32
Los centinelas dieron el alto a Giulia en la verja. Era la primera vez que ocurría. Uno de los soldados descolgó el fusil del hombro y, manteniendo el cañón bajo, con la punta de la bayoneta trazó un ocho torcido en la tierra seca. Giulia retrocedió un paso. El otro soldado fue corriendo al cobertizo y salió enseguida con un tenientillo de aspecto reluciente.
El oficial dio el brazo a Giulia, le acarició la mano y cruzaron juntos la puerta del jardín. Pensé que patria y deber pueden poco frente a un pecho bien hecho y a la sonrisa cómplice de una mujer que te encandila.
El abuelo, que llevaba horas encerrado en el Retiro, se acercó a la ventana en la que yo estaba. También se asomó.
—Ah, la señorita Candiani… ven, hemos de hablar.
Lo seguí al escritorio, que —milagro de Teresa— estaba despejado y sin una mota de polvo. Ahora Belcebú reinaba sin oposición, cual negra y silenciosa reina, mientras que el pequeño Buda había sido arrinconado entre los libros y los papeles de una estantería.
—Y todo este orden, ¿es que ya no escribes?
—Escribir… no va conmigo. Eso es innatural…, mis páginas van de un lado a otro, como los pies de Pagnini…, enciende la pipa, me apetece el olor de tu tabaco.
Al sentarme, saqué la petaca de piel.
El abuelo tenía los ojos opacos y los movía despacio.
—Sabes que nos matará, ¿verdad?
—El barón ha dicho que no podemos abandonar la villa, pero… la tía Maria ejerce cierta influencia sobre ese hombre.
—Anoche ese amigo… de Maria nos puso sobre aviso, ¿no te enteras? Es hora de soltar amarras.
Prendí la cazoleta y me demoré un momento, con la llama a un dedo de la pipa.
—Esos tres soldados…, si Renato los hubiese enterrado en el bosque… ¡hemos sido traicionados! Y encima el inglés…, hemos cometido una grave imprudencia y ahora Austria querrá su libra de carne.
Levanté una barrera de humo.
—La abuela le ha encargado a la tía que negocie con el barón. Por Renato no puede hacerse nada, pero a lo mejor por ti… —El humo se disipó. El abuelo tenía los ojos húmedos—. Tienes que huir, escóndete en la casa de Giulia, podrías ir a Venecia, quizá con ella.
—¿Y tú? ¿Acaso piensas quedarte para que te cuelguen? Además, ¿cómo llego a Venecia?
Golpes de nudillos. La abuela entró sin esperar a que se le dijera que podía pasar.
—Guglielmo…, ¿se lo has dicho?
—Estábamos hablando.
La abuela me miró a los ojos.
—Abuela, no quiero huir. Tampoco creo que el barón nos quiera matar. Ayer nos amenazó, pero no creo…
—Estamos en guerra. Y en la guerra ciertas cosas…, los sentimientos…, todo pierde peso, y todo se vuelve excesivamente claro. Renato y el piloto serán interrogados… con dureza. No es por el código o por las informaciones que hemos transmitido…, ahora el barón tiene tres cadáveres que vengar.
—¡Pero yo estaba allí… cuando pasó! Y tú, abuelo, no.
El abuelo dio un manotazo al escritorio.
—Paolo, escúchame bien. Hay tres cadáveres con el águila bicéfala en las divisas, y tres son los cadáveres que Austria querrá ver balancearse. Renato es el primero…, pero al piloto lo hemos escondido nosotros, ¿te haces cargo? Von Feilitzsch no tiene elección…, pues bien…, yo he visto mundo, pero tú… ¡tienes que largarte!
La abuela asentía con la cabeza.
—Os dejo hablar, entre hombres os entendéis —dijo, y salió.
Todo había ocurrido demasiado rápido. No conseguía reordenar las ideas. Y tenía ganas de ver a Giulia. La pipa se apagó.
El abuelo se puso de pie y abrió la ventana que tenía detrás.
—Ven, cèo, demos un paseo por el jardín, el aire fresco ayuda a aclarar las ideas.
Giulia estaba muy afectada, había puesto en práctica todas sus artes para averiguar cuál era la situación, pero ni siquiera había conseguido que la recibiera el barón. Solo sabíamos que iban a llegar dos oficiales para interrogar a Brian y al mayor Manca.
—Sé que uno es alto, delgado y de ojos negros, un oficial médico —dijo acariciándome una mejilla y acelerando un poco el paso.
Aprovechando la indulgente distracción del soldado con el fusil en bandolera, que nos seguía a veinte pasos de distancia, nos refugiamos en el revividero. Aún se notaba un poco el desagradable olor a azufre y quedaban manchas de humo en las paredes secas. Por el ventanuco entraba la brisa y fuera el soldado caminaba de un lado a otro, silbando alegremente «No puedes irte, mariposón enamorado». Corrí el cerrojo.
—El barón le ha ordenado a este que no nos deje ni a sol ni a sombra. —Y, mientras terminaba la frase, Giulia ya me besaba.
Estaba voraz, y yo más que ella. Me introdujo las manos ardientes bajo la camisa mientras yo le abría la blusa y acercaba los labios a sus pezones duros. Rodamos por el suelo húmedo y frío. Luego se sentó encima de mí y me montó hasta extenuarme. Sentía que todo palpitaba con mi sangre. Entonces, mientras ella aún gemía, la puse debajo de mí. Me pareció oír que el soldado cantaba más alto su tonadilla guasona: «No puedes irte…». La sangre me estallaba en el vientre, en el pecho, en las sienes. Hasta que, conteniendo el grito de placer, me abandoné sobre ella con todo mi peso. En ese momento oí dos golpes violentos en la puerta.
El guardia daba patadas y el cerrojo sonaba como un martillo. Nos levantamos y nos vestimos a toda prisa, nos arreglamos el pelo y nos miramos como si aquello fuera un adiós. Salimos y el soldado nos acometió con una frase en alemán. Luego añadió, en tono educado:
—Ahora ustedes estar donde yo ver, órdenes.
Nos había hecho un favor dejándonos que nos apartáramos, aunque bien puede ser que por una vil camaradería, pues me atizó una palmada en el hombro mientras miraba a Giulia con ojos pícaros.
Nos dirigimos hacia la capilla. El austríaco nos dejó ganar una decena de pasos antes de moverse. Giulia, muda, me miraba de reojo, con una mirada que era un punto de interrogación.
Las piernas me flaqueaban, estaba feliz. Y la felicidad no sabe, no habla, existe.