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Me limpio y me vendo la mano usando el pequeño botiquín de primeros auxilios que me dieron al inicio del programa, y luego me pongo en marcha. Me falta una bota y estoy enfadada. Cada rama que rozo me recuerda con su susurro el gruñido del coyote. Si intento enfocar algo que está a más de unos cuantos metros, tengo que forzar la vista, aunque me sirve de poco y además me da dolor de cabeza. O

sea que no enfoco. Voy a la deriva, atravesando el follaje con pasos lentos. Y aunque siento las piedras y ramas que piso con mi pie izquierdo descalzo, mi vista reduce a un borrón cualquier textura. Los objetos independientes se fusionan. El suelo del bosque es una gran alfombra verde por aquí y marrón por allá, un estampado inspirado en la madre naturaleza.

Mientras camino, tengo agarrada dentro del bolsillo de la chaqueta la lente de las gafas que sobrevivió y paso el pulgar por su concavidad. Se ha convertido en mi amuleto contra los nervios; más que eso, es mi amuleto contra la furia, mi amuleto para pensar, para animarme a lo que sea.

El coyote no podía ser real. Era imposible. Ahora que ha pasado el fragor del momento, el ataque lo

veo lejano, como un sueño. Estaba tan oscuro y pasó todo tan rápido... Me concentro para hacer memoria y detectar fallos. Creo recordar que sus movimientos manifestaban cierta rigidez mecánica, que entreví un destello metálico a la luz de la luna. Sé a ciencia cierta que recuerdo un zumbido electrónico que delataba la no autenticidad del llanto enlatado del muñeco; a lo mejor ese sonido se captaba también por debajo de los gruñidos del coyote. Yo estaba muy asustada y no veía, y pasó todo muy rápido.

Ad tenebras dedi. Tres palabras y se acabó. Lo único que tengo que hacer es reconocer la derrota. Si hubiera mantenido la calma durante el ataque, podría haberlo hecho, pero ahora el momento ha pasado y el orgullo me impide abandonar.

El orgullo, pienso mientras recorro la neblina abstracta que me rodea. Solo conservo unos pocos recuerdos de las clases de catequesis a las que mi madre me obligó a asistir cuando iba al colegio, pero me acuerdo de que aprendimos lo que era el pecado del orgullo. Recuerdo a la vieja señora Comosellame, con su pelo teñido de rojo y su holgado vestido de flores, que nos sentó a las seis alrededor de su mesa de la cocina y señaló un colgante con un ópalo que llevaba yo.

«El orgullo —dijo— es sentirse más guapa que las demás. Es llevar demasiadas joyas y mirarse todo

el rato en el espejo. Es llevar maquillaje y falda corta. Y es uno de los siete pecados capitales.»

Recuerdo estar sentada a su mesa, rabiando por lo que había dicho. Odiaba que me hubiera usado como ejemplo, y que encima el ejemplo fuera equivocado. El collar había sido de mi abuela por parte de padre, que había fallecido unos meses antes. Llevarlo no me hacía sentirme más guapa que las demás; me recordaba a una mujer a la que quería, echaba de menos y lloraba. Además, yo no era nada femenina y ni siquiera había intentado ponerme maquillaje.

Aquel día merendamos galletas con crema de cacahuete y mermelada, y cuando me disponía a coger

una segunda, me advirtieron de los peligros de la gula. Ese recuerdo en particular me provoca una amarga carcajada gutural mientras avanzo arrastrando los pies.

¿Qué más?

Recuerdo estar arrodillada en un banco de la iglesia mientras la profesora nos hacía la misma pregunta una y otra vez. Yo me devanaba los sesos pensando: ¿por qué no responde nadie? Por probar, ofrecí una idea, solo para que me mandaran callar a gritos. No recuerdo la pregunta a la que no debía contestar ni la respuesta que no debía dar, pero sí recuerdo la vergüenza que pasé.

Aquel día aprendí que por insistente que sea el tono de una persona, por muchas veces que pregunte

algo, es posible que en realidad no quiera una respuesta.

También recuerdo que semanas o meses más tarde fui a hablar con mi madre y le pedí que no me hiciera volver. No porque las clases me aburrieran o asustasen, sino porque, incluso siendo tan pequeña, yo sabía que algo no encajaba. Daba igual que desconociera aún la palabra «hipócrita »: al igual que con

«retórica », aprendí el significado antes que la palabra. Yo intuía el orgullo de mi maestra. Era una niña imaginativa, que disfrutaba diciendo que una casa estaba habitada por fantasmas o viendo las huellas de Bigfoot en el barro, y de vez en cuando me permitía perderme en un juego, aunque no por ello dejaba de ser consciente de que estaba jugando. Sabía que no era real. Una cosa era ver unos dibujos animados de Adán y Eva, que caían por culpa de los ridículos susurros de una serpiente y luego eran expulsados de su hogar por Dios, y otra suponer que esa historieta no era fantasía, sino una representación fiel de la historia. Incluso con diez años, sentía rechazo. Cuando me presentaron las ideas de Charles Darwin y Gregor Mendel en el instituto varios años más tarde, experimenté lo más parecido que he sentido nunca a una revelación espiritual. Reconocí la verdad.

Es esa verdad la que ha dado forma a mi vida. Carezco de aptitud para las ciencias puras y las matemáticas —me quedó claro en la universidad— pero entiendo lo suficiente. Lo suficiente para no necesitar lugares comunes. He oído hablar a los creyentes de la frialdad de la ciencia y el calor de su fe, pero mi vida también ha sido cálida, y tengo fe. Fe en el amor y fe en la belleza inherente de un mundo que se formó solo. Cuando el coyote me agarró el pie, no desfiló mi vida ante mis ojos; solo vi el mundo.

La majestad de los átomos y todo aquello en lo que se han convertido.

Esta experiencia quizá sea la horrible creación de un equipo de productores, y es posible que lamente alguna de las decisiones que me han traído hasta aquí, pero eran mis decisiones, solo mías. Y aunque haya cometido errores, eso no cambia el hecho de que el mundo en sí es bello. Las espirales puntiagudas de una piña de conífera, el flujo helicoidal del meandro de un río que va erosionando la orilla, el destello naranja de las alas de una mariposa que advierte a los depredadores de su sabor amargo. Eso es orden a partir del caos; eso es belleza y resulta más hermoso aún por haberse diseñado solo.

Salgo del bosque; la carretera se extiende ante mí como humo.

No podía haber visto venir el ataque, pero aun así tendría que haberme esperado algo parecido. Una

farsa. Cuanto más lo pienso, más clara me parece la verdad: el coyote era una creación animatrónica. Era demasiado grande para ser real; se movía con demasiada rigidez. No parpadeaba y sus ojos como canicas nunca cambiaban de foco. Ni siquiera creo que abriera y cerrase la boca, aunque los labios tal vez se movieran un poco. No me mordió el pie; me pusieron un cepo en la bota mientras dormía. Yo estaba sorprendida y asustada; estaba oscuro y no llevaba puestas las gafas. Por eso me había parecido vivo.

El mundo que recorro ahora es una perversión deliberadamente humana de la belleza natural. No puedo olvidarlo; tengo que aceptarlo; lo he aceptado.

Con la vista como la tengo, la bota de menos y el cuerpo dolorido y agarrotado, es probable que al cabo de medio kilómetro necesite un descanso. Todavía es temprano, tengo tiempo de tomarme un respiro. Me siento con la espalda apoyada en el quitamiedos y cierro los ojos. No paro de oír unos pasos en el bosque cuando sé que no existen. Me niego a abrir los ojos para mirar.

Me despierta la sed, una sequedad infinita en la boca. Busco a tientas la mochila, encuentro una botella de agua medio llena y me la bebo entera.

Es entonces cuando reparo en que el sol se encuentra en el lado incorrecto del cielo. Siento un principio de pánico —el mundo está mal— y luego la razón toma las riendas y comprendo que el sol se

está poniendo. He dormido todo el día. Nunca me había pasado. Y la verdad es que me siento mejor.

Noto la cabeza despejada y el pecho más relajado. Hasta tal punto me siento mejor que me doy cuenta de lo mal que debía de estar antes. Siento pinchazos en la vejiga y me muero de hambre, como indican los gruñidos suplicantes de mi estómago. Tengo tanta hambre que saco la crema de cacahuete y me meto entre pecho y espalda varias cucharadas, intentando no pensar en sus asquerosos sabor y textura. Sorteo el quitamiedos y me agacho entre los árboles. Mi orina tiene un color ambarino intenso, demasiado oscuro.

Saco mi segunda botella y bebo un poquito. Por deshidratada que esté, tiene que durarme; caminar de noche es imposible sin gafas.

Mientras recojo leña para mi refugio, descubro un pequeño tritón de manchas rojas. Junto las palmas y lo cojo, agachándome por si se me escurre. Admiro la piel naranja brillante y los círculos con el contorno negro que motean el fino lomo del anfibio. Siempre me han gustado los tritones de manchas rojas. De pequeña los llamaba «tritones de fuego». No fue hasta mucho más tarde —bien entrado mi primer año como profesional de la educación en la fauna salvaje— cuando descubrí, avergonzada, que la coloración roja no es propia de la especie, sino solo de la fase juvenil del tritón. Cuando crecen, esas vistosas crías se convierten en anodinos adultos de color marrón verdoso.

El tritón se acostumbra a mi piel y empieza a avanzar meneándose, cruzando la palma de mi mano.

Me pregunto cuántas calorías me aportaría comérmelo.

Piel naranja brillante: toxinas vistosas. No estoy segura de hasta qué punto son venenosos para los humanos los tritones de manchas rojas, pero no puedo correr el riesgo. Bajo la mano hasta una piedra musgosa, dejo que el animalillo se aleje con paso tranquilo y termino de construir mi refugio.

Esa noche sueño con terremotos y bebés animatrónicos con colmillos. Por la mañana desmonto el campamento y avanzo poco a poco hacia el este por la vaporosa carretera. Puede que sea incapaz de enfocar la vista, pero las ideas las tengo claras. Necesito material. Una mochila nueva, botas y comida: cualquier cosa menos crema de cacahuete. Una vez más, estoy nerviosa por el tema del agua; es como si hubiera vuelto atrás en el tiempo... ¿Cuántos días: tres, cuatro? Parecen semanas. Como si acabara de salir de la cabaña azul, después de enfermar, cuando estuve lo bastante recuperada para empezar a moverme otra vez pero antes de encontrar el supermercado. No tengo comida, casi no me queda agua y

avanzo hacia el este buscando una Pista que parte de mí teme que nunca llegará. Es exactamente lo mismo, con la diferencia de que ahora no veo y me falta una bota.

Qué despacio voy, qué despacio. Pero cada vez que intento apretar un poco el paso tropiezo, resbalo o piso algo afilado. La planta del pie izquierdo me duele como si fuera un cardenal enorme cubierto por una ampolla gigante.

La mañana es fría e interminable. Esto, esta borrosa monotonía, es peor que el coyote robótico, casi tan malo como el muñeco. Si pretenden doblegarme, no tienen más que seguir así, mantenerme caminando sin rumbo fijo y sin nada que ver ni nadie con quien hablar. Nada de Desafíos que ganar o perder. La frase de seguridad se cuela con sigilo en mi consciencia y me provoca. Por primera vez, desearía no ser tan cabezona. Poder ser como Amy, encogerme de hombros sin más y reconocer que ya he tenido suficiente.

Que esto es demasiado jodido para valer la pena.

¿Y qué pasaría si...? ¿Si me empeñara por ejemplo en caminar más deprisa a pesar de estar cegata? A

lo mejor tropezaría de verdad. A lo mejor me haría un esguince en el tobillo peor que el de Ethan, un esguince grave; quizá incluso una fractura. ¿O qué pasaría si no fuera tan cuidadosa con el cuchillo? A lo mejor se me escaparía y me haría un corte en la mano, un corte profundo, lo suficiente para no poder cerrar la herida con mi kit de primeros auxilios. Las circunstancias me impedirían continuar. Me vería obligada a abandonar y todo el mundo diría: «No fue culpa tuya». Mi marido besaría el vendaje y lamentaría mi mala suerte, al tiempo que me repetía lo mucho que se alegraba de tenerme en casa.

La idea poseía cierto atractivo. No era cuestión de hacerme daño adrede, eso nunca, pero sí de permitirme la oportunidad de cometer un desliz. Con cada paso que doy la idea me parece menos ridícula y entonces reparo en que tengo delante una estructura borrosa. Tras dar unos cuantos pasos cautelosos, veo que se trata de una gasolinera y que de los surtidores cuelga un cartel escrito a mano donde pone NO

HAY GASOLINA, lo bastante grande para que pueda leerlo a treinta metros de distancia aun sin las gafas. Al instante vuelvo a meterme de lleno en el juego, y el desasosiego desparece de mi pecho. Cuando me acerco a la gasolinera, veo unos cuantos edificios aislados a lo largo de una carretera secundaria que se desvía a mi izquierda.

El suelo del cruce está cubierto de manchas de color. Al aproximarme con los ojos entrecerrados, advierto que se trata de pancartas de las que la gente clava en el jardín. Distingo un anuncio de pruebas para entrar en un equipo de béisbol infantil y varias chorradas de la Asociación Nacional del Rifle. Hay un cartel que tan solo dice: ¡ARREPENTÍOS! Al borde del grupo, hay otro cubierto de pegatinas, por lo menos una docena. Entre ellas destacan unas flechas azules que apuntan a la izquierda.

El tono no cuadra, porque es más oscuro que el color que me asignaron. No estoy segura de que las

flechas me indiquen algo a mí; es posible que esté viendo cosas donde no las hay, pero necesito víveres desesperadamente y Emery avisó de que no siempre estarían en sitios obvios. ¿Qué peligro hay en seguir la flecha, durante un trecho corto? Si me equivoco, no me dejarán desviarme demasiado; no lo creo.

Giro hacia el norte. Camino atenta y en tensión, pero no veo nada fuera de lo corriente, a excepción de la calma. El primer edificio al que llego es una cooperativa de crédito; parece cerrada. A lo mejor es domingo, o el personal está dentro, agazapado hasta que pase de largo. No veo nada azul. Al cabo de unos minutos, llego a un segundo edificio, que está algo apartado de la carretera. Cruzo el pequeño aparcamiento vacío para investigar. Veo escaparates y figuras dentro. ¿Personas? La cuestión es que al parecer no se mueven. Al acercarme caigo en la cuenta de que se trata de maniquíes, colocados alrededor de una tienda de campaña. Fuerzo la vista para leer el rótulo de encima de la puerta: SENDERISMO PARA TODOS. Pienso en mi mochila rota y mi bota perdida.

La puerta está cerrada con llave. Es la primera vez que me pasa. Me quedo plantada en los escalones

de entrada, reflexionando. Las reglas prohibían conducir, golpear a alguien en la cabeza o en los genitales y usar armas de cualquier clase. No decían nada sobre allanamiento, por lo menos que yo recuerde. De hecho, explicaban que cualquier refugio o recurso que se encontrase era válido.

Uno de los maniquíes femeninos lleva un chaleco azul y un gorro peludo a juego. Azul celeste, mi azul.

Golpeo con el codo la hoja inferior de la puerta de cristal. El vidrio se rompe; el dolor que siento no es nada comparado con todo lo que he sentido estos últimos días. Meto la mano por el agujero y descorro el cerrojo desde dentro. Me quito la mochila y luego la chaqueta, que sacudo por si han quedado cristales en algún pliegue de la manga. Después me la ato alrededor del pie izquierdo y entro en la tienda, con cuidado de no perforar mi improvisada zapatilla. Bajo el talón de mi bota derecha crujen los cristales, y veo un trozo de papel en el suelo. Lo recojo pensando que puede ser una Pista. Desdoblo el papel y leo: TODO AQUEL QUE EXPERIM ENTE SÍNTOM AS (SOM NOLENCIA,

IRRITACIÓN DE GARGANTA, NÁUSEAS, VÓM ITO, M AREO,

TOS) DEBE PRESENTARSE DE INM EDIATO EN EL CENTRO

COM UNITARIO DE LA VIEJA FÁBRICA PARA SOM ETERSE

A LA CUARENTENA OBLIGATORIA

 

Contemplo el mensaje durante un rato, sin comprenderlo. Y después, como por efecto dominó, lo entiendo. Lo entiendo todo. La partida de mi cámara, la cabaña, la meticulosa retirada de toda vida humana que pudiera encontrar en mi camino... Están cambiando el tema de fondo. Recuerdo que antes de salir de casa busqué en Google Maps la zona en la que nos dijeron que se rodaría; recuerdo que reparé en una zona verde no muy lejana: el Parque Estatal del Fin del Mundo. Lo recuerdo porque el nombre me

encantó aunque me pareció algo excéntrico. Aunque quizá el nombre no sea un título, sino una declaración. Quizá la proximidad del parque a nuestra localización inicial no fuera una coincidencia. Por lo que sé, hasta podría haber sido ni más ni menos que nuestra localización inicial.

Son unos cabrones muy ingeniosos.

Dejo caer al suelo el folleto. Es una Pista, no cabe duda, y no me indica adónde ir, sino dónde estoy.

La historia que hay detrás de su atrezo disperso.

Todo lo que contiene esta tienda está a nuestra disposición.

Lo primero que cojo es el gorro peludo del escaparate. Lo quito de la cabeza de plástico del maniquí y me lo pongo sobre el pelo enmarañado. Después me dirijo hacia el mostrador, donde veo una nevera llena de bebidas patrocinada por Coca-Cola. Hay una docena de botellas de agua, por lo menos. Agarro una y bebo como una desesperada. Lleno mis botellas de Nalgene y cojo las demás. Mi siguiente objetivo es un expositor giratorio de barritas energéticas. Chocolatinas KIND, Luna, Lärabars, Clif Bars y media docena de marcas más. Me lleno los bolsillos con los sabores que conozco y me como una. Limón. Dulce como un postre, pero no me importa; la engullo entera y abro una segunda. Cuando llevo dos me paro, sin embargo, para dejar que el estómago se acostumbre. Cuatrocientas calorías; me sienta como un banquete.

A continuación deambulo por los pasillos, recreándome, acariciando la ropa, las linternas y los hornillos.

Caigo en la cuenta de que esta es mi recompensa por superar el Desafío del coyote. Había olvidado que habría premio.

En la pared del calzado veo la ridícula versión de zapato que lleva Cooper. ¿Se las habrá visto él también con un coyote en su último Desafío? A lo mejor nos ha tocado a cada uno algo distinto, algo en consonancia con nuestras habilidades. A Cooper le ha tocado un oso, y el tío... No sé cómo se las habrá apañado, pero seguro que lo ha hecho perfecto; si falla, no será por pánico. Si Heather sigue en el concurso, le habrá tocado un murciélago o una araña. Es improbable que haya durado tanto, de todas formas; habría abandonado la segunda noche si la hubiésemos dejado sola. Al chico asiático, no recuerdo cómo se llama, le habrá tocado un mapache o un zorro, algún animal más pequeño que un coyote, pero

astuto. Una ardilla para Randy, por supuesto; mejor dicho, todo un tropel.

Con independencia de cuáles hayan sido sus Desafíos, espero que ellos también hayan chillado pidiendo ayuda. Espero que todos menos yo hayan recordado la frase de seguridad y la hayan gritado a los cuatro vientos.

Espero que estén bien.

Encuentro una bota de excursionismo que me gusta, ligera e impermeable, y voy con la etiqueta del ejemplar de muestra a lo que imagino que debe de ser el almacén, una puerta a la izquierda de la sección de calzado. La habitación del otro lado está a oscuras y no tiene ventanas; solo entra de refilón un poco de luz diurna desde detrás de mí. No huele.

Vuelvo a los pasillos en busca de una linterna y un paquete de pilas AA. No puedo abrir el envoltorio con los dedos entumecidos, y el cuchillo tampoco sirve de mucho, de manera que me dirijo al expositor de navajas multiusos Swiss Army y Leatherman. Vacilo por un instante —no se permiten armas—, pero

cuando cojo una que se adapta bien a mi mano y saco su hoja más larga, me recuerdo que se las considera herramientas y que no implican mayor peligro que el cuchillo que me dieron al principio. Abro con ella el paquete de pilas. Esto empieza a parecer la búsqueda del tesoro. O un videojuego. Encuentra el objeto A para obtener acceso al objeto B, encuentra el objeto C para abrir el objeto A. La sensación de triunfo que experimento al meter las pilas en la linterna es tan sospechosamente intensa que me hace recelar.

Quieren que me confíe. Pronto pasará algo malo. Algo me espera en el almacén.

Sin embargo, cuando ilumino el interior con la linterna, solo veo material. El calzado está ordenado en estanterías a lo largo de una de las paredes. Encuentro las botas que me gustan en mi número. Me sientan como si ya las hubiera llevado una temporada.

A continuación visito la sección de ropa de señora. Hace por lo menos dos semanas que llevo la misma ropa, y tiene una gruesa capa de suciedad. Cuando pellizco la tela de mis vaqueros, la porquería se arruga y me parece ver que sale una nubecilla de polvo. Cojo ropa interior transpirable y luego una pila de tops y pantalones. Me estoy divirtiendo, casi. Me meto con la selección en un probador. No estoy segura de por qué me preocupo: es tan probable que tengan cámaras aquí dentro como en cualquier otra parte, y renuncié al pudor hace mucho. A estas alturas no es que me tengan grabada agachándome y cagando, es que podrían emitir un episodio entero basado en mis necesidades fisiológicas.

Cierro la puerta del probador. No hay techo; desde arriba entra una luz tenue, crepuscular. Dejo la pila de ropa sobre una banqueta, me doy la vuelta... y suelto un grito ahogado, a la vez que retrocedo a trompicones, presa del pánico. Por un momento juraría que me ataca una vagabunda esquelética.

Un espejo. Como si hubiera olvidado que existen. Pero ahí está, y me sorprenden los cambios que veo.

Me acerco al espejo para inspeccionarme la cara. Bajo el gorro azul claro, unas mejillas hundidas y unas ojeras enormes. Nunca he estado tan flaca. Nunca he estado tan sucia. Cuando me quito las camisas, veo asomar las costillas por debajo de la costura del sujetador. Tengo el estómago cóncavo y no creo que eso sea bueno. Si meto barriga, casi desaparezco. ¿Por eso he pasado tanto frío? Doy un paso atrás y mi reflejo se convierte en un manchurrón de mugre.

Mis prioridades cambian.

Dejo en el probador la ropa que he escogido y recorro la tienda buscando jabón, toallitas o cualquier otra cosa que me ayude a librarme de la capa de roña que cubre mi piel. Me he bañado unas cuantas veces, de aquella manera, y he ido alternando dos pares de ropa interior. Los lavo lo mejor que puedo entre uso y uso, pero hace días que no me cambio y ambos pares están manchados y huelen mal.

Encuentro el baño tras una puerta donde pone PARA USO EXCLUSIVO DE LOS EMPLEADOS. A la luz de un

farolillo de gas, abro el grifo. Nada. No me sorprende. Retiro la tapa de la cisterna del váter y lleno con el agua un plato plegable. Me desvisto del todo y me lavo a conciencia, tanto que dejo en las últimas una pastilla de jabón orgánico de cáñamo y tiño de marrón tres toallas de viaje. Luego aprovecho el resto del agua de la cisterna para aclararme. Al terminar aún noto una resbaladiza película de restos de jabón sobre la piel de las piernas y los pies. No es una sensación desagradable. Mi pelo todavía da asco, pero el resto de mi cuerpo se ve casi limpio.

Contemplo los mugrientos pantalones y el sujetador que están en el suelo y me llama la atención la petaca del micrófono, metida entre los pliegues de la ropa. Es minúscula y ligera, y me he acostumbrado tanto a llevarla que la he olvidado. La batería se ha acabado; lleva una temporada apagada. Pero sin duda hay micrófonos en la tienda, como los había en el coyote.

Desengancho el micrófono por si las moscas —debe de ser caro y apuesto a que en el contrato hay alguna cláusula que no recuerdo que me obliga a conservarlo— y me lo llevo en una mano mientras camino desnuda hasta el probador, con el gorro azul en la otra mano. Me pongo la ropa interior limpia y un fino sujetador de deporte decorado con rayas azules y verdes. La primera camisa que me pruebo me

queda como un saco. Los pantalones amenazan con caerse en cuanto dé un paso. Mi talla ya no es una mediana. Vuelvo a los expositores y al cabo de unos minutos estoy vestida de arriba abajo... Todo de la talla S. Las prendas me vienen holgadas, pero al menos no se me caen.

Sabía que perdería peso durante el rodaje. En mi fuero interno, lo consideraba un plus para la participación en el programa. Pero haber adelgazado tanto me da miedo; con este aspecto, me cuesta convencerme de que estoy fuerte. Mi último período terminó más o menos una semana antes de que empezase el concurso; me pregunto si este cuerpo endeble será capaz de tener otro.

Elijo una chaqueta nueva, verde oscura, con la capucha forrada de borrego. Tiene cremalleras bajo las axilas, para que no tenga que andar poniéndomela y quitándomela tan a menudo. Traslado la lente superviviente de mis gafas al bolsillo de la chaqueta. Después cojo una mochila y la lleno de pertrechos: mudas de ropa interior, la segunda botella de agua, unos paquetes de gotas potabilizadoras, toallitas biodegradables, un frasco de jabón Dr. Bronner’s, la linterna, pilas de repuesto, un poncho compacto, mi cuchillo desafilado y la navaja multiusos que he usado para abrir las pilas, mi cazo abollado, un botiquín nuevo para sustituir el mío, que se ha agotado, dos docenas de barritas de proteínas de sabores y marcas variados, galletas digestivas, cecina y unas bolsas de basura que encuentro detrás del mostrador. Me veo atraída hacia equipo superfluo: un cuchador, es decir una cuchara-tenedor, de plástico libre de BPA, prismáticos, una pala de bolsillo, desodorante. De entre esos artículos de lujo solo me permito conservar una taza plegable y un paquete de té de hierbas. No hay motivo para cargar peso de más a estas alturas.

Por último, guardo el micrófono apagado en el bolsillo para aparatos multimedia de la parte superior de la mochila.

Estoy lista para seguir mi camino, aunque el sol se está poniendo. Parece una tontería partir ahora.

Es una tienda, no una casa. A lo mejor es correcto dormir aquí. A lo mejor es lo que quieren. Observo la tienda de campaña del escaparate. A lo mejor esto también forma parte del premio.

Arrastro la tienda por los pasillos del establecimiento y la planto entre la sección de calzado y una estantería de calcetines de senderismo Darn Tough. Dentro amontono varias esterillas y dos sacos de dormir, y luego esparzo unas cuantas minialmohadas de acampada. Ilumino mi campamento de interior mediante farolillos de pilas y entonces... el lujo definitivo: enciendo un hornillo de gas. En una esquina encuentro un estante de comidas a las que tan solo hay que añadir agua. Todas las variedades suenan deliciosas. Cojo tres —pollo al curri con anacardos, estofado de ternera y pollo teriyaki con arroz— y las pongo en el suelo. Cierro los ojos, barajo los paquetes y escojo uno al azar. El pollo al curri. Hiervo agua y la vierto en la bolsa. Tras lo que a ojo me parecen los trece minutos que indican las instrucciones, devoro la comida rehidratada con el cuchador, que me sigo diciendo que no me llevaré. No está hidratada del todo; los trocitos de pollo están correosos y las cositas verdes —¿apio?— crujen de lo lindo. Pero está delicioso: ácido, intenso y un poco dulce. Reblandecidos por el agua caliente, los anacardos no tienen nada que ver con los frutos secos de las bolsas de cócteles. Cuando cierro los ojos, casi puedo convencerme de que es un plato recién cocinado. Al terminar de comer, embuto cinco paquetes más en mi mochila nueva. No cabe nada más.

Al cabo de unos minutos me meto a cuatro patas en la tienda de campaña. Estoy acostumbrada a los

pinchazos de las agujas de pino, el crujido de las hojas secas y a clavarme piedras y piñas. El suelo de la tienda presenta una blandura uniforme. Se me hace raro, y no estoy segura de que me guste. Además, aquí hace más calor y no estoy habituada. Me desato los cordones de las botas nuevas y me tumbo encima de los sacos de dormir. Mirando el cielo de nailon, los músculos se me relajan. No está tan mal, pienso.

Podría acostumbrarme a esto.

Para cuando llega la mañana, he recobrado la sensatez. Estoy ansiosa por seguir adelante. Recuerdo vagamente haberme despertado agitada; no estoy segura de cuántas veces, pero más de una. La tensión que siento en la mandíbula y una ligera sensación de miedo me dicen que he tenido pesadillas y, aunque no recuerdo los detalles, creo que aparecían coyotes. Sí, una sinuosa manada de coyotes que se fundían como gotas de agua mientras recorrían el bosque sin hacer ruido.

Me sacudo la sensación de que estoy rodeada. Llevo demasiado tiempo bajo techo y estoy dolorida de

dormir sobre una superficie tan mullida. Necesito mantenerme en movimiento. Rehidrato una tortilla con jamón, pimiento y queso para desayunar y después me pongo en marcha: regreso a mi carretera y me dirijo al este, dejando atrás la gasolinera.