24
Cuando visualizo la cabaña, las imágenes alternativas parecen igual de ciertas. La casa es azul; la casa es marrón. Hay globos por todas partes; hay un puñado y están repartidos. Pilas de cajas azules; tres paquetes pequeños. Quiero encontrar una solución intermedia, aunque solo sea para dejar de darle vueltas, pero la memoria no debería ser una componenda.
El bebé habría muerto de todas formas.
Eso es lo que me digo, pero no me ayuda y sé que no es verdad. No necesariamente. Podría haberlo
salvado, tal vez.
Y entonces ¿qué, estaría tomando la curva de este paseo ajardinado con un bebé atado al pecho? Una
criatura sin ningún parentesco conmigo. Eso no es supervivencia, es desinterés, y la única persona a la que he querido darle alguna vez la mejor parte de algo eras tú.
¿Qué hacía el felpudo ahí atrás? Nunca lo hemos lavado. ¿Por qué ibas a lavarlo tú?
¿Por qué me parece importante?
No me lo parece. Lo hago para distraerme. No quiero distraerme para no pensar en ti, pero es necesario; tengo la lengua seca y el estómago vacío. Tú me dirías que siguiera adelante y eso es lo que hago. Sí que lo hago. Camino, me muevo. Pero arrastro los pies; no puedo levantarlos, pensando en ti. Y
veo que Brennan se esfuerza, y pienso... pienso que no puedo dejar que falle.
He vuelto, Miles. Estoy aquí pero tú no y debo seguir adelante, porque no quiero pero es lo único que mi cuerpo puede hacer. Lo siento. Lo siento y te echo de menos y tú no estás.
Me despido del asfalto con un parpadeo y alzo la vista hacia las hojas amarillas y marrones del otoño, con toques de un verde recalcitrante. Antes el otoño me parecía hermoso.
Te quería. Te has ido. Lo siento.
— Ad tenebras dedi.
Cuando fijo al frente mi visión borrosa, Brennan me está mirando, con los pulgares metidos debajo de las correas de su mochila con estampado de cebra.
—¿Mae?
Siento que mi cuerpo quiere llorar, que mis ojos están tensos. Pienso en su hermano, en su madre, en todo lo que ha perdido. Él habría salvado al bebé. Me salvó a mí, cuando lo único que le había dado yo había sido crueldad.
—¿Adónde vamos? —pregunto.
Me está mirando fijamente.
—No lo sé —responde al cabo de un momento.
Un tono cauto, porque mi voz aún tiene tonos y debo escoger uno teniendo en cuenta que es un niño. No ha de sonar acusador, sino meramente interesado.
—¿No tienes un plan?
—Solo sacarte de aquí. —Brennan cambia de posición la mochila—. ¿Dónde crees tú que deberíamos
ir?
Deberíamos. Una decisión subjetiva que no estoy en condiciones de tomar. Pero conozco un sitio, un
sitio que a Brennan a lo mejor le gusta.
—Está lejos —digo— y no es una granja, pero hay terreno y un pozo con bomba manual. Un pequeño
invernadero y un par de docenas de arces azucareros. Había gallinas, igual queda alguna. —He renunciado a la esperanza, pero la lógica me dice que existe una posibilidad, una posibilidad legítima, porque si la resistencia tiene de verdad un componente genético, debo de haberlo sacado de alguna parte.
De un lado u otro. Aunque podría ser recesivo, una conexión invisible y muda que no pudo salvar a mis padres y aun así me ha salvado a mí.
—¿Dónde está? —pregunta Brennan.
—Vermont.
—Vamos.
Nada más: «Vamos». Porque confía en mí. A pesar de todo lo que he hecho y no he hecho, confía en mí.
Sigue intentando salvarme. Lo intenta, se esfuerza.
No puedo dejar que falle.
Cinco días. Vuelvo a comer, dos veces al día, aguantando mi cuchador con el puño inflado como una cachiporra, como una criatura cogería una cera. Todavía me duele la barbilla y todo me sabe a podrido.
Mientras caminamos, me noto el pulso en la mano y en la muñeca inflamadas, y me pregunto si alguna vez sanaré.
Pasamos por delante de un centro comercial, creo. Cemento y desolación, restaurantes de una cadena
comercial y tiendas de material de oficina. Logotipos omnipresentes que reconozco sin ver; eso no significará nada para la próxima generación, si la hay.
Qué desperdicio, este paisaje. Tienda tras tienda tras tienda; teléfonos que nunca se cargarán, juegos a los que nadie jugará, cajones que no se abrirán, gafas que nadie...
—Brennan, espera.
—¿Qué? —pregunta él, volviéndose hacia mí.
—¿Eso es una óptica?
El niño mira hacia el local que señalo al otro lado de la calle, busca y encuentra.
—Sí —responde, y ante el primer indicio de una respuesta afirmativa ya estoy cruzando la calle. No
hace falta mirar a los dos lados.
—¿Crees que tendrán las gafas que necesitas ahí expuestas, sin más? —pregunta Brennan correteando
detrás de mí.
—No, pero tendrán lentillas.
Rompe la puerta de cristal y entramos. Avanzo en línea recta hacia la parte de atrás, donde encuentro una pared con cajas de muestras. Repaso el surtido de arriba abajo y cojo todas las lentillas de mi graduación con un margen de un cuarto de dioptría. Diarias, de uso prolongado, lo que sea. Las meto en la mochila. Hay suficiente para al menos un año, creo. Mientras las guardo, noto un bulto en el bolsillo para teléfonos y saco la petaca para el micrófono del programa, descargada. Tiene el tamaño de una caja de cerillas y está inservible. La tiro al suelo y meto más lentillas en el bolsillo. Después me lavo las manos con jabón y agua mineral en el fregadero de la sala de optometría; tan fácil ha sido encontrar agua embotellada, que ahora puedo lavarme las manos con ella. Guardo las gotas potabilizadoras que cogí de la tienda, sin embargo, porque más vale prevenir. Casi consigo desdoblar los dedos de mi mano derecha.
Puedo aguantar la botella con la fuerza suficiente para verter agua, aunque tengo que inclinar todo el brazo.
Pienso en cuando Tyler me regaló la bolsa de basura. Por qué a mí, nunca lo sabré. Y tal vez tampoco sepa nunca si está vivo o muerto, si alguno de ellos lo está. Si alguien debería haber sobrevivido, es el doctor, pero apuesto a que Heather es la única que sigue viva. Heather y yo, las más inútiles de la pandilla. Es probable que Cooper fuera el primero en sucumbir.
Dejo caer la botella vacía y me miro en el espejo de encima del fregadero. Me devuelve la mirada una cara vacía y ajada. Con una costra en la barbilla y la marca amarillenta de un antiguo cardenal en el cuello. Inútil, pero ahí está. Rasgo un pequeño envoltorio. Nunca me había puesto lentes de contacto con la mano izquierda. Incluso el movimiento de sacar la lentilla y colocármela en el índice resulta problemático, y luego se me queda enganchada en las pestañas. Al final se desprende, entra en contacto con mi ojo... y salta a la mejilla. Otro intento fallido, y luego otro más, hasta que la lente de contacto se desliza y se queda quieta en su sitio, aunque me escuece. En ponerme la segunda tardo solo un poquito menos, y luego va y se me dobla en el ojo. Casi me perforo la córnea intentando pescarla. Es como si hubiera vuelto al colegio y me peleara con mi primer par de lentillas, y al correr hacia el autobús me saltaran las lágrimas de mis ojos maltratados...
El autobús.
Aquellos eran niños de verdad.
Eran niños reales y yo pasé por delante, ciega.
¿Qué pisé?
A quién.
Tomo asiento en la chirriante silla para clientes y sepulto la cabeza en las manos. Me siento como si el resto de mi vida solo pudiera ser una disculpa continua, como si a cada paso que doy tuviese que suplicar perdón por el anterior.
Descanso hasta que puedo volver a intentarlo, hasta que puedo centrarme en algo tan mundano y concreto como ponerse una lentilla. Regreso junto al espejo. Plástico y córnea por fin conectan. Parpadeo para ayudar a que la lente se adapte y de repente todo está tan claro que me sobresalta.
Encuentro a Brennan en la tienda, probándose gafas de sol. Veo los agujeros que tiene en la sudadera roja, el puño raído de la manga izquierda, la maraña revuelta de su pelo, cada vez más largo, su postura no doblegada. Veo a alguien que no tendrá que vivir arrepintiéndose durante el resto de sus días. Coge unas gafas con las lentes enormes y la montura amarillo brillante; diría que son de mujer, pero quién sabe y qué más da. Veo el rosa que tiene debajo de las uñas y pienso en las de Cooper, cubiertas de sangre. Un calor en el pecho parecido a la ira y lo sé; lo notaría. Si fueran las manos de Brennan las que estuvieran manchadas de rojo, lo notaría. Se ajusta las gafas de sol sobre los ojos.
—Esas quedan bien —le digo esforzándome.
Se las sube a la cabeza.
—Gracias.
Salimos de la tienda y tomamos la carretera hacia el norte. La vacuidad, la desolación, la basura podrida y la quietud están por todas partes. Sin lugar a dudas es inmenso. La magnitud me apabulla. No sé si agradecer que se me rompieran las gafas o lamentarlo. Aunque, quién sabe, a lo mejor me hubiese aferrado a la mentira incluso viendo bien. El cerebro es un órgano terrorífico y maravilloso, y lo único que quiere es sobrevivir. Dudo que jamás sea capaz de comprender del todo estos días confusos y desconcertantes. Preferiría olvidarlos y punto.
Brennan y yo caminamos a pesar de los vehículos abandonados que nos rodean por todas partes.
Caminamos porque el mundo es demasiado silencioso para los coches y sin mediar palabra hemos acordado andar, y por lo que sé soy la última habitante de la tierra que sabe conducir.
Cuando anochece tengo los ojos irritados y cansados, poco acostumbrados a estar constreñidos, poco
acostumbrados a ver. Estas lentillas son de las diarias, desechables; las tiro al fuego y desaparecen.
—¿Es un gran cambio? —pregunta Brennan, que vuelve a estar borroso.
Asiento, cierro los ojos y me froto las sienes. El fuego crepita.
—Brennan —digo—. Lo siento. No sabía lo mal que estaba todo. No quiero hablar de... antes. Pero lo
siento.
—¿Era porque no veías? —pregunta. Asiento otra vez. No es mentira—. ¿Tan mal tienes la vista?
Oigo un roce de ropa cuando aviva el fuego. Espero. Sé lo que viene ahora: una anécdota. Sobre su
madre, tal vez, o más bien sobre su hermano. Aiden camina con nosotros desde hace unos días.
—No parecía tan mala —dice Brennan—. Pensaba que era como... Aiden llevaba gafas, pero solo las
necesitaba para conducir. Solo se las ponía para eso. —Se calla. ¿Acaso Aiden se olvidó las gafas una vez y embistió por detrás a un agente de tráfico? A lo mejor se metió en contradirección por una calle de un solo sentido—. Mae —añade Brennan alzando un poco la voz—, en tu casa...
—No. —Un instinto. No puedo, no quiero. Me ha pillado desprevenida y me enfurezco.
—Pero...
—¡No! No quiero hablar de eso. —Incluso esto es decir demasiado. Tengo los párpados cerrados con
fuerza, pero no pueden bloquear la memoria. Un mechón de pelo oscuro, una mano que cae. Siento que
me bulle en la garganta la amenaza de dejarlo. La pronunciaré si hace falta, sea mentira o no.
Siento que me está mirando.
—Brennan. Te lo pido por favor.
Transcurre un interminable momento, y luego él dice:
—Vale.
A oscuras: Intento encontrar a mi mujer
¿Hola? Si alguien lee esto, mi mujer era concursante de A oscuras y llevo desde agosto intentando encontrarla. He probado con todos los contactos de emergencia que me dieron en producción pero he sido incapaz de localizar a nadie. Sé que aquí había alguien que conocía a un cámara, así que si puede ayudarme, si alguna persona puede ayudarme, por favor.
Por favor.
[-] enviado ahora mismo por 501_Miles
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