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Mi tío decía que estaba en el agua, o sea que dejó de beber agua que no estuviese embotellada —dice Brennan—. Mamá opinaba que habían sido los terroristas, con una bomba invisible o algo parecido.

Espera que le responda, pero solo lo escucho por si hay una Pista oculta en su relato. No para de hablar de su madre. Vamos caminando. Es mediodía, está despejado y hace un tiempo fresco, cada vez

más otoñal. Según mis imperfectos cálculos, debe de ser bien entrado septiembre.

Mi silencio le impacienta.

—Es probable que tú tuvieras suerte, aislada aquí fuera durante el peor momento. Desde que empecé a

oír hablar del tema hasta que el presidente lo hizo en la tele, solo pasó como un día. Entonces nos dijeron a todos que nos quedáramos en casa y empecé a oír rumores de que unos chavales de nuestra calle estaban enfermos. El día después nos trasladaron a todos a la iglesia.

Aún no me ha venido la regla. Me parece que tengo un retraso.

—Aiden estaba en el instituto haciendo un curso de verano, y mamá le dijo que volviera a casa y él

dijo que lo intentaría, pero no se lo permitieron, y entonces los teléfonos dejaron de funcionar.

Me pregunto si se supone que sé quién es Aiden, y luego recuerdo que me ha dicho no sé qué de un

hermano. Debe de ser Aiden, en cuyo caso es intrascendente, relleno.

—Pasamos allí unos cuantos días —explica Brennan. Lleva en las manos bolsas de plástico llenas de

botellas de refrescos, golosinas y demás comida basura. Ha desayunado Cheetos y una botella de Coca-Cola—. Me aburría, no me enteraba mucho de lo que pasaba. Entonces la gente empezó a enfermar.

Bueno, unos cuantos estaban enfermos desde el principio, pero los mantenían separados; en la guardería, creo. Y de pronto eran demasiados y estaban por todas partes, y aquello empezó a apestar de lo lindo, porque la gente vomitaba y tal.

Me conozco esta historia. Todo el mundo la conoce. Aquí no hay Pistas.

—¿Hubo escasez de comida? —pregunto—. ¿Hubo alguien con una cicatriz en la cara que acaparase el

agua?

Niega con la cabeza y, a juzgar por las apariencias, diría que me toma en serio.

—No, siempre hubo comida de sobra; los enfermos no comían. También había agua corriente. Algunos

no querían beber del grifo, pero yo llenaba allí las botellas. Porque el agua del baño es la misma que la de la cocina, ¿a que sí?

—Sí —digo haciendo hincapié en la palabra con un exagerado movimiento de puño.

Recuerdo que hace años vi un programa con un punto de partida similar en el canal Discovery. Lo vendían como experimento: unas personas que «sobrevivían» a un brote de gripe simulado tenían que construir una pequeña comunidad y luego encontrar una salida para llegar a un sitio seguro. A ellos les dejaban hacer cosas chulas, como cablear paneles solares y construir coches. Lo único que me dejan hacer a mí es caminar sin parar y escuchar a un crío charlatán que me cuenta trolas. Además, ellos sabían dónde se metían. Ignoraban lo difícil que resultaría, tal vez, pero sabían de qué iba. El mío se suponía que iba a ser un programa sobre supervivencia en la naturaleza.

Miro de reojo a Brennan, que sigue parloteando sobre su dichosa iglesia inventada.

Los concursantes del programa del Discovery estaban en una zona delimitada: equis manzanas de la ciudad en la primera temporada y un perímetro de pantano sureño en la segunda, si no me falla la memoria. Yo ya he recorrido el equivalente a centenares de manzanas. Millares, tal vez. Y no soy la única concursante. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo despejan el paso?

La respuesta es tan evidente como la pregunta: dinero. Los realities son famosos por su bajo coste, pero este cuenta con el presupuesto de una superproducción de cine. Lo dejaron claro en el proceso de selección, porque lo calificaron de oportunidad única de participar en una «revolucionaria experiencia de entretenimiento». Una «oportunidad». Podían vaciar centenares de casas y reparar y compensar económicamente a docenas de tiendas de equipo de acampada, que para ellos sería peccata minuta. Es un coste exorbitante, pero tiene sentido. La manera de actuar tiene su lógica.

—Cuando quedé solo yo —dice Brennan—, empecé a caminar. —Esta no es su mejor actuación; adopta un tono desapasionado que no concuerda con la historia que está contando. No estoy segura de por qué me parece irritante esta incongruencia, pero me lo parece.

En teoría estaba prevista una tercera temporada del programa sobre la pandemia, pero lo cancelaron

antes de que se emitiera un solo episodio. ¿Todas esas cosas tan chulas que los concursantes construyeron? También tenían que protegerlas. A uno de los participantes —¿sujetos experimentales?—

de la tercera temporada lo golpeó en la cabeza un falso merodeador durante un falso ataque y murió, lo que significa, supongo, que el ataque no fue tan falso, a fin de cuentas. Por lo menos esa es la explicación que un grupo concreto de páginas web ofreció para la cancelación. A saber. Aun así, nuestro contrato dejaba muy claro que no había que pegar a nadie en la cabeza.

¿Por eso emiten nuestros episodios tan pronto? ¿Por si alguien muere?

Dudo que sea esta su mayor preocupación, aunque tiene sentido que quieran contemplar la eventualidad de que un accidente interrumpa la producción. Pienso en lo enferma que me puse. Vino de un pelo, no que se cancelase el programa, sino mi participación en él. Y ya han poblado este mundo ficticio con un puñado de cadáveres de atrezo, un muñeco bebé que llora, un cámara interactivo. Un merodeador no sería tan descabellado, como paso siguiente. Bien pensado, me sorprende que lo único que haya tenido que derrotar hasta el momento hayan sido un acceso de fiebre y un coyote animatrónico.

Y este joven parlanchín, por mucho que finja, está con ellos. Está de su parte, no de la mía; no puedo olvidarlo.

—Quería alejarme —dice balanceando sus bolsas de plástico a ambos lados—. Ir a algún sitio donde

no hubiera estado nunca. Y entonces te encontré.

Como si nuestro encuentro fuera obra del destino. Pero no fue cosa del destino, sino de un casting.

—Entonces —digo—, entiendo que tu madre está muerta.

Al joven se le corta la respiración y está a punto de tropezar.

—Vamos, tiene que estarlo —razono—. Los dos encerrados en aquella iglesia abarrotada, con cientos

de personas más, todas tosiendo, vomitando y cagándose encima. Salta a la vista que eres un niño de mamá y tú estás aquí y ella no. Eso significa que está muerta, ¿no?

No responde. Mi intención era pincharle para que aportase algo de emotividad a su interpretación, pero el resultado es mejor todavía: silencio.

Mientras caminamos, los pensamientos sobre mi familia se deslizan hasta un primer plano de mi consciencia. La familia que escogí y la familia en la que nací. Mi indiferencia hacia esta última. Mi miedo a que si tengo una hija, algún día sienta esa misma indiferencia hacia mí.

Es curioso que mis sueños siempre los protagonice un niño, cuando la posibilidad de tener una hija es lo que me asusta más. Hijas: parece imposible educarlas bien.

—Todas las personas a las que tú conoces también están muertas —dice Brennan.

Me vuelvo hacia él, sorprendida. Tiene la cara pegada a la mía y los ojos rojos; unas lágrimas surcan sus enjutas mejillas. Le cae un moco de la nariz a los labios. Tiene que notar el sabor.

—Tu familia —prosigue—. Tus amigos del rafting. Están flotando en el río. Seguro que ahora hay peces comiéndose su cara.

—Eso es... excesivo —digo. Su voz tiene algo que no puedo definir del todo. No es malicia; no creo

que intente hacerme daño. No sé qué pretende conseguir.

—Son hechos y punto —murmulla. Desliza las asas de las bolsas de plástico hasta la parte interior del codo y cruza los brazos. La esfera de su reloj me hace guiñar el ojo.

Está enfurruñado, descubro. La idea me llena de asombro, pero pienso: ¿por qué no? Es probable que

añore su hogar. Es muy posible que él tampoco supiera dónde se estaba metiendo. Me da un poco de pena, pero más que nada agradezco que haya vuelto a callarse.

¿Y si mi madre estuviera muerta de verdad? Es una pregunta que me he planteado otras veces; solo tiene cincuenta y seis años pero parece mucho mayor, sobre todo por culpa de la piel. Sesenta y cinco kilómetros por trayecto dos veces por semana para mantener su bronceado de fuera de temporada, tragando cancerígenos durante todo el recorrido. Invierno, verano, ese moreno intenso sin la típica manga marcada de los campesinos siempre canta en Vermont. Si se le suma su dieta, en la que destacan comidas tan sanas como por ejemplo gofres congelados cubiertos de carne picada y regados con sirope, y de remate un helado cremoso con jarabe de arce, puede darse por descontado que no llegará a muy anciana.

Está muerta; lo está.

Pienso en esas palabras, para ver cómo me hacen sentir. No noto ningún efecto. Deberían hacer que me sintiera mal, y me gustaría que así fuera, pero no. Recuerdo cuando me aceptaron en la Universidad de Columbia y mi madre se paseó por toda la ciudad fanfarroneando: era un logro de ella, no mío. Sin embargo, cada vez que fallo en algo, como cuando perdí aquella carrera a los ocho años o no conseguí el empleo en la Sociedad para la Conservación de la Fauna y Flora hace dos, pone cara de que sabía que

me la pegaría, como si hubiera sido una imprudencia por mi parte probarlo siquiera. Y aun así seguí probando; me dejé la piel durante años. Recuerdo el día de mi boda, lo feliz que me sentía. Y afortunada.

Recuerdo cuando mi madre se inclinó para besarme en la mejilla en el banquete. «Estás preciosa —dijo

—. Igual que yo cuando era joven.» Su pasado: mi presente. Su presente: mi futuro. Como una maldición.

Lo peor es que he visto las fotos; sé que ella también fue feliz hace tiempo.

Lo de mi padre ya es más complicado. No tenemos mucha relación; en algún momento de mi adolescencia perdimos la capacidad de comunicarnos, y no creo que él entienda por qué me esforcé tanto para alejarme de un sitio tan querido para él. Pero no puedo pensar en él sin sentir un estremecimiento de afectuosa nostalgia, sin imaginar el dulce aroma de la canela y el arce en el horno. Siempre arce.

—¿Es posible tener un mal recuerdo infantil sobre hornear? —me pregunto.

—¿Qué? —dice Brennan.

—Da lo mismo —respondo, y pienso: Estos recuerdos no son para ti.

Mi padre y yo compartimos dieciocho años, pero el horno es casi lo único que recuerdo. Cuando era

pequeña, lo ayudaba en su panadería antes de clase. Mi especialidad era aplastar plátanos para el pan de plátano y arce. Eso, y espolvorear la masa con azúcar de arce una vez vertida en los moldes. Quiero recordar algo más, algo que no tenga que ver con la comida, pero lo único que se me ocurre es mi cumpleaños cuando iba a cuarto curso; no sé a qué edad sería. Fue una fiesta temática sobre los delfines, mi animal favorito en aquel momento, aunque aún tardaría años en ver uno. Mi padre cocinó el pastel, por supuesto —con forma de delfín y recubierto de crema de mantequilla de arce— y hubo piñata. Una vez

más, con forma de delfín. La mayoría de mis compañeros de clase estaban invitados. David Moreau me

regaló una cometa. La hicimos volar juntos ese fin de semana. ¿O fue en quinto? No estoy segura.

Recuerdo a mi padre presentando la tarta de delfín y a mi madre royéndose la uña del pulgar mientras echaba naranjada de lata en un vaso de plástico transparente.

Y entonces doy con él: mi padre animando desde la grada. Es el instituto, una competición de atletismo durante mi primer año, mucho antes de que llegara a capitana. ¿Fue mi primera competición? En mi memoria presenta toda la intensidad de una primera vez. Recuerdo el gorgoteo de los nervios en el estómago y el ligero dolor que sentí al estirar los gemelos. Recuerdo a mi padre gritando mi nombre y saludando con la mano. La competición no se celebró en nuestra pista, sino en otro pueblo que estaba a media hora en coche del instituto. Papá cerró la panadería antes de hora para ir a verme.

—Mae, perdona.

Parpadeo. La carrera desaparece; no recuerdo qué tal lo hice, si me clasifiqué.

—Es duro pensar en ella —explica Brennan—. La echo de menos. Y... y nada, que la echo de menos.

Tardo un momento en comprender de qué me habla.

—No te preocupes —le digo—. Estoy segura de que te está mirando.

—Lo sé —me contesta, y se santigua; la bolsa que le cuelga del brazo golpea contra su pecho.

Se me encienden las mejillas de inmediato. No quería decir eso. Aunque creyera que su madre está muerta, nunca habría querido decir eso. Lo que es peor: ahora que él ha tergiversado mis palabras, lo más probable es que las emitan. La idea de contribuir, aunque sea por error, a la espiritualidad vacía que tanto predomina en Estados Unidos me pone enferma.

Unos pasos más adelante, Brennan empieza a divagar sobre su estúpido pez, que si se lo llevó a la iglesia en su pecera y luego el gato de un vecino se lo comió. Él estaba en el baño llenando botellas de agua cuando ocurrió.

—Solo era un pez —le espeto—. Están para que se los coman.

—Pero...

—Por favor, puedes... Por favor, deja de hablar durante cinco minutos.

Me mira con los ojos como platos, pero aún no ha pasado ni un minuto cuando empieza a hablarme de

su hermano y de la primera vez que viajaron juntos en metro. Parlotea sobre la cantidad de ratas que vieron y conjetura que eso es lo único que debe de quedar en todo el metro a estas alturas: ratas.

—Odio las ratas —concluye, y en eso al menos no puedo llevarle la contraria.

Forma parte de mi trabajo enseñar ratas y explicar que su estigmatización es injustificada, que en realidad son animales muy limpios, y lo hago. Sonrío para calmar los temores y el desasosiego del aula, pero por dentro yo también me revuelvo; nunca he podido acostumbrarme al tacto de sus colas desnudas en la cara interior del brazo. De manera que sonrío allí plantada y finjo una apertura de miras que nunca he sentido, con la esperanza de que se haga realidad.

Esa noche, después de que Brennan se meta a rastras en su destartalado túnel de viento, ni siquiera intento dormir. Mantengo el fuego avivado y me siento al lado, en compañía de su tranquilo crepitar. Mis pensamientos se remontan al primer día de rodaje, después de firmar todos los contratos y realizar nuestras últimas llamadas telefónicas a casa: un montón de «te quiero» y «buena suerte», todos sinceros pero nada más. Recuerdo que caminamos hasta el campo donde empezaba el primer Desafío y que no sentía miedo, ya no. Estaba contenta, emocionada; sé que me sentía así, pero el recuerdo es como una dulzura que se desvanece en el fondo de la garganta; no es un sabor real, sino la memoria. Quiero sentirme otra vez así. Quiero saber que soy capaz de sentirme otra vez así.

Un búho real canta desde algún punto de la oscuridad. Cierro los ojos para escuchar. A mí, el búho real siempre me ha sonado un pelín agresivo, porque su canto es un hor hor-hor horrrrr hor-hor casi gutural, a diferencia del inquisitivo huu que suele atribuirse a su familia. Tampoco creo que tengan aspecto de sabios. Parecen más bien irritados, con esas cejas que bajan en picado y los plumeros de las orejas.

Cooper era un poco así, al principio. Distante. No sé qué me atrajo hacia él con tanta fuerza desde el primer instante. No; sí que lo sé. Su aire de autosuficiencia casi antinatural. Su manera de escudriñarnos, de evaluarnos sin buscar aliados, porque desde el momento en que saltó a aquel árbol quedó claro que él no necesitaba a nadie más. Apuesto a que su vida adulta desde siempre ha transcurrido así: sin necesitar a nadie y sin nadie que lo necesite, una existencia sin disculpas y repleta de hazañas. Nunca había estado cerca de alguien tan sumamente independiente y eso me fascinaba. Al principio me pareció raro que escogiesen a alguien que apenas hablaba, pero sus acciones hablaban solas, más que mil palabras, por así decirlo. Y aquellos de nosotros que carecíamos de sus habilidades llenábamos el silencio.

Si pudiera escoger a cualquiera de ellos para trabajar codo con codo otra vez, sería Cooper, sin ninguna duda. Heather sería mi última opción; incluso elegiría a Randy antes que a ella.

¿Me elegiría Cooper a mí?

El búho vuelve a cantar. Otro responde, a lo lejos. Una conversación, un cruce de llamadas. No es época de celo, de modo que no sé qué se comunican, si sus cantos son una llamada a la cooperación o la competición. Cierro los ojos. Escuchando esos familiares sonidos, casi puedo fingir que estoy de acampada, solo por una noche. Que mañana por la mañana lanzaré los trastos a la parte de atrás de mi Subaru Outback y regresaré a casa, donde me espera mi marido, cuyo revoltillo de beicon y cebolletas marca de la casa chisporrotea en el fogón, mientras el aroma del café recién hecho flota por el pasillo para darme la bienvenida. Casi puedo olerlo.

Casi.