8
Pitt seguía trabajando para el tejedor de seda y haciendo tantos recados como le era posible, observando y escuchando. De vez en cuando, por las noches, hacía guardia en la fábrica de azúcar y a la sombra del enorme edificio oía el continuo siseo del vapor de las calderas, que permanecían en funcionamiento las veinticuatro horas del día, y el poco frecuente ruido de pasos sobre los adoquines. El olor de los residuos extraídos del jugo de caña llenaba la oscuridad como el hedor demasiado dulzón de lo putrefacto.
De vez en cuando patrullaba dentro del edificio, recorriendo con una linterna los pasillos de techo bajo, persiguiendo las sombras, atento a los miles de pequeños movimientos. Intercambiaba algún que otro chismorreo, pero era un intruso. Tendría que trabajar años allí si quería que lo aceptaran y confiaran en él sin vacilar.
Cada vez más a menudo percibía la amenaza de la cólera oculta bajo lo que parecían conversaciones triviales. Estaba en todas partes, en la fábrica, las calles, las tiendas y las tabernas. Unos años atrás se habría manifestado en forma de quejas amables; ahora había en ella un trasfondo de violencia, una furia a punto de emerger.
Sin embargo, lo que más le asustaba era la esperanza que asomaba de vez en cuando entre los hombres que se sentaban a cavilar con una pinta de cerveza, los murmullos de que pronto cambiarían las cosas. No eran víctimas del destino, sino protagonistas de sus propias vidas.
También era consciente de cuántas clases distintas de gente convivían en Spitalfields, refugiados procedentes de toda Europa que huían de algún tipo de persecución, ya fuera económica, racial, religiosa o política. Oía hablar un montón de idiomas diferentes, veía caras de todas las formas y colores.
El 15 de junio, el día siguiente a una serie de envenenamientos en Lambeth que acapararon todos los titulares, Pitt volvió tarde y cansado a Heneagle Street, y encontró a Isaac esperándolo. Éste tenía el rostro tenso de la preocupación y estaba ojeroso, como si hubiera dormido poco últimamente.
Pitt le había tomado bastante afecto, al margen del hecho de que Narraway le había confiado a él su seguridad. Era un hombre inteligente y culto, a quien le gustaba conversar. Tal vez porque Pitt no era de Spitalfields, disfrutaba del tiempo que pasaban juntos después de cenar, cuando Leah estaba en la cocina o se había acostado ya. Hablaban sobre toda clase de creencias y filosofías. Pitt había aprendido de él mucho de la historia de su pueblo en Rusia y Polonia. A veces Isaac hablaba con ironía, burlándose de sí mismo. A menudo era increíblemente trágico.
Era evidente que esa noche tenía ganas de hablar, pero no de temas generales.
—Leah ha salido —dijo encogiéndose de hombros, escudriñándolo con sus ojos negros—. Sarah Levin está enferma y Leah ha ido a hacerle compañía. Nos ha dejado la cena lista, pero está fría.
Pitt sonrió y lo siguió hasta la pequeña habitación donde ya estaba puesta la mesa. La madera encerada, esos aromas únicos ya le eran familiares. La mantelería bordada por Leah, la foto de Isaac de joven, la maqueta de una sinagoga polaca construida con cerillas que sólo se había torcido ligeramente con los años.
Apenas se habían sentado cuando Isaac empezó a hablar.
—Me alegro de que trabaje con Saul —comentó cortando una rebanada de pan para Pitt y otra para él—. Pero no debería ir a la fábrica de azúcar por las noches. No es un lugar seguro.
Pitt conocía a Isaac lo bastante para saber que no era sino una táctica para entablar conversación. Iba a seguir algo más.
—Saul es un buen hombre. —Pitt cogió el pan—. Gracias. Y me gusta pasearme por el barrio. Pero en la fábrica veo las cosas desde otra perspectiva.
Isaac comió un rato en silencio.
—Va a haber problemas —dijo por fin, sin levantar la mirada de su plato—. Muchos problemas.
—¿En la fábrica de azúcar? —Pitt recordó lo que había oído comentar en las tabernas.
Isaac asintió, luego alzó la cabeza y le miró fijamente.
—Es inquietante, Pitt. No sé de qué se trata, pero estoy asustado. Podrían echarnos la culpa a nosotros.
Pitt no necesitaba preguntar a quién se refería «nosotros». Aludía a la población judía inmigrante, fácilmente reconocible, los cabezas de turco lógicos. Ya estaba enterado por Narraway de las sospechas que la Rama Especial tenía acerca de ellos, y sin embargo él había observado que eran, en todo caso, una influencia estabilizadora en el East End. Cuidaban de los suyos, abrían tiendas y negocios, daban a la gente motivos por los que trabajar. Así se lo había dicho a Narraway. No le había mencionado las colectas de dinero que hacían para los que se encontraban en apuros. Se lo había callado como una cuestión de honor.
—Sólo es un rumor —continuó Isaac—, pero no son habladurías. Eso es lo que me hace pensar que es cierto. —Observaba a Pitt con atención, con el rostro arrugado de angustia—. Hay algo planeado, no sé qué, pero no son los anarquistas locos de siempre. Nosotros sabemos quiénes son, lo mismo que los fabricantes de azúcar.
—¿Los católicos? —preguntó Pitt con poca convicción.
—No. —Isaac meneó la cabeza—. Están furiosos, pero son gente normal y corriente, como nosotros. Quieren viviendas, empleos, una oportunidad para seguir adelante, un futuro mejor para sus hijos. ¿Qué iban a ganar volando las fábricas de azúcar?
—¿De eso se trata, de dinamita? —preguntó Pitt con un repentino escalofrío, imaginando cómo las llamas arrasaban la mitad de Spitalfields. Si prendían fuego a las tres fábricas, todas las calles arderían.
—No lo sé —admitió Isaac—. No sé de qué se trata ni cuándo ocurrirá, sólo que hay planeado algo definitivo y que, al mismo tiempo, pasará algo gordo en otro lugar, pero relacionado con Spitalfields. Las dos cosas sucederán a la vez, apoyándose la una en la otra.
—¿Alguna idea de quién hay detrás? —presionó Pitt—. ¿Algún nombre?
Isaac meneó la cabeza.
—Sólo uno, y no estoy seguro de la conexión…
—¿Cuál?
—Remus.
—¿Remus? —Pitt se sobresaltó. El único Remus que conocía era un periodista que solía especializarse en escándalos y conjeturas. Entre los habitantes de Spitalfields no había escándalos que pudieran atraerle. Tal vez Pitt le había juzgado mal y le interesaba la política, después de todo—. Gracias. Gracias por todo.
—No es mucho. —Isaac le restó importancia con un gesto—. Inglaterra me ha tratado bien. Aquí me siento a gusto. —Sonrió—. Hasta hablo bien inglés, ¿no?
—Ya lo creo —confirmó Pitt con afecto.
Isaac se recostó en su silla.
—Ahora hábleme del lugar donde nació, los bosques y los campos.
Pitt miró los restos de la comida, que seguían en la mesa.
—¿Qué hacemos con esto?
—Déjelo. Leah lo hará. Le gusta trajinar. Se enfadará si me sorprende en la cocina.
—¿La ha pisado alguna vez? —preguntó Pitt escéptico.
Isaac se echó a reír.
—No… —Le dedicó una sonrisa torcida—. Pero estoy seguro de que ella se enfadaría. —Señaló el montón de ropa blanca que había en una mesa lateral—. Allí tiene sus camisas limpias. Leah trabaja bien, ¿verdad?
—Sí —convino Pitt pensando en los botones que había encontrado cosidos, y la tímida y agradable sonrisa que había recibido cuando había dado las gracias a la mujer—. Muy bien, la verdad. Es usted un hombre afortunado.
—Lo sé, amigo mío, lo sé. Ahora siéntese y hábleme de ese lugar en el campo. ¡Descríbamelo! ¿Qué aspecto tiene a primera hora de la mañana? ¿Cómo huele? ¡Los pájaros, el aire, todo! Así podré soñar con él y creer que estoy allí.
Fue a la mañana siguiente muy temprano, al dirigirse a la fábrica de seda, cuando Pitt oyó ruido de pasos a su espalda. Se volvió y vio a Tellman a menos de dos metros de distancia. Se le encogió el corazón al pensar que pudiera haberle ocurrido algo a Charlotte o los niños. Luego vio la cara de Tellman, cansada pero no asustada, y supo que por lo menos no era nada terrible.
—¿Qué pasa? —preguntó casi entre dientes—. ¿Qué hace aquí?
Tellman lo alcanzó y le hizo dar media vuelta para continuar andando.
—He estado siguiendo a Lyndon Remus —susurró. Pitt se sobresaltó al oír el nombre, pero el inspector no lo notó—. Está sobre la pista de algo relacionado con Adinett —continuó—. Aún no sé de qué se trata, pero está que no cabe en sí. Adinett estuvo en este barrio, bueno, un poco más al este, en Cleveland Street.
—¿Adinett? —Pitt se detuvo en seco—. ¿Para qué?
—Por lo visto investigaba una noticia de hace cinco o seis años —respondió Tellman volviéndose hacia él—. Sobre una chica secuestrada en una tabaquería a la que llevaron al Guy’s Hospital y declararon loca. Parece ser que fue derecho a Thorold Dismore para darle cuenta del asunto.
—¿El tipo del periódico? —preguntó Pitt, que echó a andar de nuevo y esquivó una montaña de escombros para acto seguido volver a subir a la acera justo a tiempo de impedir que lo atropellara un carro cargado de toneles precariamente colocados.
—Sí —contestó Tellman alcanzándolo—. Remus recibe órdenes de alguien con quien queda en Regent’s Park. Alguien que viste muy bien. Con mucho dinero.
—¿Alguna idea de quién podría ser?
—No.
Pitt recorrió otros veinte metros en silencio, mientras las ideas se agolpaban en su cabeza. Había decidido no pensar más en el caso Adinett, pero éste le había acosado hasta el punto de analizar cada hecho para intentar dar sentido a un crimen que parecía contrario a la razón o la naturaleza. Quería comprender y, por encima de todo, demostrar que había tenido razón.
—¿Ha estado en Keppel Street? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Tellman caminando a su paso—. Están todos bien. Le echan de menos. —Desvió la mirada—. Fue Gracie quien averiguó lo de esa chica en Cleveland Street. Era católica, y tenía un amante que parecía un caballero. Él también desapareció.
Pitt percibió en la voz de Tellman la mezcla de emociones, el orgullo y la timidez. En otro momento habría sonreído.
—Le avisaré si averiguo algo más —añadió Tellman sin dejar de mirar al frente—. Ahora debo irme. Tenemos un nuevo superintendente… se llama Wetron. —Su voz destilaba desdén—. No sé de qué va todo esto, pero no me fío de nadie, y será mejor que usted tampoco lo haga. ¿Hace este recorrido cada mañana?
—Casi siempre.
—Le contaré todo lo que averigüe. ¿Dónde estará?
Pitt le dio la dirección. Tellman se detuvo de pronto y se volvió hacia él, su cara alargada ojerosa a la luz gris, la mirada triste.
—Tenga cuidado. —Acto seguido, como si hubiera dicho demasiado y le avergonzara dar muestras de preocupación, giró sobre sus talones y se fue por donde había venido.
Gracie continuaba decidida a seguir a Lyndon Remus, pero no tenía intención de informar a Charlotte ni a Tellman. Eso significaba que era preciso dar alguna excusa para explicar que quisiera salir tan temprano y estar fuera tal vez todo el día. Requería una imaginación considerable inventar pretextos, y ella detestaba mentir. De no haber sido absolutamente necesario para rescatar a Pitt de la injusticia y devolverlo a su hogar, no se lo habría planteado siquiera.
Se levantó poco después del amanecer para tener el fogón encendido, el agua hirviendo y la cocina fregada e impecable antes de que nadie bajara. Hasta los gatos se asustaron al verla en pie a las cinco y media, no muy seguros de si les gustaba la novedad, sobre todo porque los había despertado sacándolos de la cesta de la ropa sucia sin ofrecerles desayuno.
Cuando Charlotte bajó a las siete y media, Gracie ya tenía preparada una mentira.
—Buenos días, señora —dijo alegremente—. ¿Una taza de té?
—Buenos días —saludó Charlotte mientras observaba la cocina con expresión sorprendida—. ¿Te has pasado levantada la mitad de la noche?
—He madrugado mucho. —Gracie hablaba con tono bastante despreocupado al tiempo que volvía a poner agua a hervir—. Es que quería pedirle un favor, si le parece bien. —Sabía que Charlotte estaba al tanto del interés de Tellman por ella porque en el pasado habían conspirado para aprovecharse de ello, sólo como una cuestión de necesidad. Respiró hondo. Allá iba la mentira. Permaneció de espaldas a Charlotte; no se creía capaz de hacerlo mirándola—. El señor Tellman me ha pedido que vaya con él a una feria, si podía tomarme el día libre. Además tengo un recado que hacer, unas compras. Si pudiera ir cuando termine la colada, se lo agradecería muchísimo… —No sonó tan convincente como había esperado. Sabía que a Charlotte le costaba cada vez más sobrellevar la soledad y la preocupación, especialmente por lo poco que podía hacer para resolver la situación.
Había vuelto a ver a la viuda de Martin Fetters en al menos dos ocasiones, pero no sabían por dónde empezar a buscar los papeles que faltaban. Sin embargo, a esas alturas Charlotte sabía seguramente más que nadie sobre la vida profesional de Fetters. Había hablado a Gracie de los viajes de John Adinett, sus dotes militares y sus aventuras mientras exploraba Canadá, pero ninguna de las dos veía en ello un motivo para que un hombre hubiera asesinado a otro, sólo ideas terribles y peligrosas. Las habían comentado a menudo hasta entrada la noche, después de que los niños se hubieran acostado, mas sin pruebas nada de eso servía.
Ahora le correspondía a Gracie descubrir el nexo entre John Adinett y las fuerzas de la anarquía… o de la opresión, o lo que fuera que hubiese estado haciendo en Cleveland Street y que tanto entusiasmaba a Remus. Apenas tenía idea de qué podía ser, sólo que Tellman estaba seguro de que era un asunto desagradable y peligroso, y muy grave.
—Sí, por supuesto —repuso Charlotte. En su voz había cierta renuencia, tal vez hasta envidia, pero no se opuso.
—Gracias —dijo Gracie deseando poder contarle la verdad de lo que se proponía hacer. Estaba tentada de hacerlo pero, si se lo decía, Charlotte la detendría, algo que ella no debía permitir. Sería necio y autocompasivo. Debía calmarse y seguir adelante con su plan.
Todavía le quedaba un poco del dinero que Tellman le había dado y todo cuanto había podido reunir del suyo. Estaba dispuesta a seguir a Remus a donde fuera, y a las ocho de la mañana ya lo esperaba en la calle.
Era una mañana muy agradable y ya hacía calor. Las floristas estaban en la acera con flores frescas, que habían llegado en la madrugada. ¡Gracie se alegró de no tener que pasarse el día en una esquina, esperando vender!
Por la calle pasaban repartidores de pescado, carne y verduras que llamaban a las puertas de las trascocinas. En un cruce había un carro de leche. Una mujer delgada regresaba a su cocina con un cántaro lleno. Caminaba ligeramente ladeada a causa del peso.
El chico de los periódicos, que había ocupado su puesto en la esquina de enfrente, vociferaba de vez en cuando los titulares sobre las próximas elecciones. Había habido un tornado en Minnesota, Estados Unidos, que se había cobrado treinta y tres vidas. Adinett ya había quedado olvidado.
Lyndon Remus salió de su casa y echó a andar con brío hacia la vía principal y la parada de ómnibus, o eso esperaba Gracie con toda su alma. Los coches de punto resultaban caros y ella era muy mirada con el dinero de Tellman.
Remus caminaba con aire resuelto, la cabeza inclinada, el paso largo y cadencioso. Iba vestido con ropa corriente, una vieja americana y una camisa sin cuello. La persona a la que se proponía ver no era de la aristocracia. ¿Tal vez tenía intención de volver a Cleveland Street?
Gracie se apresuró a seguirlo, corriendo un poco para alcanzarlo. ¡No debía perderlo! Podía seguirlo muy de cerca; después de todo él no la conocía.
Estaba en lo cierto, Remus se dirigía a la parada de ómnibus. ¡Menos mal! No había nadie más, de modo que se obligó a situarse detrás de él para esperar. No obstante, no tenía motivos para temer que se acordara de ella si volvía a verla. Él parecía ajeno a la gente que lo rodeaba mientras buscaba con la mirada el ómnibus entre los coches, sosteniéndose en uno y otro pie con impaciencia.
Gracie fue con él hasta Holborn, luego lo vio subir a otro ómnibus que se dirigía al este e hizo lo propio. La cogió desprevenida y casi se quedó atrás cuando él se bajó al final de Whitechapel High Street, frente a la estación de ferrocarril. ¿Se proponía ir a algún otro sitio en tren?
En lugar de eso, Remus subió por Court Street hacia Buck’s Row, a continuación se detuvo y, vuelto hacia la derecha, miró alrededor. Gracie siguió su mirada, pero no vio nada ni remotamente interesante en esa dirección; la vía del tren que corría en dirección norte, con el internado a la derecha y a la izquierda la destilería Smith & Company. Más allá había un cementerio. ¡Por todos los santos, no pensaría visitar las tumbas!
O tal vez sí. Ya había indagado las muertes de William Crook y J. K. Stephen. ¿Seguía la pista de una serie de muertos? No podían haberlos asesinado a todos… ¿o sí?
Por la calle había mucho tráfico, carros y carretas, amén de gente que se ocupaba de sus asuntos.
A pesar de ser un día cálido, sin una gota de viento, Gracie temblaba. ¿Qué buscaba Remus? ¿Qué haría un detective para averiguarlo? Tal vez Tellman era más listo de lo que ella había pensado. No era una tarea fácil.
Remus seguía andando, mirando a ambos lados como si tuviera en mente algo concreto, y sin embargo no parecía prestar atención a los números de las casas, de modo que tal vez no era una dirección lo que buscaba.
Gracie avanzaba muy despacio detrás de él. Si el periodista se volvía, ella miraría hacia las puertas fingiendo buscar también algo.
Remus detuvo a un hombre con un delantal de cuero y le dijo algo. Éste negó con la cabeza y siguió andando, apretando el paso. A continuación Remus enfiló Thomas Street, al final de la cual Gracie alcanzó a ver un letrero que anunciaba el Asilo de Pobres Spitalfields, donde éstos debían trabajar a cambio de comida y alojamiento. Apenas se veían sus enormes edificios grises, refugio y prisión al mismo tiempo. Ella había crecido temiéndolos más que la cárcel. Era la miseria extrema que aguardaba a los desposeídos. Había conocido a gente que prefería morir antes de verse atrapada en su tediosa reglamentación.
Remus abordó a una anciana que llevaba un fardo de ropa sucia.
Gracie se acercó lo bastante para oír lo que decían. Lo veía tan absorto en lo que preguntaba que confió en que no reparara en ella. Permaneció de lado, mirando hacia el otro extremo de la calle como si esperara a alguien.
—Disculpe… —empezó a decir Remus.
—¿Sí? —La mujer se mostró cortés, pero nada más.
—¿Vive por aquí? —preguntó él.
—En White’s Row —respondió ella señalando unos metros hacia el este, donde la calle cambiaba al parecer de nombre. Quedaba a muy poca distancia del cruce, frente al Pavilion Theatre.
—Entonces tal vez pueda ayudarme —dijo él con tono apremiante—. ¿Vivía aquí hace cuatro o cinco años?
—Desde luego. ¿Por qué? —La anciana frunció el entrecejo y entornó los ojos. Se puso ligeramente rígida, mientras sostenía el fardo en equilibrio con torpeza.
—¿Pasan muchos coches por aquí? Me refiero a carruajes, no coches de punto —preguntó Remus.
—¿Le parece a usted que tenemos carruajes por aquí? —La mujer le miró con expresión burlona—. Suerte tendrá si encuentra un coche de alquiler. Será mejor que utilice las piernas, como hacemos los demás.
—¡No quiero ninguno ahora! —Él la asió del brazo—. Lo que quiero es encontrar a alguien que viera uno por estas calles hace cuatro años.
Ella le miró con los ojos como platos.
—Ni lo sé ni quiero saberlo. ¡Lárguese de aquí y déjenos en paz! ¡Vamos! ¡Largo de aquí! —Se soltó y se apresuró a alejarse.
Remus parecía decepcionado, su rostro anguloso sorprendentemente joven a la luz matinal. Gracie se preguntó cómo debía de ser en casa cuando estaba relajado, qué leía, qué le preocupaba, si tenía amigos. ¿Por qué investigaba con tal fervor ese asunto? ¿Le movía el amor o el odio, la codicia, el ansia de fama? ¿O era simple curiosidad?
El periodista cruzó la calle más allá del teatro y al llegar a Hanbury Street giró a la izquierda. Detuvo a varias personas y les hizo las mismas preguntas sobre coches cerrados y grandes, como los que se veían recogiendo a prostitutas.
Gracie se quedó muy rezagada mientras él recorría toda la calle hasta la iglesia metodista libre. Cuando encontró por fin a alguien que le respondió algo, pareció encantado. Irguió la cabeza, se cuadró de hombros y movió las manos con sorprendente elocuencia.
Gracie estaba demasiado lejos para oír qué decían.
Sin embargo, aun cuando hubieran visto tal carruaje, ¿qué le decía eso a ella? Nada. Algún hombre con más dinero que sentido común había acudido a ese barrio en busca de una mujer barata. O sea, que tenía un gusto pésimo. O tal vez encontraba emocionante el peligro que entrañaba tal búsqueda. Había oído decir que había personas así. ¿Y si hubiera sido Martin Fetters? Si eso se hacía público, ¿a quién le importaría, aparte de a su mujer?
¿En realidad trataba Remus de averiguar la razón del asesinato de Fetters? Quizá Gracie perdía el tiempo o, para ser franca, el de Charlotte.
Tomó una decisión.
Salió del portal donde se había ocultado, enderezó los hombros y echó a andar hacia Remus tratando de dar la impresión de vivir allí y saber exactamente qué hacía y a dónde iba. Casi le había pasado de largo cuando él por fin se dirigió a ella.
—¡Disculpe!
Ella se detuvo.
—¿Sí? —El corazón le latía con fuerza y se le cortó de tal modo la respiración que le salió voz de pito.
—Perdone la pregunta, pero ¿hace mucho que vive aquí? Verá, estoy buscando a alguien que sepa algo concreto.
Gracie decidió modificar un poco su respuesta, para curarse en salud en caso de que le preguntara por sucesos recientes o la geografía del barrio, de la que sabía muy poco.
—He estado un tiempo fuera. —Tragó saliva—. Viví aquí hace años.
—¿Hace cuatro años? —inquirió él al punto, con expresión ansiosa y el rostro algo encendido.
—Sí —respondió ella con cautela, mirándole a los ojos, castaños y penetrantes—. Vivía aquí entonces. ¿Qué busca?
—¿Recuerda haber visto carruajes por aquí? Me refiero a carruajes buenos, no de alquiler.
Ella hizo una mueca en un esfuerzo por concentrarse.
—¿Se refiere a los particulares?
—¡Sí! Exacto —dijo él con tono apremiante—. ¿Los vio?
Gracie observó con atención su rostro y percibió la emoción contenida, la energía que había en su interior. Cualquier cosa que buscase, lo creía sumamente importante.
—¿Hace cuatro años? —repitió ella.
—¡Sí! —Estaba a punto de añadir algo más para alentarla, pero se refrenó.
Gracie se concentró en la mentira. Debía decirle lo que esperaba oír.
—Sí, recuerdo haber visto por aquí un carruaje grande, de aspecto elegante. No sabría decirle nada de él porque estaba oscuro, pero creo que fue por entonces. —Y agregó con aire inocente—: ¿Alguien que conoce?
—No estoy seguro. —Él la miraba como hipnotizado—. Tal vez. ¿Vio a alguien en él?
Ella no sabía qué responder porque esta vez no estaba segura de qué buscaba el periodista. Era la razón por la que estaba allí. Se conformó con una vaguedad que podía significar cualquier cosa.
—Era un coche grande, negro, silencioso —explicó—. Con el conductor arriba, en el pescante por supuesto.
—¿Un hombre bien parecido, con barba? —A Remus se le quebró la voz de la emoción.
A Gracie le dio un vuelco el corazón. Estaba a punto de averiguar la verdad. Debía andarse con cuidado.
—No sé si bien parecido. —Trató de hablar con naturalidad—. Supongo que porque llevaba barba.
—¿Vio alguien dentro? —Él trataba de mantener una expresión serena, pero le traicionaban los ojos, muy abiertos y brillantes—. ¿Se pararon? ¿Hablaron con alguien?
Gracie se apresuró a inventar algo. No importaba si el hombre que él buscaba se había detenido. Podría haber sido por cualquier motivo, hasta para pedir indicaciones.
—Sí. —Señaló más adelante—. Paró allí y habló con una amiga mía. Ella me dijo que le había preguntado por alguien.
—¿Por alguien? —repitió Remus en voz alta y áspera.
Ella percibía la tensión en él.
—¿Una persona en particular? ¿Una mujer?
De modo que era eso lo que quería saber.
—Sí —murmuró ella—. ¡Eso es!
—¿Quién? ¿Lo sabe? ¿Se lo dijo su amiga?
Gracie rescató de su memoria el único nombre que conocía relacionado con ese asunto.
—Annie no sé qué.
—¿Annie? —Él contuvo un gritito, pero se atragantó y tragó saliva con esfuerzo—. ¿Está segura? ¿Annie qué más? ¿Se acuerda? ¡Trate de recordar!
¿Debía arriesgarse y decir Annie Crook? No. Era mejor no exagerar.
—No. Creo que empezaba por C, pero no estoy segura.
Siguió un silencio absoluto. Él parecía paralizado. Gracie oyó unas carcajadas a unos cincuenta pasos y los ladridos de un perro que no estaba a la vista.
—¿Annie Chapman? —susurró el periodista.
A Gracie se le cayó el alma a los pies. De pronto todo dejaba de tener sentido. Se quedó fría.
—No lo sé —contestó bruscamente, incapaz de disimular—. ¿Por qué? ¿Quién era? ¿Un tipo que había salido de juerga y quería que le saliera barata?
—No importa —se apresuró a decir Remus tratando de ocultar la importancia que tenía para él—. Me ha ayudado mucho. Muchísimas gracias, de veras. —Se llevó una mano al bolsillo y le ofreció tres peniques.
Ella los aceptó. Al menos podría devolver a Tellman parte de lo que había gastado. De todos modos podía necesitarlos, según adonde se dirigiera Remus a continuación.
Él se alejó a grandes zancadas sin mirar siquiera atrás, esquivando un carro cargado de carbón. Nada parecía más lejos de su mente que la posibilidad de que alguien lo siguiera.
Recorrió Commercial para regresar a Whitechapel High Street. Gracie tuvo que correr de vez en cuando para no perderlo. Al llegar al final de la calle, giró al oeste y se encaminó hacia la primera parada de ómnibus, pero en lugar de ir hasta la City, como ella había esperado, volvió a cambiar en Holborn y se dirigió al sur del río, y a lo largo del Embankment, hasta llegar a las oficinas de la policía del Támesis.
Gracie entró en ellas después que él, como si tuviera un asunto que resolver. Esperó detrás del periodista, con la cabeza gacha. Había tomado la precaución de soltarse el pelo y tiznarse la cara. No se parecía a la joven a quien Remus había detenido en Hanbury Street. De hecho, semejaba uno de los pilluelos que se peleaban por restos de comida en la orilla del río, y confió en que la tomaran por uno si alguien se molestaba en mirarla dos veces.
Remus también dio muestras de su inventiva y, cuando el sargento que le atendió le preguntó qué quería, contó una historia que Gracie estaba segura había inventado para la ocasión.
—Estoy buscando a un primo mío que ha desaparecido —dijo con ansiedad inclinándose sobre el mostrador—. Me he enterado de que alguien que respondía a su descripción estuvo a punto de morir ahogado cerca del puente de Westminster, el 17 de febrero de este año. El pobre estuvo implicado en un accidente de coche que casi acabó con la vida de una niña y, atormentado por los remordimientos, trató de matarse. ¿Es eso cierto?
—Bastante cierto —respondió el sargento—. Es lo que constaba en el informe. Un tipo llamado Nickley. Pero no puedo asegurarle que intentara matarse. —Lo miró con una sonrisa torcida—. Antes de saltar se quitó el abrigo y las botas en la orilla, como hacen todos los que en realidad no quieren morir. —Su voz rezumaba desdén—. Nadó y lo recogieron un poco más abajo en la ribera, como cabía esperar. Lo llevaron al Westminster Hospital, pero no le encontraron nada.
Remus adoptó de pronto un tono despreocupado, como si lo que se disponía a preguntar fuera una idea que se le acababa de ocurrir y poco importante.
—¿Y la niña…? ¿Cómo se llamaba? ¿También salió ilesa?
—Sí. —El rostro franco del sargento se llenó de compasión—. Por los pelos, pobrecilla. Por fortuna no se hizo nada, sólo se quedó petrificada de miedo. Dijo que tampoco era la primera vez. Un coche había estado a punto de atropellarla antes. —Meneó la cabeza, con los labios apretados—. Afirmó que era el mismo, pero no creo que fuera capaz de distinguir un coche elegante de otro.
Gracie vio cómo Remus se ponía rígido y cerraba los puños a los costados.
—¿La segunda vez? ¿El mismo coche? —No pudo evitar hablar con vehemencia, como si el dato tuviera un significado trascendental para él.
—¡No; por supuesto que no! —El sargento rio—. Sólo era una niña… no tenía más de siete u ocho años. ¿Qué iba a saber de coches?
Remus no pudo contenerse. Se echó hacia delante.
—¿Cómo se llamaba?
—Alice —respondió el sargento—. Eso creo.
—¿Alice qué más?
El sargento le miró con más detenimiento.
—¿A qué viene tanto interés, señor? ¿Sabe algo que debería decirnos?
—¡No! —se apresuró a negar Remus—. Sólo es un asunto familiar. Una especie de oveja negra, ya sabe. Quiero mantenerlo en secreto, si es posible. Pero me sería muy útil saber el nombre de la niña.
El sargento se mostró escéptico. Miró a Remus con un atisbo de duda.
—¿Ha dicho que era su primo?
Remus se había cerrado toda escapatoria.
—Eso es. Es una vergüenza para todos. Tuvo algo con esa niña, Alice Crook. Sólo esperaba que no fuera ella.
Gracie sintió un escalofrío por todo el cuerpo al oír el nombre. Fuera lo que fuese, Remus todavía andaba tras ello.
—Bueno, pues me temo que era ella. —La expresión del sargento se suavizó un poco—. Lo siento.
Remus levantó rápidamente las manos y se cubrió la cara. Gracie, detrás de él, advirtió que se ponía rígido y supo que en ese gesto no había dolor, sino euforia. Remus tardó unos minutos en recobrarse y levantar la mirada de nuevo hacia el sargento.
—Gracias —se limitó a decir—. Gracias por su ayuda. —Acto seguido se volvió y salió a toda prisa tras pasar junto a Gracie. Ésta tuvo que echar a correr para alcanzarlo. Si el sargento reparó en ella, debió de creer que iba con Remus.
El periodista se alejó del río, mirando a derecha e izquierda como si buscara algo.
Gracie permaneció muy rezagada, manteniéndose detrás de otros transeúntes; trabajadores, turistas, empleados que hacían recados, chicos que vendían periódicos, buhoneros. Luego vio a Remus cambiar de sentido y cruzar la calzada hacia la oficina de correos, en la que entró.
Lo siguió al interior.
Lo vio sacar un lápiz y garabatear una nota con manos temblorosas. La dobló, compró un sobre y un sello, y echó la carta al buzón. Luego volvió a salir a bastante velocidad. Una vez más Gracie se vio obligada a correr unos pasos de vez en cuando para no perderlo de vista.
Se alegró cuando Remus pareció decidir que tenía hambre y se detuvo en una taberna para comer como era debido. Tenía los pies hinchados y le dolían las piernas. Se moría por sentarse un rato, comer algo y vigilarlo cómodamente.
Él pidió pastel de angulas, algo que a ella siempre le había repugnado. Observó maravillada el apetito con que se lo zampaba, sin parar hasta que hubo terminado y se secó los labios con la servilleta. Ella pidió pastel de carne de cerdo, que le pareció mucho mejor.
Media hora después Remus volvió a ponerse en marcha, aparentemente lleno de determinación. Ella lo siguió, decidida a no perderlo. Era media tarde y las calles estaban concurridas. Gracie jugaba con la ventaja de que él no tenía ni idea de que alguien lo seguía, y estaba tan absorto que no miró una sola vez por encima del hombro ni tomó la menor precaución para pasar inadvertido.
Después de dos trayectos en ómnibus y andar un poco más, Remus se detuvo junto a un banco de Hyde Park, en apariencia esperando a alguien.
Permaneció allí cinco minutos, y Gracie puso a prueba su imaginación discurriendo una excusa que justificara su presencia.
Remus no paraba de mirar alrededor, por si la persona a la que esperaba venía en dirección contraria. No podía evitar verla. Al final acabaría preguntándose qué hacía ella allí.
¿Qué habría hecho Tellman en su lugar? Él era detective. Debía seguir a gente constantemente. ¿Tratar de que no le viera? No había nada detrás de lo que esconderse, ni sombras ni árboles que estuvieran lo bastante cerca. De todos modos, si se ocultaba tras un árbol no vería con quién se reunía Remus. ¿Inventar una razón que explicara su presencia allí? Sí, pero ¿cuál? ¿Que también esperaba a alguien? ¿Se lo tragaría él? ¿Que había perdido algo? Entonces ¿por qué no se había puesto a buscarlo en cuanto había llegado?
¿Ya lo tenía? ¡Acababa de darse cuenta de que le faltaba!
Volvió sobre sus pasos muy despacio, escudriñando el suelo como si buscara algo pequeño y muy valioso. Después de recorrer unos dieciocho metros giró sobre sus talones y empezó de nuevo. Casi había llegado al punto de partida cuando por fin un hombre de mediana edad se acercó a Remus por el sendero y éste fue a su encuentro.
El hombre se detuvo con brusquedad, luego hizo ademán de rodear a Remus y seguir su camino.
El periodista le cortó el paso y, a juzgar por la actitud del otro, le dijo algo, pero tan bajito que Gracie, a diez metros de distancia, no lo oyó.
El hombre se sobresaltó. Miró con más atención a Remus, como si esperara reconocerlo. Tal vez éste lo había llamado por su nombre.
Gracie los observó a la tenue luz del atardecer, pero no se atrevió a moverse y llamar la atención. El hombre de más edad aparentaba unos cincuenta años y era bastante apuesto, de buena estatura, un tanto metido en carnes. Vestía ropa corriente, nada llamativa, bien confeccionada pero no cara. La clase de ropa que Pitt podría haber llevado, de no haber tenido un talento para el desaseo que hacía que cualquier prenda le cayera mal. Ese hombre era pulcro, como un funcionario o un director de banco jubilado.
Remus hablaba acaloradamente, y él respondía ahora con cierta irritación. Remus parecía estar acusándolo de algo. Había alzado la voz, alterado, y Gracie oyó palabras sueltas.
—¡… Lo sabía! ¡Estaba tras…!
El otro hombre rechazó el comentario con un rápido gesto. Tenía la cara encendida, y su tono indignado sonaba a falso.
—¡No tiene pruebas! ¡Y si…! —Se tragó sus palabras, y Gracie se perdió las siguientes frases—. ¡… un camino muy peligroso! —terminó.
—¡Entonces usted también es culpable! —Remus estaba furioso, pero esta vez la nota de miedo en su voz era inconfundible. Gracie la reconoció, y sintió por todo el cuerpo un escalofrío que le encogió los músculos del estómago y le formó un nudo en la garganta. Remus estaba asustado, y mucho.
En el otro hombre había algo —tal vez el ángulo de su cabeza, o las arrugas de su cara que ella veía entre las sombras, a la débil luz dorada de la tarde—, que le reveló que él también tenía miedo. De pronto agitó las manos con movimientos furiosos y espasmódicos, negando con brusquedad. Meneó la cabeza.
—¡No! ¡Déjelo estar! ¡Se lo advierto!
—¡Lo averiguaré! —contraatacó Remus—. ¡Daré a conocer hasta el menor detalle y el mundo se enterará! ¡Ya no nos mentirán más… ni usted ni nadie!
El hombre de más edad levantó el brazo iracundo, luego se volvió y se fue a grandes zancadas por donde había venido.
Remus dio un paso hacia él; enseguida cambió de opinión y, pasando junto a Gracie, se encaminó presuroso hacia la calle. En su rostro se apreciaba una tensa y furiosa determinación. Casi chocó con una pareja cogida del brazo que daba un paseo al atardecer. Murmuró una disculpa y siguió avanzando en línea recta.
Gracie corrió tras él, y tuvo que continuar haciéndolo por lo rápido que andaba Remus. Éste cruzó Hyde Park Terrace, se dirigió al norte por Grand Junction Road hasta Praed Street y fue derecho a la estación del ferrocarril metropolitano.
A Gracie le dio un vuelco el corazón. ¿Adónde iba? ¿Muy lejos? ¿De qué iba todo ese asunto? ¿Quién era el hombre con quien se había reunido en el parque y a quién había acusado… de qué?
Subió tras Remus por las empinadas escaleras hasta la ventanilla de venta de billetes, compró uno de cuatro peniques como había hecho él y lo siguió. Había viajado antes en el ferrocarril metropolitano, y los había visto salir rugiendo de los túneles y detenerse en el andén. Se había quedado paralizada de terror y había necesitado todo su coraje para entrar en ese tubo cerrado y verse arrojada a través de pasadizos subterráneos en medio de un estruendo ensordecedor.
Pero no iba a perder a Remus. Dondequiera que él fuera, ella iría también… para averiguar qué estaba investigando.
El tren salió inesperadamente del agujero negro y se detuvo con un chirrido, y Remus subió a él. Gracie hizo lo propio.
El tren dio un bandazo y se precipitó hacia delante con un rugido. Gracie cerró los puños y apretó los labios para no gritar. Los demás pasajeros permanecían impasibles, como si estuvieran totalmente acostumbrados a desplazarse a través de agujeros bajo tierra, encerrados dentro de parte de un tren.
Llegaron a la estación de Edgware Road. Unos bajaron, otros subieron. Remus ni siquiera miró para saber dónde estaban.
El tren volvió a ponerse en movimiento.
Dejaron atrás Baker Street, Portland Road, Gower Street. Hubo un largo trecho hasta King’s Cross, luego el tren dio un bandazo hacia la derecha y siguió adelante rugiendo, ganando velocidad.
¿Adónde iba Remus? ¿Qué relación existía entre las idas de Adinett a Cleveland Street y la tal Annie Crook que vivía allí y a la que se habían llevado a la fuerza, al igual que a su amante? Había terminado en el Guy’s Hospital, atendida nada menos que por el cirujano de la familia real, quien la había declarado loca. ¿Y qué había sido del joven? Al parecer nadie había vuelto a saber de él.
¿Qué había tras los carruajes de Spitalfields? ¿Los había conducido el mismo hombre que atropello a la pequeña Alice Crook y luego se arrojó al río… después de quitarse el abrigo y las botas?
El tren se detuvo en Farringdon Street y muy poco después en Aldergate Street.
Remus se levantó de un salto.
Gracie casi se cayó del sobresalto y se apresuró a seguirlo.
Remus se acercó a la puerta, a continuación cambió de opinión y volvió a sentarse.
Gracie se desplomó en el asiento más próximo, el corazón latiéndole con fuerza.
El tren dejó atrás Moorgate y Bishopsgate. Se detuvo en Aldgate y Remus se acercó de nuevo a la puerta.
Gracie bajó detrás de él, subió por las escaleras y se apresuró a adentrarse en la oscuridad donde Aldgate Street se convertía en Whitechapel High Street.
¿Por dónde había ido Remus? Debía seguirlo de cerca. Las farolas estaban encendidas, pero iluminaban poco; sólo se veían círculos de luz amarillenta aquí y allá.
¿Regresaba a Whitechapel? Estaban a un kilómetro y medio de Buck’s Row, que se hallaba al otro extremo de Whitechapel Road, más allá de High Street. Y Hanbury Street quedaba al menos a un kilómetro al norte, más si se tenían en cuenta todas las estrechas y sinuosas callejas.
Sin embargo, en lugar de torcer a la derecha en Aldgate Street, Remus se dirigió de nuevo hacia la City. ¿Adónde iba ahora? ¿Esperaba ver a alguien más? Gracie recordó la expresión de su rostro cuando se alejó del hombre de Hyde Park. Estaba más que enfadado, colérico, pero también alterado, y asustado. Se trataba de algo de proporciones monstruosas… o eso creía él.
La pilló desprevenida que enfilara Duke Street. Era más estrecha y oscura, y los aleros goteaban en la penumbra. Flotaban en el aire los olores a podrido y a aguas residuales. Gracie se sorprendió temblando. Un poco más adelante se vislumbraba la enorme sombra de la iglesia de Saint Botolph. Se encontraban en los límites de Whitechapel.
Remus llevaba un rato andando como si supiera exactamente adónde se dirigía. De pronto titubeó y miró a su izquierda. La tenue luz iluminó por un instante su pálida tez. ¿Qué esperaba ver? ¿Mendigos? ¿Indigentes apiñados en zaguanes tratando de encontrar un lugar donde dormir? ¿Mujeres de mala vida en busca de un cliente?
Gracie pensó en los grandes carruajes negros por los que Remus le había preguntado, el estruendo de las ruedas sobre los adoquines, cada vez más fuerte, los caballos negros alzándose en la noche, el enorme contorno del vehículo, alto y cuadrado, una puerta abriéndose y un hombre preguntando… ¿qué? Por una mujer, una mujer en concreto. ¿Por qué? ¿Qué caballero se desplazaría hasta allí de noche en un carruaje, cuando podía quedarse en el oeste y buscar a alguien más limpio y divertido, y con una habitación y una cama a las que ir en lugar de algún portal?
Remus cruzaba la calle y se adentraba en el callejón que había al lado de la iglesia.
Estaba oscuro como boca de lobo. Gracie tropezó al seguirlo. ¿Adónde diablos iba Remus? Sabía que continuaba delante de ella porque oía el ruido de sus pasos sobre los adoquines. Luego vio su silueta recortada contra un haz de luz un poco más adelante. Había una abertura. Debía de haber una farola al doblar la esquina.
Llegó a la esquina y salió a una pequeña plaza. Él estaba inmóvil, mirando alrededor, su rostro vuelto por un instante hacia el resplandor amarillo de una farola. Tenía los ojos muy abiertos, los labios separados en una espantosa sonrisa, mezcla de terror y júbilo. Le temblaba todo el cuerpo. Levantó ligeramente la mano, con los nudillos blancos a la luz de la farola de gas, el puño cerrado.
Gracie alzó la vista hacia el mugriento rótulo que había en la pared de ladrillo, por encima de la luz. Mitre Square.
De pronto se quedó helada, como si la hubiera alcanzado el aliento del infierno. Casi se le detuvo el corazón. Por fin comprendía por qué Remus había ido a Whitechapel, primero a Buck’s Row, luego a Hanbury Street y por último a Mitre Square. Sabía detrás de quién iba al preguntar por el gran carruaje negro, incongruente en aquel barrio. Recordó los nombres: Annie Chapman, conocida como Annie «la Oscura», Liz «la Larga», Kate, Polly y Mary «la Negra». ¡Remus buscaba a Jack el Destripador! ¡Seguía vivo, y el periodista creía saber quién era! Ésa era la noticia que pretendía dar a conocer en todos los periódicos y que creía le haría famoso.
Gracie se volvió y echó a correr por el callejón, tropezando y respirando con dificultad. Le fallaban las piernas y los pulmones le dolían como si el aire fueran cuchillas, pero no pensaba quedarse ni un segundo más en ese lugar infernal. Su imaginación se vio inundada por el terror, el miedo cegador y paralizante, la sangre, el dolor, el instante en que la mujer lo había mirado a los ojos y sabido quién era… eso debió de ser lo peor de todo, atisbar en el alma de la persona que había hecho eso… ¡y que volvería hacerlo!
Chocó con alguien y dejó escapar un grito al tiempo que sacudía los puños hasta que sintió algo blando y oyó un gruñido seguido de una maldición. Se zafó y enfiló Duke Street, donde echó correr hacia Aldgate Road. No sabía ni le importaba a quién había golpeado, si Remus la seguía o no, si sabía que lo había seguido… siempre que pudiera tomar un ómnibus o un tren y huir de allí, huir de Whitechapel, de sus fantasmas y demonios.
Gritó al ver un ómnibus que se dirigía al oeste y bajó corriendo a su encuentro, sobresaltando a los caballos y arrancando una maldición al conductor. A ella no le importó en lo más mínimo. Haciendo caso omiso de sus protestas subió tambaleándose y se dejó caer en el primer asiento vacío.
—¿Te perseguía el diablo? —exclamó un hombre afable, con una sonrisa divertida en su amplio rostro.
Estaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.
—Sí… —dijo ella con la voz tomada—. ¡Así es!
Eran pasadas las once cuando por fin llegó a Keppel Street y encontró a Charlotte paseándose de arriba abajo por la cocina, pálida y ojerosa.
—¿Dónde te has metido? —preguntó furiosa—. ¡Estaba muerta de preocupación! ¿Qué ha pasado?
Gracie sintió tal alivio de estar a salvo en casa, en el calor y la luz de la cocina, con sus olores a madera y ropa limpia, pan y hierbas, y saber que Charlotte se preocupaba por ella, que rompió a llorar y dijo cosas incoherentes entre sollozos mientras Charlotte la sostenía en sus brazos.
Al día siguiente le daría una versión cuidadosamente revisada de la verdad, junto con una disculpa por haberle mentido.