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Un círculo de luz, una bola de fuego. Oscilaba. Un columpio que a cada vaivén hacía que sintiera como si me cayera de una roca y el aire me quedara debajo, un abismo de aire y de viento caliente. La bola de fuego seguía oscilando.

Había una voz, una voz de mujer.

Y el cielo estaba blanco, blanquísimo.

La bola no dejaba de oscilar.

—¡Parad esa bola, paradla!

—Alabado sea Dios… se está despertando.

Reconocí la voz de la tía. Abrí los ojos. Me pesaban los párpados, y tenía un dolor fuerte y agudo en las piernas. Había un hombre con patillas negras, y un olor que me daba náuseas. Lo veía todo empañado, como si hubiese estado sumergido en vapor. El hombre llevaba bata, y me pareció que tenía unos tubos en las orejas y que con un tentáculo gélido me pinchaba el pecho.

—Todo está bien…, Paolo.

—Esa luz… ¿por qué se mueve?

La mano del hombre de la bata detuvo la lámpara que se balanceaba sobre mi cara. Con el pulgar me bajó un párpado, luego el otro.

—Tiene dos agujeros en el pulmón derecho, otro en el muslo izquierdo y un rasguño en la sien…, diría que el diablo está de su parte, jamás he conocido a nadie con tanta suerte.

—Pero ¿de qué habla? ¿Dónde estoy?

—En Mezzavilla. Hospital. Me llamo Bresci, Aldo Bresci, de Ferrara. Teniente médico, prisionero en el Kolovrat, hace ya casi un año… —Sonreía, tenía muchísimos dientes, y todos blancos—. Estoy ayudando desde la batalla de junio. Iba a empezar el turno de descanso cuando me traen a un muchacho italiano. Un fusilado al que, por lo que parece, le concedieron clemencia: no le dispararon en la cabeza, como manda el reglamento.

La voz del médico era suave, profunda. El muslo me escocía, pero en el pecho no sentía nada, aunque me costaba moverme por el vendaje que me llegaba a la ingle. La tía me miraba con ojos radiantes e incrédulos. Había otras dos camillas de hierro al lado de la mía, vacías. Tardé bastante, una media hora larga, en recuperar del todo el sentido y en comprender lo que había ocurrido realmente.

El médico se había puesto a hablar en alemán con una mujer que tenía la insignia de la Cruz Roja en la blusa, mientras la tía continuaba con su relato. La excitación y la alegría de verme habían alejado la muerte del abuelo de su pensamiento.

Me lo contó todo, con pelos y señales. Y necesité que me lo repitiera un par de veces, para estar seguro de que era cierto.

Cuando el barón se me acercó para darme el tiro de gracia, advirtió que movía la cabeza. Entonces la tía hizo corriendo los pocos metros que la separaban del barón y se interpuso entre mi cabeza y el cañón que me apuntaba, y el cabo, en vez de apartar a la fuerza a la intrusa como el barón le había ordenado, dijo: «Es una señal del Señor», y se plantó al lado de doña Maria, mientras la abuela también acudía a toda prisa para secundarlos.

—Tendrías que haber visto la cara del barón, frente a dos señoras y a su cabo…

Me contó que después habían subido a las argollas al abuelo y a Renato. Del abuelo no me dijo nada.

—El mayor…, verás… —sus ojos se velaron—, el mayor tenía el pie izquierdo más cerca del suelo, como si la muerte hubiese querido reparar una vieja injusticia de la vida alargándole la pierna más corta.