13
Esta vez, rompo el escaparate con una piedra. La tiro con todas mis fuerzas desde una distancia de unos tres metros y casi fallo.
—Hala, adentro —digo.
—¿Tú no vienes? —pregunta Brennan.
Niego con la cabeza y él me mira como si ya lo estuviera dejando tirado.
—Es una boutique —añado—. Veo el final desde aquí. —Lo cual, por supuesto, es mentira, aunque el
borrón que intuyo tras el escaparate no parece muy profundo.
Estamos en uno de esos pueblos que son como una trampa para turistas, llenos de pequeñas cafeterías y tiendas horteras de souvenires. Este comercio en concreto, cuyo nombre escrito con enrevesada letra cursiva no tengo paciencia para descifrar, ofrece un surtido de bolsos y carteras que cuelgan en el escaparate. Me pregunto cuánto pagaron a los propietarios de la tienda para que fuesen justo lo que necesitamos.
Brennan se cuela por el escaparate roto.
—Ay —suelta.
Aparto la vista poniendo los ojos en blanco.
—Mae, creo que me he cortado.
—¿Estás sangrando? —pregunto.
—Sí.
—Bueno, al menos lo sabes.
Oigo un crujido; ha entrado. Supongo que estará mirando hacia atrás, observándome para asegurarse
de que no huyo corriendo. Como si tuviera fuerzas para un gesto tan dramático.
—¡Date prisa! —grito. Suena un rumor en el cielo, por encima de mí. Pienso en el avión, pero solo es un trueno—. Sería buena idea que cogieras también un impermeable —le digo—. O un poncho. —Parece
la clase de sitio que tiene ponchos entre las existencias. No de los prácticos y fáciles de doblar, como el mío, sino gruesos y de colorines, en plan irónico.
Brennan sale al cabo de un minuto. No lleva chaqueta ni poncho, pero tiene una mochila. Es brillante y con rayas de cebra.
—¿No tenían otra? —pregunto.
Se arrodilla y empieza a trasladar sus provisiones a la mochila, sin sacarlas de las bolsas de plástico.
—A mí me gusta —dice.
—Para gustos, colores. —A lo mejor no debería reírme de un producto que anuncian, pero es que la
mochila es muy fea. Brennan cierra la cremallera y se la echa al hombro. Empiezo a caminar.
—Mae, mira qué más he encontrado. —Extiende la mano y me detengo para mirar. Cerillas. Seis o siete estuchitos azul oscuro, con el mismo garabato indescifrable en la tapa que en el rótulo de la tienda.
—Bien —digo—. No tendremos que parar otra vez. —Cojo las cerillas y me las meto en el bolsillo
con la lente de mis gafas.
Cuando hemos dado unos cuantos pasos, Brennan pregunta:
—¿Tienes tiritas?
—¿Es profundo? —Me enseña el brazo con el jersey arremangado. No veo sangre en la extensión oscura de su piel: está demasiado lejos y el corte es demasiado pequeño. Muevo los hombros para quitarme la mochila y saco el botiquín—. Toma —le digo cuando le paso la pomada antibiótica y un paquete de tiritas. Parece sorprendido; a lo mejor esperaba que le vendase la herida yo misma—. El tiempo corre —le recuerdo. Eso hace que se ponga en acción y se cure el brazo.
Truena otra vez, más alto. Pronostico que Brennan pronto lamentará no haber cogido una prenda impermeable en Cursiva Enrevesada.
Acierto. Unas horas más tarde, chorrea y tirita bajo la lluvia.
—Mae, ¿podemos dormir dentro esta noche, por favor? —suplica.
Yo llevo los pantalones metidos en las botas y la capucha del poncho puesta. Tengo mojados los muslos y las pantorrillas, pero por lo demás estoy bien.
—No —respondo.
—Los propietarios ya no están. No les importará.
Me chupo el labio superior para no gritarle.
—Mae, estoy helado.
—Te ayudaré con el refugio —le digo—. Te enseñaré a aislarlo del viento.
No responde. Sus deportivas chapotean a cada paso. Un relámpago rasga el horizonte. Al cabo de unos
segundos, suena un trueno. Siento temblar la tierra. Hemos salido del pueblo turístico y nos adentramos en las afueras. Para esto me rompieron las gafas, creo. Para poder enviarme a través de zonas como esta y que lo único que tengan que hacer sea vaciar las casas durante unas horas. Me pregunto cuánto les costará: ¿un par de cientos de dólares por familia? Todo para joderme a mí. Y para ganar espectadores, porque tengo que reconocerlo: si no estuviera aquí, si no fuera concursante, vería este programa. Me dejaría atrapar por su plasmación de una familiaridad hecha trizas y me encantaría.
Otro trueno. Las casas son más altas que nosotros, de modo que no me preocupa que nos alcance un
rayo. Aunque en esta zona no hay muchos detritos para construir refugios y tal vez no lleguemos al bosque antes de que caiga la noche. Es posible que tenga que buscar una solución de compromiso. Un cobertizo, por ejemplo. No entraré en otra de sus casas preparadas, pero puedo transigir con un cobertizo o un garaje.
—¿Por qué no podemos esperar hasta que deje de llover? —pregunta Brennan—. Esto es una tontería.
Tú sí que eres tonto, pienso. Ha sido él quien no ha cogido una chaqueta cuando ha tenido ocasión. Su contrato debe de prohibirle tapar la sudadera, porque ahí lleva cámaras escondidas. En cuyo caso es tonto por haberlo firmado.
Claro que yo tampoco fui mucho más lista al firmar el mío.
—Ya me has retrasado bastante —digo—. No pienso perder la tarde.
—¿Retrasado para ir adónde? —me pregunta, y se planta—. ¿A la ciudad? Está vacía, Mae. Basura y
ratas, eso es lo único que debe de quedar a estas alturas. Tenemos que encontrar una granja, un sitio donde podamos quedarnos.
—¿Esa era tu idea antes de pegarte a mí? —pregunto—. ¿Encontrar una granja, ordeñar una vaca y robar huevos de gallina?
Hace una mueca.
—A lo mejor.
—Pues ve —estallo—. Búscate una hija de granjero que se haya quedado atrás y se sienta sola. No te
preocupes, si su padre sigue allí, o lo conquistarás o morirá. No olvides procurarte un arma, de todas formas, para protegerte de los asaltadores. O puedes ponerte en plan retro medieval y usar arco y flechas.
Seguro que es la mar de fácil. No te fíes de nadie que se haga llamar «jefe» o «gobernador». Y protege a tu damisela, porque el mal siempre tiene la violación entre ceja y ceja.
Me mira fijamente, con la cara chorreando agua.
—¿De qué hablas?
De todos los guiones postapocalípticos de la historia, pienso. Doy media vuelta. Quiero salir de este pueblo lo antes posible. Oigo el chapoteo de los pasos de Brennan al seguirme.
—Esto no es una película, Mae —me dice.
Me río.
Me empuja por la espalda, con fuerza. Sorprendida, caigo adelante y aterrizo de bruces en un charco.
La base de las manos me duele cuando me apoyo para levantarme. Me las he pelado con el pavimento y
estoy sangrando. Me duele mucho la rodilla derecha.
—Vete a la mierda —le suelto volviéndome hacia él—. Vete. A. La. Mierda. —Quiero partirle esa cara borrosa. Nunca le he dado un puñetazo a nadie. Necesito saber lo que se siente. Necesito verlo sangrar.
No pegar a nadie en la cara ni en los genitales.
Que me detengan si pueden.
Solo es un crío.
Es lo bastante mayor.
Tiene miedo.
Yo también.
Hay que seguir las reglas.
Brennan da un paso atrás.
—Mae, lo siento —dice. Está llorando, otra vez—. No quería... Lo siento.
Tengo los puños demasiado apretados.
—Por favor —suplica él—. Iré adonde quieras, pero no me dejes...
Abro las manos.
—Si pronuncias una palabra más —le advierto—, te quedas solo. —Abre la boca y yo levanto un dedo
—. Una palabra más, Brennan, y me largo. Y si vuelves a tocarme, me da igual lo que digan, que te parto la jeta. ¿Entendido?
Asiente aterrorizado.
Bien.
Durante el resto del día guarda silencio. Si no fuera por el chapoteo de sus pasos y las veces que sorbe por la nariz, podría olvidar que va conmigo. Es un alivio, en cierto sentido, y aun así, sin su parloteo, vuelvo a estar sola.
Ahora tengo frío y los pantalones mojados se me pegan a la piel. Brennan debe de estar pasándolo fatal. Pronto será de noche y la tormenta no hace sino empeorar.
Brennan estornuda.
Pasamos por delante de una urbanización de amontonadas residencias de lujo para nuevos ricos. Los
carteles anuncian nuevas obras y ofrecen alquileres con opción a compra. Son casas, pero no hogares.
Si se pone enfermo, lo único que conseguiré será que me retrase más. Por mucho que le haya amenazado antes, sé que no me permitirán que deje atrás a mi cámara.
Entro en la urbanización. Las calles tienen nombre de árbol: Olmo, Roble, Álamo. Tomo Abedul, porque cuando era pequeña y las tormentas de invierno cubrían de hielo todos los árboles con una capa de un centímetro que parecía interminable, los blancos abedules eran los que más se doblaban, curvando sus troncos como grandes jorobas. Cuando el hielo se derretía, también eran los que se enderezaban hacia el cielo con mayor facilidad. Pocos llegaban a quedar rectos del todo, y después de tantos años hay muchos que siguen inclinados, pero no se quebraban, y eso es algo que siempre me ha gustado de ellos.
La segunda casa por la izquierda de la calle Abedul me llama la atención. Se parece a todas las demás, salvo por un cartel azul que hay delante en el que pone ENTRADA LIBRE, lo que me indica que estoy donde debo estar. Pruebo con la puerta de entrada. Cerrada con llave.
—Espera aquí —le digo a Brennan.
Doy la vuelta hasta el patio de atrás. Mis intentos de abrir la ventana de la cocina haciendo palanca son infructuosos. Tendré que romperla. Atrás no hay nada que me sirva, de modo que vuelvo a la parte delantera de la casa. El cartel de madera que anuncia SE VENDE está torcido y suelto, como hecho aposta para que lo arranque. Siento que Brennan me observa mientras desclavo del suelo el cartel. Cuando vuelvo a la ventana, la rompo con el poste. La lluvia hace tanto ruido que apenas oigo quebrarse el cristal. Tiro el cartel al suelo, retiro los vidrios sueltos y entro por la ventana a una cocina inmaculada.
Atravieso un vestíbulo de techo catedralicio dejando un rastro de gotas y llego a la puerta de entrada, que abro para dejar pasar a Brennan y luego cierro con el cerrojo. Pasado el recibidor hay dos habitaciones que disponen de abundante mobiliario para sentarse: largos sofás de felpa y mullidos sillones. En una de ellas, los asientos están dispuestos en torno a un polvoriento televisor de pantalla plana, de al menos sesenta pulgadas. En la otra, el centro de atención es una chimenea. Pegada a una pared hay una pila de troncos artificiales Duraflame. Probablemente sean patrocinadores.
Echo un vistazo al techo y solo veo un detector de humo. No necesitan tantas cámaras instaladas ahora que Brennan va conmigo.
Los troncos tienen unas instrucciones impresas en sus envoltorios de papel marrón. Ni siquiera Brennan puede meter la pata; le lanzo las cerillas y voy a explorar el piso de arriba. Contengo la respiración cada vez que abro una puerta, aunque esta casa no tiene nada que ver con la cabaña azul. Es enorme y anónima, está vacía. Acondicionada pero no habitada. Abro un tocador del baño y me froto las palmas con el alcohol que encuentro en el estante superior. Los arañazos no son lo bastante graves para precisar vendajes. En el dormitorio principal, abro armarios y cajones hasta descubrir unos pantalones de pijama de forro polar; me quito los míos, mojados, y me pongo los forrados. Encuentro un pijama a cuadros de hombre, para Brennan, y vuelvo a la planta baja. Le lanzo las prendas y extiendo mis pantalones, las botas y los calcetines ante el fuego.
—Ve a cambiarte —le digo— y secaremos tu ropa.
—¿Vamos a...? —Una expresión de horror le asoma a la cara.
—No pasa nada. Puedes hablar. Pero sin pasarte, ¿vale?
Asiente con gesto rápido.
—¿Vamos a quedarnos aquí? —pregunta—. ¿A pasar la noche?
—Sí.
Parece que el silencio le ha sentado bien.
—Gracias, Mae —dice tras reflexionar unos segundos.
—Ve a cambiarte.
La despensa contiene sopa orgánica vegetariana de lata y paquetes de macarrones con queso, con pasta en forma de animales. Caliento una lata de sopa toscana de alubias con arroz para mí y preparo los macarrones con queso para Brennan usando una lata de leche condensada en vez de la leche que indica la caja. Devora la olla entera y luego se desploma en el sofá con un suspiro. Al cabo de un momento ya ronca. El sonido no es tan molesto como antes. A decir verdad, hace que la casa parezca un poco menos grande.
Le echo una manta por encima y me envuelvo con otra. Los sofás son demasiado blandos; me siento en
la alfombra, de cara al fuego, con una taza de infusión. No estoy segura de si seré capaz de dormir aquí.
Aunque he inspeccionado todas las habitaciones, de manera que no tendría que haber problema. Espero
que no haya problema.
Y si lo hay, si pasa algo esta noche, será algo nuevo. A lo mejor tiran langostas por la chimenea o meten serpientes de cascabel por la ventana rota. O envían murciélagos por control remoto con unos exagerados colmillos o debutan los merodeadores que imaginaba antes.
Sé que es inútil tratar de prever su depravación, pero no puedo evitar intentarlo. Hace que la espera en esta enorme casa fantasmal resulte algo más llevadera. Confío en que, hagan lo que hagan, no será hasta más tarde. Esperarán a que esté dormida, o casi, para atacar. Ese es su estilo; desdibujar la línea entre realidad y pesadilla. Me provocan pesadillas y luego las materializan.
El peor fue la cabaña. La cabaña demasiado azul que no puedo olvidar, por mucho que me esfuerce.
Encontré la cabaña dos días después de que Ualabí me abandonara. Estaba siguiendo la última Pista
que me habían dado: «Busca la señal después del siguiente arroyo», decía. Había encontrado un lecho de río seco a unas pocas horas de mi campamento, pero no vi señal alguna, de modo que seguí caminando y buscando. Empezaba a temer que me había equivocado de rumbo y me había perdido, pero entonces lo
encontré: un riachuelo cantarín que decía: «Me has encontrado, me has encontrado». Siguiendo la corriente durante un trecho topé con una alcantarilla, una carretera y un camino de acceso. Y mi señal, obvia por bien que inesperada: un racimo de globos azul celeste atados a un buzón, bailando mecidos por la brisa. Tomé el camino de acceso hasta llegar a una pequeña cabaña de una planta, azul, con una chimenea chata. Había más globos atados junto a la entrada y un felpudo gris de bienvenida. Recuerdo que en el perímetro del felpudo había pececillos de colores que enmarcaban las palabras HOGAR, DULCE
HOGAR y unas cuantas caras sonrientes y congeladas de dibujos animados, aunque en ese momento no lo
reconocí como mi siguiente Pista.
La puerta de entrada no estaba cerrada. Una cabaña azul y con la puerta abierta: no podían ser más claros. Entré en una sala desbordante de azul claro. El suelo estaba cubierto de globos y había una torre de paquetes envueltos con papel de regalo azul sobre la mesa del salón; había un sofá azul y una silla azul; cojines. Todo era de color azul. Todo. Sin excepción: recuerdo una alfombra, el contraste de la huella gris oscura de mi mano en el amarillo claro cuando abrí el tiro de la chimenea y preparé el fuego.
Pero aparte de eso, todo era azul; lo recuerdo.
Al principio me quedé en la zona del salón, la cocina y el baño, sin abrir dos puertas que supuse que llevaban a los dormitorios. No había electricidad pero sí agua corriente... y un biberón azul en el fregadero. Di por sentado que el agua del grifo era segura y llené mis botellas sin antes hervirla, un error.
Había barritas de cereales y una bolsa abierta de ganchitos. Comí hasta llenarme, lo que quizá también fuera un error, pero creo que fue el agua lo que me hizo enfermar. Asimismo encontré té Lady Grey de Twinings y me preparé una taza, pensando que sería un detalle agradable.
Después de acabarme el té, o quizá mientras aún me lo estaba bebiendo, me puse a abrir los paquetes
de la mesa. Esperaba encontrar comida y una pila nueva para la petaca de mi micro, una Pista que me informase de adónde debía dirigirme a continuación. Pero lo primero que desenvolví fue una pila de cuentos ilustrados. Uno tenía una jirafa en la cubierta y el otro, una familia de nutrias. Todos tenían animales en la cubierta, aunque en uno solo aparecía un oso de peluche estrujado contra el pecho de un niño pequeño. Cuando retiré el papel del segundo paquete, pequeño y blando, encontré una ristra de minúsculos calcetines blanquiazules, seis pares marcados como «Recién nacido».
Recuerdo que dejé los calcetines sobre la mesa y caminé hasta el sofá, reprimiendo a duras penas el
impulso de pisotear uno o todos los omnipresentes globos. Incluso ahora siento el aguijón de su mensaje.
Sé que les expliqué mis motivos para participar. Se los expuse cuando me presenté al casting y en cada ronda del proceso de selección. Se los detallé en mi primera confesión. Se los conté una y otra vez. No debería haberme sorprendido tanto que me escucharan.
Después de aquello me tumbé en el sofá y tardé mucho tiempo en conciliar el sueño. Por fin me estaba adormilando cuando lo oí: un lloriqueo suave. El sonido me despabiló y mi mente despejada se esforzó por determinar la dirección de su origen. Por el pasillo, tras la puerta de un dormitorio.
La única luz existente procedía de las estrellas y de la luna y llegaba filtrada por las ventanas.
Recuerdo que avancé paso a paso por el pasillo, a tientas, sin hacer ruido porque solo llevaba calcetines; fue la última vez que me quité las botas para dormir. El sonido era débil y animalesco. Un gatito, pensé, especialmente dedicado a mí; sabían que cuidaría de él. Soy más de perros, pero nunca abandonaría a un minino huérfano. Nunca abandonaría a ningún mamífero huérfano, a excepción de una rata, supongo.
Cuando abrí la puerta del dormitorio, el maullido cesó, y yo me detuve. Una pared de ventanas en arco bordeaba una cama de matrimonio. En comparación con el pasillo, la luz crepuscular de la habitación era brillante; las sábanas reflejaban el onírico gris azulado de la noche. Había un oso de peluche en el tocador, uno de esos con cámara para vigilar bebés. Recuerdo que al identificar la cámara me sentí un poco mejor, un poco más valiente.
Pero, aun así, me sobresalté cuando el llanto regresó al cabo de unos segundos. Sonaba más alto, lo
que me permitió localizar la fuente: un montón de mantas que había sobre la cama. Un hipido ahogado interrumpió el llanto. Perpleja, me acerqué a la cama. La forma oblonga que había bajo las mantas me incomodaba, pero había llegado demasiado lejos para echarme atrás y me estaban mirando, todo el mundo me miraba. Cogí la manta y la retiré.
Si se le da la oportunidad, una fracción de segundo parecerá fácilmente una eternidad, y esa es la clase de eternidad que experimenté al levantar y soltar de inmediato la manta. El maniquí de la madre, de pelo claro, allí tumbado con sus ojos de mármol y una mancha entre negra y parda que gotea desde su cara de látex y mancha las sábanas de debajo. Y en sus brazos hinchados y moteados, un muñeco envuelto en una tela azul pálido. Tiene los labios fruncidos y helados, esperando el biberón del fregadero. Apenas vi, pero vi. Qué lenta cayó la manta de mi mano para cubrir el maniquí, el muñeco.
Me avergüenza reconocer que su truco funcionó, que durante el transcurso de aquella eternidad creí que los maniquíes eran reales. Y entonces la grabación llegó a su fin y empezó otra vez, con lo que volvió a sonar aquel llanto y en esa ocasión lo oí: un tenue zumbido mecánico que acompañaba al sonido. Al mismo tiempo, esparcieron el olor por los conductos de ventilación, me parece, o por lo menos fue entonces cuando lo olí, o quizá en mi recuerdo sencillamente sea menos importante que el sonido. En cualquier caso, fue mi primer contacto con la peste a podrido que usan y me caló hasta el tuétano. Me quedé allí parada, atónita, durante un espacio de tiempo que no pudo ser más que unos breves segundos, aunque cada vez que lo pienso, cada vez que lo recuerdo, me da la impresión de que duró más, de que
fueron horas.
Aunque sabía que todo era falso, aunque el muñeco emitiera un sonido ridículo y tuviera un aspecto ridículo, me afectó, mucho. No sé por qué: el agotamiento, la intensidad de lo que aquella escena pretendía representar. Era como si conocieran la verdad secreta que se ocultaba tras mis confesiones, como si aquella fuera su manera de decirme que sabían que en realidad no estaba allí para vivir una aventura previa a la maternidad, sino porque no creo que vaya a estar nunca preparada para tener un hijo.
Quiero estarlo, quiero hacerlo, por él; ojalá pudiera, pero no puedo. Me presenté como aspirante al programa y acudí para postergar no la inevitable maternidad, sino el momento de decirle la verdad a mi marido.
Plantada en aquella cabaña demasiado azul, no podía parar de pensar en mí misma ocupando el lugar
del maniquí bajo las mantas. La cara del muñeco estaba, y está, grabada a fuego en mi memoria, pero mis remordimientos se aferraban a la imagen y la distorsionaban. Veía la barbilla de mi marido, en miniatura y suave. Veía la naricilla chata que tanto dilata las fosas nasales en las fotos de cuando yo era pequeña.
Veía palpitar la membrana de su cabeza pelada.
La grabación del muñeco llegó a la tos, un sonido estrangulado. Recuerdo que se me cerró la boca del estómago, una reacción visceral.
Sucumbí al pánico. Di media vuelta y salí corriendo del dormitorio. Agarré la mochila y me calcé las botas de un salto. Salí a trompicones por la puerta principal y resbalé con el HOGAR, DULCE HOGAR cuando los globos se me enredaron en los pies. Me libré de ellos y tomé el camino que exigía menos resistencia: el sendero de tierra, que desembocaba en una agrietada carretera de asfalto donde mis piernas temblorosas me arrojaron al suelo. Me tumbé en la cuneta entre las hojas caídas el último año, abrumada por el cansancio, el odio y el reflujo de la adrenalina. Querían que abandonase, eso saltaba a la vista, y yo también lo quería, quería acabar con aquello, pero no podía darles esa satisfacción. Me quedé allí tendida, sufriendo, durante mucho rato. Al final, me senté y me quité las gafas. Recuerdo que tenía el estómago revuelto, que los fluidos gástricos subían y bajaban entre la garganta y los intestinos como mareas. Cogí las gafas con la punta de dos dedos y miré fijamente hacia donde estaban sin verlos, recordándome una y otra vez que el maniquí y el muñeco no eran reales, intentando deducir qué se suponía que tenía que hacer a continuación, adónde se suponía que tenía que ir. Entonces una burbuja amorfa, un espacio más claro situado en algún punto más allá de mis gafas, captó la atención de mis ojos desenfocados. Un espacio iridiscente y danzarín que, tras un momento de perplejidad, identifiqué como los globos, que reflejaban la luz de la luna y se movían alrededor del buzón al capricho del viento.
Fue entonces cuando lo entendí: la Pista no eran los cuentos ni los globos, sino el felpudo de bienvenida. HOGAR, DULCE HOGAR. Esa era la dirección que debía tomar a continuación. Hacia el este.
También sabía que a los creadores del programa les encantaría mi huida aterrorizada, y decidí que desde ese momento sería lo más aburrida posible. Esa sería mi revancha. Me movía por carreteras secundarias y evitaba las casas. Al principio me costó avanzar; me puse enferma —el agua; tal vez la comida, aunque más bien el agua— y perdí un día o dos, quizá tres, pero no lo creo, tiritando delante de una hoguera que casi no fui capaz de encender, dada mi debilidad, pese a contar con mi encendedor.
Sentí el pinchazo de aquella pérdida. Era solo una cosa, pero qué útil. No sé qué habría hecho durante aquellos días de enfermedad sin el encendedor; supongo que habrían tenido que descalificarme y sacarme de allí por mi propio bien. Con encendedor y todo, estuve alarmantemente cerca de pronunciar la frase de seguridad; creo que fue solo la constatación de que no venían a por mí, de que estaban lo bastante tranquilos para dejar que me curase sola, lo que me proporcionó la fuerza necesaria para aguantar, lo que me permitió creer que me pondría bien. Y así fue. Mejoré y supe adónde tenía que ir; arranqué a caminar y entonces encontré la crema de cacahuete y el cóctel de frutos secos, además de su siguiente maniquí, lo que me indicaba que seguía en la ruta correcta.
A mi lado, Brennan emite un ronquido de lo más sonoro y cambia de posición en el sofá. Su brazo cae
por un lateral y con un movimiento convulsivo sus dedos forman un puño, para a continuación relajarse y acariciar el suelo. Parece cómodo, a gusto entre los mullidos cojines. Esta noche no ha gritado.
Contemplo su mano flácida. El fuego se refleja en la esfera de su reloj. La curiosidad insomne me impulsa a mirar la hora. Las ocho y cuarenta y siete. He pasado tanto tiempo guiándome por la luz, y no por las horas, que de pronto me siento como si hubiera hecho algo malo. Me ruborizo y descubro por qué mientras observo cómo los segundos digitales avanzan hacia el sesenta: no me esperaba que el reloj funcionase como tal. Eso es una estupidez: no hay ningún motivo para que un reloj con cámara no dé la hora, de paso.
Dejo mi té frío y me inclino hacia la mano de Brennan mirando la esfera del reloj sin parpadear. «Sé que estáis ahí», les digo a los productores con la mirada. Podría robarle el reloj y destrozarlo, pero no lo haré. Dejaré que me graben, dejaré que me sigan y documenten. Para eso me inscribí, al fin y al cabo. Lo que no haré es dejar que me derroten. No permitiré que ganen.
Pase lo que pase, seguiré adelante. Cruzaré su línea de meta, sea cual sea, y llevaré conmigo a este maniquí viviente que me han endosado para que todos sean testigos de mi victoria.