25
La tarde siguiente, mientras caminamos por la carretera, veo un paracaídas enredado en unos árboles a nuestra izquierda. Brennan se adelanta corriendo para echar un primer vistazo, y es la tercera vez hoy que se refiere a sí mismo como «el explorador». Veo que se detiene al llegar al nítido linde del bosque.
—¿Qué es? —pregunto desde lejos.
—¡Una caja! —grita—. ¡Grande!
Cuando llego yo, Brennan está dando vueltas alrededor de una caja de plástico enorme y vacía, asomándose al interior. Es tan alta como él.
—¿Qué crees que es? —pregunta.
—Una caja grande —respondo. Él se ríe, pero a mí no me sale. Quizá ya nunca más me salga.
—Pero ¿de dónde ha salido? —Sigue trazando círculos, como un cachorrillo investigando un olor.
La caja no está unida al paracaídas, que es gigantesco, mayor de lo que aparentaba desde la carretera, y cuelga sobre nosotros como un espléndido cielo verde. Las cuerdas se han partido, o alguien las ha cortado. No escudriñes, procura tener visión de conjunto. Sin embargo, ese rastro es el más obvio que he visto nunca.
—La lanzaron desde un avión —digo recordando una estela en el cielo, un sonido en la noche.
—Está vacía —anuncia Brennan. Lo veo nervioso; emocionado, creo—. Eso significa que alguien la
vació, ¿no? Que hay más gente por aquí cerca.
Doy un paso adelante para tocar la caja de plástico. Fresca, lisa, inorgánica. Imagino un reactor enorme cargado hasta arriba de cajas como esta en vez de pasajeros, llegando a casa vacío.
—Además, por aquí hay alguien lo bastante organizado para montar un Plan Marshall —digo.
—¿Qué es un Plan Marshall? —pregunta Brennan, que se agacha para meter la cabeza en la caja y examinar el techo.
Es duro, muy duro. La conversación. ¿Era esto lo que sentía Cooper al principio, cuando hablaba conmigo?
—¿No llegasteis a la Segunda Guerra Mundial en la escuela? —pregunto.
—Los nazis —contesta. Su voz produce un leve eco—. La Segunda Guerra Mundial fueron los nazis.
— Touché. —Se me escapa, y me gustaría retirarlo. Más que «Te quiero», decíamos touché. Una broma seguida de un beso—. Da lo mismo —digo—. Ni siquiera creo que la referencia funcione. —
Porque el Plan Marshall no fue lo mismo que el puente aéreo durante el bloqueo de Berlín, ¿verdad? Se trataba de transporte aéreo, no de suministro desde el aire, y aunque siempre he dado por sentado que lanzaban los víveres en paracaídas, a lo mejor los aviones aterrizaban.
¿Queda gente suficiente para que importen los nombres propios de la historia?
La caja parece indicar que sí. No estoy segura de qué me hace sentir eso, el hecho de que haya gente suficiente pero mis seres queridos no se cuenten entre ellos. Es otro reajuste, y no sé cuánta capacidad de cambio me queda.
Brennan saca la cabeza de la caja.
—¿Intentamos encontrarles? —pregunta.
Capto un movimiento con el rabillo del ojo y lo veo; los veo: un trío de extraños plantados entre los árboles, observándonos. Un anciano negro con el pelo blanco brillante, una mujer blanca tirando a joven y otro hombre, tampoco muy mayor, que por su aspecto podría ser latino, aunque a lo mejor solo es que tiene el pelo moreno y la piel bronceada.
—¿Mae? —insiste Brennan.
—No creo que haga falta —respondo.
—¿Por qué no? —Sale de un brinco de la caja—. ¿No quieres...? —Se fija en mi mirada y sigue la dirección que le indico con la barbilla—. Ah.
—¿Nombre? —pregunta el anciano.
Un anciano diferente. Este es blanco y lleva barba, y esta granja ha sido propiedad de su familia desde hace generaciones. O eso dice el folclore local. Ha pasado poco más de un mes desde la plaga —así la llaman: «la plaga»— y este santuario recóndito del oeste de Massachusetts ya tiene folclore.
Es la primera pregunta que nos hace, pero ya ha tomado varias notas en su gran libro encuadernado en cuero. Raza y sexo, supongo. Impresiones generales. La energía y actividad de Brennan, mi cara larga.
—Brennan Michaels —dice el niño. Está sentado en su silla, demasiado recto. Su pierna derecha impulsa una máquina de coser invisible.
—¿Inmune o recuperado? —pregunta el hombre.
—¿Qué?
—¿Fuiste inmune a la plaga o la contrajiste y te recuperaste?
—Ah. Inmune.
El viejo toma nota.
—¿Alguna habilidad que debamos conocer? ¿Tareas para las que estás especialmente preparado?
—Yo, esto...
—Tiene trece años —intervengo.
El barbudo se vuelve hacia mí con las cejas alzadas. No me cae bien.
—¿Qué me dices de ti, qué habilidades tienes?
—No muero —digo—, a diferencia de todos los demás.
Las cejas descienden.
—Aquí viven trescientas catorce personas que pueden decir lo mismo. ¿Alguna habilidad real?
Ya me cae un poco menos mal.
—¡Sabe hacer hogueras! —estalla Brennan—. Y refugios con ramas y cosas. Y es muy buena...
Lo acallo con una miradita. Casi no hemos visto nada de la granja cuando hemos entrado con nuestra
escolta, pero es enorme, está habitada y cuenta con múltiples estructuras. Había tractores en marcha, ruido. Aquí la vida va más allá de los refugios de ramas y hojas.
—No soy médico ni ingeniera —explico—. Soy incapaz de seguir el rastro de un ciervo y no sé cómo
construir un tejado, pero haré lo que haga falta. Enseñadme, o aprenderé por mi cuenta. En cualquier caso, el trabajo se hará.
El hombre toma unas cuantas notas más.
—Bueno, perezosa no pareces —comenta—. Mientras estéis dispuestos a contribuir, nos vendréis bien. ¿Y tú qué eres, inmune o recuperada?
—Recuperada, creo.
—¿Cómo te llamas?
—Mae —digo. A lo mejor debería haber dudado o haber dado el otro nombre, pero Mae es la versión
de mí que ha llegado hasta aquí.
—¿Mae qué más?
Esta vez sí que dudo, y a continuación doy la única respuesta que siento cierta:
—Woods. —Bosques.
A oscuras: Intento encontrar a mi mujer
...
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