21

La abuela nos había dicho que saludáramos a todos los aviones aliados, quería que el enemigo creyera que estábamos imbuidos de un sentimiento patriótico innato y, por tanto, ingenuo. Una perspicacia inútil; los soldados no estaban pendientes de nosotros, y aún menos los oficiales, que se pasaban las horas fumando, jugando a las cartas y bebiendo un coñac flojo, que según el abuelo olía a estiércol seco, a cuero fétido y a hierro, «el mismo olor de la guerra».

El teniente y el capitán que se alojaban en la villa salían muchas veces por la mañana y regresaban a la caída del sol, en un camión descubierto, con dos bancos de la iglesia atornillados a la plataforma. Iban hacia el río, donde casi no pasaba nada. En cambio, el barón salía siempre montado en su caballo árabe con el que de vez en cuando, en los días soleados, en medio del parque nevado, se paraba a charlar; acercaba la boca a las orejas del animal y movía los labios. Los rumores decían que se dirigía a aquel caballo solo en francés, pero según el abuelo era «un cuento de la tía».

En una ocasión, Von Feilitzsch le dijo a la tía que detestaba los motores: «Ponen nerviosos a los caballos, por eso nuestro emperador (se refería a Francisco José, no al joven Carlos) no ha querido los vehículos blindados en su ejército».

Y con aquella frase había, si no partido, por lo menos herido el duro y frágil corazón de doña Maria.

Fue la biblioteca de Alejandría, la historia de su incendio, la que copó la conversación aquella noche frente a la lumbre. Todo empezó con una disputa sobre la pipa: la tía decía que un caballero puede fumar en pipa entre las paredes de casa, pero por la calle y en las posadas solo son adecuados los puros y los cigarrillos. El abuelo —le encantaba disentir— protestó convirtiendo su habano en un puñal hasta que una pavesa saltó a la gaceta doblada sobre el regazo de la tía. El conato de llamas desencadenó un guirigay que concluyó con un: «¡Ni que yo fuera César! Que yo no he quemado la biblioteca de Alejandría», proclamado por el abuelo sobre la calma tras la que iba a venir la tempestad. Entonces Giulia, que durante toda la cena había permanecido muda, puso los ojos como platos. Y el incendio se desató.

—Usted no sabe lo que dice, don Guglielmo. Su Gibbon, como buen burguesito, le tenía manía al tirano; en aquella noche de hace dos mil años fueron los almacenes del puerto, y no la biblioteca del palacio, los que se incendiaron.

Tocarle al abuelo su Gibbon era como tocarle el Evangelio a doña Maria. Que le replicara una «niña matahombres» ya era excesivo. Sin embargo, la afirmación de Giulia revelaba ciertos conocimientos, y el abuelo necesitó un minuto largo para recobrarse y organizar el contraataque. Aspiró el puro hasta abarquillar el bigote que aún creía tener.

—Querida señorita Candiani…, César estaba sitiado, cercado en aquel maldito palacio, con un puñado de centuriones, ¡pero venció! Y venció porque, sitiado, combatió como si el sitiador fuese él. Las antorchas que lanzó sobre los barcos de Ptolomeo lo incendiaron todo, no era su intención, pero…, en fin, solo hay que leer a Lucano.

—No —el enjambre de pecas de Giulia amenazó con despegar—, Gibbon no tiene en cuenta la topografía. Lo que se incendió fue el puerto, y los rollos estaban allí para ser embarcados, rumbo a Pérgamo; con los rollos ganaban dinero a raudales, más que con el trigo, mucho más… La biblioteca estaba lejos del palacio y la incendió un califa muchos siglos después…, para él, todo lo que no figuraba en el Corán era del demonio.

No sé decir si Giulia sabía lo que decía, pero la seguridad con la que habló puso al abuelo a la defensiva.

—Tendré que releer… —Y calló, con el puro en la boca. Por suerte, un doble golpe de nudillos lo sacó del apuro.

Era Renato. La abuela y la tía nos indicaron por señas que saliéramos y por una vez el abuelo pareció aliviado; fue hacia el Retiro tras despedirse con un gesto casi descortés, y pude quedarme a solas con Giulia.

Le señalé el revividero y ella me siguió. Cruzamos el jardín casi corriendo, sin abrigos. El frío atenuaba los olores y la nieve crujía bajo las botas de montaña. Alcé la vista, había estrellas. Pensé que la atmósfera era propicia. La besé pero ella, para mi sorpresa, apartó la cara. Le puse las manos en las caderas, no se movió. Le dije que había estado magnífica con el abuelo, que le había hecho frente con elegancia y sagacidad, que tenía algo mágico. Intenté besarla de nuevo. Esta vez me puso las manos en el pecho y me empujó. Le estreché las caderas, pero ella me empujó con fuerza.

—¿Qué te pasa?

—No me apetece.

—Hace un frío…

—Para.

—Pero ¿qué te pasa?

Crujidos en la nieve. Nos volvimos hacia el parque.

—¿Quién anda ahí?

Los crujidos se acercaban, y Renato salió de la oscuridad.

—Desaparezcan, la patrulla está haciendo la ronda.

—Ven —dije.

—No —dijo Giulia—. Tengo que hablar con Renato.

Fue un puñetazo en el estómago.

—Voy un momento a tu cuarto —dijo Giulia mientras se acercaba al mayor, que puso una cara rara, casi una mueca.

Me quedé inmóvil: no daba crédito a lo que oía.

—No. —La voz de Renato era enérgica.

Giulia, sin siquiera mirarnos, se alejó en la oscuridad, a la carrera.

Habría querido seguirla, pero estaba petrificado.

—Ni se te ocurra…, a esa es mejor perderla que encontrarla, y tú, lárgate.

Había afecto en su voz. Yo me sentía con el alma por los suelos.

—¡Vamos, vete! Van a pasar ahora mismo. Hasta mañana.

—Buenas noches.

Me flaqueaban las rodillas. Abrí la puerta de la cocina. Oí el Aaalt! de la ronda, pero ya estaba dentro. Subí corriendo las escaleras y llegué al cuarto de baño justo a tiempo para vomitar la cena en el retrete.

Me descalcé, me desnudé a oscuras, alcancé la cama a tientas. Por los tragaluces se filtraba una claridad tenue. El abuelo fingía dormir, pero no roncaba y tenía el gorro ladeado.

—Esa niña… ¿qué sabe de Lucano y de Gibbon? Un burguesito, ha dicho. Solo porque repudiaba a los curas. Créeme, a esa le gusta… le gusta enredar.

—¿Qué pintan en esto los curas?

—A Buda no le gusta Austria.

—Abuelo…, ¿alguna vez rezas? —Apreté los ojos para verlo. Pero solo distinguía su perfil redondeado.

—No sabría qué pedir. Verás, cèo, si resulta que pides mal y te llega lo que has pedido, ¿cómo quedas? No, yo no rezo…, ahora tú querrías pedirle a dios o a quien obre en su nombre que Giulia sea tuya, pero nadie, y tú menos que nadie, puede saber si eso es bueno. No, yo no rezo. Yo a mi Buda lo miro. A veces me lo quedo mirando durante media hora seguida y él ni se inmuta, así nos entendemos.

No dije nada.

—Un consejo, cèo: mírala menos y tócala más.

Von Feilitzsch acariciaba el morro del árabe, le hablaba al oído, el caballo asentía sacudiendo las riendas. Al paso, uno al lado del otro, parecían viejos camaradas chismorreando sobre la vida de cuartel, sobre las fanfarronadas palaciegas.

También doña Maria llevaba un caballo por las riendas y le acariciaba el morro con pintas blancas. Era un bayo del ejército imperial confiado, por intercesión del barón, a su cuidado. A causa del mal tiempo los animales llevaban tres días encerrados en el establo, estaban nerviosos y la reverberación de la nieve no ayudaba a calmarlos. El barón alcanzó a la tía bajo el gran tilo del extremo del parque. Tras saludarse, con los caballos juntos, empezaron a ascender la colina.

Renato y yo íbamos detrás de ellos, a treinta pasos. Nuestras mochilas estaban repletas de patatas para los Brustolon, nuestros aparceros, gente devota y orgullosa. Me caían bien por Adriano y su pomerania, Nomme. Adriano padecía de dolores de pecho, un síntoma preocupante según el oficial médico, un tipo enjuto y patilludo tan alto como una pértiga, pero el cura nos había advertido: «¡Tienen hambre, eso no es pulmonía, sino hambre!». A mediados de enero los soldados les habían robado hasta los cordones de los zapatos, no habían podido guardar ni un huevo. Así, doña Maria había decidido, con el respaldo de la abuela, regalarles diez kilos de patatas. La efigie de la reina Victoria seguía teniendo su peso.

El ardid de un paseo con el barón era de la cosecha de la tía, a su sombra nadie nos aligeraría la espalda. El caserío de los Brustolon no quedaba lejos, una distancia perfecta para que los caballos se desentumecieran. El mayor Von Feilitzsch tenía el aspecto de un hombre apacible, pero a principios de febrero los problemas de avituallamiento se habían agravado y la rapiña era tolerada, cuando no alentada, por las comandancias de zona.

—Giulia me evita…, ayer la vi un momento y… ya ni siquiera puedo…

—Algunas mujeres son así; lo que quieres debes cogerlo, no pedirlo.

Pensaba en Giulia de manera confusa, sin lograr fijar una estrategia, ni siquiera provisional. Y me inquietaba la idea de no poder fiarme ya de ese hombre, de Renato. Estaba celoso, y me avergonzaba.

—Hay cosas que no se entienden; las mujeres… son como la guerra… ¿qué sabemos nosotros de la guerra, quién ha desencadenado todo esto?

—Homero dice que es un regalo de los dioses, que sin la guerra habría muy poco que narrar.

—Cuéntale eso a los que están en las trincheras y vemos cómo acabas…, tendrás suerte si sales con un diente en la boca y un hueso intacto.

—El rapto de Helena y el incendio de Troya son…

—Ya, claro, sí…, el rey de Esparta traicionado, un príncipe al que le pegan un tiro en Sarajevo… ¡Eso es lo que nos cuentan en la escuela! Por favor… —soltó una risita—, son solo bobadas… Nadie ha querido realmente esta guerra, ni los pueblos, ni los gobiernos, ha salido del caldero de dinastías agotadas, exangües, pero que lamentablemente no se han olvidado de sus antiguos sueños de grandeza…, y el cucharón que removía la sopa estaba en las torpes manos de diplomáticos que a lo largo de décadas solo habían tratado asuntos comunes: barcos, ferrocarriles, divisas. El gran tumulto sorprendió a todos, a Serbia, Austria, Rusia, Alemania, Francia…, una movilización siguió a otra, y cuando uniformas a millones de muchachos también tienes que ponerlos a hacer algo…, de lo contrario, con el fusil en lugar de la azada, vuelcan el caldero y adiós testas coronadas. —Me miró directamente a los ojos—: Las mujeres, en cambio…, ellas nos dominan, aprovechan su debilidad para tenernos a su merced y para que hagamos lo que quieren. Ellas son las que corrompen…, mientras que nosotros, para imponernos, aplastamos. La corrupción es un modo de mandar más sutil, más astuto, de mujer.

Calló unos segundos.

—También los caballos son mujeres, si no haces que sientan la fuerza de tus piernas, acabas en el suelo —dijo, y estirando la barbilla señaló a la tía y al barón, que habían montado sus cabalgaduras y avanzaban al paso.

Llegamos a la casa de los Brustolon en algo menos de una hora. El barón y la tía se detuvieron, estaban a menos de diez pasos de nosotros. Se despidieron con la mano.

El caserío era una casucha. La nieve había hundido el tejado de madera en varios lados y el alero, también de madera, estaba partido justo encima de la puerta. Nos abrió una mujer no más alta que nuestro rey, un metro y medio. Aparentaba unos setenta años, aunque a todas luces tenía quince o veinte menos. Era huesuda, con ojitos pegados a la nariz y, pese a que solo tenía tres dientes amarillos, dos arriba y uno abajo, hablaba con voz clara.

La habitación estaba negra. Negro estaba el encalado de las paredes, negras las cuatro sillas, la mesa, la artesa, las repisas vacías alrededor del hogar.

—Soy Paolo Spada, me manda doña Nancy.

—¡Patatas! —exclamó Renato, vaciando la mochila sobre la mesa. La mujer puso ojos como castañas. Yo también volqué mi mochila y las castañas se tornaron ciruelas, y las ciruelas, cuando la última patata cayó rodando de la mesa al suelo de tierra negra, se tornaban por momentos melocotones. La mujer dio las gracias con una ráfaga de avemarías y de conjuros.

—¿Tiene miedo de que el diablo se coma las patatas? —le pregunté a Renato en voz baja.

—Los soldados son peores que el diablo. Eso lo sabe.

—¿Cómo se encuentra Adriano? Yo le doy clase…, ayudo al párroco.

Los ojos de la mujer se empequeñecieron, nos miraba con hosquedad.

—Estudiar nunca da de comer —dijo en dialecto, y del bolsillo del delantal negro sacó un poco de tabaco que lió en un papelillo con sus zarpitas de pájaro. Renato encendió un fósforo y le acercó a la cara la llama. La mujer aspiró el cigarrillo como si tuviera que chupar todo el Piave y, con un acento impecable a despecho de aquel resto de dentadura, nos espetó en italiano—: ¡Malditos sean ustedes, su escuela y su guerra… y maldita sea también su caridad!

Tuve ganas de llevarme las patatas.

Pero la mujer abrió el cajón de la artesa, recubierta de hollín como todo lo demás, y sacó una bayoneta rojiza que de un golpe plantó sobre la mesa, entre nosotros y las patatas. En la otra habitación Nomme ladró, quizá alterado por el golpe. En la casa había dos habitaciones: una para dormir, enfermarse y morir, cuando había que morir; la otra para vivir, ahumar salchichas y comer, cuando había que comer. Me habría gustado llamar a Adriano, pero salimos sin despedirnos, mientras la bayoneta aún vibraba, con la punta clavada en la madera.

En el camino de regreso hicimos una parada en un vallado, frente a un capitel liso, donde la demacrada figura de un Cristo descendido de la cruz nos miraba con aire resignado. El tallador se había olvidado de cerrarle los ojos. Encendí la pipa y le devolví a Renato la petaca del tabaco.

—Rico, pero un poco amargo. —Empezaba a darme importancia.

—Alabada sea la reina Victoria. —Renato elevó la pipa hacia el cielo—. Porque también el enemigo fuma tabaco inglés. Al fin y al cabo la corrupción es un ungüento universal, tanto si llueve recto como si lo hace de través.

Yo también elevé la pipa hacia el cielo.

—Alabada sea la difunta reina y el oro de sus esterlinas. —Hacía esfuerzos por estar alegre—. Quién sabe… puede que Adriano esté mejor.

—Sin duda, las patatas lo ayudarán.

—Los alemanes no son los únicos que lo han reducido a ese estado.

—El cansancio, el hollín, la ignorancia, y ahora la guerra. Los hunos son la guinda del pastel.

Reanudamos nuestro camino; era todo cuesta abajo, hasta la villa. Nos cruzamos con dos soldados con el uniforme remendado y sendos cigarrillos apagados en la boca; andaban abrumados por el peso de la mochila y ni siquiera nos miraron.

No hacía viento. Solo había nubes, nieve, casas vacías, árboles deshojados.