3
Permanezco tumbada en mi refugio hasta bien entrada la noche, pero no puedo dormir por culpa de la tensión que siento en todo el cuerpo: las piernas, los hombros, la espalda, la frente, los ojos. El puente de los pies rabia de dolor, como si la presión del movimiento los mantuviera callados durante la jornada.
Mi cuerpo rehidratado palpita, transformado y reclamando algo más.
Al final, empujo la mochila hacia fuera para sacarla de mi refugio, salgo a rastras y me adentro en la noche. Las hojas crujen bajo mis manos y rodillas, y los cordones de las botas reptan como serpientes. El aire frío me pellizca las mejillas. Me detengo y oigo grillos y ranas que croan. El arroyo, el viento. Me parece oír la luna escondida. Me levanto sin ponerme las gafas, que llevo plegadas sobre una de las correas de la mochila. Sin ellas, lo que veo es un borrón pixelado de grises alternos. A la altura del pecho, las palmas de mis manos están pálidas, con los bordes casi nítidos. Me froto la base del anular izquierdo y revivo la inquietud que sacudió mi corazón al quitarme la alianza de oro blanco. Recuerdo que la metí en su estuche forrado de terciopelo, que luego guardé en el primer cajón de mi tocador. Mi marido estaba en el baño, recortándose la barba para reducirla a esa sombra uniforme que tanto me gusta.
En el trayecto en coche al aeropuerto habló más que yo, toda una inversión de papeles. «Estarás espectacular —me dijo—. Me muero de ganas de verlo.»
Más tarde, durante el corto vuelo a Pittsburgh, me tragué las lágrimas y apreté la frente contra la ventanilla, para compartir mis nervios con el cielo y no con el desconocido que roncaba a mi izquierda.
Antes no me costaba tanto partir, pero las cosas habían cambiado después de conocer a mi marido. Antes
—cuando dejé Stowe para ir a la universidad, aquel verano viajé de albergue en albergue por toda Europa Occidental con la mochila a cuestas, o los seis meses en Australia después de licenciarme por la Universidad de Columbia— la emoción siempre atemperaba el miedo lo suficiente para inclinar la balanza. Partir siempre inspiraba temor, pero nunca me resultaba difícil. Sin embargo, esta vez dejaba atrás no solo la familiaridad, dejaba atrás la felicidad. Existe una diferencia, cuya magnitud no había previsto.
No me arrepiento de haber ido a Nueva York, Europa o Australia. No estoy segura de que me arrepienta de haber venido aquí, pero sí lamento haber dejado mi anillo de casada, a pesar de las instrucciones que nos dieron. Sin la alianza, el amor que dejé parece muy lejano y nuestros planes, irreales.
En el aeropuerto, él me prometió el galgo retirado que hemos estado planteándonos adoptar desde que
compramos la casa. «Encontraremos uno bueno cuando regreses —dijo—. Moteado, con uno de esos nombres ridículamente largos que tienen los perros de carreras.»
«Ha de entenderse con los niños», repliqué yo, porque era lo que tenía que decir, el motivo que había aducido para partir.
«Lo sé —contestó él—. Exploraré el terreno mientras no estás.»
Me pregunto si estará explorando el terreno ahora mismo. Trabajando hasta tarde aunque sea rebuscando en Petfinder o comprobando la página web de la asociación de rescate de galgos que vimos
en el mercado unas semanas antes de mi partida. O a lo mejor por fin se ha animado a tomar una copa con el nuevo, ese que siempre dice que se le ve un poco colgado.
Tal vez está sentado en casa a oscuras, pensando en mí.
Sola en la noche gris mientras veo cómo el viento agita las hojas, lo necesito. Necesito sentir cómo late su pecho contra mi mejilla mientras se ríe. Necesito oírlo quejarse de que tiene hambre o le duele la espalda, para poder dejar a un lado mi malestar y ser fuerte por los dos en lugar de únicamente por mí misma.
Aquí fuera no tengo nada de él salvo recuerdos, y cada noche me parece menos real.
Pienso en mi última Pista. «Hogar, dulce hogar.» No es un destino, porque no creo que pretendan hacerme caminar los casi trescientos veinte kilómetros que me separan de casa, sino una orientación. Una provocación.
Me ruge el estómago, más alto que los grillos o las ranas y de pronto me da por recordar lo que es pasar hambre, en vez de reconocer sin más que debería comer. Agradecida por la distracción, saco de la mochila el cóctel de frutos secos y lo abro. Vuelco en la palma de mi mano alrededor de cien calorías en frutos secos variados. Una cantidad patética, un puñado pero suficiente para un crío. Retuerzo la bolsa para cerrarla y la guardo en el bolsillo de la chaqueta. Me como primero las pasas rancias, emparejándolas con cacahuetes, almendras y anacardos partidos. Los cuatro caramelos de chocolate los guardo para el final. Los deposito sobre mi lengua juntos, los aprieto contra el paladar y siento cómo se resquebraja su fina cobertura.
En otro tiempo pensaba que necesitarle tanto era una debilidad, que cualquier concesión que me restara independencia era una traición a mi identidad, una renuncia a la fuerza que siempre he utilizado como impulso para alejarme de lo acostumbrado y adentrarme en lo desconocido. De un pueblo remoto a
la ciudad; de la ciudad al extranjero. Siempre buscando... hasta que lo conocí: un ingeniero eléctrico tranquilo y atlético con un salario de seis cifras, cuando yo pasaba apuros para llegar a cuarenta mil al año explicando las diferencias entre mamíferos y reptiles a un hatajo de colegiales gritones e incapaces de parar quietos. Tardé dos años en reconocer que eso a él no le importaba, que nunca me restregaría por la cara esa diferencia de ingresos. Para cuando dije «Sí, quiero», entendía que existe una diferencia entre la renuncia y la cooperación, y que confiar en otra persona exige un tipo de fuerza distinto.
O a lo mejor eso es solo lo que necesito decirme a mí misma.
Un fragmento de cobertura de chocolate se me clava en las encías y casi me hace daño antes de fundirse. Noto un sabor a chocolate con leche barato, un regusto dulce más que un sabor real. Me doblo por la cintura para estirar los gemelos. Una mata de pelo enredado que en otros tiempos fue una cola de caballo cae sobre mi hombro, y los dedos se me quedan a treinta centímetros de los pies. Hace años que casi nunca consigo tocarme los dedos de los pies sin doblar las rodillas, pero tendría que ser capaz de acercarme más. No llegar ni a los tobillos lo considero un fracaso y, por extraño que parezca, una infidelidad. Todas las noches, durante las semanas previas a mi partida, mi marido y yo celebrábamos
«sesiones estratégicas» arropados en la cama, devanándonos los sesos para encontrar maneras de mejorar mis posibilidades. Los estiramientos eran una de las ideas que siempre salía a colación: la importancia de mantenerse en forma. Me doy un golpecito en las espinillas y me digo que, a partir de ahora, cada mañana y cada noche buscaré un hueco para estirar. Por él.
Quería hacer algo gordo. Eso es lo que le dije el invierno pasado, la afirmación con la que empezó todo. «Una última aventura antes de que empecemos a intentarlo», le dije.
Él lo entendió, o por lo menos eso dijo. Estuvo de acuerdo. Fue él quien encontró el enlace y me sugirió que mandase una solicitud, porque me gusta la naturaleza y una vez dije que me encantaban los cobertizos construidos con hojas y ramas. Así que me ofrecía una solución, como siempre, porque las personas de mentalidad matemática creen que todos los problemas tienen solución. Y aunque me cueste
cada vez más sentirlo, sé que me observa. Y sé que está orgulloso de mí; he tenido mis momentos malos, pero hago cuanto puedo. Lo intento. Y sé que cuando vuelva a casa, la distancia que noto ahora se esfumará. Seguro.
Aun así, me gustaría tener mi alianza.
Regreso a rastras al refugio. Horas más tarde, cuando veo que el cielo se ilumina poco a poco a través de la abertura de mi cobertizo, me doy cuenta de que no he dormido; aunque recuerdo un sueño, de modo que debo de haber echado alguna cabezadita. Había agua; yo estaba en un muelle o un barco y se me caía mi bebé, que se retorcía, gorjeaba y no acababa de encajar en mis brazos. Pero, para empezar, ¿qué hacía yo con un bebé? Se me escurría de las manos y mis piernas se negaban a moverse, y lo veía hundirse lentamente en las profundidades, sacando burbujas por la boca mientras emitía un gritito que parecía una radio mal sintonizada, y yo lo miraba, impotente e insegura.
Agotada, salgo del refugio y reavivo el fuego. Mientras se calienta el agua, me como lo que queda del cóctel de frutos secos, contemplo las llamas y espero a que el sueño se evapore, como lo hace siempre.
Estaba en la universidad cuando empecé a tener pesadillas en las que mataba por accidente a hijos concebidos por accidente. En cuestiones de sexo era una novata y cada experiencia me implicaba una preocupación por si el preservativo se rompía. Un polvo de una noche dejaba como secuela semanas de
sueños esporádicos en los que olvidaba a mi hijo recién nacido en alguna parte, como el interior de un coche a pleno sol o una mesa, desde la que caía rodando a un suelo de cemento cuando yo no miraba. Una vez, uno se me resbaló de las manos sudadas desde la cima de una montaña y lo vi caer por el precipicio hasta la carretera, y desde tan arriba parecía un gusano. Era peor cuando salía en serio con alguien, cuando no era un rollo de una noche sino un acto de amor, o por lo menos de afecto. Las pesadillas se volvieron menos frecuentes hacia mis veinticinco años y cesaron por completo casi un año después de conocer a mi marido, la primera persona con la que he llegado a pensar que algún día podría estar preparada.
Se reanudaron la noche después del Desafío de la cabaña. No las tengo todas las noches, por lo menos que yo recuerde, pero la mayoría sí. A veces también cuando estoy despierta. Ni siquiera tengo que cerrar los ojos; basta con que me desconcentre y lo veo. Siempre «lo». Siempre un niño.
Después de llenar mis botellas, desmonto el cobertizo a patadas y apago el fuego. Luego tomo la carretera rural agrietada por las inclemencias que llevo días siguiendo rumbo este. Me cuelgo la brújula del cuello y compruebo la dirección de mi avance de vez en cuando.
Llevo una hora o más caminando cuando una punzada de dolor en el hombro me recuerda que no he hecho estiramientos. Unas pocas horas durmiendo más o menos han bastado para que olvidase mi promesa. Articulo la palabra «Perdón» con los labios, mirando hacia arriba. Bajo los hombros, los echo hacia atrás y enderezo la postura mientras camino. Esta noche, pienso. Esta noche estiraré hasta el último de mis doloridos músculos.
Doblo una curva de la calzada y veo ante mí un turismo plateado mal aparcado, con todos los neumáticos menos el trasero izquierdo fuera del arcén, en el suelo de tierra. Sigo con desazón las marcas de su derrapada; la botella de agua me golpea la cadera. Es evidente que alguien ha colocado allí el coche. Debe de contener víveres o una Pista.
Se me encoge el estómago. Intento que no se me noten los nervios en la cara; no veo las cámaras, pero sé que están escondidas entre las ramas de los árboles, y probablemente en el propio vehículo. Seguro que tienen uno de esos drones de vigilancia planeando ahí arriba.
Eres fuerte, me digo. Eres valiente. No te da miedo lo que pueda contener este coche.
Miro por la ventanilla del conductor. El asiento está vacío, y en el del copiloto solo hay restos de comida rápida: papeles manchados de grasa, un vaso de plástico tamaño cubo con una pajita mordisqueada que sale a través de la tapa manchada de marrón. Hay una manta arrugada sobre el asiento de atrás y una neverita roja encajonada detrás del sitio del copiloto. Pruebo la puerta trasera; el sonido que emite al abrirse es algo que no oigo desde hace semanas: el chasquido de la manecilla y el desbloqueo del seguro, una secuencia tan característica y a la vez tan habitual. Lo he oído miles de veces, decenas de miles. Es un sonido que he llegado a relacionar con el hecho de partir de algún sitio, una asociación de ideas inconsciente hasta ahora, porque en el momento en que abro esa puerta y oigo ese mecanismo, siento cómo mi miedo se transforma en alivio.
Te vas. Vas a salir de aquí. Te vas a casa. No son pensamientos, sino consuelos sin palabras que me
ofrezco a mí misma. Estás acabada, me dice mi cuerpo. Es hora de irse a casa.
Entonces me golpea el olor y, al cabo de un segundo, entiendo el motivo.
Me alejo a trompicones de un maniquí en descomposición. Ahora veo su forma vagamente humana bajo
la manta. Es pequeño. Minúsculo. Por eso no lo he visto desde la ventanilla. La bola que tiene por cabeza estaba apoyada contra la puerta y ahora cuelga un poco por el borde del asiento, y de debajo de la manta asoma un mechón de cabello castaño oscuro. Los bultos diseñados para pasar por pies solo llegan hasta la mitad del asiento.
No es la primera vez que fingen que se trata de un niño, pero sí la primera que fingen que es un niño abandonado.
—Vale —susurro—. Esta mierda empieza a estar muy vista.
Pero no es verdad; cada maniquí es tan horrible y espantoso como el anterior. Ya van cuatro, cinco si contamos al muñeco, y no sé por qué, cómo encajan, qué significan. Cierro de un portazo y eso, el sonido que asocio a una llegada triunfal, aviva aún más mi cólera. He golpeado la cabeza del maniquí tamaño infantil y he pillado con la puerta un mechón de pelo castaño.
¿Será pelo real? ¿Es posible que una mujer, en alguna parte, se rapara la cabeza pensando que sus hilos de queratina insuflarían confianza a un niño que estuviera luchando contra el cáncer, solo para que acabaran formando parte de este juego macabro? ¿Estará mirando la donante y reconocerá que ese pelo
es suyo? ¿Sentirá el impacto de la puerta del coche contra su propia cabeza?
Basta.
Me dirijo al otro lado del coche, respiro hondo, contengo el aliento y abro la puerta. Saco la nevera de un tirón y cierro dando un portazo. El sonido resuena en mi cráneo.
Con la nevera en la mano, me siento en el suelo delante del coche y me apoyo en el parachoques. Noto como si tuviera los dientes de arriba soldados a los de abajo, y al tocarse tiemblan con la fuerza. Cierro los ojos e intento relajar la mandíbula.
El primer cadáver falso que vi fue al final de un Desafío en Equipo. El tercero, creo. Quizá fuese el cuarto; me falla la memoria. Estábamos Julio, Heather y yo siguiendo las indicaciones: gotas rojas en algunas piedras, la huella de una mano en el barro, un hilo enganchado en unas zarzas. Tuvimos que volver sobre nuestros pasos y perdimos el rastro cuando cruzó un arroyo. Heather trastabilló y se mojó, y luego tropezó con un tocón o algo así y empezó a quejarse de un golpe en un dedo como si se hubiera roto la pierna. Perdimos un montón de tiempo y, al final, el Desafío. El grupo de Cooper y Ethan llegó el primero, por supuesto. Aquella noche, Cooper me contó que habían encontrado su objetivo con una herida falsa en la cabeza, sentado cerca del borde de la cornisa de piedra. Recuerdo la cólera de su voz y cuánto me sorprendió oírla. Pero lo entendí.
Nosotros vimos cómo caía nuestro objetivo dando tumbos por el barranco.
Vi el arnés que llevaba bajo la chaqueta; vi la cuerda. Pero aun así...
Nos enviaron abajo, donde encontramos un amasijo contorsionado y recubierto de sangre de bote. No
parecía muy real, por lo menos aquella primera vez, pero de todas formas nos impactó. El maniquí de látex y plástico llevaba unos vaqueros y nos ordenaron que le sacásemos la cartera. Heather lloró. Julio se cubrió el corazón con el sombrero y murmuró una oración. Me lo dejaron a mí. Después de coger la
cartera tenía los nervios a flor de piel, y la histeria de Heather fue la gota que colmó el vaso. No recuerdo con exactitud lo que le grité, pero sé que usé la palabra «Barbie», porque luego pensé que era un calificativo extraño, incluso viniendo de mí. Recuerdo que todos se quedaron mirándome con cara de pasmo. Me había esforzado mucho por resultar simpática, para que los espectadores me apoyaran, para
que me votasen. Pero todo tiene un límite.
Al dejar atrás aquel Desafío, pensé que por fin entendía de qué eran capaces. Creí entender lo lejos que estaban dispuestos a llegar. Y supe que debía hacerlo mejor. Pedí disculpas a Heather con la máxima sinceridad posible, teniendo en cuenta que creía todo lo que le había dicho y lo único que lamentaba era haberlo dicho, y me armé de valor hasta sentirme preparada para cualquier cosa.
Noto que me endurezco día tras día. Incluso cuando me asusto y me ablando, cuando se resquebraja mi
fachada, me da la impresión de que siempre vuelvo reforzada, como un músculo que se fortalece con el uso. Lo odio. Odio ser dura y ese odio me endurece más todavía. Odio estar ya quitándome de la cabeza el maniquí infantil para pensar en la nevera.
Pulso el botón y tiro del asa para retirar la tapa.
Una bolsa de plástico transparente llena de moho verdiblanco. Debajo, un cartón de zumo: arándanos y granada. Saco el tetrabrik y cierro la nevera. Me da la impresión de que debo volver a dejarla en el coche, al igual que todas las mañanas escampo los componentes de mis cobertizos improvisados, para que todo vuelva a su lugar natural. Pero esto es diferente, porque ni la ubicación del coche ni la nevera tienen nada de naturales. Me levanto y empujo la nevera con el pie contra el parachoques delantero. Acto seguido, con el cartón de zumo en la mano, me pongo en marcha.
Me pregunto si llegaré a casa sin topar con una barrera o descubrir otra Pista, si me dejarán llegar tan lejos. ¿Me habrán despejado un pasillo hasta la costa? Incluso eso me parece posible a estas alturas. O
tal vez... Tal vez ni siquiera me dirijo hacia el este. Quizá la salida y la puesta del sol no sean más que un truco de salón. A lo mejor la brújula está trucada, y mi norte magnético en realidad es una señal controlada a distancia que me dirige hacia una espiral de ignorancia.
Quizá nunca llegaré a casa.
A oscuras: ¿Predicciones?
¡Este programa es lo nunca visto! Empezaron a grabar ayer y el primer episodio se estrena el lunes. ¡El lunes! Y está detrás la productora que creó Monte Cianuro, o sea que sabemos que los efectos especiales van a ser UNA PASADA. Su página web dice que el reality «es una experiencia a una escala sin precedentes». Claro que su trabajo es hinchar el globo, pero al menos yo estoy emocionado. ¿Qué pensáis vosotros?
enviado hace 38 días por LongLiveCaptainTightPants