9
Tellman trató de quitarse de la cabeza a Gracie, pero no era fácil. La expresión ansiosa de la joven no cesaba de irrumpir en sus pensamientos cada vez que se relajaba y permitía que su atención se apartara de lo que hacía. No obstante, el hecho de saber que Wetron lo observaba, atento a si cometía la menor equivocación, le obligaba a esforzarse lo máximo posible en investigar esos malditos robos. No podía permitirse que lo sorprendieran en el más mínimo error.
Su diligencia se vio recompensada con un golpe de buena suerte que les ayudó a ver el final del caso.
También pensaba más a menudo de lo que le hubiera gustado, y con tanta preocupación como mala conciencia, en Pitt viviendo solo y trabajando en Spitalfields. Era evidente por qué le habían trasladado allí. Resultaba ridículo pensar que iba a cambiar algo en un sentido o en otro en lo tocante a los anarquistas. Ése era un trabajo especializado y ya contaban con hombres que lo hacían bien. Desde el punto de vista de Cornwallis, era un intento de alejarlo de nuevos peligros, pero para quienes habían ordenado su traslado constituía un castigo por haber convencido al jurado de la culpabilidad de Adinett.
Había quedado en una posición vulnerable porque no había sido capaz de demostrar por qué razón Adinett había cometido el asesinato; ni siquiera había podido aventurar un móvil. Por eso se sentía culpable Tellman. Él seguía siendo policía, gozando de libertad para averiguar la verdad y darla a conocer, y sin embargo no había logrado enterarse de nada aparte de que Adinett había acudido a Cleveland Street entusiasmado por algo, lo que parecía tener ramificaciones interminables que escapaban a su comprensión.
Se hallaba junto al mercado de flores, a un par de manzanas de la comisaría de Bow Street, buscando a los compradores de objetos robados que sabía que también trabajaban allí, cuando advirtió que alguien se había detenido cerca de él y lo observaba.
¡Gracie!
Su primera reacción fue de verdadero placer. Luego reparó en que estaba muy pálida y muy quieta, algo que no era propio de ella, y se le encogió el corazón. Se acercó a la joven.
—¿Qué ocurre? —preguntó con tono urgente—. ¿Qué hace aquí?
—He venido a verle —contestó ella—. ¿No creerá, que he venido a comprar un ramo de flores? —Hablaba con una brusquedad que alarmó a Tellman y lo convenció de que sucedía algo grave.
—¿Está bien la señora Pitt? ¿Ha tenido noticias de su marido? —Eso fue lo primero que se le pasó por la cabeza. No veía a Charlotte desde que Pitt se marchó, y ya hacía más de un mes de eso. Tal vez debería haber hablado con ella. Sin embargo, habría sido una indiscreción, hasta una impertinencia. Además, ¿qué iba a decirle él? Charlotte era una señora de las de verdad, y tenía familia.
Lo que esperaba de él era que averiguara la verdad y demostrara que Pitt había tenido razón, para que lo rehabilitaran en su cargo de Bow Street, que era donde le correspondía estar. Y él había fracasado por completo.
Un carro de flores pasó con estruendo y se detuvo a una docena de metros.
—¿Qué pasa? —preguntó Tellman de nuevo, con más brusquedad—. ¡Gracie!
Ella tragó saliva con esfuerzo. Él vio cómo se le hacía un nudo en la garganta, y esta vez se asustó de verdad. Una parte tan grande de su vida estaba unida a Keppel Street que no podía limitarse a encogerse de hombros y marcharse. Se sentiría incompleto, dañino.
—He seguido a Remus, como me dijo. —Ella lo miró desafiante.
—¡Nunca le dije que lo siguiera! —exclamó él—. ¡Le dije que se quedara en casa atendiendo sus tareas!
—Primero me dijo que lo siguiera —replicó ella con obstinación.
Una pareja pasó junto a ellos; la mujer sostenía en alto un ramo de rosas recién comprado, para oler su aroma.
Gracie estaba asustada. Se advertía en su rostro y en la rigidez de su postura. Tenía el cuerpo agarrotado. Eso le puso furioso y le hizo querer protegerla, y sintió como si el miedo le hubiera tocado con su aliento gélido. ¡No quería nada de eso! Se sentía vulnerable, expuesto a que le lastimaran, ¡hasta que le hicieran trizas!
—¡Bueno, pues no debió hacerlo! —dijo—. ¡Se supone que tiene que quedarse en casa, cuidando de la señora Pitt y de las tareas domésticas!
Gracie tenía los ojos sombríos y desmesuradamente abiertos, y le temblaban los labios. Él no hacía más que empeorar las cosas. No sólo estaba hiriéndola, sino que la dejaba sola con lo que fuera que hubiera visto o creído.
—Bueno, ¿y adónde fue? —preguntó con más suavidad. Pareció hablar a regañadientes, pero era consigo mismo con quien estaba furioso, por su falta de tacto, por sentir tantas cosas y pensar tan poco. No sabía cómo comportarse con ella. Era tan joven, tenía al menos una docena de años menos que él, y era tan valiente y orgullosa… Tratar de tocarla era como intentar arrancar un cardo. ¡Y era tan poquita cosa! ¡Había visto niñas de doce años más grandes! Pero nunca había visto a nadie, del tamaño que fuera, con más coraje y fuerza de voluntad—. ¿Y bien? —la apremió.
Gracie no apartó la vista de él, sin prestar la menor atención a los transeúntes.
—Me gasté todo su dinero —informó—. Y también lo que me dieron.
—¡No me diga que salió de Londres! ¡Le dije…!
—¡No; no lo hice! —lo interrumpió ella, tragó saliva, y continuó—. ¡De todos modos no tengo por qué hacer lo que usted me dice! Remus fue a Whitechapel… a las callejuelas que van a dar a Spitalfields. Por el lado de la Lime House. Preguntó por ahí si alguien había visto hace cuatro años un gran carruaje, uno que no fuera del barrio. ¡Menuda tontería! ¿Quién va a ir en carruaje allí? Más bien a pie. O en el ómnibus.
Tellman estaba desconcertado. Pero por lo menos no se trataba de nada siniestro.
—¿Buscaba un carruaje? ¿Sabe si averiguó algo?
Por un momento creyó que Gracie iba a sonreír, pero la sonrisa murió antes de nacer. Se percibía en ella un terror subyacente que apagaba todo atisbo de alegría. Se apoderó de él con un dolor casi insoportable.
—Sí, como no podía reconocerme dejé que me preguntara, como preguntó a otros —respondió ella—. Le dije que había visto un gran carruaje negro hacía cuatro años. Me preguntó si la persona que había dentro parecía andar buscando a alguien en concreto. Le dije que sí.
—¿A quién? —inquirió Tellman, la voz quebrada por la tensión.
—Le dije el primer nombre que me vino a la cabeza. Estaba pensando en esa chica que se llevaron de Cleveland Street, de modo que dije «Annie». —Gracie temblaba de manera visible.
—¿Annie? —Tellman se acercó más. Quería tocarla, sujetarla por los hombros, pero ella podría apartarlo, de modo que se abstuvo—. ¿Annie Crook?
Gracie estaba muy pálida. Meneó la cabeza de forma casi imperceptible.
—No… No lo supe hasta unas horas más tarde, cuando le seguí otra vez hasta Whitechapel, después de que fuera a la policía del río; luego escribió una carta a alguien y por último entró en Hyde Park para encontrarse con un señor al que acusó de algo horrible y con el que discutió. Entonces regresó a Whitechapel —se interrumpió sin aliento, respirando agitadamente.
—¿Quién era? —preguntó él con urgencia—. Si no era Annie Crook, ¿qué nos importa? —Estaba injustificadamente decepcionado. Sólo el horror reflejado en el rostro de Gracie le impidió desviar la mirada.
Ella volvió a respirar hondo.
—¡Era Annie «la Oscura»! —exclamó en un susurro ahogado.
—¿Annie… «la Oscura»? —Tellman empezaba a comprender el horror, frío como una tumba.
Gracie asintió.
—¡Annie Chapman… la chica a la que descuartizó Jack!
—¿El… Destripador? —Tellman apenas pudo pronunciar la palabra.
—¡Sí! —Gracie estaba sin aliento—. Los otros lugares en los que preguntó por carruajes fueron Buck’s Row, donde encontraron a Polly Nichols; Hanbury Street, donde estaba Annie «la Oscura», y por último Mitre Square, donde encontraron a Kate Eddowes, la peor parada de todas.
El horror recorrió a Tellman como una criatura primigenia e indescriptible que hubiera surgido de la oscuridad y permanecido cerca de ambos, con la muerte en el corazón y las manos.
—Si lo sabía —dijo, el tono de voz estridente a causa de la histeria—, no debió seguirlo hasta la policía del río y…
—¡No lo sabía! —protestó ella—. Fue primero a la comisaría para preguntar por un cochero llamado Nickley que había tratado de atropellar a una niña de siete u ocho años en dos ocasiones pero ninguna con éxito. —Estaba sin aliento—. Después del segundo intento se tiró al río, pero antes se quitó las botas, de modo que en realidad no quería matarse; sólo pretendía que la gente creyera que lo hacía.
—¿Qué tiene eso que ver? —preguntó él. La cogió del brazo y la llevó a un lado de la acera, apartándola de dos hombres que pasaban. No la soltó.
—¡No lo sé! —exclamó ella indignada.
Tellman se esforzaba por dar sentido a esa historia, ver la conexión con Annie Crook, y qué tenía que ver con Adinett y con Pitt. Pero surgiendo de lo más profundo de su ser, y apoderándose de él a pesar de hacer todo lo posible por impedirlo, estaba su miedo por Gracie, y por él mismo, porque ella le importaba más de lo que era capaz de controlar o soportar.
—Pero él lo sabe —afirmó ella observándolo—. Lo sabe. Estaba tan encendido que era posible abrirse paso por Londres con su luz.
Tellman seguía mirándola fijamente.
—Le vi la cara a la luz de la farola de Mitre Square —explicó ella—. ¡Allí es donde Jack mató a Kate Eddowes… y él lo sabía! ¡Remus lo sabía! ¡Por eso estaba allí!
De pronto él comprendió lo que implicaban sus palabras.
—¡Lo siguió hasta allí de noche! —Estaba horrorizado—. ¡Fue sola… hasta Mitre Square! —Oyó su propia voz ascender de escala, temblorosa y fuera de control—. ¿Qué ha sido del cerebro con que nació? ¡Piense en lo que podría haberle pasado! —Cerró los ojos con tanta fuerza que le dolieron, tratando de apartar de sí las imágenes que le habían quedado grabadas. Recordaba las fotos de los cadáveres de hacía cuatro años, odiosas deformaciones del cuerpo humano, un atentado contra el decoro de la muerte.
Y Gracie había ido allí de noche, siguiendo a un hombre que podría haber sido cualquier cosa.
—¡Estúpida…! —exclamó—. Estúpida… —Ninguna de las palabras que acudieron a su mente era adecuada para describir su temor por ella, la rabia y al mismo tiempo el alivio, y la furia contra su propia vulnerabilidad, porque si le hubiera ocurrido algo a Gracie, nunca habría vuelto a ser feliz.
No hizo caso de la gente que se detuvo a mirarlo, ni siquiera de un caballero entrado en años que titubeó junto a Gracie, preocupado por la seguridad de ésta. Por lo visto decidió que era un asunto conyugal y se apresuró a seguir su camino.
Tellman no quería preocuparse tanto, ni por Gracie ni por nadie, y menos por ella. Era una joven irritable, totalmente equivocada en todos los temas que importaban, y él ni siquiera le gustaba, ¿cómo iba a quererlo? ¡Y estaba decidida a seguir sirviendo a los Pitt! La sola idea de estar al servicio de alguien le producía dentera, como el ruido de un cuchillo deslizándose sobre cristal.
—¡Es estúpida! —repitió a voz en grito al tiempo que alzaba el brazo como si fuera a arrojar algo al suelo, sólo que no tenía nada que arrojar—. ¿No se para a pensar nunca en lo que hace?
Esta vez ella también se enfadó. Había estado asustada, pero él la había insultado y no pensaba tolerarlo.
—¡Bueno, he averiguado qué anda buscando Remus, que es más de lo que ha conseguido usted! —replicó—. Si yo soy estúpida, ¿qué es usted? ¡Y si está demasiado rabioso para entender lo que le he dicho y utilizarlo para ayudar al señor Pitt, tendré que hacerlo yo misma! ¡No sé cómo, pero lo haré! Encontraré otra vez a Remus y le diré que sé qué se propone y que si no me dice…
—¡Oh, no lo hará! —Tellman la cogió de la muñeca cuando ella daba media vuelta para irse, casi chocando con una mujer corpulenta con un vestido de rayas.
—¡Suélteme! —Gracie trató de zafarse, pero Tellman la sujetaba con fuerza. Se inclinó y le mordió.
Él gritó del dolor y la soltó.
—¡Bestia!
La mujer corpulenta se apresuró a alejarse, murmurando para sí.
—¡No me ponga las manos encima! —vociferó Gracie—. ¡Y no trate de decirme lo que debo hacer o dejar de hacer! ¡No soy propiedad de nadie y hago lo que me da la gana! Puede ayudarnos a mí y al señor Pitt, o dedicarse a insultarme, lo mismo da. ¡Averiguaremos la verdad y conseguiremos que vuelva, ya lo verá! —Esta vez las faldas se arremolinaron alrededor de ella y se marchó como un vendaval.
Tellman empezó a seguirla, luego se detuvo. Le dolía mucho la mano y sin darse cuenta se la llevó a los labios. De todos modos no tenía ni idea de qué decirle. Se sentía abatido. Quería ayudar, por Pitt y porque era lo correcto, pero también por Gracie. Esa jovencita tendría que confiar en él, y él se haría digno de esa confianza.
Estaba aterrorizado por ella; era un sentimiento nuevo y espantoso, un miedo como ningún otro, que lo paralizaba y confundía.
Gracie se detuvo a unos pasos y se volvió de nuevo hacia él.
—¿Va a quedarse ahí parado como una maldita farola? —preguntó.
Él se acercó a ella a grandes zancadas.
—¡Voy a buscar a Remus! —anunció con gravedad—. Y usted se irá a Keppel Street antes de que la señora Pitt le despida por no hacer su trabajo. Supongo que no se le ha ocurrido pensar que ha estado muerta de preocupación por no saber dónde se había metido… ¡como si no tuviera suficientes preocupaciones! —Atribuyó a Charlotte sus propios sentimientos—. Seguramente se ha pasado en vela la mitad de la noche, imaginando todas las cosas horribles que podrían haberle ocurrido. Está sola, sin saber qué hacer o decir, ¡y usted debería estar ayudándola!
Gracie lo miró, sopesando sus palabras.
—Así pues, ¿va a buscar a Remus? —preguntó desafiándolo.
—¿Está sorda? ¡Acabo de decírselo!
Ella sorbió por la nariz.
—Entonces creo que le he dicho todo. Iré a casa y prepararé algo para cenar… tal vez hasta haga un bizcocho. —Se encogió de hombros y se alejó de nuevo.
—¡Gracie!
—¿Sí?
—Lo ha hecho muy bien… ha estado genial, de veras. ¡Pero vuelva a hacerlo y le dejaré las posaderas tan amoratadas que tendrá que comer en la repisa de la chimenea durante una semana! ¿Me ha oído bien?
Ella sonrió y siguió andando.
Tellman no quería sonreír, pero no pudo evitarlo. De pronto, además de miedo, experimentaba alegría, un intenso y placentero anhelo que no quería que lo abandonara.
Tellman no se planteó siquiera quedarse junto al mercado de flores tratando de localizar los objetos robados. Todavía era pronto. Si se ponía en marcha enseguida tal vez encontrara aún a Remus, podría enfrentarse a él y averiguar, por amenaza o persuasión, qué sabía exactamente. Por el bien de Pitt debía descubrir qué tenía que ver todo eso con Adinett; por el bien de todos, si Remus conocía realmente la identidad del asesino más temido que había atacado en Londres, o seguramente en cualquier otra parte. Todos los nombres aterradores palidecían al lado del de Jack el Destripador.
Se alejó presuroso con la cabeza gacha, sin mirar a derecha e izquierda por si atraía la mirada de alguien conocido. ¿Dónde estaría Remus a esa hora? Apenas eran las nueve y cinco. ¿Tal vez en casa? Había llegado tarde la noche anterior.
Cogió un coche de punto para ahorrar tiempo y dio al cochero la dirección de Remus.
Si no estaba allí, ¿dónde encontrarlo? ¿Adónde tenía pensado ir esa mañana? ¿Qué piezas del rompecabezas quedaban por hallar?
¿Qué sabía ya? El asunto de Remus estaba relacionado con un cochero llamado Nickley, que al parecer había conducido el carruaje de su señor por Whitechapel en busca de esas cinco mujeres en particular, y luego, una vez encontradas, alguien las había matado de la forma más espantosa. ¿Por qué esas mujeres, no otras? ¿Por qué se había contentado con cinco? Habían sido bastante vulgares, prostitutas de alguna clase. Había cientos de mujeres como ellas. ¡Y sin embargo, según Gracie, quienquiera que fuera había preguntado cuando menos por una de ellas por el nombre!
El coche lo llevó traqueteando por la calle sin interrumpir su concentración.
¡De modo que no era un simple loco que salía a matar! Tenía un objetivo. ¿Por qué se habían llevado a Annie Crook de la tienda de tabaco de Cleveland Street y la habían abandonado en el Guy’s Hospital? ¡Y atendida por el cirujano de la reina! ¿Por qué? ¿Quién había pagado por ello? Si estaba loca, difícilmente podía tratarse de un asunto quirúrgico.
¿Y quién era el joven al que se habían llevado al mismo tiempo de Cleveland Street, también contra su voluntad?
Al llegar pagó al cochero, pero le pidió que esperara cinco minutos mientras llamaba a la puerta. La casera le informó de que Remus había salido hacía diez minutos, pero no tenía ni idea de hacia dónde.
Tellman le dio las gracias, volvió al coche e indicó al cochero que le llevara a la estación más próxima. Tomaría el ferrocarril metropolitano hasta Whitechapel y a continuación recorrería a pie el medio kilómetro que había hasta Cleveland Street.
Durante el trayecto no paró de dar vueltas al problema. Si Remus no estaba allí y no lograba dar con él, tendría que empezar a preguntar él mismo por ahí. No se le ocurría un punto de partida mejor. Todo el misterio parecía empezar con Annie Crook. Había otras piezas que hasta la fecha no parecían guardar ninguna relación, como por qué tenía tanta importancia el hecho de que Annie Crook hubiera sido católica.
Seguramente el joven no lo era y su familia, o la de ella, había puesto objeciones. Y el padre de la muchacha, William Crook, había acabado sus días en el hospital de Saint Pancras.
¿Quién era la tal Alice, a la que el conductor del carruaje casi había arrollado no una, sino dos veces? ¿Por qué? ¿Qué clase de hombre querría asesinar a una niña de siete años?
Había muchas cosas más que averiguar, y si Remus sabía algo, Tellman debía sonsacárselo como fuera.
¿Y quién era el hombre con quien Remus se había reunido en Regent’s Park y que parecía haberle dado consejos e instrucciones? ¿Y quién era el hombre con quien había discutido en Hyde Park? ¡Por lo que Gracie había descrito, no se trataba del mismo individuo!
Se apeó en Whitechapel y echó a andar a paso rápido hasta Cleveland Street, donde dobló la esquina.
Esta vez la suerte lo acompañó. Distinguió la figura de Remus a menos de cien metros de distancia, casi inmóvil, como sin saber a dónde ir.
Tellman apretó el paso y lo alcanzó justo cuando se disponía a torcer a la izquierda y dirigirse a la tienda de tabaco.
Lo sujetó del brazo.
—¡Antes de que lo haga, señor Remus, me gustaría hablar con usted!
Remus dio un bote, muerto del susto.
—¡Inspector Tellman! ¿Qué demonios está…? —se interrumpió bruscamente.
—Buscarle. —Tellman respondió a la pregunta aunque ésta no había sido completada.
El periodista adoptó un aire de inocencia.
—¿Por qué? —Se disponía a añadir algo más, pero se lo pensó mejor. Sabía qué ocurría si protestaba demasiado.
—Oh, por un montón de cosas —contestó Tellman con despreocupación, pero sin soltarle el brazo. Sentía los músculos tensos bajo sus dedos—. Podemos empezar por Annie Crook, seguir con su secuestro en el Guy’s Hospital y qué fue de ella, y la muerte de su padre, y el hombre con quien se reunió en Regent’s Park, y el otro tipo con el que discutió en Hyde Park…
Remus temblaba demasiado para disimularlo. Estaba muy pálido, y tenía el labio superior y la frente perlados de sudor, pero no dijo nada.
—Luego pasaremos al cochero que trató de atropellar a la niña, Alice Crook, y que más tarde se arrojó al río, sólo que volvió a salir a nado —continuó Tellman—. Más importante aún, quiero saber quién era el ocupante del carruaje que circuló por Hanbury Street y Buck’s Row en el otoño del ochenta y ocho, y cortó el cuello a cinco mujeres, entre ellas Katherine Eddowes, a quién destripó en Mitre Square, donde estuvo ayer noche —se interrumpió porque creyó que Remus iba a desmayarse. Siguió sujetándolo, no tanto para impedir que escapara como para sostenerlo en pie.
Remus temblaba visiblemente. Trató de tragar saliva y casi se atragantó.
—Sabe quién es Jack —añadió Tellman. No era una pregunta, sino una afirmación.
Remus tenía el cuerpo rígido, todos los músculos tensos.
El inspector oyó su propia respiración como un ruido áspero.
—Sigue vivo… ¿verdad? —dijo con voz ronca.
Remus asintió con un brusco movimiento de la cabeza.
A pesar de su miedo, en su mirada había una luz, casi un resplandor. Sudaba profusamente.
—¡Es la noticia del siglo! —exclamó, y se pasó la lengua por los labios con nerviosismo—. ¡Cambiará el mundo… se lo aseguro!
Tellman lo dudaba, pero advirtió que Remus lo creía.
—Si captura a Jack, para mí ya es suficiente —murmuró—. Será mejor que me explique todo, y ahora mismo. —No se le ocurrió una amenaza lo bastante efectiva, de modo que no añadió ninguna.
El desafío volvió a asomar a los ojos de Remus. Apartó el brazo para soltarse.
—¡No podrá probar nada sin mí! ¡Tendrá suerte si logra probarlo algún día!
—Tal vez no sea verdad…
—¡Ya lo creo que es verdad! —aseguró Remus, su voz llena de certeza—. Sólo necesito unas pocas piezas más. Gull está muerto, pero bastará, de un modo u otro. Stephen también está muerto, pobrecillo… y Eddy. Aun así lo demostraré, a pesar de ellos.
—Lo demostraremos —corrigió Tellman, con semblante sombrío.
—¡No le necesito!
—Ya lo creo que me necesita, o lo anunciaré a bombo y platillo —amenazó Tellman—. Me trae sin cuidado la noticia, eso se lo dejo para usted; lo que quiero es la verdad, por otros motivos, y la averiguaré tanto si consigo una noticia como si me la cargo.
—¡Entonces alejémonos de esta tienda! —apremió Remus mirando por encima del hombro—. No nos conviene quedarnos aquí y que se fijen en nosotros. —Se volvió mientras hablaba y echó a andar de nuevo hacia Mile End Road.
El aire, húmedo y cargado, olía a tormenta.
Tellman se apresuró a seguirlo.
—Explíquemelo todo —ordenó—. Y nada de mentiras. Sé mucho. Sólo que todavía no he logrado relacionarlo todo.
Remus siguió avanzando sin responder.
—¿Quién es Annie Crook? —preguntó Tellman, andando a su paso—. Y más importante, ¿dónde está ahora?
Remus pasó deliberadamente por alto la primera pregunta.
—No sé dónde está —respondió sin mirarlo, y antes de que Tellman pudiera enfadarse añadió—: A estas alturas, en el manicomio, diría yo. La declararon loca y la encerraron. No sé si todavía vive. No hay ninguna ficha de ella en el Guy’s, pero sé que la llevaron allí y la mantuvieron recluida durante meses.
—¿Quién era su amante? —continuó Tellman. A lo lejos retumbaron unos truenos sobre los tejados y cayeron unas gotas de lluvia.
Remus se paró tan súbitamente que Tellman dio unos pasos más antes de detenerse a su vez.
El periodista le miraba con los ojos como platos; de repente se echó a reír, un sonido estridente, histérico. Varias personas se volvieron en la calle para mirarlo.
—¡Basta! —Tellman quería abofetearle, pero habría atraído aún más atención sobre ellos—. ¡Cállese!
Remus tragó saliva y se contuvo con esfuerzo.
—No sabe nada de nada, ¿verdad? Está haciendo hipótesis. Lárguese. ¡No le necesito!
—Sí me necesita —afirmó Tellman con seguridad—. Todavía no cuenta con todas las respuestas, y no puede tenerlas o ya las tendría. Pero sabe lo bastante para estar asustado. ¿Qué más le hace falta? Tal vez pueda ayudarle. Soy policía. Puedo formular preguntas que usted no puede hacer.
—¡Policía! —Remus soltó una carcajada llena de cólera y desdén—. ¿Policía? Abberline era policía… ¡y Warren también! Con un cargo importantísimo… nada menos que comisionado.
—Sé quiénes son —replicó Tellman con aspereza.
—Por supuesto —repuso Remus asintiendo, con los ojos muy brillantes. Llovía con más fuerza—. ¿Sabe también lo que hicieron? Porque si lo supiera, pronto se encontraría degollado en uno de esos callejones. —Retrocedió un paso mientras lo decía, casi como si temiera que Tellman fuera a abalanzarse de pronto sobre él.
—¿Insinúa que Abberline y Warren estaban involucrados? —inquirió Tellman.
El desdén de Remus se extinguía.
—¡Desde luego! ¿Cómo cree que se encubrió todo si no?
Era absurdo.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Tellman en alto. Apenas si reparaba en la lluvia, que les calaba hasta los huesos—. ¿Por qué alguien como Abberline había de encubrir un asesinato? Su nombre habría pasado a la historia si hubiera resuelto el caso. ¡El hombre que capturara al asesino de Whitechapel habría podido ponerse un precio!
—Hay cosas aún más importantes que eso —afirmó Remus con aire sombrío, si bien su rostro volvía a traslucir tensión y excitación, y tenía los ojos brillantes. El agua de la lluvia le corría por las mejillas y le pegaba el pelo a la cabeza. Volvieron a retumbar truenos sobre los tejados—. Esto va más allá de la fama o el dinero, créame, Tellman. Si no me equivoco, y puedo demostrarlo, cambiará Inglaterra para siempre.
—¡Bobadas! —Tellman lo negó con rotundidad. Quería que fuera mentira.
Remus le dio la espalda. Tellman volvió a sujetarlo y le hizo detenerse en seco.
—¿Por qué iba Abberline a encubrir los peores crímenes que han ocurrido nunca en Londres? ¡Era un hombre decente!
—Por lealtad —respondió Remus con voz ronca—. Hay lealtades que están por encima de la vida o la muerte, lealtades más profundas que el mismo infierno. —Se llevó una mano al cuello—. Ciertas cosas por las que un hombre… algunos hombres… venderían su alma. Abberline es uno de ellos. Warren otro, y el cochero Netley…
—¿Netley? —preguntó Tellman—. ¿Se refiere a Nickley?
—No, se llama Netley. Mintió cuando dijo llamarse Nickley en el Westminster Hospital.
—¿Qué tiene ese tipo que ver con ellos? ¡Conducía el carruaje por Whitechapel! ¡Sabía quién era Jack y por qué éste hizo lo que hizo!
—Por supuesto que lo sabía… y sigue sabiéndolo. Me atrevería a decir que se irá a la tumba sin decírselo a nadie.
—¿Por qué trató de matar a la niña… dos veces?
Remus sonrió, dejando ver su dentadura.
—Se lo repito; no sabe nada.
Tellman estaba desesperado. La idea de que hubieran echado a Pitt de Bow Street porque se había empeñado en defender la verdad lo enfurecía. Charlotte se había quedado sola, preocupada y asustada, y Gracie estaba decidida a ayudar a toda costa y sin importarle el peligro. La monstruosa injusticia de todo ello era insoportable.
—Sé dónde encontrar a muchos policías jubilados —susurró—. No sólo a Abberline o al comisionado Warren, sino a unos cuantos más, hasta las altas esferas, si es preciso. ¡Puede que esos dos estén jubilados, pero los demás no lo están!
Remus estaba blanco como el papel y tenía los ojos muy abiertos.
—¡No… no lo hará! ¿Sería capaz de echármelos encima sabiendo lo que hicieron? ¿Sabiendo lo que encubrieron?
—¡No lo sé! —exclamó Tellman—. No a menos que me lo explique.
Remus tragó saliva y se pasó el dorso de la mano por la boca. Había miedo en su mirada.
—Venga conmigo. Pongámonos a cubierto. Entremos en esa taberna. —Señaló al otro lado de la calle.
Tellman aceptó complacido. Tenía la boca seca y había recorrido a pie una distancia considerable. No le preocupaba la lluvia. Los dos estaban calados hasta los huesos.
Un relámpago en forma de horca apareció fugazmente en el cielo, seguido de un trueno que retumbó sobre sus cabezas, casi desgarrador.
Diez minutos después estaban sentados en un tranquilo rincón del establecimiento con sendas jarras de cerveza, y el olor a serrín y ropa húmeda alrededor.
—Bien —dijo Tellman—, ¿con quién se encontró en Regent’s Park? Si le pillo mintiendo tendrá problemas.
—No lo sé —respondió Remus al instante, con expresión afligida—. Ésa es la verdad, y que Dios me asista. Era el hombre que me metió en todo esto. Admito que no le diría quién era si lo supiera, pero no lo sé.
—No es un buen comienzo, Remus —advirtió Tellman.
—¡No lo sé! —protestó él con una nota de desesperación en la voz.
—¿Qué hay del hombre de Hyde Park con quien discutió y a quien acusó de ocultar una conspiración? ¿Otro misterioso informante?
—No. Ése era Abberline.
Tellman sabía que Abberline había estado a cargo de la investigación de los asesinatos de Whitechapel. ¿Había ocultado pruebas o hasta averiguado la identidad del Destripador y no la había revelado? De ser así, su crimen era monstruoso. A Tellman no se le ocurría ninguna explicación que pudiera justificarlo.
Remus lo observaba.
—¿Por qué iba a querer encubrirlo Abberline? —inquirió Tellman de nuevo. Luego formuló la pregunta que no podía borrar de su mente—: ¿Qué tiene que ver Adinett con todo esto? ¿Él también estaba al tanto?
—Creo que sí. Desde luego andaba tras algo. Estuvo en Cleveland Street, preguntando en la tienda de tabaco y en casa de Sickert.
—¿Quién es Sickert?
—Walter Sickert, el artista. Era en su estudio donde se veían. Estaba en Cleveland Street hace cuatro años —respondió Remus.
Tellman lanzó una hipótesis.
—¿Los amantes? ¿Annie Crook, que era católica, y el joven?
Remus hizo una mueca.
—Sí, era allí donde se veían, si quiere expresarlo así.
Tellman asumió por sus palabras que se trataba de algo más que meros encuentros, pero seguía escapándosele el quid de todo ello. ¿Qué tenía que ver eso con un asesino loco y cuatro mujeres muertas y mutiladas?
—Lo que dice no tiene sentido. —Se inclinó ligeramente sobre la mesa que los separaba—. Quienquiera que fuera, o sea, Jack, buscaba a unas mujeres en concreto. Preguntó por ellas por su nombre, al menos en el caso de Annie Chapman. ¿Por qué? ¿Por qué preguntó por la muerte de William Crook en el Saint Pancras y por el loco de Stephen en Northampton? ¿Qué relación tiene Stephen con Jack?
—Que yo sepa… —Remus aferró con sus delgadas manos la jarra de cerveza, que tembló un tanto, y agitó el contenido—… Stephen fue preceptor del duque de Clarence y era amigo de Walter Sickert. Fue él quien los presentó.
—¿Al duque de Clarence y a Walter Sickert? —inquirió Tellman despacio.
La voz de Remus casi se ahogó en su garganta.
—¡Al duque de Clarence y a Annie Crook, estúpido!
Tellman notó que todo empezaba a darle vueltas, como si estuviera en alta mar en medio de una tormenta. El futuro heredero al trono con una joven católica del East End. Sin embargo, el príncipe de Gales tenía queridas en todas partes. Ni siquiera se mostraba particularmente discreto. Si Tellman lo sabía, probablemente era del dominio público.
Remus dedujo por la expresión de su rostro que no lo comprendía.
—Por lo que yo sé, Clarence… o Eddy, como lo llamaban, era bastante torpe, y sus amigos sospechaban que le atraían tanto los hombres como las mujeres.
—Stephen… —dijo Tellman.
—Eso es. Stephen, su preceptor, le dio a conocer una clase de diversión más aceptable al presentarle a Annie. Era muy sordo, el pobrecillo, lo mismo que su madre, y le resultaba bastante difícil entablar conversación en reuniones de carácter social. —Por primera vez había una nota de compasión en la voz de Remus, y su rostro traslució una repentina tristeza—. Pero no salió como esperaban. Se enamoraron… se enamoraron de verdad. Lo esencial es… —Miró a Tellman con una extraña mezcla de piedad y euforia. Le temblaban aún más las manos—. Lo esencial es que podrían haberse casado.
Tellman sacudió la jarra con tal fuerza que derramó la cerveza en la mesa.
—¿Cómo?
Remus hizo un gesto de asentimiento, temblando. Bajó la voz hasta susurrar:
—Por eso Netley, el cochero del pobre Eddy, que solía llevarlo a Cleveland Street para que viera a Annie, trató dos veces de matar a la niña, pobrecilla…
—¿La niña? —De pronto todo estaba claro—. Alice Crook… —Tellman aspiró y casi se atragantó—. ¿Alice Crook era la hija del duque de Clarence?
—Es muy probable… ¡Una hija natural! ¡Y Annie era católica! —A continuación Remus murmuró—: ¿Recuerda el Acta de Establecimiento?
—¿Qué?
—El Acta de Establecimiento —repitió Remus. Tellman tuvo que inclinarse sobre la mesa para oírle—. La aprobaron en 1701, pero sigue estando en vigor. ¡Excluye a toda persona casada con un católico romano a heredar el trono! Y lo mismo establece la Declaración de Derechos de 1689.
Tellman empezaba a comprender la magnitud de todo ello. Era espantoso. Ponía en peligro el trono, la estabilidad del gobierno y todo el país.
—¡De modo que los obligaron a separarse! —Era la única conclusión posible—. ¡Secuestraron a Annie y la encerraron en un manicomio…! ¿Y qué fue de Eddy? ¿Murió? ¿O… sin duda…?
No fue capaz de decirlo. De pronto ser príncipe se había convertido en algo terrible, un ser humano desamparado, aterrado y aislado, contra una conspiración que llegaba a todas partes.
Remus lo miraba todavía con compasión.
—Quién sabe. —Meneó la cabeza—. El pobrecillo apenas podía oír y tal vez fuera un poco simple. Al parecer quería muchísimo a Annie y a la niña. Tal vez armó un escándalo por ellas. Era sordo, estaba solo y confundido… —Volvió a interrumpirse, con el rostro lleno de conmiseración por un hombre al que nunca había visto, pero cuyo dolor imaginaba demasiado bien.
Tellman miró los carteles ajados y los garabatos que había en la pared que tenía ante sí, profundamente agradecido de estar allí en lugar de en un palacio, observado por cortesanos asesinos, un servidor del trono sin ninguna autoridad.
—¿Por qué las cinco mujeres? —preguntó por fin—. ¡Tiene que haber una razón!
—Y la había —aseguró Remus—. ¡Eran las que sabían todo! Eran amigas de Annie. Si hubieran sospechado qué tramaban ellos, se habrían esfumado, pero no tenían ni idea. Corre el rumor de que eran avariciosas, al menos una de ellas, y arrastró a las demás. Pidieron dinero a Sickert a cambio de su silencio. Él informó a sus jefes, y éstos las redujeron al silencio; el silencio de una tumba bañada en sangre.
Tellman ocultó el rostro entre las manos y permaneció inmóvil, totalmente pasmado. ¿Era Lyndon Remus el que estaba loco en realidad? ¿Podía ser verdad algo de esa atroz historia? Levantó la vista despacio, bajando las manos.
—¿Cree que estoy loco? —preguntó Remus, como si le hubiera leído el pensamiento.
Tellman hizo un gesto de asentimiento.
—Sí…
—No puedo probarlo… aún, pero lo haré. Es verdad. ¡Analice los hechos!
—Lo estoy haciendo y no demuestran nada. ¿Por qué se mató Stephen? ¿De qué modo estaba involucrado?
—Fue el que los presentó. El pobre Eddy pintaba bastante bien. Era cosa de la vista, ¿entiende? No necesitaba tener oído para eso. Stephen le apreciaba. —Se encogió de hombros—. Tal vez estaba enamorado de él. De todos modos, cuando se enteró de que había muerto, sabe Dios qué pensó, pero se quitó la vida. Culpabilidad, tal vez. O tal vez no. Acaso sólo tristeza. Eso no cambia nada.
—¿Quién mató entonces a las mujeres? —preguntó Tellman.
Remus meneó la cabeza levemente.
—No lo sé. Sospecho que lo hizo sir William Gull. Es el médico de la familia real.
—¿Y Netley conducía el coche por Whitechapel en su busca, para que Gull las cosiera a puñaladas? —Tellman se sorprendió temblando con un frío interno que el calor de la taberna no podía hacer nada por aliviar. La pesadilla estaba dentro de él.
Remus asintió de nuevo.
—En el carruaje. Por eso nunca hubo mucha sangre, y por eso nunca lo cogieron en flagrante.
Tellman apartó de sí lo que quedaba de cerveza. La sola idea de comer o beber algo le producía náuseas.
—Sólo queda atar los últimos cabos —continuó Remus sin tocar tampoco su jarra—. Necesito averiguar más de Gull.
—Está muerto —señaló Tellman.
—Lo sé. —Remus se inclinó hacia el inspector. En el local el ruido iba en aumento y cada vez resultaba más difícil hacerse oír—. De todos modos eso no cambia la verdad. Y necesito recabar toda la información posible. Todas las conjeturas del mundo no servirán de nada sin hechos irrebatibles. —Miró a Tellman fijamente—. Y usted podría acceder a cosas que a mí me están vedadas. Los involucrados saben quién soy y no me contarán nada más. No tengo ningún pretexto. ¡Pero usted sí puede actuar! Podría decir que está relacionado con un caso, y ellos hablarían con usted.
—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Tellman—. ¿Qué más necesita? ¿Y por qué? ¿Qué piensa hacer con todo ello cuando lo tenga, si alguna vez lo tiene? Es inútil ir a la policía. Gull está muerto. Tanto Abberline como Warren están jubilados. ¿Está buscando al cochero?
—Busco la verdad, dondequiera que esté —respondió Remus con aire sombrío. Un hombre corpulento se detuvo indeciso cerca de ellos y el periodista esperó a que se hubiera alejado para continuar—. Lo que en realidad quiero es al hombre que hay detrás de esto, el que envió a los demás a hacer estas cosas. Es posible que nunca haya estado en un radio de ocho kilómetros de Whitechapel, pero es el alma y el cerebro del Destripador. Los demás solo eran unos mandados.
Tellman tenía que preguntar. Estaban rodeados de los ruidos de la vida cotidiana: conversaciones, risas, tintineo de vasos, arrastrar de pies. Parecía tan sano, tan normal, que las cosas de las que hablaban no podían ser ciertas. Y sin embargo, si abordabas a cualquiera de esos hombres de la taberna y mencionabas el horror de hacía cuatro años, se produciría un repentino silencio, la sangre abandonaría los rostros y las miradas se tornarían frías y temerosas. Aun ahora sería como si alguien hubiera abierto una puerta interna a una oscuridad del alma.
—¿Sabe quién es? —La voz de Tellman sonó áspera. Necesitaba beber para aliviar la sequedad, pero la sola idea de hacerlo le hizo atragantar.
—Creo que sí —respondió Remus—, pero no voy a decírselo, de modo que es inútil que me pregunte. Es lo que ando buscando. Usted indague sobre Gull y Netley. No se acerque a Sickert. —Había una severa advertencia en su rostro—. Le doy dos días, reúnase conmigo aquí.
Tellman aceptó. No tenía otra elección, a pesar de lo que pudiera hacer Wetron u otro. Remus tenía razón; si las suposiciones de éste eran ciertas, se trataba de un asunto mucho más importante que cualquier crimen individual, más incluso que resolver los asesinatos más terribles ocurridos nunca en Londres.
Sin embargo, no podía olvidar a Pitt y la razón inicial que le había llevado a preguntar.
—¿Cuánto sabía Adinett de todo esto?
—No estoy seguro. Algo, de eso no cabe duda. Estaba enterado de que se habían llevado a Annie Crook de Cleveland Street y la habían ingresado en el Guy’s, y que también se habían llevado a Eddy.
—¿Y Martin Fetters? ¿Dónde encaja él? ¿Qué sabía?
—¿Quién es Martin Fetters? —Remus pareció desconcertado por un instante.
—¡El hombre a quien Adinett asesinó! —exclamó Tellman con aspereza.
—¡Oh! —La confusión de Remus se despejó—. No tengo ni idea. Si hubiera sido al revés y Fetters hubiera matado a Adinett, habría dicho que Fetters era uno de ellos.
Tellman se levantó. Cualquier cosa que fuera a hacer, debía hacerlo enseguida. Si Wetron lo sorprendía una vez más faltando a sus obligaciones, podría despedirlo. Si confiase en Wetron o en alguien que no fuera Pitt y les contara lo que sabía, le darían tiempo y casi sin duda le ayudarían. Sin embargo, ignoraba hasta dónde se extendía el Círculo Interior, o dónde estaba la lealtad de cada uno. Debía actuar solo.
Salió de la taberna a la lluvia cada vez más ligera.
Si había sido sir William Gull quien había cometido actos tan atroces, entonces debía averiguar por sí mismo todo lo posible sobre él. Tenía la cabeza plagada de pensamientos e imágenes cuando echó a andar hacia la calle principal y la parada más cercana de ómnibus. Se alegró de que éste avanzara despacio. Necesitaba tiempo para digerir lo que Remus acababa de explicarle y decidir qué hacer a continuación.
Si era cierto que el duque de Clarence se había casado con Annie Crook, fuera cual fuese la forma que hubiera tomado la ceremonia, y había una hija de por medio, no era de extrañar que ciertas personas hubieran sentido pánico y tratado de mantenerlo en secreto. Al margen de las leyes de sucesión al trono, el sentimiento anticatólico que se respiraba en el país era bastante intenso, y la noticia de tal alianza habría bastado para sacudir la monarquía, ya frágil en esos momentos.
Pero si salía a la luz que los asesinatos más horribles del siglo habían sido cometidos por simpatizantes monárquicos, tal vez hasta con el consentimiento de la familia real, estallaría la revolución en las calles, y el trono sería arrasado por una marea de indignación que podría llevarse consigo también al gobierno. Lo que resultaría de ello sería extraño, desconocido y difícilmente mejor.
Sin embargo, fuera lo que fuese, Tellman pensaba con consternación en la violencia, el peso de la cólera que haría pedazos tantas cosas buenas así como las relativamente pocas que no lo eran. ¿Cuánta gente corriente que ahora salía adelante vería desaparecer todo cuanto poseía? La revolución cambiaría a los que estaban en el poder, pero no crearía más comida, viviendas, ropa, empleos dignos ni nada duradero para hacer la vida más próspera y segura.
¿Quién formaría el nuevo gobierno cuando desapareciera el viejo? ¿Serían forzosamente más sabios o más justos?
Se apeó del ómnibus y subió por la cuesta hacia el Guy’s Hospital. No había tiempo para sutilezas. En cuanto Remus dispusiera de lo que en su opinión eran suficientes pruebas, lo haría público. ¡Se aseguraría de ello el hombre de Regent’s Park que lo había apremiado!
¿Quién era ese hombre? El mismo Remus había afirmado que no lo sabía. En esos momentos no tenía tiempo para averiguarlo, pero el móvil estaba claro: la revolución en Inglaterra, y con ella el fin de la seguridad y la paz, aun con todas sus injusticias.
Tellman subió por las escaleras del hospital y entró por la puerta principal.
Durante el resto del día habló con media docena de personas sobre lo que recordaban del difunto sir William Gull para formarse una impresión de él. Lo que cobró poco a poco forma fue un hombre dedicado a la ciencia de la medicina, sobre todo al conocimiento del funcionamiento del cuerpo humano, su estructura y su mecánica. Parecía más impulsado por un afán de aprender que de curar. Lo movía la ambición personal, así como una visible aunque limitada compasión que lo llevaba a intentar aliviar el sufrimiento.
Se enteró de una anécdota sobre el trato que Gull había dispensado a un paciente que había fallecido. Gull decidió practicarle la autopsia, y la hermana mayor del difunto, preocupada porque el cuerpo no quedara mutilado, insistió en permanecer en la sala durante la operación.
Gull, lejos de poner reparos, realizó todo el procedimiento delante de ella y, una vez extirpado el corazón, se lo guardó en el bolsillo para llevárselo y quedárselo. Eso ponía de manifiesto una vena cruel en él que a Tellman le pareció incompatible con los sentimientos de los pacientes y sus parientes.
No obstante, era incuestionable que había sido un buen médico, y servido no sólo a la familia real, sino también a lord Randolph Churchill y su familia.
Tellman comprobó que no había ningún expediente de la estancia de Annie Crook en el Guy’s, pero tres miembros del personal del hospital la recordaban bien y afirmaron que sir William le había practicado una operación de cerebro, después de lo cual la mujer perdió la escasa memoria que le quedaba. En opinión de esas personas, sufría sin duda de alguna forma de demencia, al menos cuando la llevaron allí y durante los ciento cincuenta y seis días de su estancia.
Ignoraban qué había sido de ella. Una enfermera entrada en años parecía consternada por ello, y todavía se indignaba al pensar en la suerte de una joven a la que había sido incapaz de ayudar en su confusión y desesperación.
Tellman se marchó poco después del anochecer. No podía esperar más. Aun a riesgo de poner en peligro la misión de Pitt en Spitalfields, que creía en gran medida ineficaz de todos modos, debía dar con él y explicarle todo cuando había averiguado. Era mucho más terrible que cualquier conspiración anarquista de volar un edificio.
Fue en tren hasta Aldgate Street, luego caminó a paso rápido por Whitechapel High Street y Brick Lane hasta la esquina de Heneagle Street. Wetron podía despedirlo si alguna vez se enteraba de ello, pero había en juego algo más que la carrera de un hombre, ya fuera la suya o la de Pitt.
Llamó a la puerta de Karansky y esperó.
Transcurrieron varios minutos antes de que un hombre al que apenas veía a la tenue luz la abriera unos dedos. No veía más que el contorno de la cabeza y los hombros contra el fondo. Tenía una abundante cabellera y era un poco cargado de espaldas.
—¿Señor Karansky? —susurró Tellman.
—¿Quién es usted? —La voz traslucía recelo.
Tellman ya había tomado una decisión.
—El inspector Tellman. Necesito hablar con su inquilino.
En la voz de Karansky había miedo.
—¿Su familia? ¿Ha ocurrido algo?
—¡No! —se apresuró a responder Tellman, reconfortado por una repentina sensación de normalidad, donde el afecto era posible y la oscuridad de fuera, algo temporal y bajo control—. No, pero me he enterado de algo que debo comunicarle cuanto antes. —Y añadió—: Siento molestarle.
Karansky abrió más la puerta.
—Pase, pase —invitó—. Su habitación está en lo alto de las escaleras. ¿Quiere comer algo? Tenemos… —A continuación se interrumpió, avergonzado.
Tal vez tenían muy poco que ofrecer.
—No, gracias —rehusó Tellman—. He cenado antes de venir. —Era mentira, pero no importaba. Había que mantener la dignidad.
Karansky quizá no se lo había propuesto, pero se traslucía alivio en su voz.
—Entonces será mejor que vaya a buscar al señor Pitt. Llegó hace media hora. A veces jugamos un rato al ajedrez, o charlamos, pero esta noche ha llegado tarde. —Estaba a punto de agregar algo más, pero cambió de opinión. Se respiraba ansiedad en el ambiente, como si esperaran algo inquietante y peligroso, y se protegieran contra el dolor. ¿Siempre era así en ese lugar, el esperar a que estallara la violencia, la incertidumbre de cuál sería el siguiente desastre, sólo la certeza de que iba a llegar?
Tellman le dio las gracias, subió por las estrechas escaleras y llamó a la puerta que Karansky le había indicado.
La respuesta fue inmediata, pero distraída, como si Pitt supiera quién era y casi lo esperara.
Tellman abrió la puerta.
Pitt estaba sentado en la cama, con los hombros echados hacia delante, absorto en sus pensamientos. Tenía un aspecto más desaliñado que de costumbre, el cabello despeinado y demasiado largo, pero los puños de la camisa que llevaba estaban pulcramente zurcidos, y encima de la cómoda había una montaña de ropa limpia, bien planchada.
Cuando Tellman cerró la puerta sin hablar, Pitt advirtió que no era Karansky y levantó la mirada. Quedó boquiabierto de asombro, luego de inquietud.
—¡No pasa nada! —se apresuró a decir Tellman—. Me he enterado de algo y tenía que contárselo esta misma noche. Es… —Se llevó una mano al pelo y se lo echó como siempre hacia atrás—. Bueno, en realidad sí pasa algo. —Se dio cuenta de que temblaba—. Es lo más… lo más gordo… lo más espantoso y terrible que he oído nunca, si es cierto. ¡Y va a destruirlo todo!
Mientras Tellman se lo explicaba, los últimos restos de color desaparecieron del rostro de Pitt, que permaneció paralizado del horror hasta que empezó a temblarle el cuerpo de forma incontrolable, como si el frío le hubiera penetrado en los huesos.