6

Charlotte abrió el periódico de la mañana, más porque se sentía sola que porque tuviera verdadero interés por los sucesos políticos que llenaban sus páginas conforme los partidos se preparaban para las elecciones. Eran muy duros con el señor Gladstone, a quien censuraban por pasar por alto todos los asuntos excepto la Ley de Autonomía Irlandesa y abandonar aparentemente todo esfuerzo por conseguir la jornada laboral de ocho horas. En todo caso ella no esperaba que los periódicos fueran imparciales.

Había una trágica noticia de un accidente de tren en Guiseley, al norte. Dos personas habían perecido y varias habían resultado heridas.

La New Oriental Bank Corporation se había visto obligada a retirar fondos y suspender ciertos pagos. El precio de la plata bajaba de manera preocupante. Habían sufrido pérdidas en Melbourne y Singapur. La liquidación de la Gatling Gun Company los había afectado mucho. Un huracán en Mauricio había sido el golpe supremo.

Charlotte no leyó el resto. Deslizó la mirada por la página y no pudo evitar que le atrajeran las letras negras que anunciaban la ejecución de John Adinett a las ocho de esa mañana.

De manera instintiva miró el reloj de la cocina. Eran las ocho menos cuarto. Deseó no haber abierto el periódico hasta más tarde… media hora habría bastado. ¿Por qué no había pensado en ello, contado los días y tenido cuidado de no mirarlo?

Adinett no se lo había pensado dos veces antes de matar a Martin Fetters, y cuanto más averiguaba de éste, más se convencía de que le habría caído bien. Había sido un hombre entusiasta, que se aferraba a la vida con coraje y disfrutaba de su colorido y su variedad. Le apasionaba aprender de los demás y, a juzgar por sus escritos, parecía estar igualmente ansioso por compartir sus conocimientos de modo que todos vieran el mismo encanto que él veía. Su muerte había sido una pérdida no sólo para su mujer, la arqueología y la recuperación de objetos antiguos, sino para quienes lo conocían, el entusiasmo del mundo en general.

Aun así, poner fin a la vida de Adinett no arreglaba nada. Charlotte dudaba que disuadiera a nadie de cometer un crimen en el futuro. Lo que detenía a la gente era la certeza de un castigo, no su severidad. Todos daban por sentado que saldrían impunes, de manera que el castigo carecía de importancia.

Gracie entró por la puerta trasera, por la que había salido para recoger los arenques que traía el chico de la pescadería.

—Serán nuestra cena —dijo con tono enérgico recorriendo la cocina para dejar la fuente en la despensa. Siguió hablando consigo misma, absorta en lo que iba a preparar para cada comida, cuántas patatas o harina quedaban, y si disponía de suficientes cebollas. Habían utilizado un montón de éstas últimamente para dar sabor a platos muy sencillos.

En los últimos días Gracie se mostraba abstraída. Charlotte creía que tenía que ver con Tellman. Sabía que había estado allí la otra noche, aunque no lo había visto. Había oído su voz y no los había molestado a propósito. Tener a Tellman sentado en la cocina, exactamente como si Pitt estuviera allí, hacía aún más abrumadora la sensación de soledad.

Se alegraba por la chica, y era muy consciente, bastante más que la misma Gracie, de que Tellman estaba librando una batalla perdida contra sus sentimientos hacia ella. Sin embargo, en esos momentos le resultaba difícil fingir que se congratulaba de algo. Ya resultaba bastante duro echar de menos a Pitt. Las tardes parecían eternas ahora que no estaba pendiente de si lo oía llegar. No tenía a nadie a quien contar cómo le había ido el día, aunque no hubiera ocurrido nada extraordinario. Podría haber sido algo tan trivial como una flor recién abierta en el jardín, un chisme o tal vez una broma. Y si por alguna razón las cosas se torcían, tal vez no lo mencionaba, pero saber que podría haberlo hecho hacía que toda la irritación pareciera temporal, algo que podía pasarse por alto. Era extraño cómo la felicidad que no se compartía era la mitad de grande y, sin embargo, cualquier clase de infortunio se multiplicaba por dos cuando uno estaba solo.

Con todo, mucho peor que la soledad era su inquietud por Pitt, la preocupación diaria habitual de si comía bien, no pasaba frío, ¡si tenía a alguien que le lavaba la ropa! ¿Había encontrado un lugar lo bastante confortable y agradable donde vivir? Lo que realmente la angustiaba era si estaba fuera de peligro, no sólo de anarquistas, dinamiteros o quien fuera que buscara, sino de sus enemigos secretos y mucho más poderosos del Círculo Interior.

El reloj dio la hora y Charlotte fue vagamente consciente de ello. Gracie vació la ceniza de la estufa y echó más carbón.

Charlotte trataba de no pensar, de no imaginar, y durante el día casi lo lograba. Sin embargo por la noche, en cuanto tenía la mente en blanco, los miedos acudían en tropel. Estaba emocionalmente exhausta, y físicamente no lo bastante cansada. Nunca había estado en Spitalfields, pero no le costaba imaginarlo: callejas estrechas y oscuras con figuras agazapadas en los zaguanes, todo húmedo y mortecino, como a la espera de abalanzarse sobre el incauto.

Despertaba demasiadas veces en mitad de la noche, consciente de cada crujido, del espacio vacío que había a su lado en la cama, preguntándose dónde estaba Pitt, si también estaba despierto, sintiéndose solo.

A veces el hecho de tener que fingir que se sentía bien, para no preocupar a los niños, se le antojaba una tarea imposible; en otras ocasiones era una disciplina que agradecía. Cuántas mujeres a lo largo de los siglos habían fingido mientras sus hombres luchaban en la guerra, exploraban tierras desconocidas, cruzaban océanos transportando mercancías o sencillamente habían huido por ser imprudentes y desleales. Al menos ella sabía que Pitt no era nada de todo eso y regresaría en cuanto pudiera. O cuando ella descubriera por qué Adinett había asesinado a Martin Fetters, encontrara una respuesta lo bastante convincente para que hasta los miembros del Círculo Interior tuvieran que creerla y al mundo no le quedara ninguna duda.

Cerró el periódico y apartó la silla de la mesa en el preciso momento en que Daniel y Jemima entraban en la cocina, impacientes por desayunar antes de ir al colegio. Había mucho que hacer ese día, y si no ya encontraría algo o lo inventaría.

El reloj dio el cuarto. Ya habían sonado las campanadas de las ocho y no lo había advertido. John Adinett ya debía de estar muerto, su cuerpo, con el cuello roto —como el de Martin Fetters— estaría listo para ser arrojado a una tumba poco profunda, y su alma para responder por sus actos ante el Juez que todo lo sabe.

Sonrió a los niños y empezó a preparar el desayuno.

Poco después de las diez, mientras ordenaba el armario de la ropa blanca por segunda vez esa semana, Gracie subió para anunciarle la presencia de la señora Radley, sólo que era innecesario porque Emily Radley, la hermana de Charlotte, estaba un paso detrás de ella. Tenía un aspecto apabullantemente elegante, con un traje de montar verde oscuro, un sombrerito oscuro de ala dura y copa alta, y una chaqueta de corte tan excepcional que realzaba cada línea de su esbelta figura. Estaba algo colorada del esfuerzo, y el cabello rubio se le había soltado y rizado con el aire húmedo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mirando las montañas de sábanas y fundas de almohadas extendidas alrededor de Charlotte.

—Separando la ropa blanca para remendar —respondió ésta, consciente de pronto del aspecto tan desaliñado que tenía al lado de su hermana—. ¿Has olvidado cómo se hace?

—No estoy segura de si alguna vez he sabido —contestó Emily con aires de grandeza. Si Charlotte se había casado con un hombre social y económicamente por debajo de su clase, Emily en cambio había elegido uno de condición muy superior. Su primer marido había poseído tanto título como fortuna. Le habían matado hacía bastante tiempo, y tras un período de luto y soledad Emily había vuelto a contraer matrimonio, esta vez con un apuesto y encantador hombre sin apenas posesiones. Era la ambición de Emily lo que lo había empujado a presentarse como candidato para ocupar un escaño en el Parlamento, que había acabado obteniendo.

Gracie volvió a desaparecer escaleras abajo.

Charlotte dio la espalda a su hermana y continuó doblando fundas de almohada, apilándolas con pulcritud donde habían estado previamente.

—¿Sigue fuera Thomas? —preguntó Emily bajando un poco la voz.

—Por supuesto que sí —replicó Charlotte con cierta aspereza—. Ya te lo dije; estará fuera mucho tiempo. No sé cuánto.

—La verdad es que me dijiste muy poco —señaló Emily cogiendo una funda y doblándola con cuidado—. Te anduviste con tanto misterio y parecías tan afectada que he venido a ver si estabas bien.

—¿Qué piensas hacer si no lo estoy? —Charlotte empezó con una de las sábanas.

Emily cogió el otro extremo.

—Darte la oportunidad de iniciar una pelea y comportarte de forma cruel con alguien. Parece que es lo que necesitas en este momento.

Charlotte la miró fijamente, olvidando la sábana. Emily se las daba de ocurrente, pero detrás de su glamurosa fachada había inquietud, y en su ingenioso comentario no había ni pizca de humor.

—Estoy bien —dijo Charlotte con más suavidad—. Es Thomas quien me preocupa. —Ambas habían compartido muchos de los casos de Pitt en el pasado, y Emily conocía la pasión y la pérdida que podía haber en juego. El miedo no le era desconocido, y ya estaba al corriente de la existencia del Círculo Interior. Charlotte no podía decirle dónde estaba Pitt, pero sí por qué estaba allí.

—¿Qué pasa? —Emily percibió que había más de lo que le había hecho creer, y esta vez su voz dejó traslucir ansiedad.

—El Círculo Interior —musitó Charlotte—. Creo que Adinett era uno de ellos, de hecho estoy segura. No perdonarán a Thomas por haberlo condenado. —Su voz sonaba trémula—. Le han ahorcado esta mañana.

El semblante de Emily era sombrío.

—Lo sé. Los periódicos han vuelto a hablar de si era realmente culpable. Nadie parece tener idea de por qué iba a querer hacer tal cosa. ¿No tiene Thomas ninguna pista?

—No.

—¿Y no está intentando averiguarlo?

—No puede —respondió Charlotte con voz muy queda, bajando la vista hacia el linóleo del suelo—. Le han apartado de Bow Street y enviado… al East End… en busca de anarquistas.

—¿Qué? —Emily estaba horrorizada—. ¡Eso es monstruoso! ¿A quién has acudido?

—Nadie puede hacer nada al respecto. Cornwallis hizo todo cuanto estaba en su mano. Si Thomas está en alguna parte del East End… y nadie sabe dónde, permanece en el anonimato, al menos está todo lo a salvo de ellos que es posible estar.

—¿En el anonimato en el East End? —La cara de Emily reflejaba con demasiada claridad su pavor, y todos los peligros que preveía su imaginación.

Charlotte desvió la mirada.

—Lo sé. Podría pasarle cualquier cosa y tardaría días en enterarme siquiera.

—No le pasará nada —se apresuró a decir Emily—. Y está más a salvo allí que aquí, donde todavía pueden encontrarlo. —Sin embargo, en su voz había más coraje que convicción—. ¿Qué podemos hacer para ayudarle? —añadió.

—Me he entrevistado con la señora Fetters —explicó Charlotte imitando su actitud positiva—, pero no sabe nada. Estoy tratando de discurrir qué más hacer. Entre los dos hombres tiene que existir alguna conexión por la que riñeron pero, cuanto más averiguo de Martin Fetters, más parece un hombre insólitamente decente, incapaz de hacer daño a nadie.

—Entonces no estás buscando donde debes —afirmó Emily con franqueza—. Supongo que has descartado todo lo obvio: dinero, chantaje, una mujer, rivalidad por algún cargo. —Parecía desconcertada—. ¿Por qué eran amigos, por cierto?

—Viajes y reforma política, que su mujer sepa. —Charlotte dobló la última sábana—. ¿Te apetece una taza de té?

—No particularmente —respondió Emily—, pero prefiero sentarme en la cocina que seguir junto al armario de la ropa blanca. ¿Discute alguien en serio sobre viajes?

—Lo dudo. Además, ni siquiera viajaban a los mismos lugares. El señor Fetters iba a Oriente Próximo, mientras que Adinett prefería Francia y había estado en Canadá en el pasado.

—Entonces es un asunto político. —Emily la siguió escaleras abajo y a lo largo del pasillo que conducía a la cocina. Alabó a Gracie por el bizcocho, cuyo olor llenaba la habitación. En ninguna otra casa se habría dirigido a la doncella, pero sabía el cariño que Charlotte profesaba a la niña abandonada.

Charlotte puso agua a hervir.

—Los dos querían una reforma —continuó.

Emily se sentó colocándose hábilmente las faldas para que no se le arrugaran.

—¿No la quiere todo el mundo? Jack dice que la situación se está volviendo bastante desesperada. —Bajó la vista hacia sus manos, pequeñas, elegantes y sorprendentemente fuertes—. Siempre ha habido muestras de descontento, pero ahora es mucho peor que hace incluso diez años. Llegan a Londres muchísimos extranjeros, y no hay suficiente trabajo. Supongo que hace años que hay anarquistas, pero ahora hay más, y son muy violentos.

Charlotte lo sabía. Aparecía bastante a menudo en los periódicos, incluido el juicio a un anarquista francés llamado Ravachol que había intentado volar un restaurante. Y sabía que en Londres la mayoría de esas personas se hallaban en el East End, donde la pobreza era peor y más profunda la insatisfacción. Ése era el pretexto para enviar a Pitt allí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Emily al ver su expresión.

—¿Crees que de verdad son un peligro? Quiero decir más que los locos que andan sueltos por ahí.

Emily reflexionó unos instantes antes de responder. Charlotte se preguntó si lo hacía para buscar las palabras adecuadas, para analizar lo que sabía o, peor aún, si era cuestión de tacto. Si se trataba de lo último, entonces la respuesta instintiva debía de ser muy desagradable. No era propio de Emily andarse con rodeos, lo que era muy distinto de ser taimada, que tan bien se le daba.

—En realidad —susurró cuando Gracie sirvió por fin el té—, creo que Jack está muy preocupado, no tanto por los anarquistas, que no son más que unos locos, sino por los sentimientos que percibe en todas partes. Verás, la monarquía es muy impopular, y no sólo entre la clase de personas que esperarías, sino entre algunas que son muy importantes y tal vez no imaginarías.

—¿Impopular? —Charlotte estaba desconcertada—. ¿En qué sentido? Sé que la gente piensa que la reina debería hacer mucho más, pero llevan años diciéndolo. ¿Cree Jack que ahora es diferente?

—No sé si diferente. —Emily estaba muy seria. Escogió con cuidado las palabras, sopesándolas antes de pronunciarlas—. Pero afirma que es mucho más grave. El príncipe de Gales gasta muchísimo, como sabes, y casi todo es prestado. Debe dinero en todas partes y a toda clase de gente. No parece capaz de refrenarse, y si se da cuenta del perjuicio que está causando, no le importa.

—¿Perjuicio político? —preguntó Charlotte.

—A la larga, sí. —Emily bajó la voz—. Hay ciertas personas que creen que cuando muera la anciana reina será el fin de la monarquía.

—¿En serio? —Charlotte estaba perpleja. Era un pensamiento sorprendentemente desagradable. No estaba muy segura de por qué le importaba tanto. Quitaría color a la vida, parte de su glamour. Aunque uno nunca veía a las condesas y las duquesas, si dejaran de existir y en el mundo no hubiera modo de ser algún día una dama, y mucho menos una princesa, las cosas parecerían un poco más grises. La gente siempre tendría héroes, verdaderos o falsos. En la aristocracia no había nada intrínsecamente noble, pero los héroes que la reemplazarían no serían escogidos forzosamente por su virtud o sus logros; podría ser por su riqueza o belleza. Entonces la magia desaparecería sin ningún motivo y sin beneficio alguno.

Era un argumento necio, lo sabía. Lo que importaba era el cambio, y un cambio nacido del odio asustaba porque con demasiada frecuencia se realizaba de forma irreflexiva e ignorante. Tantas cosas podían pasarse por alto…

—Eso es lo que dice Jack. —Emily la observaba con atención, su taza de té olvidada—. Y lo que más le preocupa es que hay intereses poderosos que son monárquicos y harían cualquier cosa para que todo siguiera como está. ¡Cualquier cosa! —Se mordió el labio—. Cuando me lo dijo, le presioné para que me explicara qué quería decir, pero no me respondió. Se calló y se quedó como ensimismado, como hace cuando algo le inquieta. Te parecerá raro que te lo diga, pero creo que está asustado —se interrumpió bruscamente y bajó de nuevo la vista hacia sus manos, como si hubiera dicho algo de lo que se avergonzaba. Tal vez no había previsto revelar tantas intimidades.

Charlotte sintió frío. Ya había bastantes cosas de las que estar asustado. Quería saber más, pero no tenía sentido presionar a Emily. Si hubiera sabido expresarlo en palabras, lo habría hecho. Era un pensamiento desagradable y difícil de comunicar.

—Uno no se da cuenta de cuánto valora lo que tiene, con todos sus problemas, hasta que alguien amenaza con destruirlo e introduce sus ideas en su lugar —comentó compungida—. No me importarían unos pocos cambios, pero no quiero muchos. ¿Crees que podría introducirse sólo unos pocos? ¿O tiene que ser o todo o nada? ¿Hay que destruirlo todo para cambiar las cosas?

—Eso depende de la gente —respondió Emily con una sonrisa tensa y triste—. Si cedes, entonces no. Pero si no lo haces y te las das de María Antonieta, entonces tal vez sea la corona o la guillotina.

—¿Era tan estúpida?

—No lo sé. Sólo era un ejemplo. Nadie va a decapitar a nuestra reina. Al menos me cuesta imaginarlo.

—No creo que los franceses lo imaginaran tampoco —repuso Charlotte con sequedad—. ¡Ojalá no lo hubiera pensado!

—Nosotros no somos franceses. —La voz de Emily sonaba firme, incluso furiosa.

—Eso díselo a Carlos I —observó Charlotte visualizando el genial y triste retrato de Van Dyck de ese hombre poco afortunado, fiel a sus creencias hasta el cadalso.

—Eso no fue una revolución. —Emily se refugió en el sentido literal.

—Fue una guerra civil. ¿Acaso es mejor? —dijo Charlotte.

—¡No son más que palabras! Los políticos y sus pesadillas. Si no fuera por eso, sería por lo de más allá… Irlanda, los impuestos, la jornada de ocho horas o las alcantarillas. —Emily se encogió de hombros con elegancia—. Si no hubiera un problema terrible que solucionar, ¿para qué los necesitaríamos?

—Seguramente no los necesitamos… las más de las veces al menos.

—Es eso lo que les da miedo. —Emily se levantó—. ¿Quieres venir con nosotros a ver la exposición de la National Gallery?

—No, gracias. Tengo previsto visitar de nuevo a la señora Fetters. Creo que tienes razón… Lo más probable es que sea un asunto político.

Charlotte llegó a Great Coram Street poco después de las once de la mañana. Era una hora de lo menos apropiada para hacer visitas, pero no se trataba de una visita social, y tenía la ventaja de que era muy improbable que coincidiera con alguien más y se viera obligada a justificar su presencia.

Juno se alegró de verla y no se molestó en disimularlo. Se le llenó la cara de alivio por tener compañía.

—¡Pase! —exclamó entusiasmada—. ¿Tiene noticias?

—No, lo lamento. —Charlotte se sintió culpable por no haber averiguado nada más. Después de todo, la pérdida de esa mujer era mucho mayor que la suya—. He pensado mucho, pero lo único que he sacado en claro han sido más ideas.

—¿Puedo ayudarla?

—Tal vez. —Charlotte aceptó el asiento que le ofrecía, en la misma encantadora habitación que daba al jardín. Ese día hacía más fresco y la puerta estaba cerrada—. El deseo de una reforma política parece ser el asunto evidente que tenían en común el señor Fetters y Adinett, sobre el que ambos estaban profundamente preocupados.

—Oh, a Martin le preocupaba muchísimo —confirmó Juno—. Discutía por ello y escribió muchos artículos. Conocía a mucha gente que pensaba como él, y creía que algún día llegaría.

—¿Guarda alguno de esos artículos? —preguntó Charlotte. No estaba segura de si servirían de algo, pero no se le ocurrió nada mejor.

—Deben de estar entre sus papeles. —Juno se levantó—. La policía los revisó, por supuesto, pero siguen estando en el escritorio de su gabinete. Yo… no he tenido el valor de leerlos de nuevo —explicó en voz baja, de espaldas a Charlotte. Luego salió y cruzó el pasillo hasta el gabinete, en el que la hizo entrar.

Era una estancia más pequeña que la biblioteca, sin las ventanas altas ni la luz del sol, a pesar de lo cual resultaba agradable, y saltaba a la vista que se había utilizado mucho. Había una sola estantería llena y, encima del escritorio, dos tomos más encuadernados en cuero. En los estantes de detrás había montones de papeles y pliegos.

Juno se detuvo, con el rostro apagado.

—No sé qué vamos a encontrar aquí —dijo indecisa—. La policía no halló nada aparte de alguna extraña nota sobre una reunión, y dos o tres escritos cuando John… el señor Adinett fue a Francia. No eran en absoluto personales, sólo descripciones muy vívidas de ciertos lugares de París, la mayoría relacionados con la Revolución. Martin había escrito muchos artículos sobre esos mismos lugares, y Adinett decía que éstos significaban mucho más para él ahora que contaba con la visión de Martin. —Se emocionó al recordar una época no tan lejana en la que las cosas habían sido tan distintas. Se acercó a los estantes que había detrás del escritorio y sacó unas cuantas publicaciones periódicas, que hojeó—. Aquí hay toda clase de artículos. ¿Le gustaría leerlos?

—Sí, por favor —respondió Charlotte, de nuevo porque no tenía un punto de partida mejor. Les echaría un vistazo y punto.

Juno se las tendió. Charlotte observó en las portadas que las había editado Thorold Dismore. Abrió la primera y empezó a leer. Martin Fetters escribía desde Viena, mientras paseaba por la ciudad y se detenía en los lugares donde los revolucionarios del levantamiento de 1848 habían luchado para obligar al gobierno del poco espabilado emperador Fernando a hacer alguna clase de reforma de las leyes opresoras, los onerosos impuestos y las desigualdades.

Charlotte se había propuesto hojearlas únicamente, para formarse una idea de los ideales de Fetters, pero fue incapaz de saltarse una frase. El artículo cobraba vida con una pasión y una congoja que la cautivaron por completo, y olvidó el gabinete de Great Coram Street y a Juno, sentada a unos metros de distancia. Imaginó la voz de Martin Fetters y visualizó su cara, llena de entusiasmo ante el coraje de los hombres y las mujeres que habían luchado. Sintió su indignación ante la derrota final y un vivo deseo de que algún día sus ambiciones se cumplieran.

Pasó al siguiente artículo. Había sido escrito en Berlín y venía a ser lo mismo. Se percibía el amor por la belleza de la ciudad y la individualidad de sus gentes, la historia de sus esfuerzos por reducir el poder militar de Prusia y, al final, su fracaso.

En otro escribía desde París, tal vez el artículo al que se había referido John Adinett en las cartas que había encontrado Pitt. Era más largo que los anteriores, lleno de un amor profundo hacia una ciudad magnífica presa del terror, una esperanza tan intensa que dolía aun a través de las palabras impresas. Fetters había estado donde vivió Danton, hecho su último recorrido en carreta hasta la guillotina, el momento más grandioso de Danton, cuando ya había perdido todo y visto cómo la Revolución destruía a sus propios hijos en cuerpo, y aún más terrible, en alma.

Fetters había estado en la rue St. Honoré, frente a la casa del carpintero que había alojado a Robespierre, quien envió a una muerte tan sangrienta a tantos miles de personas y, sin embargo, nunca vio la máquina de la destrucción hasta que él mismo fue a su encuentro, por última vez.

Fetters había paseado por las mismas calles donde los estudiantes levantaron las barricadas durante la revolución de 1848, que tan pocas cosas logró y tan caro costó. Charlotte tenía un nudo en la garganta cuando terminó de leer y se obligó a iniciar la lectura del siguiente artículo. Sin embargo, si Juno la hubiera interrumpido y pedido que se los devolviera, habría tenido la impresión de que le arrebataban algo y se habría sentido de pronto muy sola.

Fetters escribía desde Venecia, que le parecía la ciudad más hermosa del mundo, aun bajo el yugo austríaco, y desde Atenas, antaño la mayor ciudad república, la cuna de la democracia, hoy esqueleto de su antigua gloria, el espíritu profanado.

Escribía, por último, desde Roma, de nuevo sobre la revolución de 1848, la breve gloria de otra república romana, sofocada por los ejércitos de Napoleón III, y el regreso del Papa, el aplastamiento de todo el amor por la libertad y la justicia, por una voz para el pueblo. Escribía sobre Mazzini, que vivía en el palacio papal, en una habitación, comiendo pasas, y sobre sus flores frescas diarias. Escribía sobre las hazañas de Garibaldi y su apasionada y feroz mujer, que había muerto al terminar el sitio, y sobre Mario Corena, el soldado republicano que estaba dispuesto a dar todo cuanto poseía por el bien común: su dinero, sus tierras, su vida si era necesario. Si hubiera habido más hombres como él, no habrían perdido.

Charlotte dejó el último artículo encima del escritorio. Tenía la cabeza llena de heroísmo y tragedia, el pasado y el presente unidos, y por encima de todo la presencia ineludible de la voz de Martin Fetters, sus convicciones, su personalidad, su profundo y sacrificado amor por la libertad individual dentro de un todo civilizado.

Si John Adinett lo había conocido tan bien como todos afirmaban, debía de haber tenido una razón aplastante para quitar la vida a semejante hombre, algo tan poderoso que era capaz de vencer la amistad, la admiración y el cariño que compartían por unos ideales. No se le ocurría cuál podía ser esa razón.

De pronto le asaltó un pensamiento, como una nube que atraviesa el sol: ¿podían haberse equivocado, después de todo, sobre el asesinato? ¿Había dicho Adinett la verdad todo el tiempo?

Mantuvo la mirada baja para ocultar a Juno sus sentimientos. Se sentía como si hubiera traicionado a Pitt por haber tenido siquiera tal pensamiento.

—Escribía de una forma extraordinaria —afirmó—. No sólo tengo la impresión de haber estado allí y visto todo cuanto ocurrió en esas calles, sino que me importa casi tanto como a él.

Juno esbozó una leve sonrisa.

—Así era Martin… tan lleno de vida que nunca se me pasó por la cabeza que pudiera morir, no de verdad. —Hablaba con voz dulce, distante. Parecía casi sorprendida—. Parece ridículo que para todos los demás la vida siga como si nada. Parte de mí quiere cubrir las calles de paja y pedir a la gente que conduzca despacio. Otra parte quiere hacer como que no ha pasado nada; ha vuelto a marcharse y volverá en un par de días.

Charlotte levantó la vista y percibió la lucha en su rostro. La comprendía tan bien. Su soledad sólo era una mínima parte de la de ella. Pitt estaba bien, sólo se encontraba a unos pocos kilómetros, en Spitalfields. Si se retiraba del cuerpo de policía, podría regresar a casa cualquier día. Sin embargo, eso no respondería ninguna pregunta. Charlotte tenía que saber que él no se había equivocado con respecto a Adinett, y por qué, y debía demostrárselo a todos.

Tal vez Juno necesitara saberlo con la misma urgencia y su rostro sombrío se debiera al miedo a lo que podía descubrir acerca de su marido. Debía de tratarse de algo enorme… y, para Adinett al menos, intolerable.

¡Y secreto! Había preferido ir a la horca a hablar de ello, aunque sólo fuera para justificarse.

—Será mejor que sigamos buscando —dijo por fin—. Tal vez lo que necesitamos no esté en esta habitación, pero es el mejor lugar para empezar. —Era el único, por el momento.

Juno se agachó obediente y abrió los cajones del escritorio. Para abrir uno de ellos mandó traer de la cocina un cuchillo, que utilizó para hacer palanca, con lo que astilló la madera.

—Una lástima —dijo mordiéndose el labio—. No creo que pueda repararse, pero no tenía la llave.

Empezaron por él, puesto que había sido protegido especialmente contra intrusos.

Charlotte había leído tres cartas cuando empezó a advertir en ellas ciertas pautas. Todas habían sido cuidadosamente redactadas: una mirada superficial no habría descubierto en ellas nada fuera de lo normal; de hecho, eran bastante sobrias. El tema era teórico: la reforma política de un estado que no tenía nombre, de cuyos líderes se hablaba personalmente en lugar de por el cargo que desempeñaban. No había dramatismo ni pasión, sólo ideales; como si se tratara de un ejercicio mental, algo que se escribe en un examen.

La primera carta era de Charles Voisey, el juez del tribunal de apelación.

Estimado Fetters:

He leído su artículo con sumo interés. Plantea muchas cuestiones en las que coincido, algunas de las cuales no las había considerado antes, pero al sopesar lo que usted dice creo que su opinión es correcta.

En otros terrenos no puedo ir tan lejos como usted, pero comprendo las influencias que ha recibido, y si estuviera en su lugar tal vez compartiría su opinión, si bien no en todo su extremismo.

Gracias por la cerámica, que llegó sin incidentes y ahora adorna mi gabinete. Es una pieza de lo más exquisita, que me recuerda las glorias del pasado y el espíritu de grandes hombres con quienes tan en deuda estamos… una deuda de la que, como ha afirmado usted, la historia nos hará responsables, aun cuando nosotros no lo hagamos.

Tengo muchas ganas de conversar más extensamente con usted.

Su aliado en la causa,

Charles Voisey

La siguiente, de tono similar, era de Thorold Dismore, el dueño del periódico. También se deshacía en elogios para con el trabajo de Fetters y le pedía que escribiera una nueva serie de artículos. Tenía fecha muy reciente, de modo que a buen seguro los artículos no se habían llegado a escribir. Había un borrador de Fetters en el que aceptaba la propuesta. No había forma de saber si la carta definitiva había sido enviada o no.

Juno le tendió una misiva del montón que había cogido, con la mirada llena de inquietud. Era de Adinett. Charlotte la leyó:

Mi querido Martin:

Qué artículo más maravilloso has escrito. No puedo elogiar bastante la pasión que demuestras. Sólo un hombre desprovisto de todo cuanto distingue la civilización de la barbarie no se sentiría enardecido por tus palabras, y resuelto a emplear todas sus fuerzas y fortuna en crear un mundo mejor, cueste lo cueste.

Se lo he enseñado a varias personas, que no nombro por razones que bien conoces, y están tan llenas de admiración como yo.

Creo que hay verdaderas esperanzas. Ya es hora de que dejemos de soñar.

Te veré el sábado.

John

Charlotte levantó la vista.

Juno la miraba con los ojos muy abiertos, plagados de dolor. A continuación le pasó un fajo de borradores de nuevos artículos.

Charlotte los leyó con creciente recelo, luego con alarma. Cada vez se mencionaba de forma más específica la reforma. Se aludía con apasionados elogios a la revolución romana de 1848. La antigua república romana se consideraba un ideal, y los reyes, modelo de tiranía. La invitación a constituir una república moderna tras el derrocamiento de la monarquía era inconfundible.

Había referencias tangenciales a una sociedad secreta cuyos miembros estaban consagrados a mantener como fuera la casa real en todo su poder y riqueza, y se daba a entender que el derramamiento de sangre no era imposible si la amenaza resultaba lo bastante seria.

Charlotte dejó la última hoja y miró a Juno, que estaba sentada, el semblante pálido, los hombros hundidos.

—¿Es posible? —preguntó Juno con voz ronca—. ¿Cree que tenían realmente previsto instaurar una república aquí, en Inglaterra?

—Sí… —Parecía una respuesta brutal, pero negarlo habría sido una mentira que ninguna de las dos habría creído.

Juno permaneció inmóvil en su asiento, apoyada ligeramente contra el escritorio, como si necesitara que la fuerza de éste la sostuviera.

—¿Después… de que muriera la reina?

—Tal vez.

—Eso es demasiado pronto. —Juno meneó la cabeza—. Podría ser cualquier día. Ya ha cumplido setenta años. ¿Qué hay del príncipe de Gales? ¿Qué van a hacer con él?

—No se menciona aquí —susurró Charlotte—. Creo que se guardarían muy bien de ponerlo por escrito si de verdad hay un plan y no se trata de un mero sueño. Sobre todo si existe, como dicen, una sociedad secreta.

—Comprendo la necesidad de una reforma. —Juno trataba de encontrar las palabras—. Yo también la quiero. Hay una pobreza y una injusticia intolerables. ¡Es curioso que no mencionen a las mujeres! —Intentó sonreír, pero resultaba demasiado difícil—. No dicen nada sobre que tengamos más derechos o más voz en las decisiones, aunque sólo sea por nuestros hijos. —Meneó la cabeza, con los labios temblorosos—. ¡Pero yo no quiero esto! —Hizo un gesto como para apartarlo de sí—. Sé que Martin admiraba las repúblicas, sus ideales y su igualdad, pero ignoraba que la ambicionara para nosotros. No quiero… No quiero tantos cambios. —Tragó saliva—. No de una forma tan violenta. Me gusta demasiado lo que tenemos. Es lo que somos… lo que siempre hemos sido. —Miró a Charlotte con expresión suplicante, deseando que la comprendiera.

—Nosotras nos contamos entre los afortunados —señaló Charlotte—. Y somos una minoría insignificante.

—¿Por eso lo mataron? —Juno formuló en alto la pregunta que se cernía sobre ambas—. ¿Era Adinett miembro de esa otra sociedad, la secreta, y asesinó a Martin por este… plan de instaurar la república?

—Eso explicaría por qué no dijo nada, aunque sólo fuera en su propia defensa. —A Charlotte se le agolpaban las preguntas en la cabeza. ¿Era monárquico el Círculo Interior? ¿De eso se trataba, y Adinett había descubierto lo que planeaba su amigo, que su idealismo no se quedaba en las glorias del pasado o las tragedias de 1848, sino que era urgente e inmediato respecto al futuro?

Si eso era cierto, ¿de qué modo podía ayudar a Thomas?

Juno seguía sentada con la mirada perdida. Algo en su interior se había derrumbado. El hombre al que había amado durante tantos años se había movido de pronto y dejado a la vista otra dimensión que alteraba la imagen que había tenido de él, que lo hacía radicalmente diferente, violento… tal vez hasta peligroso.

Charlotte lo lamentaba muchísimo; quería decírselo, pero habría sonado condescendiente, como si hubiera descubierto ella sola esa situación, relegando a Juno al papel de espectadora que sufre, en lugar de protagonista.

—¿Tiene caja fuerte? —preguntó.

—No. ¿Cree que habría más papeles en ella? —inquirió a su vez Juno con aire abatido.

—No lo sé, pero creo que debería guardar estas cartas y papeles, ahora que ese cajón ya no cierra. No debería destruirlas aún, porque sólo estamos haciendo conjeturas sobre lo que significan. Podríamos estar equivocadas.

En los ojos de Juno no había luz.

—Usted no lo cree, y yo tampoco. Martin estaba profundamente interesado por la reforma. Recuerdo lo que decía sobre las repúblicas en comparación con las monarquías. Le he oído criticar al príncipe de Gales y a la reina. Dijo que si la reina hubiera tenido que rendir cuentas al pueblo británico, como cualquier otro titular de un cargo, hace años que habría sido destituida. ¿Quién aparte de ella puede permitirse abandonar sus funciones porque ha perdido a su marido?

—Nadie —coincidió Charlotte—. Hay mucha gente que dice lo mismo. Creo que yo misma lo hago. Eso no significa que prefiera una república… o que, aunque la prefiriera, haría cualquier cosa para instaurarla.

Juno reunió los papeles con expresión ceñuda.

—No hay pruebas en ellos —susurró como si las palabras le dolieran y tuviera que obligarse a pronunciarlas.

Charlotte esperó indecisa, buscando el modo de expresar la conclusión que se seguía de ello. Antes de encontrarlo Juno habló:

—Debe de haber otros papeles en alguna parte, unos más específicos. Tengo que encontrarlos. Necesito saber qué se proponía hacer… si era eso lo único que quería.

Charlotte percibió la tensión en su interior.

—¿Está segura?

—¿No querría usted saberlo? —preguntó Juno.

—Sí… Creo… que sí. Me refería a si está segura de que hay más papeles.

—¡Oh, sí! —En la voz de Juno no había rastro de duda—. Éstos no son más que fragmentos, notas. Tal vez estuviera totalmente equivocada sobre en qué trabajaba Martin, pero sé cómo trabajaba. Era meticuloso. Nunca se fiaba sólo de la memoria.

—¿Dónde podrían estar?

—No lo…

Se vieron interrumpidas por la doncella, que entró para anunciar la presencia del señor Reginald Gleave, quien rogaba que lo disculpara por la inconveniencia de la hora; deseaba verla y unos compromisos ineludibles le hacían imposible acudir a una hora convencional.

Juno parecía desconcertada. Se volvió hacia Charlotte.

—Esperaré donde me indique —se apresuró a decir ésta.

Juno tragó saliva.

—Le recibiré en la sala de estar —dijo a la criada—. Espera cinco minutos, luego hazle pasar. —En cuanto la sirvienta hubo salido, se volvió hacia Charlotte—. ¿Qué demonios querrá? ¡Defendió a Adinett!

—No tiene por qué recibirle. —Charlotte habló movida por la compasión, pero sabía que era desperdiciar una oportunidad única para averiguar más. Juno estaba exhausta, aterrorizada por lo que podía descubrir, y se sentía profundamente sola—. Iré a decirle que no se siente bien, si lo desea.

—No… no. Pero le agradecería que se quedara conmigo. Creo que eso sería lo apropiado, ¿no?

Charlotte sonrió.

—Por supuesto.

Gleave se mostró sorprendido cuando le hicieron pasar y vio a las dos mujeres. Enseguida se hizo evidente que no conocía a Juno, ya que por un instante no estuvo seguro de quién era quién.

—Soy Juno Fetters —dijo con frialdad—. Y ésta es mi amiga, la señora Pitt. —Había desafío en su voz, en su barbilla alzada. Él sin duda recordaría el nombre y lo asociaría sin falta.

Charlotte percibió reconocimiento en la mirada de Gleave, seguido de un destello de cólera.

—Encantado, señora Fetters. ¿Señora Pitt? No sabía que se conocían. —Se inclinó muy levemente.

Charlotte lo estudió con interés. No era particularmente alto, pero sus poderosos hombros y su grueso cuello daban la impresión de corpulencia. Su rostro no le resultaba agradable, mas denotaba inteligencia o una gran fuerza de voluntad. ¿Era un simple abogado apasionado que había perdido un caso, en su opinión injustamente? ¿O era un miembro de una sociedad violenta y secreta, dispuesto a cometer un asesinato en privado, o a protagonizar una revuelta y una insurrección en público para hacer realidad sus ideales?

Observó su cara, sus ojos, y no supo decirlo.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Gleave? —preguntó Juno con voz ligeramente temblorosa.

La mirada de Gleave se desplazó de los ojos de Charlotte a los suyos.

—En primer lugar, permita que le dé mi más sentido pésame, señora Fetters. Su marido era un gran hombre en todos los sentidos. Ninguna aflicción puede igualarse a la suya, por supuesto; aun así, todos hemos salido perdiendo con su fallecimiento. Era un hombre de moralidad intachable y grandes facultades intelectuales.

—Gracias —repuso ella cortés, con una expresión que rayaba en la impaciencia. Ambos sabían que no había venido para decir eso. Habría sido preferible hacerlo por carta, que se recuerda mejor y es menos molesto.

Gleave bajó la mirada, como si se sintiera violento.

—Señora Fetters, tengo mucho interés en que sepa que defendí a John Adinett porque le creía inocente. Jamás habría inventado cualquier disculpa para justificar lo que hizo. —Levantó rápidamente la mirada—. Sigue resultándome casi imposible creer que fuera capaz de hacer algo así. ¡No había… ninguna… razón!

Charlotte se dio cuenta con un escalofrío de que observaba a Juno con tanta atención que debía de percibir el más mínimo temblor o parpadeo. La observaba como observa un animal a su presa. Había venido para averiguar cuánto sabía Juno, si había averiguado, deducido o sospechado algo.

Charlotte deseó con todas sus fuerzas que Juno no dijera nada, que se mostrara insulsa, inocente, hasta estúpida si era preciso. ¿Debía intervenir y hacerse cargo de la situación? ¿O eso daría a entender que estaba asustada, lo que sólo podía deberse a que sabía algo? Respiró hondo.

—No —dijo Juno despacio—. Por supuesto que él no lo hizo. Reconozco que yo tampoco lo entiendo. —Relajó el cuerpo, empezando por las manos. Hasta sonrió levemente—. Siempre creí que existía entre ambos una gran amistad. —No añadió nada más.

No era lo que él había esperado. Por un instante se vislumbró indecisión en su rostro, pero enseguida desapareció y su expresión se relajó.

—¿Es así como usted lo ve? —Le devolvió la sonrisa, evitando la mirada de Charlotte—. Me preguntaba si tal vez tenía usted alguna idea de qué pudo haber ido tan trágicamente mal entre los dos… Pruebas no, por supuesto —se apresuró a agregar—, o habría acudido a las autoridades pertinentes… sólo ideas o alguna intuición, fruto del conocimiento que usted tenía de su marido.

Juno guardó silencio.

Gleave hablaba con voz empalagosa, pero Charlotte volvió a percibir un atisbo de duda. El abogado no esperaba que la conversación fuera por esos derroteros. No la controlaba como había sido su intención. Juno le obligaba a hablar más de la cuenta porque ofrecía menos. Ahora tenía que explicar la razón de su interés.

—Discúlpeme por volver a sacar el tema, señora Fetters, pero el caso sigue preocupándome porque parece… sin resolver. Yo… —Meneó la cabeza ligeramente—. Tengo la sensación de haber fracasado.

—Creo que todos lo hemos hecho a la hora de comprenderlo, señor Gleave —repuso Juno—. Ojalá pudiera aclararle algo, pero me temo que no puedo.

—Debe de ser muy penoso también para usted. —La voz de Gleave destilaba compasión—. Es parte del dolor intentar entender.

—Es usted muy amable —se limitó a decir ella.

En la mirada de Gleave hubo un destello de interés, casi imperceptible, y Charlotte se dio cuenta de que Juno había cometido un error. Había sido más cautelosa que sincera. ¿Debía intervenir? ¿O sólo lograría empeorar las cosas? De nuevo estuvo a punto de tomar la palabra. ¿Quién era Gleave? ¿Un mero abogado que había perdido a un cliente al que creía inocente, o del que tal vez le pedían cuentas sus colegas? ¿O un miembro de una poderosa y terrible sociedad secreta, que había acudido para averiguar cuánto sabía la viuda, si había papeles o pruebas que era preciso destruir?

—Lo reconozco… —continuó Juno de pronto—. Me gustaría saber por qué… qué… —Meneó la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Por qué murió Martin. ¡Y no lo sé! No tiene ningún sentido.

Gleave respondió de la única manera posible.

—Lo lamento muchísimo, señora Fetters. No era mi intención afligirla. Ha sido una torpeza por mi parte tocar el tema. Perdóneme.

Ella hizo un gesto de negación.

—Lo comprendo, señor Gleave. Usted creía en su cliente. También debe de estar consternado. No hay nada que perdonar. En realidad me habría gustado preguntarle si sabe la razón pero, por supuesto, aunque la supiera, no podría decírmela. Al menos me ha dejado claro que sabe tanto como yo. Se lo agradezco. Tal vez ahora consiga superarlo y pensar en otras cosas.

—Sí… sí, eso sería lo mejor —convino él, y por primera vez miró a Charlotte abiertamente, escudriñándola con sus ojos oscuros y perspicaces, tal vez previniéndola—. Encantado de conocerla, señora Pitt. —No añadió más, pero en el aire quedó flotando lo que había querido decir y no había expresado.

—Lo mismo digo, señor Gleave —repuso ella, encantadora.

Tan pronto como Gleave hubo salido y la puerta se cerró tras él, Juno se volvió hacia Charlotte. Estaba pálida y temblaba.

—¡Quería averiguar qué hemos descubierto! —dijo con voz ronca—. Por eso ha venido, ¿verdad?

—Sí, creo que sí —asintió Charlotte—. Lo que significa que tiene usted razón al sospechar que hay algo más. ¡Y él tampoco sabe dónde está, pero es importante!

Juno se estremeció.

—¡Entonces tenemos que encontrarlo! ¿Va a ayudarme?

—Por supuesto.

—Gracias. Pensaré dónde buscar. En fin, ¿quiere una taza de té? ¡Yo sí!

Charlotte no había explicado a Vespasia lo que le había ocurrido a Pitt. Al principio le había dado vergüenza, aunque de ningún modo cabía atribuirlo a una negligencia de su esposo, más bien al contrario. Sin embargo, lo veía como un golpe que prefería que no supiera nadie más, y menos alguien como Vespasia, cuya opinión importaba a Pitt tanto como a ella la de él.

Sin embargo, todo el asunto se había convertido en una carga que no se veía capaz de llevar sola, y no tenía a nadie a quien confiarse, salvo a Vespasia, no sólo por su lealtad sino por su capacidad para comprender los problemas y saber qué aconsejar.

De ahí que Charlotte apareciera en su puerta la mañana siguiente de su visita a Juno Fetters. La criada la hizo pasar. Vespasia estaba desayunando e invitó a Charlotte a sentarse con ella en la sala de desayuno amarilla y dorada, y tomarse por lo menos un té.

—Pareces nerviosa, querida —observó con suavidad, untando una tostada muy fina con una pequeña cantidad de mantequilla y una gran cucharada de confitura de albaricoque—. Supongo que has venido a hablarme de ello.

Charlotte se alegró de no tener que fingir.

—Sí. En realidad ocurrió hace tres semanas, pero hasta ayer no comprendí cuán grave es. La verdad, no sé qué hacer.

—¿No tiene Thomas una opinión? —Vespasia frunció el entrecejo y dejó de prestar atención a la tostada.

—Le han apartado de Bow Street y trasladado a la Rama Especial para trabajar en Spitalfields. —Charlotte dejó brotar las palabras con toda la angustia que sentía: la incertidumbre y el miedo que tenía que ocultar a los niños, en parte hasta a Gracie—. Peor aún, debe vivir allí. No he vuelto a verlo. ¡Ni siquiera puedo escribirle, porque no sé dónde está! Él me escribe… ¡pero no puedo contestarle!

—Lo siento mucho, querida —dijo Vespasia, la tristeza impresa en su rostro. Si también estaba enfadada, eso venía después. Había visto demasiada injusticia para seguir sorprendiéndose.

—Es en venganza por su testimonio contra John Adinett —explicó Charlotte.

—Entiendo. —Vespasia dio un delicado mordisco a la tostada. La criada trajo té recién hecho y sirvió a Charlotte.

En cuanto la criada hubo salido, Charlotte prosiguió. Explicó a Vespasia que se había propuesto averiguar el motivo de la muerte de Martin Fetters, y que con tal propósito había visitado a Juno. Reprodujo con tanta exactitud como le fue posible lo que había leído en los papeles del escritorio de Fetters, y luego la visita de Gleave.

Vespasia guardó silencio durante varios minutos.

—Esto es sumamente desagradable —dijo por fin—. Es lógico que estés asustada. Es algo muy peligroso. Me inclino a compartir tu opinión sobre el propósito de la visita de Reginald Gleave a la señora Fetters. Debemos suponer que tiene un interés personal en el asunto, y es posible que esté dispuesto a investigarlo por todos los medios.

—¿Incluso la violencia? —Charlotte lo preguntó a medias.

Vespasia no disimuló.

—Sin duda, si no le queda otra posibilidad. Debes ser sumamente discreta.

Charlotte no pudo evitar sonreír.

—¡Cualquier otra persona me habría aconsejado que lo dejara estar!

—¿Y lo habrías hecho? —Los ojos plateados de Vespasia se iluminaron.

—No.

—Bien. Si hubieras dicho que sí, me habrías mentido, y a mí no me gusta que me mientan, o me habrías dicho la verdad y entonces me habrías decepcionado mucho. —Se inclinó un poco por encima de la mesa de madera pulida—. La advertencia va en serio, Charlotte. No estoy segura de qué hay en juego, pero creo que mucho. El príncipe de Gales es imprudente, en el mejor de los casos. En el peor, es un despilfarrador al que le trae sin cuidado su fama de poco honrado desde el punto de vista económico. Victoria hace tiempo que perdió su sentido del deber. Entre ambos han dejado el campo libre para que aflore el sentimiento republicano, y eso es lo que ha ocurrido. No me había dado cuenta de lo cerca que estaba de la violencia, ni que contara con hombres tan admirados como Martin Fetters. Pero lo que has averiguado explicaría su muerte como no lo ha hecho nada hasta la fecha.

Charlotte cayó en la cuenta de que había esperado a medias que Vespasia le dijera que estaba equivocada, que tenía que haber alguna otra respuesta, más personal, y que la sociedad tal como la conocían no corría peligro. El hecho de que le diera la razón acabó con todo fingimiento.

—¿Son los miembros del Círculo Interior los que apoyan la monarquía a toda costa? —preguntó bajando la voz a pesar de que nadie podía oírlas.

—No lo sé —admitió Vespasia—. No sé qué se proponen, pero no me cabe la menor duda de que están dispuestos a conseguirlo a costa de todos nosotros.

»Considero que es mejor que permanezcas callada —añadió muy seria—. No hables con nadie. Creo que Cornwallis es un hombre de honor, pero no estoy totalmente segura. Si lo que me has dado a entender es cierto, hemos topado con algo de enorme poder, y un asesinato más o menos carecería de importancia salvo para la víctima y sus seres queridos. Espero que la señora Fetters haga lo mismo.

Charlotte estaba pasmada. Lo que había empezado como un sentimiento íntimo de ultraje ante la injusticia cometida con Pitt se había convertido en una conspiración que amenazaba todo lo que conocía.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, mirando fijamente a Vespasia.

—No tengo ni idea —reconoció ésta—. Por lo menos aún no.

Después de que Charlotte se hubo marchado, confundida y profundamente abatida, Vespasia permaneció sentada largo rato en la habitación dorada, contemplando a través de la ventana la explanada de césped. Había vivido a lo largo de todo el reinado de Victoria. Cuarenta años atrás, Inglaterra parecía el lugar más estable del mundo, el único país donde todos los valores eran seguros, el dinero conservaba su valor, las campanas de las iglesias repicaban los domingos, los párrocos predicaban sobre el bien y el mal, y pocos desconfiaban de ellos. Todo el mundo sabía cuál era su sitio y por lo general lo aceptaban. El futuro se extendía ante ellos interminable.

Ese mundo había desaparecido, como las flores de verano.

Le sorprendió la indignación que le había producido la noticia de que hubieran arrebatado a Pitt su cargo y su vida en familia, que lo hubieran enviado a trabajar a Spitalfields, seguramente para nada. Si Cornwallis era el hombre que ella creía que era, entonces Pitt estaba al menos todo lo a salvo que podía estar de la venganza del Círculo Interior; eso era algo positivo.

Pero ¿qué podía hacer ella? Ya no recibía el elevado número de invitaciones que antaño, pero todavía tenía donde escoger. Ese día, podía asistir a una fiesta de jardín en la Astbury House si lo deseaba. Había decidido declinar la invitación, y así se lo había comunicado el día anterior a lady Weston. Sin embargo, conocía a varias personas que asistirían, entre otras Randolph Churchill y Ardal Justen. Aceptaría, después de todo. Y tal vez viera allí a Somerset Carlisle, un hombre en quien confiaba.

Era una tarde cálida y agradable, y los jardines se hallaban en plena floración. No podría haber hecho un día mejor para una fiesta al aire libre. Vespasia llegó tarde, como era su costumbre últimamente, y encontró la explanada de césped reluciente de las sedas y muselinas de los hermosos vestidos, y las ruedas de los sombreros cubiertas de flores, envueltas en gasa y tul, y como todos los demás se vio en continuo peligro de ser atravesada con la punta de alguna sombrilla manejada con descuido.

Lucía un vestido de dos tonos, de azul lavanda y gris, y un sombrero, ladeado con desenfado, cuya ala se curvaba hacia arriba como la de un pájaro. Sólo una mujer a la que le traía sin cuidado lo que los demás pensaran de ella se habría atrevido a escoger tal modelo.

—Maravilloso, querida —dijo lady Weston con frialdad—. Y verdaderamente único, estoy segura. —Con lo que quería dar a entender que el conjunto estaba pasado de moda y no vería a nadie más con él.

—Gracias —repuso Vespasia con una sonrisa deslumbrante—. Es muy generoso de su parte. —Observó de arriba abajo el poco imaginativo vestido azul de lady Weston, con una expresión de rechazo—. Un don tan maravilloso.

—¿Cómo dice? —Lady Weston estaba confundida.

—La modestia de admirar a otras personas —explicó Vespasia. Luego, con otra sonrisa, se recogió la falda y dejó a lady Weston echando humo, sabiendo que Vespasia la había vencido y dándose cuenta de ello sólo entonces.

Pasó junto a Thorold Dismore, dueño de un periódico, cuyo rostro inteligente estaba lleno de profunda emoción. Hablaba con Sissons, el fabricante de azúcar. En esta ocasión Sissons parecía también desbordante de entusiasmo y energía. Apenas se reconocía en él al pelmazo que había torturado al príncipe de Gales.

Vespasia observó con interés el cambio operado en él y se preguntó de qué podían estar hablando que los absorbía tanto. Dismore era apasionado y excéntrico, un cruzado en busca de causas nobles, a pesar de haber nacido con fortuna y posición. Era un orador brillante, a veces hasta ingenioso, aunque no sobre el tema de la reforma política.

Sissons había llegado a su posición gracias a sus propios esfuerzos, y había parecido falto de inteligencia y socialmente inepto al tratar con un miembro de la familia real. Tal vez era de los que se sentían intimidados en presencia de alguien de la línea directa de sucesión al trono. A ciertas personas les paralizaba el genio, a otras la belleza, a unas pocas el rango.

Sin embargo, le intrigaba saber qué tenían esos dos hombres en común que los absorbía tanto.

Jamás lo averiguaría. Se encontró cara a cara con Charles Voisey, que la contemplaba divertido con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol. Ella no supo interpretar la emoción que reflejaba su rostro. No tenía ni idea de si le caía bien o no, si la admiraba o la despreciaba, o incluso si la expulsaba de su mente en cuanto la perdía de vista. No era una sensación que le resultara agradable.

—Buenas tardes, lady Vespasia —la saludó él cortés—. Un jardín precioso. —Recorrió con la mirada la profusión de colores y formas, los setos oscuros y pulcramente cortados, los arriates herbáceos, el césped uniforme y un parterre, de luminosos lirios morados cuyos curvados pétalos dejaban atravesar la luz—. Tan inglés —añadió.

En efecto, lo era. Mientras permanecían allí parados, Vespasia recordó el calor de Roma, los cipreses oscuros, el ruido del agua al caer de las fuentes, como música que reverbera en piedra. De día había que entornar los ojos para protegerlos del sol deslumbrante, pero por la tarde la luz ocre y rosada era tenue, y lo bañaba todo de una belleza que sanaba las heridas de violencia y abandono.

Pero eso tenía que ver con Mario Corena, no con el hombre que tenía delante.

—Hay algo particularmente intenso en estas semanas escasas de pleno verano. Tal vez porque son muy cortas, y muy inciertas. Mañana podría llover.

La mirada de él apenas se apartaba de ella.

—Se la ve meditabunda, lady Vespasia, y un poco triste. —No era una pregunta.

Ella escudriñó su rostro a la luz del sol implacable. Éste revelaba cada defecto, cada huella dejada por la pasión, el temperamento o el dolor. ¿Hasta qué punto le había dolido que hubieran ahorcado a Adinett? Había advertido una nota de cólera en su voz cuando había hablado con él en el vestíbulo, antes de la apelación. Sin embargo, había sido uno de los jueces que habían integrado la mayoría que lo había condenado. Dado que habían sido cuatro contra uno, si hubiera votado en contra habría delatado su lealtad sin cambiar el resultado. ¡Eso debía de haberle mortificado!

¿Se trataba de amistad personal o de pasión política? ¿O sencillamente de fe en su inocencia? La acusación no había logrado dar con ningún motivo, y menos aún probar alguno.

—Por supuesto —dijo ella sin comprometerse—. Parte del placer está en saber que durará poco, y en la certeza de que regresará aunque no todos lo veamos.

Él la observaba con mucha atención, olvidada toda pose de despreocupada cortesía.

—No todos lo vemos ahora, lady Vespasia.

Ella pensó en Pitt en Spitalfields, en Adinett en su tumba, en los millones de personas sin nombre que no estaban al sol entre las flores. No había tiempo para jugar.

—Muy pocos de nosotros lo hacemos, señor Voisey, pero al menos existe y hay esperanza. Es preferible que las flores se abran para unos pocos que para nadie.

—¡Siempre que nos contemos entre esos pocos! —exclamó él con vehemencia, y esta vez no pudo disimular la pasión de su rostro.

Vespasia sonrió muy despacio; no se enfadó por su grosería. Había sido una acusación.

En la mirada de él se vislumbró la duda de que tal vez hubiera cometido un error. Ella había querido que le mostrara su juego y Voisey lo había hecho. Y le había costado un esfuerzo. No era un hombre que sonriera a la ligera, pero esta vez relajó la cara y le dedicó una amplia sonrisa que dejaba ver una dentadura excelente.

—Por supuesto, ¿o cómo podríamos hablar de ellas sino en sueños? Pero sé que usted ha luchado como yo por implantar reformas y también se rebela ante la injusticia.

Esta vez fue ella quien pareció vacilar. Voisey no era un hombre simple, pero tal vez lo que le hacía tan complejo era una integridad poco común. No era imposible.

¿Había matado Adinett a Martin Fetters para impedir una revolución republicana en Inglaterra? Eso era muy distinto de introducir la reforma a base de cambiar la ley o de persuadir a quienes estaban en el poder de que actuaran.

Vespasia le devolvió la sonrisa, esta vez con sentimiento.

Un momento después se reunió con ellos lord Randolph Churchill, y la conversación abandonó el ámbito personal. Con las elecciones tan próximas, era natural que saliera el tema de la política: Gladstone y el preocupante asunto de la Ley de Autonomía Irlandesa; el aumento de la anarquía en toda Europa, y los terroristas de Londres.

—Todo el East End es un polvorín —susurró Churchill a Voisey, habiendo olvidado aparentemente que Vespasia todavía podía oírlos—. Sólo hace falta la mecha adecuada para que todo estalle.

—¿Qué están haciendo ustedes? —preguntó Voisey ceñudo, con tono preocupado.

—¡Necesito saber en quién puedo confiar y en quién no! —afirmó Churchill con amargura.

Voisey adoptó una expresión cautelosa.

—Lo que necesita es que la reina salga de su retiro y empiece a complacer de nuevo al pueblo, y que el príncipe de Gales salde sus deudas y deje de vivir como si no existiera el mañana ni el Juicio Final.

—¡Deme todo eso y se habrán acabado mis problemas! —repuso Churchill—. Conocí a Warren, y a Abberline hasta cierto punto[*], pero no estoy seguro de Narraway. Es un hombre inteligente, no me cabe duda, pero no sé dónde estaría su lealtad llegado el caso.

Voisey sonrió.

Un grupo de jovencitas pasó junto a ellos riendo, les miraron de reojo y adoptaron rápidamente una actitud más decorosa. Eran bonitas, de tez pálida y sin imperfecciones, vestidas con encajes y muselina de tonos pastel, con las faldas arremolinándose.

Vespasia no tenía ningún deseo de volver a tener su edad, pese a toda su ilusión e inocencia. Había vivido intensamente y se arrepentía de pocas cosas, algún que otro acto egoísta o necio, pero nunca de algo que no hubiera sabido comprender, nada que hubiera dejado de hacer por cobardía; aunque tal vez debería.

No encontró a Somerset Carlisle y se sintió decepcionada, consciente de pronto de que llevaba mucho rato de pie. Se disponía a excusarse e irse cuando del otro lado de una pérgola de rosas le llegó la voz de Churchill. Hablaba tan deprisa que apenas entendía lo que decía.

—¡… Referirse de nuevo a ello! Ya nos hemos ocupado del asunto. No volverá a ocurrir.

—¡Más les vale, maldita sea! —dijo otra voz en apenas un susurro, la emoción tan intensa que la hacía irreconocible—. Otra conspiración como ésa podría significar el fin… ¡y no lo digo a la ligera!

—Están todos muertos, Dios nos asista —replicó Churchill con voz ronca—. ¿Qué esperaba que hiciéramos? ¿Pagar el chantaje? ¿Y dónde cree que hubiera acabado todo?

—En la tumba —llegó la respuesta—. Como debe ser.

Vespasia se alejó por fin. No tenía ni idea de qué significaba lo que había oído por casualidad.

Un poco más adelante, lady Weston hablaba con un admirador de la última obra de teatro de Oscar Wilde, El abanico de lady Windermere. Los dos se echaron a reír.

Vespasia salió al sol y se reunió con ellos, entrometiéndose por una vez en una conversación ajena. Ésta era sensata, trivial y divertida, y necesitaba desesperadamente participar en ella. Era familiar, desenfadada y espontánea. Se aferraría a ella todo el tiempo que le fuera posible.