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La puerta del pequeño supermercado cuelga torcida y con el marco agrietado. Atravieso el umbral con cautela, sabedora de que no soy la primera en buscar comida aquí. Nada más pasar por la puerta, veo un cartón de huevos por los suelos. Las entrañas sulfurosas de una docena de Humpty-Dumpties, imposibles de reconstruir desde hace tiempo, forman una costra en el suelo. El resto de la tienda no ha corrido mejor suerte que los huevos. La mayoría de los estantes están vacíos y varios expositores han caído al suelo.

Me fijo en la cámara colgada en la esquina del techo sin entablar contacto ocular con el objetivo y, cuando doy un paso adelante, me asalta una peste espantosa. Huele a alimentos podridos, a lácteos pasados que se han estropeado en las neveras abiertas y apagadas. Capto también otro olor, que procuro ignorar mientras comienzo mi búsqueda.

Entre dos pasillos, hay una bolsa de tiras de maíz frito esparcido por el suelo. Una huella ha reducido a migas buena parte del contenido. Una huella grande, de talón pronunciado. Una bota de trabajo, creo.

Pertenece a uno de los hombres, pero no a Cooper, que afirma que hace años que no lleva botas. A Julio, tal vez. Me agacho y cojo una de las tiras. Si está crujiente, sabré que el responsable ha pasado por aquí hace poco. La aplasto entre los dedos. Está revenida. No me dice nada.

Me planteo comerme la tira de maíz. No como desde la cabaña, desde antes de ponerme enferma, y de

eso hace ya varios días, puede que una semana, no lo sé. Tengo tanta hambre que ya ni la siento. Tengo tanta hambre que no controlo del todo las piernas. Para mi sorpresa, no paro de tropezar con piedras y raíces. Las veo e intento sortearlas, creo que voy a superarlas, pero entonces mis dedos topan con ellas y tropiezo.

Pienso en la cámara, en mi marido viéndome rapiñar tiras de maíz frito del suelo de un supermercado

de pueblo. No vale la pena. Tienen que haberme dejado algo más. Tiro el aperitivo y me pongo en pie. El movimiento hace que me maree. Me detengo un momento para recuperar el equilibrio y luego continúo por delante del mostrador de la verdura y la fruta. Docenas de plátanos podridos y esferas marrones desinfladas —¿manzanas?— me miran al pasar. Ya sé lo que es el hambre, y me enfurece que hayan permitido que se eche a perder tanta comida solo para dar ambiente.

Por fin, un destello debajo de un estante bajo. Me agacho hasta quedar a cuatro patas; la brújula que llevo colgada al cuello con un cordel se cae y golpea el suelo. Me la guardo entre la camisa y el sujetador deportivo y, al hacerlo, reparo en que el punto de pintura azul celeste que tiene en el borde inferior casi ha desaparecido a causa del roce. Estoy tan cansada que tengo que recordarme que eso no es importante; lo único que significa es que el becario al que encargaron el trabajo usó pintura barata. Me agacho un poco más. Bajo el estante hay un tarro de crema de cacahuete. Una pequeña raja desciende desde la tapa hasta desaparecer detrás de la etiqueta, justo sobre la «O» de ORGÁNICA. Paso el dedo por encima de la marca del cristal pero no noto la grieta. Muy propio de ellos dejarme crema de cacahuete; saben que la odio. Meto el tarro en la mochila.

Las neveras para bebidas de la tienda están vacías, salvo por unas pocas latas de cerveza, que no cojo.

Yo esperaba agua. Una de mis botellas está vacía y en la segunda, que llevo colgando en un costado, el líquido chapotea a un cuarto de su capacidad. A lo mejor se me han adelantado unos cuantos, si se acordaron de hervir toda su agua y no perdieron varios días vomitando a solas por el bosque.

Quienquiera que dejase esa huella —Julio, Elliot o aquella asiática con pinta de friki cuyo nombre no recuerdo— se llevó todo lo bueno, y esto es lo que significa ser la última: un tarro rajado de crema de cacahuete.

La única parte de la tienda que no he registrado es la de detrás de la caja. Sé lo que me espera allí. El olor que no reconozco oler: carne putrefacta y excremento animal, con un toque de formol. El olor que quieren hacerme creer que corresponde a la muerte humana.

Me tapo la nariz con la camisa y me acerco a la caja registradora. Su maniquí está donde me esperaba, boca arriba en el suelo detrás del mostrador. A este le han puesto camisa de franela y pantalones militares. Respirando a través de la camisa, bordeo el mostrador y paso por encima del hombre falso. El movimiento espanta a una serie de moscas que echan a volar zumbando hacia mí. Siento cómo sus patas, sus alas y sus antenas tiemblan contra mi piel. Se me acelera el pulso y mi aliento se filtra hacia arriba hasta empañar los bordes inferiores de mis gafas.

Solo es otro Desafío. Nada más.

Veo un cóctel de frutos secos en el suelo. La cojo y retrocedo, a través de las moscas y por encima del maniquí. Salgo por la puerta agrietada y torcida, que se mofa de mí con un aplauso.

—Vete a la mierda —susurro con las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Tendrán que censurarlo, pero que se vayan a la mierda ellos también. Las palabrotas no van contra las reglas.

Siento el viento pero no huelo el bosque. Lo único que huelo es la peste del maniquí. El primero no

olía tan mal, pero era reciente. Creo que la idea es que este y el que encontré en la cabaña parezcan más antiguos. Me sueno con las manos, a lo bruto, aunque sé que pasarán horas antes de que me libre del hedor. No puedo comer hasta entonces, por mucho que mi cuerpo necesite calorías. Tengo que seguir adelante, poner algo de distancia entre este lugar y yo. Encontrar agua. Me digo todo esto, pero no me quito de la cabeza otro pensamiento: la cabaña y su segundo muñeco, el pequeño, envuelto en una tela azul. El primer Desafío auténtico de esta fase se ha convertido en un recuerdo gelatinoso que mancha mi consciencia, a todas horas.

«No pienses en ello», me digo. La orden es en vano. Durante varios minutos más oigo el llanto del muñeco en el viento. Y entonces —«Basta»— levanto la cara y guardo el cóctel de frutos secos en mi mochila negra. Me la echo a la espalda y me limpio las gafas con el dobladillo de la camiseta de manga larga de microfibra que llevo debajo de la chaqueta.

Después hago lo que llevo haciendo casi a diario desde que Ualabí partió: camino y busco Pistas.

«Ualabí», porque, como todos los cámaras, nunca quiso decirme cómo se llamaba y sus apariciones a primera hora de la mañana me recordaban una acampada que hice en Australia hace años. El segundo día, desperté en un parque natural cercano a la bahía de Jervis y me encontré un ualabí de los pantanos gris parduzco sentado en la hierba, mirándome. No habría más de un metro y medio entre nosotros. Me había dormido con las lentillas puestas y, aunque me picaban los ojos, distinguí con claridad la franja de pelaje claro que cruzaba la mejilla del animal. Era precioso. La mirada que recibí a cambio de mi asombro me pareció evaluadora e imponente, pero también del todo impersonal: como el objetivo de una cámara.

La analogía es imperfecta, por supuesto. El Ualabí humano no es ni mucho menos tan bello como el marsupial, y un campista cercano que despertase y gritara «¡Un canguro!» no bastaría para que se alejara dando brincos. Pero Ualabí siempre era el primero en llegar, el primero en apuntarme a la cara con su cámara sin decir buenos días. Y cuando nos dejaron a nuestro aire en el campamento compartido, era él quien reaparecía el tiempo justo para extraer cada una de las confesiones deseadas. Fiable como el amanecer hasta el tercer día de aquel Desafío en Solitario, cuando el sol salió sin él, atravesó el firmamento sin él y se puso sin él, y yo pensé: «Tenía que pasar tarde o temprano». El contrato decía que pasaríamos solos largas temporadas, vigilados a distancia. Estaba preparada para esto, hasta tenía ganas de que llegara el momento: ser observada y juzgada con discreción, en lugar de a la cara. Ahora, en cambio, me llenaría de emoción oír llegar a Ualabí a través del bosque, pisoteando hojas.

Estoy tan cansada de estar sola...

La tarde de finales de verano avanza poco a poco. Los sonidos que me rodean forman capas: el roce de mis pasos cansinos, el repiqueteo de un pájaro carpintero cercano, el rumor del viento que hace cosquillas a las hojas. Esporádicamente, se suma otra ave, cuyo canto es un dulce pip pip pip pipi pip. El pájaro carpintero ha sido fácil, pero a este segundo no lo conozco. Para no pensar en la sed que tengo, me distraigo imaginando a qué clase de pájaro puede pertenecer ese trino. Uno diminuto, creo; de colores vivos. Imagino un ave que no existe: más pequeña que mi puño, con las alas amarillo chillón, la cabeza y la cola azules y un dibujo de ascuas candentes en el vientre. Ese sería el macho, por supuesto. La hembra sería de color marrón apagado, como es habitual en los pájaros.

La canción del pájaro incandescente suena una última vez, a lo lejos, y en su ausencia el conjunto suena más flojo. Regresa mi sed, con una fuerza tremenda. Siento las punzadas de la deshidratación tras las sienes. Agarro mi botella casi vacía, noto su ligereza y el tejido reseco del pañuelo azul que llevo atado alrededor de la tapa. Sé que mi cuerpo puede aguantar varios días sin agua, pero no soporto tener la boca tan seca. Doy un sorbo con cuidado y luego paso la lengua por los labios para atrapar cualquier resto de humedad. Noto sabor a sangre. Levanto la mano y, al bajarla, tengo la base del pulgar manchada de rojo.

Al verlo, siento la raja en mi labio superior partido. No sé cuánto tiempo lleva allí.

El agua es mi prioridad. Llevo horas caminando, creo. Mi sombra es mucho más larga que cuando salí

de la tienda. He pasado por delante de unas pocas casas, pero nada de tiendas ni de edificios con una marca azul. Todavía huelo el maniquí.

Mientras camino intento pisar las rodillas de mi sombra. Es imposible pero sirve de distracción. Tanta es la distracción que no reparo en el buzón hasta que casi me lo he pasado de largo. Tiene forma de trucha y el número de la casa está hecho con escamas de madera de todos los colores. Junto al buzón arranca un largo camino de entrada, que serpentea entre robles blancos y algún que otro abedul. No veo la casa que debe de estar a la fuerza al final de la avenida.

No quiero ir. No he entrado en una casa desde que un puñado de globos azul celeste me condujo hasta

una cabaña que era azul por dentro, tan azul... Luz crepuscular y un oso de peluche, observando.

No puedo.

Necesitas agua. No usarán el mismo truco dos veces.

Arranco a andar por el camino de acceso. Cada paso cuesta una barbaridad y no paro de tropezar. Mi

sombra avanza por la derecha, trepando y saltando de un tronco a otro a medida que camino, con una agilidad que contrasta con mi torpeza.

Pronto veo una monstruosidad estilo Tudor, que pide a gritos una mano de pintura color hueso. La casa en ruinas ocupa el centro de un jardín descuidado; es la clase de edificio con el que de pequeña habría jugado a que estaba encantado. Delante hay aparcado un todoterreno rojo que no me deja ver la puerta de entrada. Después de tanto tiempo caminando, el vehículo parece un ente sobrenatural. Nos dijeron que nada de conducir, y no es azul, pero está aquí y a lo mejor eso significa algo. Avanzo poco a poco hacia el todoterreno y, por tanto, hacia la casa. A lo mejor han dejado una caja de botellines de agua en el maletero. Así no tendría que entrar. El coche está manchado de barro seco, el dibujo de salpicaduras insiste en la antigua liquidez de dicha sustancia. Aunque esté seco, no es suciedad sino barro; parece un test de manchas de tinta, pero no distingo ninguna imagen.

Pip pip pip, oigo. Pipi pip.

Ha vuelto mi pájaro incandescente. Ladeo la cabeza para averiguar la dirección del ave y, al hacerlo, capto otro sonido: un suave borboteo de agua corriente. Me invade una sensación de alivio; no tengo que entrar. El único propósito del buzón era llevarme hasta el arroyo. Debería haberlo oído yo solita, pero estoy tan cansada, y tan sedienta... Necesitaba que el pájaro recondujera mi atención de la vista al oído.

Me doy la vuelta y sigo el sonido de la corriente de agua. El pájaro vuelve a cantar y con la boca formo la palabra «Gracias». Me escuece el labio partido.

Mientras retrocedo por el camino, pienso en mi madre. Ella también pensaría que mi destino era encontrar el buzón, pero a sus ojos la mano que guía mis pasos no sería la de un productor. Me la imagino sentada en el salón, envuelta en una neblina de humo de tabaco. Me la imagino mirando, interpretando todos mis éxitos como una reafirmación y todas mis decepciones como una lección; apropiándose de mis experiencias, como siempre ha hecho. Porque yo no existiría sin ella, y eso siempre le ha bastado.

También pienso en mi padre, en la puerta de al lado, en la panadería, camelando a los turistas con catas gratuitas y humor rural mientras intenta olvidar a su tabacosa mujer desde hace treinta y un años. Me pregunto si él también me mira.

Entonces veo el arroyo, una corriente mísera y exquisita que queda justo al este del camino de entrada de la casa. Mi atención despierta de golpe y las entrañas me tiemblan de puro alivio. Ansío formar un cuenco con las manos y llevarme a los labios el líquido frío. En lugar de eso, me acabo el agua ya caliente que queda en la botella; medio vaso, tal vez. Probablemente tendría que habérmela bebido antes; hay quien ha muerto deshidratado por ahorrar agua. Pero eso pasa en climas más cálidos, en la clase de sitios donde el sol te arranca la piel a tiras; aquí, no.

Después de beber, sigo el arroyo corriente abajo, para cerciorarme de que no hay residuos problemáticos, animales muertos y demás. No quiero ponerme enferma otra vez. Camino arrastrando los

pies durante unos diez minutos, alejándome cada vez más de la casa. Pronto encuentro un claro con un enorme árbol caído en el borde, a unos siete metros del agua, y me dejo llevar por la costumbre de despejar un círculo de terreno y recoger leña. La que encuentro la ordeno en cuatro montones. El de más a la izquierda contiene la que es más delgada que un lápiz y el de más a la derecha, la que es más gruesa que mi muñeca. Cuando reúno la suficiente para que dure unas horas, recojo unas cuantas virutas secas de corteza de abedul, las reduzco a yesca y las coloco sobre un trozo de corteza maciza.

Desengancho un mosquetón que llevo colgando de una presilla del pantalón sobre la cadera izquierda.

El encendedor se desliza por la anilla de metal plateado hasta mi mano, que está quemada por el sol y cubierta de suciedad. El aparato parece algo así como una llave y una memoria USB unidas por un cordel naranja; eso fue lo que pensé cuando cayó en mis manos gracias a una combinación de suerte y habilidad después del primer Desafío. Eso fue el Día Uno, cuando siempre detectaba la cámara y todo resultaba emocionante, incluidas las partes aburridas.

Tras un par de golpes rápidos, la yesca empieza a humear. Con delicadeza, la recojo con la mano y soplo, por lo que primero levanto más humo y al final surgen unas llamas minúsculas. Con rapidez vuelvo a enganchar el encendedor a los pantalones y usando ambas manos coloco la yesca en el centro del círculo que he despejado. Cuando añado más virutas de corteza, las llamas crecen y el humo me satura las fosas nasales. Echo a las llamas las ramitas más pequeñas y después las grandes. En cuestión de minutos tengo una hoguera hecha y derecha, aunque es probable que vista a través de la cámara no resulte muy impresionante. Las llamas solo miden unos treinta centímetros, pero eso es todo lo que necesito: no quiero enviar señales, solo calentarme.

Saco de la mochila mi taza de acero inoxidable. Está mellada y algo chamuscada, pero resiste. La lleno de agua y a continuación la acerco al fuego. Mientras espero a que el agua se caliente, me obligo a meter el dedo en la crema de cacahuete y comer. Después de tanto tiempo sin probar bocado, pensaba que hasta mi comida menos favorita me sabría a ambrosía, pero es asquerosa: densa, salada y se me pega al paladar. Tanteo la masa gomosa con la lengua seca, pensando que debo de estar tan ridícula que parezco un perro. En la solicitud debería haberme inventado que tenía alergia; así se habrían visto obligados a dejarme alguna otra cosa. O a lo mejor directamente no me habrían seleccionado. Tengo el cerebro demasiado embotado para plantearme lo que significaría no haber sido elegida, dónde estaría en este momento.

Por fin, el agua rompe a hervir. Concedo a los posibles microbios unos minutos para morir y luego, usando la raída manga de mi chaqueta a modo de agarrador, alejo la taza de las llamas. En cuanto desaparecen las burbujas, vierto el agua hervida en una de mis botellas, que se llena más o menos hasta una tercera parte.

La segunda taza tarda menos en calentarse. Meto el agua en la botella que, después de una tercera ronda de hervir agua, queda llena. Cierro con fuerza el tapón y clavo la botella en el fondo fangoso del arroyo, hasta que el agua fría cubre el plástico casi hasta el borde. El pañuelo azul se mece con la corriente. Para cuando he llenado la segunda botella, la primera está casi fría. Lleno la taza y la pongo a hervir otra vez. Después bebo cien mililitros de la botella ya fresca, y de paso me limpio los restos de crema de cacahuete y me los trago. Espero unos minutos y bebo cien mililitros más. De sorbo en sorbo, me acabo la botella. La taza ya hierve de nuevo, y siento cómo se rehidratan las membranas de mi cerebro. Remite el dolor de cabeza. A lo mejor no es necesario tanto trabajo; el arroyo está limpio y la corriente es rápida, lo que apunta a que el agua debe de ser potable, pero ya me la jugué una vez, y perdí.

Mientras relleno la botella, caigo en la cuenta de que aún no he construido mi refugio, y el cielo encapotado amenaza lluvia. La luz menguante me advierte que no tengo mucho tiempo. Me pongo en pie

con un gesto de dolor, pues tengo las caderas entumecidas. Recojo en el bosque cinco ramas pesadas y las apoyo en el lado del árbol caído que queda a sotavento, de mayor a menor, hasta crear un armazón triangular que deja el espacio justo para meterse debajo. Saco de la mochila una bolsa de basura negra, regalo de despedida de Tyler, aunque no por inesperado menos agradecido, y la extiendo sobre las ramas.

Mientras recojo brazadas de hojas secas y las apilo sobre la bolsa de plástico, pienso en las prioridades de la supervivencia.

Las reglas de tres: una mala actitud puede matarte en tres segundos; la asfixia puede matarte en tres minutos; el frío, en tres horas; la deshidratación, en tres días; y el hambre, en tres semanas... ¿o son tres meses? Sea como sea, el hambre es la menor de mis preocupaciones. Por débil que me sienta, no ha pasado tanto tiempo desde mi última comida. Como mucho seis o siete días, y eso tirando por lo alto. En cuanto al frío, aunque esta noche llueva, no hará el suficiente para matarme. Si no tuviera un refugio, me mojaría y lo pasaría mal, pero probablemente tampoco correría peligro.

Aun así, no quiero mojarme y pasarlo mal, y por exorbitante que sea su presupuesto, no pueden haber

colocado cámaras en un refugio que no existía antes de que yo lo construyera. Sigo recogiendo hojas a puñados y, cuando una araña lobo del tamaño de una moneda se me encarama correteando por la manga,

doy un respingo. El movimiento brusco hace que se me vaya un poco la cabeza, como si la tuviera medio despegada. La araña se detiene sobre mi bíceps. La lanzo por los aires de un manotazo y la veo rebotar y caer en el montón de hojas que hay junto al cobertizo improvisado. Se mete dentro, pero no me preocupa mucho; no es demasiado venenosa. Sigo recogiendo hojarasca y pronto dispongo de una capa de treinta

centímetros de altura sobre mi cobertizo, y dentro incluso más, a modo de colchón.

Pongo encima de la estructura unas cuantas ramas del suelo extendiendo bien las hojas para que no se vaya todo volando y al volverme veo que del fuego solo quedan las brasas. Esta noche no estoy nada sincronizada. Es la casa, pienso. Todavía tengo el miedo en el cuerpo. Mientras parto ramitas para alimentar las ascuas, miro de reojo mi refugio. Es bajo y endeble, de aspecto chapucero, con ramitas que brotan por todas partes y en todas direcciones. Recuerdo lo esmerada y lenta que era antes al construir mis refugios. Quería que fuesen tan bonitos como los de Cooper y Amy. Ahora lo único que me importa

es que sean prácticos; aunque, la verdad sea dicha, los cobertizos de hojas tienen todos más o menos el mismo aspecto, excepto el grande que construimos juntos antes de que Amy se fuera. Aquel era una monada, con un tejado de ramas entrelazadas como si fueran juncos y lo bastante amplio para que cupiésemos todos, aunque Randy dormía fuera, solo.

Bebo un poquito más de agua y me siento junto a mi hoguera resucitada. El sol se ha puesto y la luna está tímida. Las llamas oscilan y una mancha en mi lente derecha las distorsiona como un filtro de estrella.

Es hora de pasar otra noche a solas.