27

Pagnini se presentó en la iglesia con un corte en la muñeca. Había intentado suicidarse. Una farsa. La tía —que llevaba una bata manchada de sangre seca— lo vendó con una mueca de enfado en la cara.

—¿Es que no sabe qué hacemos aquí? Luchamos por salvar a alguno… de estos chicos.

Pagnini salió con la muñeca vendada y la cara oculta bajo un sombrero borsalino de ala ancha.

El suelo de la iglesia estaba lleno de jergones con costras de sangre, donde colocaban juntos a los heridos más graves. En el altar mayor intervenía un coronel de Cracovia, rubio y delgado, con los músculos firmes y la mirada fija. En los cuatro altares de las dos naves había un médico italiano, un prisionero capturado en el Montello, y otros tres, todos ellos croatas según la tía, que ni siquiera estaba segura de que fueran médicos de verdad. Las piedras de los altares se lavaban con cubos de agua. Loretta, Teresa, yo y otros voluntarios metíamos y sacábamos los cubos llenos y vacíos, sin pausa.

En las cunetas que flanqueaban los caminos —a lo largo de kilómetros, desde Refiontolo hasta las riberas del Soligo y el Piave— había infinidad de cuerpos destrozados, muertos y vivos juntos, cuyos gemidos se oían sin interrupción. Y el 16 de junio fue peor que el 15. Los heridos llegaban también de Falzè, Susegana, Tezze, Cimadolmo, y el hospital de Conegliano mandaba decir que ya no iba a aceptar a nadie más. Allí donde mirase veía hombres transidos de dolor; el jardín era un inmenso lugar de padecimiento. A mediodía, un teniente húngaro me pidió, por gestos, que lo siguiera a la posada. Fui tras él. Requisamos, con la ayuda del posadero y de su mujer, todo el aguardiente que quedaba. «Se necesita para operar, se ha acabado la morfina.» Había que atontarlos antes de meter el bisturí, y el aguardiente valía también como desinfectante. Un camión había salido a recorrer las casas de labranza y confiscar todo el alcohol que hubiera. Nadie replicaba, nadie hacía preguntas. Mi cabeza estaba a punto de reventar y rezaba, sí, rezaba por que el día terminase y por que dejaran de llegar heridos. Por la tarde aparecieron de a saber dónde tres camiones repletos de monjas que se pusieron manos a la obra y nos permitieron a Teresa, Loretta y a mí regresar a la villa. La tía se negó a dejar la iglesia; «Yo me quedo, esta noche no me muevo de aquí». Una mancha roja oscura le atravesaba la cara crispada, tan nítida como un sablazo; tenía sangre en el dorso de la mano, en las uñas, en las botas de montaña, en el borde de la falda que le asomaba de la bata llena de grumos de mucosidad, de bilis, de tintura de yodo.

También la planta baja de la villa se había convertido en hospital. Las monjas trajeron a todos los que, aunque con ayuda, podían dar algunos pasos. Ya no quedaban mantas, tampoco paja ni heno; los heridos se tumbaban en el suelo y cerraban los ojos, completamente derrotados por el cansancio. Busqué a Renato, pero no lo encontré. El abuelo se había encerrado en el Retiro y oí que aporreaba el teclado de Belcebú. Al anochecer, me dijo que no había escrito ni una línea; «Verás, teclear me sirve para ahuyentar las voces de los muertos». Fui a ver a la abuela. La encontré sentada al escritorio, inclinada sobre sus números; con su código, quizá. Me miró como si viese a un espectro: «Paolo…, estás rendido…, son tan jóvenes». Tenía la voz quebrada y los ojos húmedos, pero no lloraba. Su mente ágil y ligera parecía buscar en los números un asidero, un retal de belleza, cierta lógica, algo que dijera «no estamos todos locos».

Regresé a la iglesia con el firme propósito de echarle una mano a la tía. La encontré ayudando a don Lorenzo a dar la comunión a los moribundos. Ella sostenía la cruz, el cura bendecía a los chicos y murmuraba sus letanías. Cuando la tía me vio, me dijo que me marchara. «Aquí no haces falta.» Hice un gesto negativo con la cabeza. «Pues sujeta aquí», dijo. Me agaché y levanté la nuca de un soldado. Tenía los ojos cubiertos con una venda amarilla y susurraba palabras que no entendía. Puede que fuera húngaro, aunque no era fácil saberlo, pues ya no llevaba el uniforme. El párroco le metió en la boca la hostia y el soldado agradeció como podía, estrechándole la mano y moviendo una pierna. El sacerdote, en voz baja, dijo:

—¿Quién podrá perdonar todo esto?

Me miró, tenía los ojos secos, clavados en la nada.

—No lo sé —dije.

—No lo sé —repitió don Lorenzo, y se incorporó para acercarse a otro muchacho, tumbado al lado.

—Soy italiano. —Tenía una mueca de dolor clavada en la cara—. Puedo caminar, sáquenme a la calle, no quiero estar entre estos…, aquí mueren todos. —Estaba palidísimo y tenía los ojos rojos, traspasados por el dolor. Me di cuenta de que trataba de gritar, pero de la boca solo le salía un hilo de voz—. Puedo caminar —insistió—. Ayúdenme a levantarme.

Miré la sábana embarrada que lo tapaba del cuello hacia abajo; advertí que no tenía piernas, su cuerpo terminaba en el tronco. Me volví en busca de la tía. Dejé de oír ruidos alrededor; habían desaparecido los lamentos de mi cabeza. Lo único que había era lo que veía, y lo que veía había arrasado con todos los sonidos del mundo. La tía se acercó a mí y me cogió las manos, pegó su boca a mi oído: «Ve a ver al abuelo, te necesita». Salí sorteando paso a paso aquella infinidad de cuerpos despedazados, a la luz incierta de cien velas. «Esto es lo que hacen los cañones», dijo una voz que me siguió hasta la puerta.

Faltaba poco para la puesta de sol. A la vez que yo salía, Teresa entraba. Apenas me miró. Sostenía, con las manoplas del horno, un balde de agua hervida que contenía media docena de trastos. Regresé con ella, estaba encorvada y agotada, y la ayudé con el balde.

—Dámelo a mí, Teresa. —Se dejó ayudar sin rechistar. Estaba realmente cansada, y también, como la tía, tenía sangre negra y seca en el cuello de la camisa y hasta en los zapatos. Pensé en todos los baldes llenos de agua que debía de haber acarreado. El balde pesaba, me lo apoyé en la barriga y eché un poco hacia atrás la espalda.

—Sígame, cèo.

Una monja nos esperaba cerca del primer altar de la derecha, donde estaba tumbado un muchacho moribundo. Había un fuerte hedor, a fenol y a orina, a aguardiente, a sudor rancio, a algo dulzón y desagradable. Me dije que ese era el olor de la muerte.

En la nave de la derecha, en el suelo, había veinte jergones juntos, con dos soldados en cada uno de ellos. Loretta se unió a su madre. La monja les dio instrucciones rápidas, en dialecto. Nadie se fijó en mí; era invisible. Busqué a la tía, ahora ayudaba al coronel polaco que intervenía en el altar mayor. Teresa y Loretta estaban yendo hacia allí. Las seguí. Sollozos y quejas, palabras susurradas, bramidos de dolor, un metal que cae, que rebota en el mármol; blasfemias y rezos entreverados en un murmullo único de acentos disímiles. El coronel tenía el mandil ensangrentado. Don Lorenzo entraba y salía de la sacristía con su cargamento de hostias. Iba de un herido a otro, escuchaba confesiones que no comprendía, sembraba cruces que trazaba en el aire. Cuando se acercaba a un prisionero italiano, se detenía unos segundos más, porque entendía lo que decía. Y dispensaba a todos fórmulas latinas.

Leí la palabra «agua» en la boca de un soldado italiano. En los pocos metros que anduve para llegar a donde estaba la tía, vi ojos que se cerraban, cuerpos temblorosos que se extinguían sin un gemido.

En el transepto estaban los desahuciados. Lo crucé con la mirada en el suelo, no quería pisar a nadie, pero caminaba con vacilación y tenía un tremendo sentimiento de culpa, como cuando pasaba en el cementerio al lado de las tumbas de los niños, o como la vez que estuve en la casucha negra de humo y de miseria de los Brustolon.

Me acerqué a la tía aguantando las náuseas. La ayudé, con Teresa y Loretta, a incorporar a un chico a quien el fuego le había dejado la cara como un mazacote lustroso y sanguinolento. El ojo que le quedaba me miró un instante. Tuve la impresión de que me preguntaba quién era, qué hacía ahí. Pero ya no tenía boca. De lo que había sido su rostro no salía un solo lamento. En cuanto lo colocamos en el mármol del altar, el coronel, con el índice y el pulgar, le abrió el ojo.

Raus! —gritó—, a ustedes no llamar para muertos.

El doctor tenía la cara gris de cansancio. La tía cerró el ojo del muchacho, luego me miró.

—Te había pedido que fueras a ver al abuelo —dijo, y me atravesó con la mirada—. Aquí está prohibido, es un delito desmayarse, ¿estamos?

Entonces salí de la iglesia por segunda vez, a pasos cortos, arrastrando los pies allí donde los cuerpos tumbados me lo permitían. Ni siquiera noté que Teresa me sujetaba. Pero en cuanto respiré el aire fresco de la noche, le dije que volviera enseguida con la tía.

En la verja no había vigilancia. En el jardín había heridos por todas partes, unos con un brazo en cabestrillo, otros con una muleta y otros con un ojo o el cuello vendados, pero todos aún podían caminar. En la cocina de campaña preparaban sopas, en medio de un humo de locomotora. Paré delante del soportal, me sentía mejor. Allí había algunos soldados que no parecían heridos, pero para estar de pie necesitaban apoyarse en el compañero de al lado. Todos fumaban y tenían los ojos vacíos. Miraban hacia delante, al muro, al prado, y no veían nada.

Una mano me apretó un hombro y me hizo daño. Me volví.

—¡Renato!

—A estos los han descabezado los cañones, son habas huecas, pero mañana será otro día y puede que alguno se recupere.

Me explicó que algunos estarían en ese estado de apatía durante días, otros durante meses, otros siempre. Eran cuerpos vacíos, sanos, pero vacíos, con el alma ya despegada de la carne a la que ya no sabía asirse.

Entonces vomité en los zapatos del guarda, que no tuvo tiempo de apartarse. Vomité aire, saliva y cansancio. Me limpié la boca.

—Perdona.

—No pasa nada.

—Voy a ver al abuelo.

Pasé por la cocina vacía. Subí los escalones de uno en uno. Oí a alguien detrás de mí. Era Giulia. Me había visto en el jardín.

—Tienes cara de haber vomitado.

La miré con resentimiento.

Me acarició una mejilla con el dorso de la mano, mientras Teresa, que bajaba las escaleras, pasaba a nuestro lado. Debía de haber vuelto a casa mientras yo contemplaba a los soldados enloquecidos. Diambarne de l’ostia, dijo, dejando tras de sí algo de esa presencia cálida y terrible que tienen ciertas mujeres antiguas, peinadas con raya en medio, ajenas a la prisa de vivir, con la tenacidad de quienes envejecen despacio, como los animales domésticos.

Vi a Giulia turbada.

—Sabe lo nuestro, pero no dirá nada —dije a media voz.

—¿Crees que me importa? Lo que pasa es que… esa mujer… es —titubeó—, es como si me dijera… con toda su alma, con cada libra de su carne: tú vas a acabar igual que yo, tu cara también se va a arrugar, el olor de tu piel también cambiará… y te secarás como se secan las ramas, las hojas, las ciruelas; te espero aquí, en la tierra en la que ya nadie te quiere, y entonces dejarás de hacer lo que haces, de ser lo que eres.

Era la primera vez que veía a la descarada de Giulia asustada. Asustada por algo tan simple como el tiempo que pasa. Y en ese instante, por aquellas pocas palabras francas y temblorosas, sentí algo intenso por ella.