10

EL código. El código era la clave de todo: la abuela era el cerebro, la creadora de la idea; Brian, el mensajero; Renato, el intermediario. Las funciones de doña Maria, del abuelo y las mías no estaban claras. Cómplices, en cierto modo, lo éramos, pero yo tenía la impresión de que solo hacíamos bulto.

La recogida de informaciones estratégicas salió mal, mejor dicho, muy mal: los tres generales se dedicaron a hablar de vino, de mujeres, del tiempo, e incluso de exquisiteces sentimentales sobre las mujeres que ponían los cuernos a los combatientes con los emboscados; hablaron también de la opulencia de los almacenes del ejército italiano, y hasta mencionaron la resistencia en el Piave, mayor de lo previsto.

—Los temas serios ni los han tocado en la cena, que han disfrutado hablando de tonterías —comentó el guarda.

El auténtico motivo del aterrizaje rocambolesco de Brian era otro. Lo supe tiempo después, por boca de Renato: la presencia de los generales no la conocían el SI ni la Inteligencia británica (cómo hacía el guarda para mantenerse en contacto es algo que nunca he sabido); había sido un simple golpe de suerte del que decidieron aprovecharse. Brian había venido para memorizar el código ideado por la abuela y, de ahí a un mes, sobrevolaría la villa un par de veces a la semana con su escuadrilla, para fotografiar la trífora de la fachada y la ropa tendida en el patio.

El código era bastante sencillo. El primer postigo abierto y el segundo cerrado significaba «movimiento de tropas hacia el frente»; el primero cerrado y el segundo abierto, «movimiento del frente hacia la retaguardia». Todos cerrados, «Ningún movimiento a la vista». La cosa, sin embargo, se complicaba con la función de los otros postigos. La primera ventana indicaba el desplazamiento y su dirección; la segunda, el número de divisiones y de batallones que participaban en el movimiento; la tercera, la calidad de la maniobra (desconozco a qué se aludía con «calidad»). El código elaborado para la colada jugaba, en cambio, con los colores de las prendas tendidas y con sus formas. Chaquetas, camisas, pantalones y bragas, fácilmente distinguibles desde arriba merced a las mangas y las piernas colgantes, revelaban la presencia de la aviación imperial (la abuela había asociado los brazos y las piernas a las alas en sus conciliábulos con sir James, su amigo de Londres), mientras que sábanas, paños y pañuelos se referían al avituallamiento enemigo. Los colores eran igualmente importantes. Camisa blanca y pantalones rojos junto a pañuelo amarillo —es la única combinación que recuerdo— significaban «escasea el carburante para los aviones».

—¿Por qué no usamos palomas?

Renato rió.

—¿No lees los avisos en los muros de las calles? ¡Han declarado la ley marcial! Si en una granja encuentran una sola paloma, fusilan en el acto al cabeza de familia…, luego pasan a los hijos, y entonces la madre cuenta dónde las tiene… Además, ¿no sabes que de Belluno al mar todo el mundo busca desesperadamente comida?

Giulia echó la cabeza hacia atrás, hundiéndola en la paja. Su duro pecho ponía a prueba los botones de nácar del abrigo. Renato estaba sentado entre los dos, y eso no me gustaba.

Una queja salió de la paja, que se movió ligeramente.

Not now, Brian —dijo en voz baja Renato, sin quitarse la pipa de los dientes.

What’s going on?

—Soldados… en la verja.

Giulia estaba inmóvil, miraba hacia delante, con la cabeza llena de agujas de paja. Había algo de arrogante y de tierno en su belleza. Yo trataba de descubrir en el rostro de Renato algo que delatara un interés por Giulia. Las motos comenzaron a salir, en fila de a dos. A continuación se movió el Daimler, seguido por un camión cargado de soldados y de una moto solitaria, cola del gigantesco lagarto que ennegrecía el camino. Los centinelas entrechocaron los tacones bajo las águilas de los Hohenzollern y de los Habsburgo, que indolentemente ondeaban en el hielo del alba.

—Esperemos unos minutos más —dijo Renato.

La cara redonda del inglés agujereó la paja.

—Esto pinchar.

Los cigarrillos de los centinelas se encendieron y la guardia de honor, que había despedido al coche congelado de los generales en una posición de firmes extenuante, se disolvió en la carrera hacia el café con leche.

—También se marcha el capitán. —La voz de Renato era ahora menos brusca.

—¿Nosotros mover?

—Sí, ya nos podemos ir.

Giulia y yo bajamos juntos del pajar, y nos miramos sonriendo.

Subimos al templete bordeando el bosque; el piloto caminaba pegado al guarda, por el lado de los árboles, para que los centinelas, desde abajo, vieran tres personas y no cuatro. Nos adentramos en el bosque en cuanto pudimos.

—Hemos de quedarnos en la espesura.

—¿Vamos al río?

—Sí, hacia el río, dentro de un par de horas nos separaremos, y tú regresarás con Giulia —dijo Renato.

La idea de quedarme solo con ella en los bosques me parecía un sueño.

—Quiero ver el Piave —dijo Giulia con gesto despótico.

—No.

El tono de voz de Renato no admitía réplica. Giulia se cubrió la cara con la máscara y apretó el paso, adelantándonos. Luego se volvió, bajó el respirador y dijo:

—¡Lentorros!

La cuesta empezaba a ser pronunciada, pero no aminoramos el paso. Anduvimos durante tres horas hacia el oeste, luego hicimos una parada en la cuneta de un camino que daba a unos terrenos incultos con restos de nieve, al resguardo del bosque. A unos cien metros, justo delante de nosotros, había una granja en ruinas, cuya chimenea echaba humo.

—Aquí nos separamos —dijo Renato—. Ustedes dos regresen y mañana por la mañana, si no me encuentras —dijo mirándome a los ojos—, informas a la abuela.

Habría querido objetar algo, pero no tuve tiempo; el guarda se dirigía hacia la granja con paso decidido, seguido por Brian.

Giulia se había colgado la máscara al cinturón. No me miraba y caminaba deprisa. De repente oímos que se acercaban unas voces en pleno bosque, voces alemanas. Nos miramos.

—Vamos por este lado —dije quedo.

—Ya están aquí —dijo, y me abrazó, apretando sus labios a los míos. Sentí que la punta de su lengua, cálida, suave, me rozaba los incisivos y me entraba en la boca. Pero el frío del cañón de un fusil apartó mi cuello del suyo.

—Bonita mujerr, bonita —dijo el soldado que estaba al lado del que nos separaba con el fusil, y que observaba a Giulia con ojos fijos, callado, la cara crispada en una mueca.

—Yo de Pola —prosiguió el otro soldado, que tenía el fusil en bandolera, con el abrigo mugriento y las mangas rasgadas en varios puntos—. Mujerr pelirroja bonita, mujerr como las nuestrras —dijo, tocando el pelo de Giulia, que seguía abrazándome y me miraba con ojos alegres, sin la menor muestra de miedo.

Sentí el frío del cañón contra la piel del mentón. No sabía qué hacer. «Cuando estás metido en un problema muy serio», dijo una vez la tía Maria, quizá por imitar al abuelo, «de nada vale rezar ni dejarse llevar por el pánico, pero sin duda rezar es más práctico.» Me aferré a esa frase y me dio por reír. Y reí, sin pensar. Giulia, más lúcida que yo, cogió la ocasión al vuelo y rió con más ganas, una y otra vez, más y más fuerte, mirándome ya a mí, ya a los soldados, que acabaron también riendo. Giulia entonces se apartó un paso, y con dos dedos y una cara súbitamente seria retiró el cañón de mi cuello y lo apuntó hacia abajo. El austríaco se puso el arma en bandolera. Giulia apoyó la cabeza en mi hombro y, en el silencio repentino, sonrió.

El istriano le dijo al otro algo en alemán; luego, mirándonos, meneó la cabeza.

—Te quierro, te quierro —dijo con una risita, y soltó un puñetazo en el hombro del otro, que nos observaba con dos ojitos vacíos, mostrando todos sus dientes, ralos y oscuros.

Giulia era fuego, y ellos no veían una mujer así a saber desde hacía cuánto.

Saqué el tabaco, y el de Pola se quitó los guantes y cogió la cajetilla, que tendió al amigo. Pero el otro señalaba a Giulia con la barbilla, no pensaba en los cigarrillos. Entonces el istriano se metió uno en la boca, lo prendió y enseguida se lo puso entre los dientes, sorprendiéndolo.

—Larrgo —dijo luego, a la vez que prendía uno para él y se guardaba la cajetilla en el bolsillo—. Raus, raus!

Agarré la mano de Giulia y me adentré en la espesura, sin prisa. No nos volvimos. Detrás de nosotros, más allá de los rumores del bosque, las dos voces alemanas se entreveraban. El desdentado, ronco, hablaba sin parar, el de Pola procuraba calmarlo con breves acotaciones. Pocos minutos después reapareció el bosque soberano, con sus aleteos inopinados y el agua que corría bajo acequias heladas.

Anduvimos unos diez minutos sin hablar. Luego sentí que la mano de Giulia estrechaba con fuerza la mía.

—No sabes mucho de mujeres, ¿verdad?

—No mucho.

—Mentiroso —dijo, y rió con su risa burlona.

A la mañana siguiente Teresa me despertó cuando aún estaba oscuro. Tuvo que sacudirme dos o tres veces para que abandonara las mantas.

—¡Hay una urgencia!

El abuelo se giró haciendo crujir las hojas de panocha, sin despertarse.

Al levantarme me di cuenta de que me había acostado casi completamente vestido. Me puse las botas de montaña y el gabán y alcancé a la cocinera.

En la cocina me esperaba un hombre alto, con la mirada seria e inquieta, la cara mal afeitada, la guerrera sucia, mangas y pantalones remendados, pero su sonrisa era franca, los dientes fuertes y rectos. No era un campesino, pese a que quería aparentarlo.

—Tenga la bondad de venir conmigo, unos amigos nos esperan —dijo en dialecto, pero se notaba que no era del Véneto.

Bebimos de pie el café con leche caliente de Teresa, que me miraba en silencio, sin soltar siquiera un leve gruñido.

—Se tienen que ir —dijo la cocinera en perfecto italiano, lo que era muy raro en ella—. El ama lo sabe, se lo diré a doña Maria —añadió volviendo al dialecto.

El hombre caminaba rápido por los bosques, con los que mostraba tener una segura familiaridad, aunque no me costaba seguirlo. No decía palabra, y a los pocos minutos comprendí que era preferible no decirle nada y ahorrar aliento para la marcha.

Anduvimos muchas horas, con pocas paradas. Nos deteníamos siempre en la espesura, lejos de caminos y claros. El hombre sacaba del bolsillo un cuchillo y un pedazo de queso duro, me ofrecía dos bocados, siempre dos, y siempre del mismo tamaño, luego me tendía una cantimplora abollada. «Solo un trago», decía, y su agua sabía un poco a vino. En la precisa simplicidad de sus gestos había un rigor que me tranquilizaba.

Encontramos a Brian y a Renato al anochecer, en una cabaña pegada a una pared de roca. Estaba exhausto. Me dejé caer sobre un jergón sucio, al lado del inglés, que ya no tenía la cara alegre que le conocía. El hombre alto y mal afeitado saludó a Renato llevándose la mano derecha a la frente y entrechocando los tacones:

—Mayor…

—¿Han visto patrullas? —preguntó Renato, levantándose y correspondiendo, apresuradamente, al saludo.

—No, pero en ningún momento hemos salido de los bosques.

—Bien hecho, teniente, vuelva a sus deberes y… gracias.

El teniente salió sin un palabra ni un gesto para el inglés ni para mí, y cerró la puerta tras de sí sin hacer el menor ruido, como si temiese despertar a alguien.

Entonces advertí que Brian tenía una pierna entablillada de la rodilla al talón, y el tobillo hinchado.

—¿Qué ha pasado?

—Ojalá el tobillo no esté roto… de todos modos, no lo puede apoyar, por eso te he hecho venir. Come algo, partimos dentro de diez minutos.

Aunque Brian nos ayudaba con una muleta improvisada, en los tramos difíciles casi la mitad de su cuerpo recaía sobre mis hombros, lo que no era poca cosa. Su tobillo nos obligó a bordear los bosques del valle del Soligo, sin entrar en ellos en ningún momento. El cielo estaba negro y despejado, con una luna blanca partida por la mitad que, si bien nos ayudaba enseñándonos el sendero, en cualquier momento también podía delatarnos.

A tres o cuatro kilómetros del Piave el enemigo estaba por todas partes. Las pistas, los caminos de herradura y las pasarelas sobre los ríos estaban alumbradas por una telaraña de hogueras que daban calor a patrullas de entre cuatro y seis hombres; a su lado, las siluetas de las mulas y los caballos maneados, de las tiendas de campaña, de los carros, de los camiones, de las motos y las bicicletas pegadas a los setos y las empalizadas, vestigios de aquel costoso tratado de paz que une a las gentes laboriosas a la naturaleza.

Renato apretaba entre los dientes la pipa apagada. Brian sudaba, apoyándose tanto en Renato como en mí. Bajamos por un barranco, seguros de que el paso no estaba vigilado. Durante unos quince minutos avanzamos por paredes de roca cubiertas de musgo y líquenes, alentados por el silencio de la vegetación, por el borbotear del agua bajo la fina costra del hielo. Hasta que un ruido nos sorprendió. Nos quedamos inmóviles. Era un sonido metálico, pensé en el del gatillo de un revólver. Me volví hacia Brian, el cañón de un arma le estaba apuntando a la sien.

—¿Quiénes son ustedes? —Era una voz de mujer.

—Prófugos que huyen —dijo Renato lanzando un suspiro de alivio—. Vamos al río.

La oscuridad era demasiado densa y no podía ver el rostro que nos amenazaba.

—Pongan las manos en la cabeza, quiero verlas —dijo la mujer, que se movió en el crujir de arbustos secos.

Menos de un minuto después nos hizo entrar por una hendidura de la roca de apenas un metro de ancho, que se ampliaba a los pocos pasos; podía ser la madriguera de un animal grande. Contra la pared había un fuego alimentado por un puñado de ramas secas. En la media luz, algo se movió detrás de nosotros. Dos chiquillas arrimadas la una a la otra, bajo un abrigo militar, con las caras muy pálidas. Nos miraban con los ojos ausentes de los ciegos, parecía que hubieran perdido la razón. La mujer del revólver nos dijo que nos sentáramos y que no bajáramos las manos.

—Mariapia, Giovanna, reavivad el fuego y no tengáis miedo… como se muevan, acaban derecho bajo tierra.

Había algo dulce en aquella voz. La mujer tenía el rostro tan enjuto y angustiado como el de las niñas.

—¿Quiénes son ustedes?

—Brian, Royal Air Force.

—Me llamo Renato Manca, soy el guarda de la Villa Spada, de Refrontolo. Este muchacho es el nieto de los amos…, no tienen nada que temer de nosotros…, somos…

—A esta hora de la noche…, como furtivos…

—Huimos de los alemanes —dije sin mover un músculo.

Y Renato:

—¿Y usted qué hace, señora, en este agujero con dos niñas?

Renato bajó las manos, despacio, porque la débil llama le mostró el rostro de la mujer.

—¿Desde cuándo no comen?

La mujer estalló en lágrimas, y las chiquillas salieron de debajo del abrigo para estrecharse a ella.

Renato se incorporó, pero vio que el cañón del revólver lo apuntaba de nuevo; era un revólver montenegrino. Sacó de su bolsillo una galleta y se la alargó a la mujer. Ella dejó el arma, demasiado grande para sus finos dedos, sobre una piedra, luego le cogió la mano y se la besó. Las niñas asieron la galleta y empezaron a morderla aún antes de dividirla en dos.

—Despacio, Giovanna, Mariapia…, despacio —dijo la mujer.

—Creo saber qué les ha pasado, señora —dijo Renato recogiendo el revólver y bajando el gatillo—. Las llevaremos al Piave con nosotros, una barca nos espera.

La mujer no dejaba de llorar.

—¿Qué pasó? —preguntó Brian, que no había visto la brutalidad del saqueo.

—Primero dos desertores, italianos, dos canallas del segundo ejército, dijeron que habían perdido el contacto con su compañía, los dejé entrar en casa para darles una sopa e indicaciones…, me arrastraron hasta el cuarto y… al menos no tocaron a las niñas… Después vinieron los eslavos, cinco, eran cinco, no, seis, eran seis, ¡mal nacidos! Me destrozaron a las niñas, los muy asquerosos. ¡Mal nacidos!

Renato miró a las chicas: doce o trece años, la mayor puede que algo más. Se notaba, por lo que les quedaba de ropa y por la expresión apagada pero comedida de sus rostros, que eran de familia rica; la mujer no era la madre, sino tal vez una institutriz.

—¿Dónde están sus padres?

La mujer miró a las muchachas, que a su vez le clavaron los ojos, aterrorizadas. Volviéndose hacia nosotros, se llevó el índice a los labios, mientras Renato reavivaba el fuego.

—Aquí hace frío —dijo la mujer.

Renato observó la llama.

—Como esta guerra no termine rápido, todos nos volveremos bestias feroces.

Brian, que se había sentado apoyando la espalda contra la roca para alzar un poco el pie dolorido, estiró una mano con la intención de apartar el revólver que Renato había dejado demasiado cerca del fuego, pero la mujer se le adelantó de un salto y le apuntó durante un instante, luego se lo tendió a Renato, sosteniéndolo sobre las palmas de las manos, como una bandeja. El gigante se lo guardó en el bolsillo.

—Vamos, al otro lado del río encontrarán a un médico.

Las chicas se pusieron de pie. La mayor le cedió el abrigo a la más pequeña, que se lo puso sobre los hombros, y dio a su hermana el último trozo de galleta.

Renato salió primero, empuñando el revólver. Ser capturado con un arma encima comportaba la muerte.

—¿Está herido? —preguntó la mujer, al verlo cojear.

—No, yo no, pero el inglés tiene mal el tobillo.

—¿Tenemos que cruzar el río?

—El Falzè. Nos esperan con una barca.

—Conozco el camino, soy de aquí, pero con ese que cojea nos demoraremos.

—Entonces, adelántense ustedes… señora. —La voz de Renato sonaba contrariada.

Brian se le acercó con dos saltitos, apoyándose en mí.

Can we make it?

El mayor Manca no respondió.

La mujer, con las chicas de la mano, echó a andar delante de nosotros.

—Sé cómo evitar a los soldados —su voz era ahora clara y firme—, y sé dónde encontrar un carro.