que el joven intentara convencerla de lo contrario, dio media vuelta y salió.
Una vez en la calle, volvió sobre sus pasos en dirección a Mile End Road, sencillamente porque le resultaba familiar y estaba concurrido; además, no tenía mucha idea de qué podía encontrar en la otra dirección.
¿Adónde ir a continuación? Remus podía estar en cualquier parte. ¿Cuánto sabía él del asunto? Probablemente todo. Por lo visto esa información era del dominio público, además de bastante fácil de conseguir. Sin embargo, Remus parecía saber qué significaba. Se había mostrado eufórico y acto seguido había ido a investigar la muerte de William Crook.
De Cleveland Street había ido primero al Guy’s Hospital para preguntar algo. ¿Qué? ¿Acaso también buscaba entonces a William Crook? Sólo había una forma de averiguarlo y era ir personalmente. ¡Tendría que inventar algo ingenioso para explicar su interés!
Tardó en discurrir una historia todo el trayecto en ómnibus de nuevo hacia el oeste, y a continuación hacia el sur, cruzando el puente de Londres en dirección a Bermondsey y al hospital. Puestos a mentir, ¿por qué no hacerlo a conciencia?
Compró un pastel de frutas y una limonada a un vendedor ambulante y comió de pie contemplando el río. Era un día despejado y ventoso, y mucha gente había salido para disfrutar de él. En el agua había barcos de recreo con banderas ondeando y personas que se sujetaban el sombrero. De algún lugar no muy lejano llegaba la música alegre y algo discordante de un organillo. Un puñado de niños se perseguían unos a otros, gritando y riendo. Una pareja paseaba muy junta cogida de la mano; las faldas de la chica acariciaban los pantalones del joven.
Gracie acabó el pastel y enderezó los hombros antes de encaminarse hacia Borough High Street y al hospital.
Una vez dentro, se dirigió directamente hacia las oficinas con cara de circunstancias y haciendo lo posible por adoptar un aire patético. Lo había intentado hacía muchos años, antes de ponerse a servir en casa de los Pitt. Entonces era menuda y flaca, con una carita angulosa, normalmente sucia, y había funcionado. Esta vez no resultaría tan fácil. Era una persona de cierta categoría. Trabajaba para el mejor detective de Londres, lo que equivalía a decir del mundo, aunque estuviera temporalmente poco reconocido.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el anciano de detrás del mostrador mirándola por encima de sus gafas.
—Verá, señor, estoy tratando de averiguar qué ha sido de mi abuelo. —La edad de William Crook hacía que ése fuera el parentesco más plausible, calculó.
—¿Le han traído enfermo? —preguntó el hombre con amabilidad.
—Creo que sí. —Gracie sorbió por la nariz—. Dicen por ahí que ha muerto, pero yo no estoy segura.
—¿Cómo se llamaba?
—William Crook. Hace bastante de eso, pero es que acabo de enterarme. —Volvió a sorber por la nariz.
—William Crook —repitió él desconcertado, colocándose bien las gafas—. Así, a bote pronto, no le recuerdo. ¿Está segura de que lo trajeron aquí?
Ella trató de adoptar un aire desamparado.
—Eso me han dicho. ¿No tienen a nadie llamado Crook? ¿No han tenido nunca a nadie con ese nombre?
—No sé si nunca. —Él frunció el entrecejo—. Sí tuvimos a una tal Annie Crook, hace mucho tiempo. La trajo sir William en persona. Estaba loca, pobrecilla. Hicimos todo lo que pudimos por ella, pero fue inútil.
—¿Annie? —Gracie contuvo un grito, tratando de no delatar su emoción—. ¿Estuvo aquí?
—¿La conoce?
—Por supuesto. —Hizo un rápido cálculo mental—. Era mi tía. En realidad yo no la conocí. Al parecer desapareció hace años, por el ochenta y siete o el ochenta y ocho. Nadie me ha dicho nunca que estuviera loca, pobrecilla.
—Lo siento. —El hombre meneó la cabeza despacio—. Puede ocurrirle a toda clase de gente. Eso mismo dije al otro joven cuando preguntó por ella. Pero él no era de la familia. —Sonrió—. Estuvo de lo mejor atendida aquí, puedo asegurárselo. ¿Todavía quiere que le busque a su abuelo?
—No, gracias. Debí de entenderlo mal.
—Lo siento —repitió él.
—Sí. Yo también. —Gracie se volvió, y se apresuró a salir de la oficina cerrando la puerta tras de sí sin hacer ruido antes de que el hombre notara su entusiasmo.
De nuevo en la calle, con el viento recio y el sol, echó a correr hacia la parada de ómnibus. Debía volver a casa y recuperar el tiempo perdido. Con suerte, Tellman la visitaría esa noche y podría contarle lo que había averiguado. Quedaría impresionado, muy impresionado. Tarareó una cancioncilla mientras esperaba en la cola.
—¿Adónde dice que ha ido? —preguntó Tellman; tenía su delgado rostro muy blanco y las mandíbulas apretadas.
—A Cleveland Street —respondió Gracie sirviendo el té—. Mañana seguiré a Remus.
—¡Ni hablar! ¡Se quedará aquí haciendo el trabajo que se supone que debe hacer y donde no corre ningún peligro! —replicó él con voz áspera inclinándose sobre la mesa. Estaba ojeroso y tenía una mejilla tiznada. Ella nunca le había visto tan cansado.
Tellman no era nadie para decirle qué debía hacer o dejar de hacer, naturalmente… pero le producía una sensación agradable, casi reconfortante, que se preocupara por su seguridad. Percibía el miedo en su voz y sabía que era real. Tal vez le enfurecía, y era muy capaz de negarlo, pero a él le importaba muchísimo lo que pudiera pasarle a ella. Se reflejaba en sus ojos, y Gracie lo reconoció con placer.
—¿No quiere saber de qué me he enterado? —preguntó, ardiendo en deseos de decírselo.
—¿De qué? —dijo él de mala gana tras beber un sorbo de té.
—Había una chica llamada Annie Crook, que era hija del tal William Crook que murió en Saint Pancras. —Las palabras le salían a trompicones—. La secuestraron de la tienda de tabaco de Cleveland Street, hará unos cinco años, y la llevaron al Guy’s Hospital, donde dijeron que la pobre estaba loca, y nadie volvió a verla. —Había sacado el bizcocho, pero con la emoción había olvidado cortar una porción para Tellman—. Fue alguien llamado sir William quien dijo que estaba loca y que no podía ayudarla más. Y alguien más ha preguntado por ella, supongo que Remus. ¡Pero eso no es todo! Secuestraron al mismo tiempo a un joven en un estudio de pintura de Cleveland Street, un tipo atractivo y bien vestido, un señor. El pobrecillo daba patadas y forcejeaba mientras se lo llevaban.
—¿Sabe quién era? —Tellman estaba demasiado eufórico por la información para acordarse de su cólera o del bizcocho—. ¿Alguna idea?
—El chico de las pipas creía que era el amante de Annie —respondió ella—, pero no estaba seguro. Luego dijo que ella era una chica decente, católica, y que no divulgara ningún escándalo sobre ella porque no sería cierto ni estaría bien. —Respiró hondo—. Tal vez lo hicieran las familias, porque ella era católica y él no.
—¿Qué relación podría tener todo esto con Adinett? —Tellman frunció el entrecejo y apretó los labios.
—¡Aún no lo sé! ¡Deme tiempo! —protestó ella—. Hay mucha gente mal de la cabeza, pobrecillos. Lo mismo que el tipo que murió en Northampton. ¿No le parece que hay locura por todas partes? Tal vez el señor Fetters también lo sabía.
Tellman guardó silencio por unos minutos.
—Puede —dijo al cabo en un susurro.
—Tiene miedo, ¿verdad? —murmuró ella—. De que no tenga nada que ver con el señor Pitt y no le estemos ayudando. —Le habría gustado añadir algo que lo reconfortara, pero ésa era la verdad y estaban juntos en ese asunto, sin fingimientos.
Tellman se disponía a negarlo, ella lo vio en su cara. Luego cambió de parecer.
—Sí —admitió—. Remus cree estar tras una gran noticia y a mí me gustaría creer que se trata de por qué Adinett mató a Fetters. Pero no consigo ver cómo encaja Fetters en todo esto.
—¡Lo conseguiremos! —exclamó ella con resolución, rompiendo la norma que acababa de imponerse a sí misma—. Porque tuvo que hacerlo por una razón, y no pararemos hasta averiguarla.
Él sonrió.
—Gracie, no sabe de qué está hablando —susurró, pero su mirada iluminada contradecía sus palabras.
—Sí lo sé —afirmó ella, e inclinándose le dio un beso; luego retrocedió rápidamente y cogió el cuchillo para cortar un trozo de bizcocho.
De espaldas a Tellman, no advirtió que él se había ruborizado, ni que le temblaba tanto la mano que tuvo que dejar la taza en la mesa para no derramar el té.