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Las reglas de vuestro primer Desafío son sencillas —dice el presentador, plantado en mitad del campo bajo la intensa luz de la tarde—. Todos tenéis un pañuelo y una brújula identificados con el color, o colores, que os hemos asignado. Mientras dure esta aventura, todo aquello que esté específicamente destinado a vosotros irá señalado con esos colores. Empezando por... —Gira de un lado a otro para indicar una serie de pequeños postes pintados que están repartidos por todo el campo—... estos.

—¿Palos? —murmura Nena Asiática para nadie en particular—. ¿Para qué sirven?

El presentador le manda callar con un susurro, se cuadra y prosigue:

—Usando la brújula, tendréis que orientaros para encontrar una serie de puntos de control y, en última instancia, una caja que contiene un paquete envuelto. No abráis ese paquete. —Sonríe, pasea la mirada por la hilera de concursantes y luego mete los pulgares en los bolsillos delanteros, adoptando una postura relajada que da a entender que él sabe algo que los concursantes ignoran, lo que es cierto, por supuesto.

Es privilegio de él saber muchas cosas que ellos desconocen—. Encontrad vuestro color y tomad posiciones —dice.

Camarera ya tiene la brújula en la mano, al igual que otros dos participantes: Rastreador y Zoo. Esta no necesitaba usar la brújula para llegar al punto de encuentro, pero de todas formas la ha sacado de la mochila en cuanto se ha empezado a grabar. Además ha sonreído al hacerlo, y sin dejar de sonreír ha caminado, con el innecesario aparato en la mano, en dirección norte y a unos grados a la derecha, siguiendo el sendero que le habían dicho que lo llevaría hasta el primer Desafío. Todavía sonríe mientras mira otra vez la mancha de pintura que ha visto nada más llegar: azul celeste. Es esa sonrisa fácil la que tantas simpatías le ha granjeado entre sus compañeros de trabajo y entre los estudiantes de la reserva natural y del centro de rehabilitación donde trabaja; no es un zoo, pero se acerca bastante. Es esa sonrisa fácil la que, según sospechan los productores, le granjeará las simpatías del público.

Zoo ve su poste. Acelera el paso; casi va dando saltitos. Hizo un curso de orientación unos meses atrás. Sabe que debe alinear rojo y norte y pegarse la brújula al pecho. Sabe que debe contar el primer paso como «y» y el segundo como «uno». Cree que será divertido poner en práctica lo que ha aprendido.

De momento, la experiencia está siendo fantástica. Corre a recoger sus instrucciones, que están en una bolsa de plástico junto al poste azul claro.

Un joven blanco y desgarbado con el pelo castaño se cruza en el camino de Zoo.

—Perdona —dice Animador, con un tono impertinente que deja entrever su nerviosismo.

Odia la naturaleza, y odia que el color del pañuelo, que lleva doblado en la camisa como si fuera un pañuelo de bolsillo metido en una americana, sea rosa. Se presentó como candidato al programa porque lo incitó la voladora de su equipo, que debería ser quien estuviera allí, porque es la persona más valiente que conoce. Animador no esperaba que lo seleccionasen y aceptó la oferta porque no tenía nada mejor

con que ocupar el verano entre el segundo y tercer año de universidad, y porque ¿cómo iba a rechazar la posibilidad de ganar un millón de dólares, por remota que fuese? Para cuando descubrió que no se empezaría a grabar hasta mediados de agosto y que tendría que tomarse un semestre libre, ya estaba comprometido.

Los creadores del programa coinciden en que el tono hostil con que Animador habla a los concursantes más optimistas retrata a la perfección el personaje que le han asignado: el varón afeminado que se encuentra tan fuera de su elemento que más parece una caricatura que un hombre. Cuando le pregunten al respecto, el productor argüirá que se limitaron a desarrollar la historia proporcionada por esa escena inicial. Razonamiento circular. Ellos eligen la escena, eligen el momento, ese destello de una de las muchas facetas de la personalidad de ese joven, que podría haber sido muchas cosas —miedoso, servicial, inquisitivo— pero en cambio es un borde.

Tomando posiciones ante un palo naranja, no muy lejos de Animador, está Biología, una chica que lleva su pañuelo a modo de cinta para el pelo con el nudo sobre la oreja. Biología también es homosexual; ya lo veis, es justo, dirán: está permitido que os apoyéis. Pero Biología, que enseña ciencias de la naturaleza en un pequeño instituto público, es una lesbiana de la variedad menos amenazadora: es curvilínea y femenina, y lleva con discreción su sexualidad. Tiene la melena larga, oscura y ensortijada, y la piel morena y bien hidratada. Si un hombre heterosexual la imaginara con otra mujer, probablemente se imaginaría a él también presente.

Fuerza Aérea se sitúa delante de un poste azul oscuro entre Biología y Animador. Mira a Biología de

arriba abajo y después observa a Animador, que suspira e intenta sacudirse los nervios agitando los dedos. Hace años que en el Ejército estadounidense se revocó la política del «No preguntes, no cuentes», y Fuerza Aérea no da por sentado que Animador sea inexperto en las habilidades que serán necesarias las semanas venideras. En realidad, lo primero que piensa es: Apuesto a que es un infiltrado del programa.

Los concursantes cogen sus instrucciones. El presentador gesticula para captar su atención mientras los cámaras se posicionan con esmero para no aparecer en los planos de sus compañeros. Varios minutos se reducen a unos segundos. El presentador grita:

—¡En marcha!

Rastreador arranca a caminar a grandes zancadas y con la vista fija en un objeto lejano. Ranchero recupera su paso relajado. Zoo se sonríe y empieza a contar para sus adentros mientras avanza sujetando la brújula perpendicular al pecho. Animador mira a su alrededor y luego estudia el mapa y la brújula, indeciso. Camarera gira sobre sus talones y establece un breve contacto visual con Biología, que se encoge de hombros.

A todos ellos los observa Ingeniero. Lleva un pañuelo de rayas granates y marrones alrededor del cuello, como Ranchero, pero a este joven chino-americano larguirucho y con gafas le queda distinto.

Ingeniero no ha actuado con prisas en su vida, salvo alguna que otra noche en la universidad, cuando una generosa dosis de alcohol le cambió el talante. Una vez cruzó el campus desnudo. Eran las cuatro de la madrugada y, aparte del amigo que le retó a hacerlo, solo le vieron dos personas. Ingeniero se enorgullece de ese recuerdo, de la espontaneidad que demostró en aquel momento. Le gustaría ser espontáneo más a menudo. Por eso está aquí, respondiendo a la madurada decisión de someterse a una

situación que exigirá espontaneidad. Quiere aprender.

Ingeniero contempla sus instrucciones: una lista de puntos.

—Ciento treinta y ocho grados —dice—. Cuarenta y dos pasos.

Mueve la brújula hasta alinear una pequeña marca muy cercana al indicador de los ciento cuarenta grados con la flecha de dirección. No sabe cuánto mide un paso en teoría, pero experimentará hasta tenerlo claro, como pronto sucederá.

Los doce concursantes se dispersan como moléculas de gas para llenar el espacio del campo.

Rastreador se detiene en el linde del bosque, escudriña las ramas que tiene encima de la cabeza y salta con fuerza hasta agarrarse con ambas manos a una gruesa. Luego se sube a pulso al árbol. Todos los concursantes que están de cara hacia él —siete en total— se paran a mirar, pero Zoo y Fuerza Aérea serán los únicos que se mostrarán a los telespectadores. Zoo abre los ojos como platos, impresionada.

Fuerza Aérea alza una ceja y sacude la cabeza, no tanto.

Rastreador se deja caer del árbol y aterriza con suavidad en la hierba. Lleva en la mano una bandera roja. No quiere dejar rastro, ni siquiera el rastro que debe seguir. Se pone derecho, se guarda la bandera en el bolsillo, consulta las instrucciones y la brújula y se dirige hacia el segundo punto de control.

Médico Negro tiene problemas para encontrar su primer punto de control. Comete dos errores.

El primero: después de orientar la brújula hacia los sesenta y dos grados designados y volverse en esa dirección, baja la vista al suelo y arranca a caminar. No quiere que se le pase por alto la bandera si está oculta entre la hierba alta. Una preocupación razonable para un hombre razonable. Pero es un hecho demostrado, por bien que inexplicable, que las personas son incapaces de caminar en línea recta con los ojos vendados, y al fijar la vista en la hierba, prácticamente es como si Médico Negro se estuviera poniendo una venda. Con cada paso se desvía un poquito hacia la derecha, lo suficiente para perder el rumbo.

Su segundo error: cuenta cada paso por separado, en vez de respetar la cadencia «y uno, y dos» que se usa en pruebas de orientación. Cuando Médico Negro llega a su punto de destino teórico, no ve nada salvo más hierba y arbustos bajos. Hace una pausa para observar a los demás y advierte que Fuerza Aérea y Ranchero encuentran sus banderas. Ve que Zoo da con su bandera. Observa que los tres las han localizado en el límite del campo, mientras que él se ha quedado a medio camino. Toma su posición, fija la vista en un árbol y camina en línea recta hacia él.

Encontrará su indicador color mostaza no en ese árbol sino en el de la izquierda, y en los posteriores puntos de control doblará el número de pasos anotados en sus instrucciones.

Biología y Nena Asiática aprenderán de un modo parecido, al igual que Ingeniero y dos individuos blancos que hasta el momento han hecho solo apariciones fugaces: el alto llama la atención por su pelo rojo; el otro, por nada en absoluto.

Camarera y Animador no aprenderán. Deambularán por el campo, cada vez más frustrados. En cuatro

ocasiones, Camarera vuelve junto a su indicador morado y arranca a caminar en la dirección más o menos correcta, primero musitando y luego chillando «Uno, dos, tres, cuatro...». En el cuarenta y siete se detiene, gira sobre sí misma y levanta las manos hacia el cielo. Con tanto paseo arriba y abajo ha dejado marcado un círculo en la hierba.

Se sienta en el suelo y Animador, que anda igual de perdido, abandona su camino y se le acerca.

—Creo que lo estamos haciendo mal —dice.

—No me digas. —Camarera se lo quita de encima con un gesto de la mano. Animador podría caerle

bien en la vida real, pero aquí es un claro lastre. Sabe que nadie la ayudará si él anda cerca, también necesitado de ayuda.

El presentador brilla por su ausencia en el plano. Tiene instrucciones de mantenerse al margen. Está mirando el teléfono, porque espera un mail de su agente.

Rastreador ha llegado a su cuarta bandera y va en cabeza. Fuerza Aérea, Ranchero y Zoo han encontrado tres por barba. Biología está debajo de la segunda, mirando y mirando, hasta que la ve, sonriendo.

Los éxitos se suceden con rapidez; hay mucho que enseñar en el estreno, y no son los éxitos lo que quieren ver los espectadores.

Ingeniero tropieza y se apoya en un árbol para no caer; una rama lo golpea en la cara. Retrocede y se frota la zona afectada.

Pasados veintitrés minutos —o, según se mire, ocho incluido un corte publicitario— Rastreador encuentra su caja roja. La abre y ve un paquete envuelto en papel del mismo color y una nota. La lee tan solo a modo de confirmación: ha deducido cuál es la meta del Desafío a partir de los puntos de control.

Dos minutos más tarde, sale al campo despejado por segunda vez.

Camarera y Animador lo ven y por un instante Rastreador parece sorprendido. No puede creer que ese

par le haya ganado.

—No fastidies —dice entonces Animador. Y Rastreador comprende que todavía no han salido siquiera

del claro.

—Bien hecho —dice el presentador, que reaparece desde la dimensión desconocida que hay fuera del

encuadre. Le da la mano a Rastreador—. Descubrirás cuál es tu recompensa cuando hayan regresado todos. De momento, tienes dos opciones: puedes relajarte o puedes ayudar a otros que lo necesiten. —

Señala con la cabeza a Camarera y Animador. La primera es víctima del pesimismo, mientras que el segundo muestra una frustración rayana en la furia.

—Eh —dice Rastreador, su primera palabra ante las cámaras al margen de las entrevistas previas al

rodaje. No quiere ayudar a sus competidores, pero ambos resultan tan patéticos que le cuesta creer que puedan llegar a convertirse en una amenaza—. Contad un paso por cada dos que deis y mantened plana la brújula —les ordena, conocedor de los fallos típicos de los principiantes—. Y mirad al frente, no a vuestros pies.

Camarera abre los ojos como platos, como si realmente se hubiera abierto un nuevo mundo ante ella;

Animador corre hacia su poste rosa.

Fuerza Aérea sale al campo. Unos treinta metros a su derecha y apenas unos segundos más tarde, Zoo

hace lo mismo. Los dos llevan en las manos una caja de color, cada una de un tono azul diferente.

—¡El primero que llegue hasta mí! —anuncia el presentador. Zoo y Fuerza Aérea salen disparados hacia él.

Fuerza Aérea cobra ventaja sin mucho esfuerzo y, entonces, mete el pie derecho en un hoyo y da un brinco a la pata coja cuando siente el dolor en el tobillo torcido. Afloja el paso, para no forzar el pie.

Zoo no se da cuenta; está volcada en su esprint. Llega hasta el presentador muy por delante de Fuerza Aérea.

—¡La he encontrado! —grita Camarera desde el otro extremo del campo. Al cabo de un momento Animador también halla su primera bandera.

—¿Esos dos empiezan ahora? —pregunta Zoo, jadeando y subiéndose las gafas.

Rastreador asiente mientras la observa. Parece bastante en forma. Una competidora, quizá. Ha reparado en la repentina cojera de Fuerza Aérea y, aunque no lo descarta aún, ha descendido un peldaño en sus valoraciones.

La petaca del micrófono de Zoo se le clava en los riñones después de la carrera. La recoloca y se vuelve hacia Fuerza Aérea.

—¿Estás bien?

El piloto masculla que sí. El presentador intenta decidir si debe llamar a un técnico de emergencias. Es evidente que a Fuerza Aérea le duele el tobillo, pero también es evidente que intenta disimular ese dolor.

Y sigue en pie. El presentador tiene instrucciones de reservar la ayuda médica para las emergencias; y aquello, decide, no es una emergencia. Sin que haya necesidad, informa a Zoo y a Fuerza Aérea de que han quedado segunda y tercero, y después se queda plantado en su sitio, esperando a los demás mientras los tres primeros intercambian nombres y hablan de trivialidades, lo que no se mostrará en pantalla. Zoo es la que más habla.

El siguiente en llegar es Ranchero, con una hoja de roble atravesada en su espuela derecha. Lo sigue de cerca Biología. Cinco minutos más tarde aparece Ingeniero, y luego Médico Negro, que parpadea sorprendido al salir al campo. No se había dado cuenta de que las instrucciones, en la práctica, le estaban haciendo trazar un gran círculo. Nena Asiática y el pelirrojo corren para ver quién queda octavo.

Gana el pelirrojo, que se encorva para recuperar el aliento. Usa ropa de abrigo normal y corriente, con el pañuelo verde lima atado sobre el codo como un torniquete. Pero lleva unas botas de estilo gótico y una cadena con una cruz de oro macizo que cuelga junto a su brújula. La cámara hace un zoom sobre la cruz y luego aparece una declaración pregrabada, porque el plano en cuestión no basta para captar la esencia de ese hombre.

Va vestido con lo que parece ser, y es, una toga negra de licenciado, con un cuello blanco cosido a mano. Lleva el pelo cobrizo engominado y ondulado hacia arriba como si fueran llamas.

—Existen tres indicios de posesión demoníaca —explica Exorcista. Tiene una voz chillona, de tenor

vanidoso. Levanta el índice hacia el techo y prosigue—: Una fuerza anormal, como que una niña pequeña vuelque un todoterreno, que es algo que he visto. —Un segundo dedo se suma al primero—. Comprender

de repente ciertas lenguas que el individuo no debería conocer. Latín, suajili y demás. —Tres dedos—.

Tener conocimiento de asuntos ocultos... como el nombre de un desconocido o saber qué hay encerrado

en una caja fuerte sin que exista ningún motivo para saberlo de antemano. —Encoge los dedos, los mete por debajo del cuello de su toga y saca la cruz dorada—. El rechazo a lo sagrado se da por supuesto, claro está. He visto humear carne al contacto de la cruz. —Acaricia el amuleto con el pulgar—. No soy un exorcista «oficial», solo un lego que hace cuanto puede con las herramientas que tiene a su disposición. Según mis cálculos, he expulsado a tres demonios auténticos de este plano mortal y he ayudado a unas dos docenas de personas que se creían poseídas a desterrar un demonio interno de un carácter más metafórico.

Sonríe y se aprecia algo en sus ojos: algunos dirán que no se cree lo que dice, que interpreta un papel; otros opinarán que su delirio es genuino; unos cuantos casos especiales verán su propia realidad en la que él proyecta.

—Es mi vocación —concluye.

En el campo, Exorcista resopla, se seca el sudor de la frente con la manga y se endereza. Aquí parece una persona normal y corriente, pero le han asignado el papel de comodín, porque sus excentricidades servirán de relleno en caso de necesidad y pondrán a prueba la paciencia de los demás concursantes. Él lo sabe y se ha metido en ese papel. Cuenta con que los espectadores aprecien la variedad de locura que se le da mejor. Los otros descubrirán lo peculiar que es al cabo de una hora, más o menos, y todos y cada uno de los concursantes tendrán un pensamiento, no idéntico pero sí parecido, que vendrá a decir:

¿Cuánto tiempo dices que tengo que pasar en el bosque con este chalado?

Unos minutos después del gran final de Exorcista, llega Banquero, el último de los concursantes en salir en primer plano. Tiene los ojos y el pelo de un castaño apagado, y una nariz parecida a la del presentador, pero más grande. Se ha puesto el pañuelo blanco y negro en el pelo a modo de cinta ancha, y la lleva algo torcida. Banquero está de relleno; su trabajo en sí mismo pondrá en su contra a muchos espectadores, que pensarán que no necesita el dinero ni lo merece, que su presencia en el programa es sintomática de la avaricia infinita que caracteriza a su profesión. Es un estafador y un parásito, tan falto de escrúpulos como el peor oportunista.

Pueden encasillar a Banquero en ese estereotipo, pero no encaja con él. Se crió como el primogénito

de una pareja judía de clase media. Muchos de los compañeros de su infancia pasaron la adolescencia

sumidos en un letargo de porros y apatía, pero Banquero trabajó duro, estudió y se ganó la matrícula en una universidad prestigiosa. La empresa para la que trabaja desde que se sacó el máster en Administración de Empresas salió airosa de la recesión, no contribuyó a causarla. La compañía dona a organizaciones benéficas una cantidad equivalente a la aportación de Banquero, y de todos los demás empleados, y no solo pensando en las desgravaciones. Banquero está cansado de defender su carrera.

Está aquí para tomarse un descanso, para ponerse a prueba sí mismo y aprender nuevas habilidades, para escapar de paso de las iras antielitistas de quienes dicen que quieren que sus hijos reciban la mejor educación y escojan profesiones gratificantes pero luego critican a cualquier adulto que sea el resultado maduro de un niño que logró exactamente eso.

Veintiocho minutos en tiempo real después de que Banquero termine, Camarera encuentra el camino de

vuelta al campo. El presentador dormita bajo una sombrilla. La mayoría de los concursantes están charlando, aburridos y acalorados bajo el sol. Acogen con tibieza la llegada de Camarera.

—Esperaba que esto fuese más emocionante —dice Nena Asiática.

—Yo igual —coincide Biología.

Rastreador tiene los ojos cerrados, pero está escuchando. Unos cinco minutos más tarde, Animador llega al campo, enfurruñado y con su caja rosa. Nadie lo saluda. Hasta Camarera tiene la impresión de que lleva esperando una eternidad.

El productor despierta al presentador, que se alisa la camisa, se pasa la mano por el pelo y luego se pone en pie con gesto severo ante los concursantes, que se están colocando en fila en silencio según el orden en que han terminado.

—Se acerca la noche —dice el presentador. Una afirmación siempre cierta, pero que a Rastreador le

parece extraña; tiene un agudo sentido del tiempo y sabe que no son ni las tres. El presentador prosigue

—: Va siendo hora de hablar de suministros. Para sobrevivir en la naturaleza hay tres necesidades principales: refugio, agua y comida. Todos tenéis un paquete envuelto con el símbolo de una de esas necesidades. —Los espectadores verán una sucesión de grabados que muestran una tienda de campaña minimalista (como una «A» mayúscula pero sin barra horizontal), una gota de agua y un tenedor de cuatro púas—. Las reglas del juego son sencillas: podéis quedaros vuestro paquete o cambiarlo por el de otro...

sin saber lo que contiene. A excepción de nuestro ganador —dice el presentador señalando a Rastreador

—, que tiene la ventaja de abrir tres artículos antes de tomar una decisión; y nuestro perdedor —añade, volviéndose hacia Animador—, que no podrá elegir.

Viene a ser como un intercambio de regalos navideños, con el aliciente de que la vida de un concursante podría depender del presente que escoja... o eso querrían hacer creer los productores a los espectadores. Lo más irónico es que, a pesar de que nadie se lo creerá, por lo menos en un caso acabará siendo cierto.

—Otro beneficio que se lleva nuestro ganador es el siguiente —dice el presentador cogiendo de una

mesa una manta térmica doblada, plateada y roja (¿Cómo ha llegado eso allí? El sufrido becario se aleja correteando) y entregándosela a Rastreador—. Toda tuya y solo tuya, no vale robar. Empecemos.

Rastreador abre los siguientes artículos: las pastillas de yodo de Zoo, las botellas de agua marca Nalgene de Médico Negro (dos, llenas) y el equipo de pesca de emergencia de Ingeniero. Coge las botellas y cede su paquete, que lleva el sello del refugio, a Médico Negro, que acepta el trueque con buen talante. A Médico Negro le dan miedo los patógenos; quiere el yodo, mucho más provechoso que dos litros de agua potable.

La siguiente es Zoo; escoge el pequeño paquete de Exorcista, que lleva la marca del refugio. Su desparpajo induce a creer que es una elección arbitraria, pero no lo es. Zoo supone, con acierto, que la mayoría de sus contrincantes se centrarán en la comida y el agua. Ella sabe cómo purificar el agua y también supone, de nuevo con acierto, que habrá más oportunidades de procurarse sustento en el futuro.

Nadie robará el encendedor robado y todavía envuelto que tiene ahora.

Fuerza Aérea confía en que puede sobrevivir con lo que ya lleva cada uno de los concursantes: una brújula, un cuchillo, una botella de litro, un kit individual de primeros auxilios, un pañuelo con los colores que les han asignado y una chaqueta de su propia elección. Se queda su caja azul oscuro con el símbolo del tenedor. Ranchero roba el artículo de Camarera, con el símbolo de agua. Nena Asiática coge la comida de Fuerza Aérea, aunque su paquete posee más o menos el mismo tamaño y también va marcado con un tenedor: puro y simple coqueteo. Ingeniero se queda su equipo de pesca discretamente, pensando en lo que podría construir. Médico Negro reclama las pastillas de yodo con codiciosa emoción; a nadie le importa. Exorcista coge las dos botellas de Rastreador, al que devuelve su paquete original, que aún no está abierto. Ahora Rastreador tiene una manta y un misterio. Biología se queda su comida.

Banquero intercambia su objeto triangular con el símbolo de agua por las botellas llenas. Llega el turno de Camarera, que tiene sed. Ella también roba las botellas y entrega a Banquero su paquete de refugio de tamaño bolsillo. Animador se queda con el artículo con el que entró en el campo. Es plano y rectangular, y se arruga cuando lo aprieta. Se pregunta si será otra manta. En ese caso, es más delgada que la otra.

Todo eso se comprime en treinta segundos. «No es justo», piensan los espectadores que se molestan en pensar. Los concursantes que han acabado antes en la práctica estaban en desventaja, y el penúltimo en llegar tenía asegurado el artículo que más le gustase.

No hay que preocuparse, porque llega el golpe de efecto.

Se ordena a los concursantes que desenvuelvan sus premios. Zoo emite un emocionado «¡Sí!» al descubrir su encendedor. Nena Asiática sonríe ante un paquete de doce chocolatinas. Ranchero asiente con frialdad al enseñar una taza de metal con asas plegables, que es lo bastante grande para utilizarse a modo de olla. Animador suelta un improperio cansino al ver su reducido montón de bolsas de basura negras. Fuerza Aérea se encoge de hombros ante un paquete de col liofilizada. Biología abre su caja de barritas de proteínas y lee ceñuda la larga lista de ingredientes. Camarera mira por encima del hombro y pregunta:

—¿Esas llevan gluten?

Biología alza las cejas, pero Exorcista ataja su respuesta con una carcajada que parece una llamarada.

Tiene en las manos una varita de zahorí de tres puntas. La sostiene en alto y la dirige por el aire. Después mira directamente a los ojos de los telespectadores y dice:

—Qué apropiado.

Los otros once concursantes se apartan un poco, de forma visible y como un solo hombre.

La vara de zahorí era en un principio para Banquero. Este la había tomado por un tirachinas, pero ahora lo entiende, aunque, como pulla, es más sutil que la mayoría. Señala con la cabeza la vara de zahorí y a continuación agita la caja de cerillas impermeables que acaba de desenvolver.

—No me puedo quejar —dice.

El presentador se adelanta hasta ocupar el centro de la imagen, en primer plano.

—Aunque en última instancia todos tendréis que construir vuestros propios campamentos y sobrevivir

por separado, esta noche toca acampar en grupo y mañana habrá un Desafío en Equipo. Para formar los

equipos, nuestros tres primeros clasificados. Capitanes, cada uno de los miembros de vuestro equipo aportará los víveres y utensilios que tiene ahora, y aunque conservarán la propiedad de esos artículos cuando amanezca mañana, por esta noche son vuestros. —Hace una pausa para dejar que asimilen lo que

acaba de decir y luego lo detalla con una aviesa sonrisa—. Concursantes, si vuestro capitán quiere usar, comer o... beber vuestro premio, no podéis negaros.

—Venga, hombre —protesta Camarera. La cámara hace un zoom en su cara de horror; no quiere compartir su agua.

Rastreador, Zoo y Fuerza Aérea dan un paso al frente y forman sus equipos, uno a uno. La primera opción de Rastreador, que tiene en la mano una linterna que ni ha desenvuelto ni quiere, resulta desconcertante: Ranchero y su taza metálica. ¿Una taza de metal cuando podría llevarse agua extra, cerillas o las píldoras de yodo? Eso exige una explicación. Más tarde, le dirán que se siente y afronte una única pregunta, cuya respuesta se insertará ahora para los telespectadores: «No me gusta el sabor del yodo. Prefiero hervir el agua para bebérmela».

Zoo elige a Ingeniero y su equipo de pesca. Huelgan explicaciones; en las entrañas del río centellean las truchas. Fuerza Aérea escoge a Médico Negro porque parece competente y, aunque le encantaría echar mano al agua limpia y transparente de Camarera, su incompetencia parece un precio demasiado alto por ella. Prosigue la selección y al final se presentan a los telespectadores los equipos, con su material a modo de subtítulos.

Equipo Uno: Rastreador (manta térmica, linterna), Ranchero (taza metálica), Biología (barritas de proteínas) y Banquero (cerillas).

Equipo Dos: Zoo (encendedor), Ingeniero (equipo de pesca), Camarera (botellas llenas de agua) y Nena Asiática (caja de chocolatinas).

Equipo Tres: Fuerza Aérea (col liofilizada), Médico Negro (pastillas de yodo), Animador (bolsas de

basura ultrarresistentes) y Exorcista (vara de zahorí).

Es demasiada información; pocos espectadores serán capaces de recordar quién tiene cada cosa. El presentador ni siquiera lo intenta; está cansado y tiene ganas de tomarse un respiro.

—Genial —dice—. Vuestra base para esta noche es este campo. Podéis montar aquí el campamento o

por aquí cerca, en el bosque; vosotros elegís. Os veré a todos al amanecer en vuestro primer Desafío en Equipo. —Asiente con solemnidad y luego declama—: Acampad.

Mientras los tres grupos se dispersan, el dron llega zumbando al campo. Todos alzan la vista, menos

Rastreador. Exorcista guiña un ojo y se echa al hombro la vara de zahorí. Rastreador conduce a su equipo hacia el extremo norte del campo. Zoo se queda la parte occidental y Fuerza Aérea, la oriental. Médico Negro repara en que su líder renquea y pide permiso para examinarle el tobillo.

—Un esguince —anuncia, y parte en busca de una muleta.

Del proceso de montar el campamento propiamente dicho, se muestra poco. Rastreador y Fuerza Aérea

saben lo que se hacen, y los campamentos de sus equipos cobran forma con rapidez una vez que han repartido las tareas.

Zoo está menos acostumbrada a mandar. Su primera orden es una pregunta:

—¿Qué os parece si...?

Pero nadie la escucha. Camarera se queja de que tiene frío; Nena Asiática la riñe:

—Tendrías que haberte puesto una camisa.

Ingeniero investiga su equipo de pesca: un palo de cometa en torno al cual hay enrollado hilo de pesca en lugar de un cordel. El mango no se ajusta a su mano; es de tamaño infantil. Tres anzuelos, dos plomos, dos pares de anillas pequeñas denominadas «emerillones» que Ingeniero no entiende todavía. Zoo observa mientras Ingeniero desenrolla un tramo de hilo y comprueba su resistencia. La pregunta queda en el aire, sin final y sin respuesta.

El equipo de Rastreador tiene una hoguera encendida en cuestión de unos segundos televisivos, lo que equivale a unos veinte minutos de tiempo real. El grupo de Fuerza Aérea dispone de un refugio unos instantes más tarde, después de unos anuncios, y Animador se queda de piedra al descubrir que sus bolsas de basura son esenciales para impermeabilizar el cobertizo improvisado.

Zoo intenta una nueva aproximación. Se agacha al lado de Ingeniero.

—¿Por qué no haces una prueba en el río? —le pregunta—. A ver si consigues que funcione. —

Ingeniero observa la sonrisa suplicante de su líder y ve reflejado en ella su propio entusiasmo. Zoo se dirige a las otras—. Tengo el encendedor —les dice—, o sea que yo me ocupo del fuego. ¿Por qué no os ocupáis vosotras dos de montar un refugio?

Nena Asiática aparta a Camarera con la mano.

—Ya me encargo yo —contesta.

Espoleada a ponerse en acción, revela una faceta nueva de su identidad: Nena Asiática Carpintera.

Hábil ebanista, monta el refugio con confianza. Aunque el armazón carece de clavos y no ha medido ninguno de los componentes, irradia resistencia. No solo eso, sino que irradia belleza, porque el cerebro humano está adaptado para ver belleza en la simetría. Hasta el productor, que tiene un carácter tan avinagrado que su sentido de la belleza se ha marchitado como un limón reseco, reconocerá que el estilizado y simétrico cobertizo posee cierto atractivo bucólico. La identidad se contrae, mudando un rasgo definitorio por otro, y Nena Carpintera se une al elenco de concursantes.

Para cenar, Rastreador reparte una de las barras de proteínas de Biología a cada uno de los miembros de su equipo. A Biología no parece importarle, y en este caso las apariencias no engañan. Las barritas, en efecto, no tienen gluten, pero sí sucralosa, que le revuelve el estómago. Se come una, pero solo porque un estómago revuelto es un poco mejor que uno vacío. Rastreador deja a Ranchero a cargo de terminar el

refugio, se aleja al trote y desaparece entre los árboles como un espectro. Un espectro muy veloz; el cámara no puede mantener el ritmo. Varios dispositivos de grabación instalados en los árboles cada treinta metros captan imágenes fugaces en las que talla y monta una serie de pequeñas trampas, con las que espera cazar el desayuno durante la noche. A él tampoco le gustan las barritas de proteínas; le saben a industrialización.

En el río, Ingeniero engancha un anzuelo al hilo y pone de carnada una lombriz que encuentra debajo de una piedra. Lanza el gusano y no tarda en perderlo. Luego se saca del bolsillo un plomo y uno de los juegos de anillas, arranca el anzuelo y ata el emerillón. A continuación engancha tanto el anzuelo como un plomo. El peso y el anzuelo así juntos no lo convencen demasiado, pero lo intenta.

Bastante después de que el refugio esté montado y el sol haya empezado a ponerse, Zoo lo encuentra a la orilla del río, todavía haciendo experimentos y ajustes. Entre el emerillón y el anzuelo hay varios palmos de hilo.

—¡Caramba! —exclama ella—. Has conseguido convertir eso en algo con lo que poder pescar.

Ingeniero se siente henchido de orgullo. Tiene los nudillos pelados de sujetar ese mango tan estrecho.

—Creo que la siguiente variable será ajustar el cebo.

—Buena idea. Mañana, por eso, o no encontraremos el camino de vuelta al campamento.

Su equipo se conforma con la cena con la que sueña cualquier niño: todo el chocolate que puedan comer, y más aún.

Al este, Fuerza Aérea rehidrata y comparte su col, y después se adentra renqueando en el bosque con

la ayuda de un bastón para montar unas cuantas trampas, algo que no practica desde la instrucción básica.

Médico Negro lo sigue para aprender cómo se hace.

—Si tuviésemos el hilo de pesca, podríamos poner señuelos —le explica Fuerza Aérea.

—La próxima vez —responde Médico Negro. Las trampas de Fuerza Aérea no funcionarán, pero su construcción no es en vano: se está formando nuestra primera alianza.

La noche cae sobre los campamentos. Todos están agotados en mayor o menor grado, pero Camarera

es la más exhausta. Lleva horas tiritando, incluso con la fina chaqueta de licra cerrada con cremallera sobre el sujetador deportivo. Se acurruca junto al fuego, porque todavía no tiene confianza con sus compañeros de equipo para compartir el calor corporal.

—Aquí dentro hace más calor —dice Zoo, envuelta en su abrigo de forro polar.

Camarera sacude la cabeza. Un cámara la observa y graba su malestar; él desea poder prestarle su chaqueta, que abriga más. Cuando Camarera se coloca de espaldas al fuego, el cámara está a punto de llamarle la atención sobre su pelo, pero ella se lo pasa por encima del hombro sin que le digan nada.

Camarera preferiría que el cámara dijera algo o se fuese. Sabe que ella debería decir algo, no a él sino a sus compañeros, o por lo menos para sí misma, pero tiene demasiado frío, está demasiado cansada. La

noche avanza. Acaba el turno del cámara, que se retira al campamento del equipo de producción, mucho más elaborado, que se encuentra en un segundo claro medio kilómetro más al sur. Allí tienen tiendas de campaña y barbacoas, neveras llenas de carne, leche y cerveza, mosquiteras. Los operadores asignados a los otros dos equipos también se retiran. Quedan unas cámaras fijas para observar a los concursantes.

A esas no les importa que Camarera pase frío o que a Fuerza Aérea le duela el tobillo. Graban a Ranchero cuando sale del refugio para hacer un pis y los interminables temblores de Camarera, pero se pierden más de lo que registran. Se pierden a Banquero ofreciendo a Biología su mullida chaqueta para que la use como almohada y cómo se le relajan las facciones de puro alivio cuando ella la rechaza con educación. Se pierden a Zoo, Ingeniero y Nena Carpintera intercambiando sus historias personales entre susurros como si se tratara de cuentos para dormir. Se pierden los labios de Exorcista cuando recita una sincera plegaria aovillado en la esquina del cobertizo de su equipo.

Más que nada, graban llamas que se consumen.