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La sala de tribunal de Old Bailey estaba de bote en bote. Todos los asientos estaban ocupados y los ujieres hacían retroceder a la gente en las puertas. Era el 18 de abril de 1892, el primer lunes después de Pascua y el comienzo de la temporada social de Londres. Era también el tercer día del juicio del distinguido soldado John Adinett por el asesinato de Martin Fetters, viajero y anticuario.
El testigo en el estrado era Thomas Pitt, el superintendente de la comisaría de Bow Street.
El fiscal Ardal Juster se encaraba a él.
—Empecemos por el principio, señor Pitt. —Juster era un hombre moreno de unos cuarenta años, alto y esbelto, de rasgos faciales poco comunes. Era bien parecido desde algunos puntos de vista, desde otros un tanto felino, y se movía con una elegancia inusitada. Levantó la vista hacia el estrado—. ¿Qué hacía exactamente en Great Russell Street? ¿Quién lo llamó?
Pitt se irguió ligeramente. Era también de buena estatura, pero ahí se acababa todo parecido con Juster. Tenía el cabello demasiado largo, los bolsillos abultados, la corbata torcida. Llevaba testificando ante tribunales desde sus tiempos de agente de policía, hacía veinte años, pero nunca le había parecido una experiencia placentera. Siempre era consciente de que estaba en juego por lo menos la reputación de un hombre, y posiblemente su libertad. En ese caso concreto se trataba de su vida. No temía sostener la mirada fría y desapasionada que Adinett le dirigía desde el banquillo de los acusados. Sólo iba a decir la verdad. Las consecuencias escapaban a su control. Eso se había repetido a sí mismo antes de subir al estrado de los testigos, pero no le había proporcionado ningún alivio.
El silencio se había vuelto más opresivo. No hubo ningún movimiento entre el público. Nadie tosió.
—El doctor Ibbs mandó llamarme —respondió Pitt—. No estaba satisfecho con las circunstancias que rodeaban la muerte del señor Fetters. Había trabajado conmigo en otras investigaciones y confiaba en mi discreción en caso de que estuviera equivocado.
—Entiendo. ¿Puede decirnos qué ocurrió después de que recibiera la llamada del doctor Ibbs?
John Adinett permanecía inmóvil en el banquillo de los acusados. Era un hombre delgado, pero de constitución fuerte, y su rostro traslucía una seguridad en sí mismo que derivaba tanto del talento como de una situación de privilegio. En la sala había hombres que lo apreciaban y admiraban. Estaban perplejos, incapaces de creer que se le acusara de semejante crimen. Tenía que tratarse de un error. En cualquier momento la defensa pediría que se retiraran los cargos y le ofrecerían las más sinceras disculpas.
Pitt respiró hondo.
—Fui inmediatamente a la casa del señor Fetters, en Great Russell Street —empezó—. Eran poco más de las cinco de la tarde. El doctor Ibbs me esperaba en el vestíbulo y subimos juntos a la biblioteca, donde habían encontrado el cuerpo sin vida del señor Fetters. —Mientras hablaba la escena volvió a su mente de un modo tan vívido que podría haber estado subiendo de nuevo por las escaleras iluminadas por el sol, recorriendo el rellano con su enorme jarrón chino lleno de decorativas cañas de bambú, pasando por delante de cuadros de pájaros y flores, y de las cuatro ornamentadas puertas de madera con el borde tallado, hasta entrar en la biblioteca. La luz de última hora de la tarde que entraba a raudales por las altas ventanas salpicaba de rojo la alfombra turca, arrancaba destellos de las letras doradas de los lomos de los libros que llenaban los estantes y bañaba las superficies gastadas de las grandes butacas de cuero.
Juster se disponía a instarlo a continuar hablando.
—En el fondo de la habitación había un cadáver —prosiguió Pitt—. Desde la puerta la cabeza y los hombros quedaban ocultos tras una de las grandes butacas de cuero, aunque el doctor Ibbs me dijo que el mayordomo la había apartado ligeramente para intentar alcanzar el cuerpo con la esperanza de asistirlo como fuera…
Reginald Gleave, el abogado defensor, se puso en pie.
—Su Señoría, el señor Pitt sabe sin duda mejor que nadie que no debe ofrecer testimonio de algo que uno no sabe por sí mismo. ¿Vio personalmente mover la butaca?
El juez parecía cansado. El juicio prometía ser muy reñido, algo de lo que era consciente con desagrado. No se pasaría por alto ninguna cuestión, por trivial que fuera.
Pitt notó que enrojecía de indignación. En efecto, lo sabía mejor que nadie. Debería haber sido muy cauteloso. Se había propuesto no incurrir en ningún error, y ya había cometido uno. Estaba nervioso. Tenía las manos húmedas. Juster había dicho que todo dependía de él. No podía confiar absolutamente en nadie más.
El juez miró a Pitt.
—Vaya por partes, superintendente, aunque le resulte menos claro al jurado.
—Sí, Su Señoría. —Pitt oyó su propia voz tensa. Sabía que era el nerviosismo, pero daba la impresión de estar enfadado. Volvió a trasladarse mentalmente a esa habitación—. El estante de arriba quedaba fuera de mi alcance, y para acceder a él había una pequeña escalera con ruedas. Estaba tumbada de lado a un metro de los pies del cadáver, y en el suelo había tres libros, uno cerrado, los otros dos abiertos boca abajo y con varias páginas dobladas. —Veía la escena mientras hablaba—. En el estante superior se apreciaba el espacio correspondiente a los libros.
—¿Sacó de tales hechos alguna conclusión que le hiciera seguir investigando? —preguntó Juster con tono inocente.
—Parecía como si el señor Fetters hubiera tratado de coger algún libro y tras perder el equilibrio hubiera caído al suelo —contestó Pitt—. El doctor Ibbs me había dicho que tenía un cardenal en la sien y el cuello roto, lo que había causado su muerte.
—Exacto. Eso es lo que ha testificado —convino Juster—. ¿Coincidía con lo que vio usted?
—Al principio pensé que sí…
De pronto se despertó la atención en la sala. Ya empezaba a percibirse algo parecido a la hostilidad.
—… Pero al mirar con más detenimiento, advertí pequeñas incongruencias que me hicieron dudar y seguir investigando —concluyó Pitt.
Juster arqueó sus negras cejas.
—¿Cuáles eran? Por favor, expóngalas para que comprendamos sus conclusiones, señor Pitt.
Era una advertencia. El caso se basaba únicamente en esos detalles, todos circunstanciales. Las semanas de investigación no habían revelado ningún motivo por el que Adinett pudiera haber querido hacer daño a Martin Fetters. Habían sido íntimos amigos que tenían en común tanto sus creencias como sus circunstancias. Ambos tenían dinero, habían viajado mucho y estaban interesados en la reforma social. Contaban con un amplio círculo de amigos comunes y eran igualmente respetados por todos cuantos los conocían.
Pitt había ensayado mentalmente la respuesta muchas veces, no tanto en beneficio del tribunal como de sí mismo. Había examinado de manera minuciosa cada detalle antes de considerar siquiera el seguir adelante con la acusación.
—La primera fueron los libros que yacían en el suelo. —Recordaba haberse agachado para recogerlos, furioso al ver el cuero dañado y las páginas dobladas—. Todos eran del mismo tema, más o menos. El primero era una traducción al inglés de la Ilíada, de Homero; el segundo, una historia del Imperio otomano, y el tercero trataba de las rutas comerciales de Oriente Próximo.
Juster fingió sorprenderse.
—No entiendo por qué eso podría hacerle dudar. ¿Tendría la amabilidad de explicárnoslo?
—Porque los demás libros del estante superior eran de ficción —respondió Pitt—. El Waverley, de sir Walter Scott, varias novelas de Dickens y una de Thackeray.
—¿Y en su opinión a la Ilíada no le correspondía estar entre ellas?
—Los demás ejemplares del estante del medio versaban sobre temas de la Grecia antigua —explicó Pitt—, en particular de Troya: la obra y los discursos del señor Schliemann, objetos de arte y de interés histórico… todos menos tres tomos de Jane Austen, que habría sido más adecuado que estuvieran en el estante superior.
—Yo habría puesto en un lugar más accesible las novelas, sobre todo las de Jane Austen —observó Juster encogiéndose de hombros con una sonrisa.
—Tal vez no si ya las hubiera leído —argumentó Pitt, demasiado tenso para devolverle la sonrisa—. Y si fuera usted un anticuario con un interés particular por la Grecia homérica, no tendría la mayoría de los libros sobre ese tema en los estantes del medio y sólo tres en el de arriba, junto con las novelas.
—No —concedió Juster—. Resulta un tanto excéntrico, por no decir algo peor, e innecesariamente poco práctico. En cuanto hubo reparado en los libros, ¿qué hizo?
—Examiné con mayor detenimiento el cuerpo sin vida del señor Fetters y pedí al mayordomo, que era quien lo había encontrado, que me explicará exactamente lo ocurrido. —Pitt echó un vistazo al juez para ver si le permitía reproducirlo.
Éste asintió.
Reginald Gleave permanecía sentado con los labios apretados y el cuerpo encorvado, esperando.
—Prosiga, si viene al caso —ordenó el magistrado.
—Me dijo que el señor Adinett había salido por la puerta principal, y que llevaba fuera unos diez minutos cuando sonó el timbre de la biblioteca y él acudió a ver qué quería el señor —explicó Pitt—. Mientras se acercaba a la puerta, oyó un grito y un golpe sordo, y al abrirla algo alarmado vio los tobillos y los pies del señor Fetters asomando por detrás de la gran butaca de cuero de la esquina. Se acercó a él inmediatamente para ver si se había hecho daño. Le pregunté si había movido el cuerpo. Respondió que no lo había hecho, pero que para acceder a él había apartado un poco la butaca.
La gente empezó a revolverse nerviosa en su asiento. Todo parecía muy poco relevante. Nada hacía pensar en pasión o violencia, y menos aún asesinato.
Adinett miraba de hito en hito a Pitt, con las cejas juntas, los labios ligeramente apretados.
Juster vaciló. Sabía que estaba perdiendo al jurado. Se reflejaba en su rostro. No se trataba tanto de hechos como de fe.
—¿Un poco, señor Pitt? —Su voz sonó áspera—. ¿Qué quiere decir con «un poco»?
—Fue muy específico —respondió Pitt—. Dijo que hasta el borde de la alfombra, es decir, unos veintiocho centímetros. —Continuó sin esperar a que Juster se lo pidiera—. Eso significaba que habría estado colocada en un ángulo un tanto difícil para recibir la luz de la ventana o del brazo de la lámpara, y demasiado cerca de la pared para estar cómodo. Impedía acceder a una parte considerable de la estantería, donde estaban los libros de viajes y arte, libros que, según me aseguró el mayordomo, el señor Fetters consultaba a menudo. —Miraba fijamente a Juster—. Llegué a la conclusión de que no era allí donde estaba normalmente la butaca y examiné la alfombra para ver si había huellas de las patas. En efecto, las había. —Respiró hondo—. También advertí una zona desgastada en el pelo de la alfombra, y cuando volví a observar los zapatos del señor Fetters, encontré pelusilla atrapada en la suela. Parecía proceder de la alfombra.
Esta vez hubo murmullos en la sala. Reginald Gleave apretó los labios, al parecer más de cólera y resolución que de temor.
De nuevo Pitt continuó sin que se lo pidieran.
—El doctor Ibbs me había dicho que suponía que el señor Fetters se había inclinado tanto que había perdido el equilibro y caído de la escalera, de tal modo que se golpeó la cabeza contra los estantes de la esquina. La fuerza del golpe, aumentada por el peso de su cuerpo, no sólo le causó contusiones lo bastante graves para hacerle perder el conocimiento, sino que le rompió el cuello, que fue lo que provocó su muerte. Consideré la posibilidad de que hubiera recibido un golpe que lo hubiera dejado inconsciente y luego alguien lo hubiera arreglado todo de forma que pareciera que se había caído. —Hubo un rápido revuelo de papeles en la primera hilera, el silbido de una inhalación. Una mujer profirió un grito ahogado.
Un miembro del jurado frunció el entrecejo y se echó hacia delante.
Pitt prosiguió sin cambiar de expresión, pero notaba las palmas sudorosas y cómo la tensión se acumulaba en su interior.
—Los libros que podría haber estado leyendo habían sido arrojados al suelo, y los espacios vacíos dejados por éstos habían sido llenados con ejemplares del estante superior con objeto de explicar el uso de la escalera. La butaca había sido empujada hacia la esquina, y el cadáver, colocado de modo que quedara medio escondido por ella.
En el rostro de Gleave apareció una expresión de cómica incredulidad. Miró a Pitt, luego a Juster, y por último al jurado. Como actuación fue soberbia. Por supuesto, había sabido exactamente lo que iba a decir Pitt.
Juster se encogió de hombros.
—¿Quién hizo eso? —preguntó—. El señor Adinett ya se había marchado, y cuando el mayordomo entró en la habitación no había nadie aparte del señor Fetters. ¿No cree al mayordomo?
Pitt escogió con cuidado sus palabras.
—Creo que dijo la verdad tal como la entendió.
Gleave se levantó. Era un hombre corpulento, ancho de espaldas.
—Su Señoría, lo que piense el superintendente Pitt sobre la veracidad del mayordomo no viene al caso y está fuera de lugar. El jurado ha tenido ocasión de escuchar el testimonio del mayordomo y juzgar por sí mismo si decía o no la verdad, y si es o no una persona honrada y competente.
Juster disimuló su cólera con visible dificultad. Tenía las mejillas encendidas.
—Señor Pitt, sin decirnos por qué, ya que parece irritar a mi docto colega, ¿tendría la amabilidad de explicarnos qué hizo usted después de elaborar tan insólita hipótesis?
—Examiné la habitación por si había algo más que pudiera ser relevante —respondió Pitt haciendo memoria—. Vi una bandeja en una mesilla al otro lado de la biblioteca, y una copa medio llena de oporto. Pregunté al mayordomo cuándo se había marchado el señor Adinett y me lo dijo. Luego le pedí que volviera a colocar la butaca donde la había encontrado al entrar y que repitiera sus movimientos con tanta exactitud como fuera capaz. —Visualizó la expresión sorprendida del hombre y su resistencia. Era evidente que le parecía poco respetuoso para con el muerto. Aun así había obedecido cohibido, con los miembros rígidos, los movimientos temblorosos, el rostro con resuelto control de las emociones que experimentaba—. Yo me quedé detrás de la puerta —prosiguió Pitt—. Cuando el mayordomo se vio obligado a pasar por detrás de la butaca para llegar a la cabeza del señor Fetters, salí de la habitación, crucé el pasillo y abrí la puerta de enfrente —se interrumpió, dejando a Juster tiempo para reaccionar.
Ahora todos los miembros del jurado escuchaban con atención. Ninguno se movía. Ninguno dejaba vagar la mirada.
—¿Le llamó el mayordomo? —Juster escogió sus palabras con exactitud.
—No enseguida —respondió Pitt—. Me llegó su voz desde la biblioteca hablando con un tono bastante normal, luego pareció darse cuenta de que yo no estaba, salió al rellano y me llamó de nuevo.
—¿De modo que dedujo usted que no le había visto salir?
—Sí. Probé de nuevo, con los papeles cambiados. Agachado detrás de la butaca, no lo vi salir.
—Entiendo. —Esta vez la voz de Juster rezumaba satisfacción. Asintió muy levemente—. ¿Y por qué entró en la habitación de enfrente, señor Pitt?
—Porque la distancia entre la puerta de la biblioteca y las escaleras es de unos seis metros —explicó Pitt visualizando la extensión del rellano, los brillantes rayos de sol que entraban por la ventana del fondo. Recordaba el rojo y el amarillo de la vidriera de colores—. Si el mayordomo hubiera tocado el timbre para pedir ayuda, casi con toda seguridad me habría encontrado con alguien por las escaleras antes de que pudiera salir de la casa.
—Suponiendo que no hubiera querido que lo vieran. —Juster terminó la frase por él—. Y de la que había salido de forma bastante ostensible hacía quince minutos, para acto seguido volver a entrar por la puerta lateral, subir por las escaleras a hurtadillas y hacer que un asesinato pareciera un accidente…
Hubo un revuelo en la sala. Una mujer soltó un gritito ahogado.
Gleave se había puesto en pie con el rostro encendido.
—¡Su Señoría! ¡Esto es indignante! Me…
—¡Sí! ¡Sí! —asintió el juez con impaciencia—. ¡Lo sabe de sobra, señor Juster! ¡Si le permito tanta libertad, me veré obligado a hacer lo mismo con el señor Gleave, y estoy seguro de que no le gustará!
Juster trató de parecer arrepentido, pero no lo consiguió ni remotamente. Pitt pensó que no se había esforzado lo suficiente.
—¿Vio algo raro en la habitación del otro lado del pasillo? —inquirió Juster con ingenuidad volviéndose con elegancia hacia el jurado—. ¿Qué clase de habitación era, por cierto? —Arqueó sus negras cejas.
—Una sala de billar —respondió Pitt—. Sí, vi que en el borde de la puerta había un arañazo reciente, delgado y curvado hacia arriba, justo encima del picaporte.
—Un lugar curioso para dañar una puerta —comentó Juster—. No habría sido posible hacerlo con ella cerrada, ¿no le parece?
—No. Sólo si estaba abierta —convino Pitt—. Lo que haría muy incómodo jugar en la mesa.
Juster se detuvo con los brazos en jarras. Era una postura curiosamente rígida; sin embargo se le veía relajado.
—De modo que lo más probable es que lo hiciera alguien al entrar o salir.
Gleave volvía a estar en pie con el rostro congestionado.
—Como ya se ha observado, resultaría incómodo jugar con la puerta abierta. La pregunta sin duda se responde a sí misma, Su Señoría. ¡Alguien rascó la puerta abierta con un taco de billar, precisamente porque, como de forma tan astuta e inútil ha señalado el señor Pitt, era incómodo! —Sonrió dejando ver una dentadura perfecta.
Se produjo un silencio absoluto en la sala.
Pitt levantó la vista hacia Adinett, que estaba inclinado en el banquillo, inmóvil.
Juster parecía casi un niño en su inocencia, pero sus facciones poco comunes no habían sido modeladas para adoptar tal expresión. Levantó la vista hacia Pitt como si hasta ese instante no se le hubiera ocurrido tal pensamiento.
—¿Investigó esa posibilidad, superintendente?
Éste le sostuvo la mirada.
—Así es. La criada encargada de limpiar y encerar la habitación me aseguró que no había visto tal marca esa mañana, y nadie había entrado en ella desde entonces. —Vaciló—. El arañazo estaba en la madera, y no había rastro de cera o polvo.
—¿La creyó? —Juster alzó una mano con la palma vuelta hacia Gleave—. Pido disculpas. Por favor, no responda a esa pregunta, señor Pitt. Interrogaremos a la criada a su debido tiempo, y el jurado decidirá por sí mismo si es una persona honrada y competente… y si conoce su trabajo. Tal vez la pobre señora Fetters también pueda decirnos si es una buena sirvienta.
Hubo murmullos de vergüenza, cólera e hilaridad en la sala. La tensión cesó. Hablar en esos momentos habría sido perder el tiempo, y la convicción de ello se reflejó en el rostro sombrío de Gleave, con sus pobladas cejas juntas.
Los miembros del jurado respiraron hondo, sin hablar.
—¿Qué hizo entonces, superintendente? —inquirió Juster con despreocupación.
—Pregunté al mayordomo si el señor Adinett llevaba un bastón —contestó Pitt. Antes de que Gleave pudiera objetar añadió—: Así era. El lacayo lo confirmó.
—Entiendo. —Juster sonrió—. Gracias. Ahora, antes de que se lo pregunte mi docto colega, lo haré yo. ¿Sabe de alguien que hubiera oído por casualidad al señor Adinett y el señor Fetters discutir, tener unas palabras o una riña?
—Pregunté, y nadie oyó nada —admitió Pitt, que recordó compungido cuánto se había esforzado en averiguarlo. Hasta la señora Fetters, que había llegado a creer que su marido había sido asesinado, no recordaba ninguna ocasión en que él y Adinett hubieran discutido, ni ninguna razón por la que éste pudiera haberle deseado algún mal. Era tan desconcertante como terrible.
—Aun así, a partir de esos cabos sueltos usted se formó la opinión de que Martin Fetters había sido asesinado, y nada menos que por John Adinett —presionó Juster, con los ojos muy abiertos y un tono sereno. Levantó sus largas y esbeltas manos para enumerarlos—: El desplazamiento de una butaca de la biblioteca, tres libros colocados donde no debían en la estantería, una rozadura en una alfombra y pelusilla enganchada a una suela de zapato, y un arañazo reciente en la puerta de una sala de billar. ¿Basándose en eso haría condenar a un hombre por el más atroz de los crímenes?
—Lo haría juzgar —corrigió Pitt notando que se ruborizaba—. Porque creo que el asesinato es la única explicación que encaja con todos los hechos. Creo que lo asesinó en una discusión repentina y luego lo arregló todo para que pareciera…
—¡Su Señoría! —exclamó Gleave, de nuevo en pie, con los brazos levantados.
—No —dijo el juez, ecuánime—. El superintendente Pitt es experto en pruebas criminales, como ha quedado demostrado en los veinte años que lleva en la policía. —Sonrió con tristeza y frío humor—. Corresponde a los miembros del jurado decidir por sí mismos si es una persona honrada y competente.
Pitt echó un vistazo al jurado y vio al presidente asentir levemente. Tenía el rostro sereno, inexpresivo, la mirada fija.
En la tribuna una mujer rio y se llevó enseguida las manos a la boca.
Gleave se ruborizó.
Juster inclinó la cabeza e hizo señas a Pitt para que continuara.
—… Que pareciera un accidente —concluyó Pitt—. Creo que luego salió de la biblioteca y cerró con llave la puerta por fuera. Bajó por las escaleras, se despidió de la señora Fetters y dejó que el mayordomo lo acompañara a la puerta, donde también lo vio marcharse el lacayo.
El presidente del jurado se volvió hacia el hombre que tenía al lado e intercambiaron una mirada. Luego ambos centraron de nuevo su atención en Pitt.
Éste prosiguió con su versión de los hechos tal como los veía.
—Adinett salió, recorrió unos cien pasos y volvió a entrar por la puerta lateral del jardín. A esa hora exactamente se vio a un hombre que respondía a su descripción general. Entró por la puerta lateral de la casa, subió de nuevo a la biblioteca, abrió la puerta y tocó el timbre de inmediato para llamar al mayordomo.
Reinaba un silencio absoluto en la sala. Todas las miradas estaban clavadas en Pitt. Era casi como si todos los asistentes hubieran contenido el aliento.
—Cuando el mayordomo entró, Adinett se quedó donde lo tapaba la puerta abierta —continuó el superintendente—. Cuando el mayordomo pasó por detrás de la butaca, como se vio obligado a hacer para llegar hasta el señor Fetters, Adinett salió, cruzó el pasillo y entró en la sala de billar, por si el mayordomo daba la alarma y subían otros criados por las escaleras. Una vez que el rellano estuvo desierto, se marchó, pero en sus prisas dio con el bastón contra la puerta. Salió de la casa, esta vez sin que nadie lo viera.
Se oyeron suspiros y frufrús de tela cuando el público cambió por fin de postura.
—Gracias, superintendente. —Juster se inclinó muy levemente—. Circunstancial pero, como ha dicho usted, la única respuesta que encaja con todos los hechos. —Miró por un instante al jurado antes de volver a la carga—. Y aunque sería oportuno que explicáramos al tribunal por qué ocurrió tan horrible suceso, no estamos obligados a hacerlo, sino sólo a demostrar que ocurrió. Lo que en mi opinión ha hecho usted admirablemente. Le estamos agradecidos. —Giró muy despacio sobre sus talones e invitó a Gleave a ocupar su lugar.
Pitt se volvió hacia Gleave con el cuerpo tenso, esperando el ataque que Juster le había advertido que llegaría.
—Después del almuerzo, si me lo permite Su Señoría —dijo Gleave, con una sonrisa, su gruesa cara tensa de expectación—. Necesitaré mucho más tiempo que el mero cuarto de hora con que contamos ahora.
Pitt no se sorprendió. Juster le había repetido una y otra vez que lo esencial del caso dependía de su testimonio y que contara con que Gleave haría todo lo posible por echarlo por tierra. Aun así, era demasiado consciente de lo que le esperaba para disfrutar del cordero con verduras que le sirvieron en la taberna de la esquina del juzgado, y dejó la mitad, lo que no era nada propio de él.
—Tratará de ridiculizarle o de negar toda las pruebas —dijo Juster mirando fijamente a Pitt, sentado frente a él. Aquél tampoco saboreó mucho la comida. Sobre la superficie de madera tenía posada una mano, que se movía inquieta, como si sólo la buena educación le impidiera tamborilear con los dedos—. No creo que la doncella aguante. Bastante asustada estará sólo de comparecer ante un tribunal, sin un «caballero» que ponga en duda su inteligencia y su sinceridad. Si insinúa que la pobre no sabe decir ni qué día es, cabe la posibilidad que ella le dé la razón.
Pitt bebió un sorbo de sidra.
—No podrá hacer lo mismo con el mayordomo.
—Lo sé —admitió Juster haciendo una mueca—. Y Gleave también lo sabe. Con él intentará un enfoque totalmente distinto. Yo de él lo halagaría, me ganaría su confianza, hallaría el modo de darle a entender que la reputación de Fetters está pendiente de un accidente, no de un asesinato. Gleave hará lo mismo, apuesto lo que sea. Analizar el carácter y encontrar los puntos flacos es lo suyo.
A Pitt le habría gustado contradecirlo, pero sabía que estaba en lo cierto. El rostro severo y perspicaz de Gleave era el de un hombre que todo lo veía; olía la vulnerabilidad como un sabueso sobre la pista de algo. Sabía halagar, amenazar, minar, tantear o lo que hiciera falta.
Eso le puso furioso. El nudo en la boca del estómago que le impedía comer era tanto de indignación como de miedo al fracaso. Estaba seguro de que Martin Fetters había sido asesinado, y si no convencía de ello a ese jurado Adinett se marcharía de allí no sólo en libertad, sino exonerado.
Volvió a subir al estrado de los testigos esperando un ataque y decidido a hacerle frente, contener su genio y no permitir que Gleave consiguiera irritarle o lo manipulara.
—Bien, señor Pitt —empezó Gleave, situado frente a él con los hombros cuadrados, los pies un tanto separados—. Examinemos esas curiosas pruebas suyas a las que tanta importancia concede y de las que extrae una conclusión tan atroz. —Vaciló, pero era para crear efecto y dejar que el jurado saboreara su sarcasmo y se preparara para oír más—. Lo mandó llamar el doctor Ibbs, un hombre que al parecer es una especie de admirador suyo.
Pitt estuvo a punto de replicar, pero se dio cuenta de que era precisamente eso lo que pretendía Gleave. Una trampa demasiado fácil.
—Un hombre que aparentemente quería asegurarse de que no se le pasaba por alto ningún hecho significativo —prosiguió Gleave asintiendo muy levemente y apretando los labios—. Un hombre nervioso, inseguro de sus propias capacidades. O bien un hombre que deseaba hacer daño al insinuar que una tragedia era en realidad un crimen. —Su tono de voz daba a entender que Ibbs era un incompetente.
Juster se levantó.
—Su Señoría, el señor Pitt no es un experto en la moralidad y las emociones de los médicos, ya sea en general o en particular. No puede saber a ciencia cierta por qué lo llamó el doctor Ibbs. Sólo sabe lo que el doctor Ibbs dijo y hemos escuchado por nosotros mismos. Le pareció que la explicación del accidente no encajaba enteramente con los hechos tal como él los veía, de modo que llamó con toda razón a la policía.
—Se admite la protesta —convino el juez—. Señor Gleave, deje de conjeturar y pregunte.
—Su Señoría —murmuró Gleave. Luego miró con dureza a Pitt—. ¿Le comentó el doctor Ibbs que sospechaba que era un asesinato?
Pitt vio la trampa. De nuevo saltaba a la vista.
—No. Dijo que estaba preocupado y me pidió mi opinión.
—Usted es policía, no médico, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—¿Alguna vez le ha pedido otro médico su opinión médica? ¿Sobre la causa de una muerte, por ejemplo? —El sarcasmo estaba ahí, bajo su inocencia superficial.
—No. Sólo mi opinión sobre la interpretación de las pruebas, eso es todo —respondió Pitt con cautela. Sabía que se trataba de nuevo de una trampa, pero esta vez no la veía.
—Exacto —repuso Gleave—. Por lo tanto, si el doctor Ibbs lo llamó porque no estaba del todo satisfecho, sin duda tiene usted suficiente inteligencia para deducir que sospechaba que la muerte no había sido un simple accidente, sino que podía tratarse de un asunto criminal… que involucraría a la policía.
—Sí.
—Entonces, cuando ha dicho que no le comentó sus sospechas de que era un crimen, ha sido poco sincero, ¿no es cierto? No me atrevo a decir menos que franco, aunque el término acude inevitablemente a mi cabeza, señor Pitt.
Pitt sintió cómo la sangre le afluía a la cara. Había intuido que se le tendía una trampa y la había esquivado, pero para caer directamente en otra que le hacía parecer evasivo y lleno de prejuicios, exactamente el propósito de Gleave. ¿Qué podía decir ahora para arreglarlo o al menos no empeorarlo?
—La incongruencia de los hechos no significa necesariamente que se trate de un crimen —dijo despacio—. La gente mueve objetos por muchas razones, no siempre con mala intención. —Tartamudeaba tratando de encontrar las palabras—. A veces es un intento de ayudar o hacer que un accidente no parezca un descuido, para absolver a los que siguen con vida u ocultar una indiscreción. Hasta para enmascarar un suicidio.
Gleave parecía sorprendido. No había esperado que respondiera.
Constituía una pequeña victoria. Pitt no debía bajar la guardia.
—Las marcas en la alfombra… —Gleave volvió al ataque—. ¿Cuándo se hicieron?
—En cualquier momento desde que se barrió por última vez la alfombra, que según me dijo la criada fue la mañana anterior —contestó Pitt.
Gleave adoptó un aire de inocencia.
—¿Podría haberlas causado algo que no fuera un hombre arrastrando el cuerpo sin vida de otro?
Se oyeron risitas nerviosas en la sala.
—Por supuesto —convino Pitt.
Gleave sonrió.
—Y la pelusa en el zapato del señor Fetters, ¿puede explicarse también de otro modo? ¿Por ejemplo, que la alfombra tuviera la esquina arrugada y tropezara? ¿O que estuviera sentado en una silla y se quitara los zapatos? ¿Tenía flecos la alfombra, señor Pitt?
Gleave sabía muy bien que así era.
—Sí.
—Precisamente. —Gleave hizo un gesto con las manos—. Un cabo demasiado endeble del que colgar a un hombre de honor, soldado valeroso, patriota y erudito como John Adinett, ¿no le parece?
Hubo murmullos en la sala, y la gente se removió nerviosa en su asiento, volviéndose para mirar a Adinett. Pitt vio en sus caras respeto y curiosidad, pero no odio. Se volvió hacia los miembros del jurado. Éstos se mostraban más circunspectos, hombres juiciosos que asumían la responsabilidad con pavor. Estaban sentados rígidamente, con el cuello alto y blanco, el cabello bien peinado, los bigotes recortados, la mirada fija. No los envidiaba. Nunca había querido ser el último juez de otro hombre. Hasta el presidente barbilampiño parecía preocupado, con las manos ante sí, los dedos entrelazados.
Gleave sonreía.
—¿Le sorprendería saber, señor Pitt, que la criada que quitó el polvo y enceró la sala de billar ya no está segura de que el arañazo que tan providencialmente advirtió usted fuera reciente? Ahora dice que tal vez ya estaba allí y no había reparado en él.
Pitt no estaba seguro de cómo responder. La pregunta había sido formulada con poca elegancia.
—No la conozco lo bastante para sorprenderme o no —dijo con cautela—. Los testigos a menudo modifican su testimonio… por diversas razones.
Gleave parecía ofendido.
—¿Qué insinúa, señor?
Juster volvió a interrumpir.
—Su Señoría, mi docto colega ha preguntado al testigo si estaba sorprendido. El testigo se ha limitado a responder a la pregunta. No ha hecho ninguna insinuación.
Gleave no esperó a que el juez interviniera.
—Veamos qué nos queda de este extraordinario caso. El señor Adinett hizo una visita a su viejo amigo, el señor Fetters. Pasaron juntos una agradable hora y media en la biblioteca. Luego el señor Adinett se marchó. ¿Supongo que está de acuerdo? —Arqueó las cejas en un gesto inquisitivo.
—Sí —concedió Pitt.
—Bien. Prosigamos. Unos doce o quince minutos después sonó el timbre de la biblioteca, el mayordomo acudió y, mientras se acercaba, oyó un grito y un golpe sordo. Al abrir la puerta vio con gran aflicción que su señor estaba tendido en el suelo y la escalera tumbada de lado. Como es muy natural, llegó a la conclusión de que había sido un accidente… que resultó fatal. No vio a nadie más en la habitación. Se volvió y salió para pedir ayuda. ¿Está de acuerdo hasta aquí?
Pitt se obligó a sonreír.
—No lo sé. Como aún no había testificado, no estaba aquí para escuchar el testimonio del mayordomo.
—¿Encaja eso con los hechos que usted conoce? —preguntó Gleave por encima de nuevas carcajadas.
—Sí.
—Gracias. ¡Éste es un asunto de la mayor seriedad, señor Pitt, no una oportunidad para entretener a los curiosos y exhibir lo que tal vez cree que es su sentido del humor!
Pitt se ruborizó. Se inclinó sobre la barandilla, furioso.
—¡Me ha hecho una pregunta imposible de responder! —acusó—. Me he limitado a señalárselo. ¡Si su estupidez entretiene al público, usted tiene la culpa, no yo!
El rostro de Gleave se ensombreció. No había contado con un contraataque, pero disimuló rápidamente su cólera. No era sino un gran actor.
—Luego tenemos al doctor Ibbs, comportándose con exagerado celo por razones que se nos escapan —continuó como si la interrupción no hubiera tenido lugar—. Usted acudió a su llamada y encontró todos esos indicios enigmáticos. La butaca no estaba donde usted la habría colocado de haber sido suya esa bonita habitación. —Su tono era burlón—. Al mayordomo le parece que estaba en otro lugar. Había una marca en la alfombra. —Miró al jurado, sonriente—. Los libros no estaban en el orden en que usted los habría puesto de haber sido suyos. —No se molestó en retirar la sonrisa de su cara—. Aún quedaba oporto en la copa y, sin embargo, el señor Fetters llamó al mayordomo. Nunca sabremos por qué… pero ¿acaso nos incumbe? —Miró a los miembros del jurado—. ¿Vamos a acusar por eso a John Adinett de asesinato? —Su semblante reflejaba asombro—. ¿Vamos a hacerlo? ¡Yo no! Caballeros, tenemos aquí un puñado de datos irrelevantes sacados a relucir por un médico ocioso y un policía que quiere darse a conocer aun a costa de la muerte de un hombre y la monstruosamente equivocada acusación contra otro que era amigo del difunto. ¡Rechácenlos como la sarta de disparates que son!
—¿Es ésa su defensa? —preguntó Juster—. ¡Parece más bien una recapitulación!
—¡Pues no lo es! —replicó Gleave—. Aunque apenas necesito añadir más. Le devuelvo a su testigo, no faltaba más.
—No hay mucho que decir —observó Juster ocupando su lugar—. Señor Pitt, cuando interrogó por primera vez a la criada, ¿estaba segura del arañazo en la puerta de la sala de billar?
—Totalmente.
—¿De modo que algo le ha hecho cambiar de opinión desde entonces?
Pitt se pasó la lengua por los labios.
—Sí.
—Me pregunto qué podría ser. —Juster se encogió de hombros y enseguida pasó a otro tema—. ¿Y el mayordomo estaba seguro de que la butaca de la biblioteca había sido movida de sitio?
—Sí.
—¿Ha cambiado desde entonces de opinión? —Juster extendió las manos en el aire—. Oh, por supuesto que no lo sabe. Bien, pues no lo ha hecho. El criado también está totalmente seguro de que limpió las botas de su señor lo bastante a fondo para que no quedaran pelusas o hilos enganchados en las suelas, de la felpa del centro o de los flecos. —Pareció tener una idea repentina—. Por cierto, ¿lo que encontró era un fleco o una suave pelusa de felpa?
—Una pelusa del mismo color que el centro de la alfombra —respondió Pitt.
—Eso es. Hemos visto los zapatos, pero no la alfombra. —Sonrió—. Poco práctico, supongo. Tampoco podemos ver los estantes de la biblioteca con sus libros mal colocados. —Parecía perplejo—. ¿Por qué un viajero y anticuario, interesado particularmente en Troya, sus leyendas, su magia y sus ruinas emplazadas en el centro mismo de nuestro patrimonio, iba a colocar tres de sus libros más descriptivos en un estante donde, para alcanzarlos, se veía obligado a subirse a una escalera? Y era obvio que los quería, ¿o por qué habría provocado su propia muerte utilizándola para cogerlos? —Alzó los hombros de manera teatral—. ¡A no ser, naturalmente, que no lo hiciera!
Aquella noche Pitt no logró serenarse. Paseó por su jardín arrancando alguna que otra mala hierba, fijándose en las flores abiertas y en los capullos por abrir, en las hojas nuevas de los árboles. Nada conseguía retener su atención.
Charlotte salió y se detuvo a su lado con expresión preocupada. Los últimos rayos del sol formaban un halo alrededor de su pelo y hacían resaltar su color castaño rojizo. Los niños estaban acostados y la casa silenciosa. Empezaba a hacer frío.
Pitt se volvió y le sonrió. No era preciso explicar nada. Ella seguía el caso desde los primeros días y sabía por qué estaba inquieto, aun cuando ignoraba el presentimiento que tenía en esos momentos. Pitt no le había hablado de cuán grave sería que no declararan culpable a Adinett porque el jurado le creía incompetente y consideraba que se había dejado llevar por emociones personales, creando un caso de la nada para satisfacer su propia ambición o prejuicios.
Charlaron de otras cosas, trivialidades, mientras caminaban despacio hasta el final del césped y volvían. Lo que dijeron no importaba, era sentirla a su lado lo que él valoraba, el hecho de que estuviera allí y no lo agobiara con preguntas ni le dejara ver sus propios temores.
Al día siguiente Gleave comenzó su defensa. Ya había hecho todo lo posible por desacreditar el testimonio del doctor Ibbs, así como el de los criados que advirtieron los minúsculos cambios que había mencionado Pitt, y el del hombre de la calle que había visto entrar por la puerta lateral de la casa de Fetters a alguien que respondía vagamente a la descripción de Adinett. Esta vez llamó a las personas que debían testificar sobre el carácter de John Adinett. Había mucho donde escoger, y así lo hizo saber Gleave a los que se hallaban en la sala. Los hizo desfilar, uno tras otro. Procedían de distintas condiciones sociales y profesiones, del ejército; la política, hasta de la Iglesia.
El último en comparecer, el ilustre Lyall Birkett, era un ejemplo típico. Era un hombre esbelto, rubio, de rostro aristocrático e inteligente, y actitud circunspecta. Aun antes de hablar imprimía a sus opiniones cierta autoridad. No tenía ninguna duda acerca de la inocencia de Adinett, un buen hombre atrapado en una red de intrigas y mala suerte.
Como ya había prestado declaración, Pitt tenía autorización para permanecer en la sala, y dado que estaba al mando de la comisaría de Bow Street, no debía rendir cuentas a nadie si no regresaba. Decidió quedarse a oír el resto del juicio desde un banco.
—Doce años. —Birkett respondió a la pregunta de Gleave sobre cuánto hacía que conocía a Adinett—. Nos conocimos en el club del ejército. Por regla general uno puede estar seguro de quien conoces allí. —Sonrió de forma casi imperceptible. No era una sonrisa nerviosa, ni zalamera, ni había humor en ella, sólo un gesto afable—. Es un mundo pequeño, ¿comprende? Los campos de batalla ponen a prueba a los hombres. Enseguida te enteras de quién tiene valor, en quién puedes confiar cuando hay algo que perder. Preguntas por ahí y encuentras a alguien que lo conoce.
—Creo que todos lo comprendemos —dijo Gleave, quien también sonrió hacia el jurado—. Para poner a prueba la valía de un hombre, su coraje, su lealtad y su honor en la lucha no hay nada como la amenaza contra su propia vida, o tal vez algo peor… el miedo a ser lisiado y no morir, a acabar tullido de por vida. —Una expresión de gran dolor apareció en su rostro. Se volvió despacio hacia el público de modo que los miembros del jurado también alcanzaran a verlo—. Y díganos, ¿alguna vez oyó decir algo malo de John Adinett a sus compañeros del club del ejército, señor Birkett?
—Ni una palabra. —Birkett seguía tratando el asunto con ligereza. En su voz no había sorpresa ni énfasis. Para él no era más que una equivocación bastante estúpida que se aclararía en un par de días, posiblemente menos.
—Pero ¿conocían al señor Adinett? —apremió Gleave.
—Oh, por supuesto que sí. Se había distinguido en su servicio en Canadá. En algo relacionado con la Hudson’s Bay Company y en una rebelión de alguna isla. Fue Fraser quien me habló de ello. Dijo que habían elegido a Adinett por su coraje y sus conocimientos de la zona. Una inmensa región inexplorada, ¿sabe? —Arqueó las cejas—. Por supuesto que lo sabe. Al monte, hacia Thunder Bay. De nada sirve un hombre allí a menos que tenga imaginación, resistencia, lealtad absoluta, inteligencia y valor.
Gleave asintió.
—¿Qué hay de la sinceridad?
Birkett pareció por fin sorprendido. Abrió mucho los ojos.
—Se da por descontada, señor. No hay cabida para el hombre que no es sincero. Cualquiera puede estar equivocado de una manera u otra, pero la mentira es inexcusable.
—Y la lealtad a sus amigos, a sus compañeros. —Gleave dejó caer el comentario con naturalidad. No corría peligro de que se le fuera la mano en su actuación. Nadie, aparte de Juster, Pitt y el juez, tenía suficiente experiencia en farsas judiciales para advertir sus tácticas.
—La lealtad tiene más valor que la vida —se limitó a decir Birkett—. Confiaría a John Adinett todo cuanto poseo, mi casa, mi tierra, mi mujer, mi honor, y no tendría ni un momento de preocupación.
Gleave quedó tan satisfecho consigo mismo como cabía que estuviera. Los miembros del jurado contemplaban a Birkett con admiración, y algunos habían mirado por primera vez a Adinett sin pestañear. Estaba ganando, y ya saboreaba la victoria.
Pitt echó un vistazo al presidente del jurado y advirtió que fruncía el entrecejo.
—¿Conocía usted al señor Fetters? —preguntó Gleave llanamente, volviéndose hacia el testigo.
—De vista. —El rostro de Birkett se ensombreció y apareció en él una expresión de tristeza tan profunda que nadie podía ponerla en duda—. Un buen hombre. Es un tanto irónico que recorriera el mundo en busca de lo antiguo y lo hermoso para desenterrar las glorias del pasado, y muriera de un resbalón en su propia biblioteca. —Exhaló silenciosamente—. He leído sus trabajos sobre Troya. Abrió un nuevo mundo para mí, lo reconozco. Nunca creí que fuera tan… cercano. Me atrevería a decir que fueron sus viajes y un apasionado interés por la riqueza de otras culturas lo que unió a Fetters y Adinett.
—¿Podrían haber tenido algún conflicto sobre ello? —preguntó Gleave, y en sus ojos brilló la certeza de la respuesta.
Birkett se sobresaltó.
—¡Cielos, no! Fetters era un experto, mientras que Adinett no era más que un entusiasta, un defensor y admirador de los que hacían los hallazgos. Hablaba muy bien de Fetters, pero no aspiraba a emularlo, sólo a disfrutar de sus logros.
—Gracias, señor Birkett —dijo Gleave con una ligera inclinación—. Ha reforzado todo lo que ya hemos oído de boca de otros hombres distinguidos como usted. Desde los más eminentes a los más humildes, nadie ha hablado mal del señor Adinett. No sé si mi docto colega tiene alguna pregunta más, pero yo he terminado.
Juster no vaciló. Estaba perdiendo a los miembros del jurado, y Pitt se daba cuenta. No obstante, el atisbo de incertidumbre que se traslució en su cara enseguida quedó enmascarado.
—Gracias —dijo con elegancia antes de volverse hacia Birkett.
Pitt sintió en el pecho un tirón de ansiedad; Birkett era inexpugnable, como lo habían sido todos los testimonios sobre el carácter del procesado. Al asociar una y otra vez a Adinett con hombres que lo admiraban y estaban dispuestos a jurarle amistad, e incluso a comparecer en una sala de tribunal donde se le acusaba de asesinato, Gleave lo había puesto por encima de las críticas. Atacando a Birkett sólo lograría indisponer a los miembros del jurado, no los convencería de los escasos y poco convincentes hechos.
Juster sonrió.
—Señor Birkett, dice usted que Adinett era totalmente leal a sus amigos.
—Así es —afirmó Birkett asintiendo con la cabeza.
—¿Una cualidad que admira?
—Por supuesto.
—¿Por encima de la lealtad a sus principios?
—No. —Birkett parecía un tanto desconcertado—. No he dicho tal cosa, señor. O si lo he hecho, no era mi intención. Un hombre debe anteponer sus principios a todo, o no vale nada. Eso esperaría de él un amigo. O al menos todo hombre al que yo escoja como tal.
—Yo también —convino Juster—. Un hombre debe hacer lo que cree que es correcto, aun al terrible coste de perder una amistad o la estima de aquéllos a quienes aprecia.
—¡Su Señoría! —exclamó Gleave levantándose con impaciencia—. ¡Todo eso suena muy moral, pero no viene al caso! Si mi docto colega tiene un argumento que exponer, ¿se le puede pedir que lo haga?
El juez miró a Juster con expresión interrogante.
Juster no se inmutó.
—El argumento es muy importante, Su Señoría. Adinett es un hombre que pondría sus principios, sus convicciones, por encima incluso de la amistad. En otras palabras, habría sacrificado hasta la amistad, por larga o duradera que hubiera sido, por sus creencias si hubieran estado en pugna. Hemos demostrado que la víctima, Martin Fetters, era su amigo. Quedo agradecido al señor Gleave por haber establecido que la amistad no era la principal preocupación de Adinett y que la habría sacrificado por sus principios de haberse visto obligado a ello.
Hubo murmullos en la sala. Un miembro del jurado pareció sorprenderse, pero en su rostro se reflejó de pronto la comprensión. El presidente dejó escapar un suspiro y algo dentro de él se relajó.
—¡No hemos demostrado que existiera tal pugna! —protestó Gleave, dando un paso hacia delante.
—¡Ni que no existiera! —replicó Juster volviéndose hacia él.
El juez hizo callar a los dos con la mirada.
Juster dio las gracias a Birkett y regresó a su sitio, esta vez caminando garboso con un ligero contoneo.
Al día siguiente Gleave emprendió su ataque final contra Pitt. Se volvió hacia el jurado.
—Todo este caso, endeble y basado en pruebas circunstanciales como es, depende enteramente del testimonio de un solo hombre, el superintendente Thomas Pitt. —Su voz rezumaba desdén—. Si pasamos por alto lo que él dice, ¿qué queda? No hace falta que se lo diga: ¡nada en absoluto! —Empezó a contar con los dedos—. Un hombre que vio a otro en la calle entrando en un jardín. Ese individuo podría haber sido John Adinett o podría no haberlo sido. —Levantó otro dedo—. Un arañazo en una puerta que podría llevar días allí y que probablemente lo causó un taco de billar manejado con torpeza. —Un tercer dedo—. Una butaca de la biblioteca apartada por un buen número de razones. —Un cuarto dedo—. Libros fuera de su sitio. —Se encogió de hombros al tiempo que agitaba las manos—. Tal vez el señor Fetters los dejó fuera y la criada, que no lee mitología griega clásica, volvió a ponerlos donde le pareció, fijándose en que se vieran ordenados, no en la clasificación temática. ¡Es muy posible que no sepa leer! Un hilo de la alfombra enganchado a un zapato. —Abrió los ojos como platos—. ¿Cómo llegó allí? Qué sé yo. Y lo más absurdo de todo, media copa de oporto. El señor Pitt pretende que creamos que eso significa que el señor Fetters no tenía motivos para llamar al mayordomo. Lo que en realidad significa es que el señor Pitt no está acostumbrado a tener criados… lo que podría haberse deducido, puesto que es policía. —Pronunció la última palabra con profundo desprecio.
Se produjo un silencio en la sala.
Gleave hizo un gesto de asentimiento.
—Propongo llamar a varios testigos que conocen bien al señor Pitt para que les digan qué clase de hombre es, de modo que puedan juzgar por ustedes mismos el valor de su testimonio.
A Pitt se le cayó el alma a los pies cuando oyó el nombre de Albert Donaldson y vio su conocida figura cruzar la sala y subir al estrado. Parecía más corpulento y gris que cuando había sido su superior, hacía quince años, pero la expresión de su cara era tal como la recordaba, y supo que seguía albergando un profundo desdén hacia su persona.
Testificó exactamente lo que esperaba de él.
—¿Se ha jubilado de la policía metropolitana, señor Donaldson? —preguntó Gleave.
—Sí.
Gleave hizo un ligero gesto de asentimiento.
—Cuando era usted inspector de Bow Street, ¿trabajaba allí un agente llamado Thomas Pitt?
—Así es. —La expresión de Donaldson delataba ya sus sentimientos.
Gleave sonrió. Relajó los hombros.
—¿Qué clase de hombre era, señor Donaldson? Supongo que tuvo ocasión de trabajar a menudo con él. De hecho, él debía rendirle cuentas.
—¡Ése no rendía cuentas a nadie! —exclamó Donaldson lanzando una mirada hacia Pitt, sentado entre el público. No había tardado ni un minuto en localizarlo en las filas delanteras—. Hacía lo que le daba la gana. Siempre creía saber más que los demás y no permitía que nadie le dijera nada.
Llevaba años esperando esa oportunidad para vengarse de las ocasiones en que se había sentido frustrado por la insubordinación de Pitt, el desacato a unas reglas que éste consideraba restricciones insignificantes, los casos en que había seguido investigando sin tener informados a sus superiores. Pitt había obrado mal, se daba cuenta ahora que estaba a cargo de la comisaría.
—¿El adjetivo «arrogante» lo describiría bien? —inquirió Gleave.
—Muy bien —se apresuró a responder Donaldson.
—¿Aferrado a sus ideas? —prosiguió Gleave.
Juster se levantó a medias, pero cambió de opinión.
El presidente del jurado se echó hacia delante con el entrecejo fruncido.
En el banquillo de los acusados Adinett permanecía inmóvil.
—También lo describe bien —afirmó Donaldson—. Se empeñaba en hacer las cosas a su manera, sin importarle el procedimiento oficial. Quería toda la gloria para él y eso estuvo claro desde el principio.
Gleave le invitó a dar ejemplos de la arrogancia, ambición y abierto desacato a las normas de Pitt, y Donaldson obedeció encantado, hasta que el abogado decidió que era suficiente. Parecía un tanto reacio a entregárselo a Juster, pero no tenía otra elección.
Juster inició las repreguntas con cierta satisfacción.
—No simpatizaba con el agente Pitt, ¿verdad, señor Donaldson? —preguntó con aire ingenuo.
Habría sido absurdo que el testigo negara sus sentimientos. Hasta él era consciente de ello. Los había mostrado demasiado abiertamente.
—No puedes simpatizar con un hombre que hace imposible tu trabajo —respondió a la defensiva.
—¿Porque resolvía los casos de forma poco ortodoxa, al menos a veces? —inquirió Juster.
—Quebrantaba las reglas —corrigió Donaldson.
—¿Cometía errores? —Juster lo miró a la cara.
Donaldson se ruborizó ligeramente. Sabía que Juster podía consultar los archivos sin dificultad, y probablemente lo había hecho.
—Bueno, no más que la mayoría de los hombres.
—En realidad menos que la mayoría —repuso Juster—. ¿Sabe de algún hombre o mujer que haya sido condenado por el testimonio del señor Pitt y que más tarde se haya descubierto que era inocente?
El presidente del jurado se relajó.
—¡No sigo todos sus casos! —objetó Donaldson—. Tengo más cosas que hacer con mi tiempo que seguir los casos de cada agente de policía ambicioso.
Juster sonrió.
—Entonces se lo diré yo, ya que forma parte de mi trabajo conocer a los hombres en quienes confío —afirmó—. La respuesta es no; nadie ha sido condenado erróneamente a partir del testimonio del superintendente Pitt, en toda su carrera en el cuerpo.
—¡Porque tenemos buenos abogados! —Donaldson miró de soslayo a Gleave—. ¡Gracias a Dios!
Juster aceptó el argumento con una sonrisa que dejaba ver una dentadura perfecta. Sabía que no debía dar muestras de cólera ante el jurado.
—Pitt era ambicioso. —Dejó que sonara como una aseveración antes que como una pregunta.
—Ya lo he dicho. ¡Mucho! —replicó Donaldson.
Juster hundió las manos en los bolsillos con aire despreocupado.
—Supongo que debe de serlo. Ha alcanzado el puesto de superintendente en una comisaría muy importante, Bow Street. Un cargo bastante más alto del que usted jamás consiguió, ¿no es cierto?
Donaldson enrojeció intensamente.
—¡Yo no me casé con una mujer de familia bien y con contactos!
Juster parecía sorprendido; sus negras cejas estaban arqueadas.
—¿De modo que socialmente también lo supera? Y tengo entendido que la esposa del señor Pitt no sólo es de buena familia, sino también inteligente, encantadora y agraciada. Creo que sabemos perfectamente cómo se siente, señor Donaldson. —Le dio la espalda—. Gracias. No tengo más preguntas.
Gleave se levantó. Decidió que no podía salvar la situación y volvió a sentarse.
Donaldson bajó del estrado con expresión sombría, encorvado, y no miró a Pitt cuando se encaminó hacia la puerta.
Gleave llamó a su siguiente testigo. La opinión que éste tenía sobre Pitt no era mejor, aunque por distintos motivos. Juster no logró zarandearlo tan fácilmente. Su antipatía hacia Pitt se debía a la forma en que había procedido hacía tiempo en un caso en que un amigo suyo había sido considerado sospechoso, hasta que se demostró que no era culpable, bastante avanzado el asunto. No había sido una de las investigaciones más hábiles o mejor llevadas de Pitt.
El tercer testigo dio ejemplos que podían interpretarse de manera poco halagadora, haciendo parecer a Pitt arrogante y lleno de prejuicios. Sus primeros años fueron descritos con poca amabilidad.
—¿Dice que era hijo de un guardabosque? —preguntó Gleave con voz cuidadosamente neutral.
Pitt sintió frío. Recordaba a Gerald Slaley y sabía lo que iba a seguir a continuación, pero no podía detenerlo. No podía hacer nada más que permanecer quieto y aguantar.
—Así es. Deportaron a su padre por robar —explicó el testigo—. Si quiere saber mi opinión, Pitt siempre ha sentido resentimiento hacia la pequeña nobleza. Iba tras nosotros a propósito, lo convirtió en una especie de cruzada. Estudie sus casos y lo verá. Por eso lo ascendieron los hombres que lo escogieron: para llevar a juicio los casos en que estuvieran involucrados los poderosos y ricos, los casos que ellos creían políticos. Y él nunca les ha fallado.
—Sí —concedió Gleave astutamente—. He examinado la hoja de servicios de Pitt. —Miró a Juster y de nuevo a Slaley—. He advertido que se ha especializado en casos en los que están implicadas personas importantes. Si mi docto colega desea refutar el argumento, no tengo inconveniente en enumerárselos.
Juster hizo un gesto de negación. Sabía lo suficiente para no permitirlo. Demasiados de dichos casos habían sido conocidos, y eso podría contrariar a los miembros del jurado. Uno nunca sabía quiénes eran sus amigos ni los hombres que admiraban.
Gleave quedó satisfecho. Había presentado a Pitt como a un ser ambicioso e irresponsable, que actuaba movido no por el honor, sino por un resentimiento que albergaba desde hacía mucho tiempo y una sed de venganza porque su padre había sido acusado de un crimen del que él seguía creyéndolo inocente. Eso era algo que Juster no podía subsanar.
La acusación recapituló.
La defensa tuvo la última palabra. Recordó de nuevo a los miembros del jurado que todo el caso dependía de las pruebas presentadas por Pitt.
El jurado se retiró a considerar el veredicto.
No llegaron a ninguno esa noche.
A la mañana siguiente reaparecieron por fin cuatro minutos antes del mediodía.
—¿Han llegado a un acuerdo sobre el veredicto? —preguntó el juez, sombrío.
—Así es, Su Señoría —anunció el presidente. No levantó la vista hacia el banquillo de los acusados ni hacia Juster, sentado con rigidez, su cabeza morena ligeramente inclinada, ni a Gleave, que sonreía confiado. Sin embargo había tranquilidad en su porte, la cabeza muy erguida.
—¿Y están todos conformes con el veredicto? —preguntó el juez.
—Sí, Su Señoría.
—¿Declaran al acusado, John Adinett, culpable o inocente del asesinato de Martin Fetters?
—Culpable, Su Señoría.
Juster alzó la cabeza de golpe.
Gleave dejó escapar un grito ahogado y se levantó a medias de su asiento.
Adinett quedó petrificado, sin comprender.
La sala prorrumpió en exclamaciones de asombro, y los periodistas se pelearon por salir a informar a sus periódicos de que había ocurrido lo inimaginable.
—¡Apelaremos! —La voz de Gleave se oyó por encima del tumulto.
El juez llamó al orden, y mientras se imponía por fin en la sala una especie de silencio escalofriante pidió al ujier que le trajera el tocado negro que debía ponerse para pronunciar la sentencia de muerte contra John Adinett.
Pitt permaneció sentado, paralizado. Era tanto una victoria como una derrota. Cualquier cosa que hubiera creído el jurado, su reputación había quedado hecha trizas para el público. El veredicto era justo. No albergaba duda alguna sobre la culpabilidad de Adinett, aun cuando no tenía ni idea de por qué había cometido el crimen.
Sin embargo, en todos los delitos que había investigado, todas las odiosas y trágicas verdades que había desvelado, nunca habría hecho ahorcar a un hombre de buen grado. Creía en el castigo; sabía que era necesario tanto para el culpable como para la víctima y la sociedad. Era el comienzo de la curación. No obstante, nunca había creído en la extinción de un ser humano, cualquier ser humano… ni siquiera John Adinett.
Salió a la calle y echó a andar por Newgate Street sin experimentar ninguna sensación de victoria.