14

La casa de Giulia estaba en la parte alta de la colina, a menos de trescientos metros en línea recta de la villa. Era una alquería transformada en una casa neogótica en los primeros años del siglo. Pese a las mejoras lignarias en puertas y ventanas, conservaba el aspecto rústico, y la galería que había entre el primer y el segundo piso daba fe de su origen campesino. La primera vez que la visité fue después de un paseo. Los alemanes se habían marchado hacía pocos días. Giulia me invitó a pasar, era temprano por la mañana. Subimos a la galería por una escalerita estrecha, y antes de entrar en la segunda planta noté que la puerta y las ventanas de la primera estaban atrancadas.

Había una única habitación grande, con el suelo de alerce y el techo de rasilla; una mesa de dos metros por dos, con una media docena de sillas rústicas alrededor, un sofá grande delante de una amplia chimenea, que estaba en el centro de la pared norte, la única sin ventanas. En el lado opuesto, una cama matrimonial estilo imperio, con la colcha estirada y planchada. Giulia encendió la lumbre bajo los troncos bien apilados y colgó su gabán de un gancho de hierro que había en una viga de unión de las cimbras.

—¿Así que vives aquí?

—Me basta, el piso de abajo lo alquilo, y me gusta no tener trastos, los trastos asfixian… pesan.

—¿Pesan?

Se estiró sobre el sofá.

—Ven aquí, después haré café.

Sin quitarme el gabán, me senté a su lado.

—Tienes una nariz bonita, larga y puntiaguda, merece la pena tener una cara para salir con una nariz como la tuya.

Me miraba, llevaba una blusa blanca desabotonada hasta el canalillo del pecho, y en la chimenea la leña ya crepitaba. Me levanté de un salto y fui a la ventana, desde allí podía ver la villa, con el gran jardín que girando alrededor del cuerpo principal del edificio formaba una L, y el cobertizo pegado a la iglesia.

—¿Qué hay en la casa de tus abuelos? Tendrías que tener ojos solo para mí.

—Desde aquí es diferente, ahora que se han ido los alemanes el jardín parece más pequeño, pero puede que sea el efecto de la perspectiva —respondí, sin dejar de mirar fuera—. Me gusta tu casa, tan ordenada y tan…, verás…, creía que eras…

—¿Una salvaje? Tiene el aspecto de una barca, ¿verdad? Mi abuelo era contraalmirante, y cuando venía aquí se traía a sus amantes, y quizá, quién sabe, sentía nostalgia de su barco.

—¿Contraalmirante?

—Sí, en Lissa era un pequeño oficial de la doble monarquía, imagínate…, y murió en julio de 1914, dos meses después que tu padre y tu madre.

Se levantó y vino hasta la ventana, que tocó con la punta de la nariz.

—Tu villa es tan grande… ¿qué hacéis con todas esas habitaciones? Y esa trífora en la fachada…, es absurda, parece pegada.

Le rodeé los hombros con el brazo.

—Mejor no —dijo, y su mirada me hirió. Retiré la mano.

—Pero ¿vives aquí sola?

—¿Cómo, es que no lo sabes? Abajo está Pagnini. —Y rió estentóreamente.

—¿Qué?

—Sí, a él le alquilo la planta de abajo, pero yo paso por ahí —dijo señalando la pequeña puerta por la que habíamos entrado, que daba a la galería—, y nunca lo veo…, siempre está abajo, es más silencioso que un cadáver, no lo oigo ni moverse…, a veces creo que le gusta vivir a oscuras, pasan los días y ni siquiera abre una ventana.

Me agarró la mano y nos sentamos juntos en el sofá, frente a la lumbre. Me desabotonó el gabán y acercó sus labios a los míos, sin tocarlos. Entonces la besé y ella me dejó hacer, pero estaba fría, solo jugaba. Me retraje.

—¿No te gusto?

—Tonto, claro que me gustas, pero eres un chiquillo.

La besé de nuevo y de nuevo me dejó hacer.

—No me gusta cómo ríes…, parece que tienes miedo de enseñar los dientes, y mira que son bonitos, y tu mirada es de seductor. —Se rió, y me aparté otra vez, porque sentía que solo me estaba provocando.

—¿Los has pintado tú? —le pregunté señalando dos acuarelas colgadas encima de la repisa de la chimenea, los únicos objetos frívolos de toda la casa.

—Sí, hace unos años, ahora ya no pinto… Cuando estaba en Venecia me gustaba, ahora no.

Me pasó los dedos por el pelo y acercó su cara a la mía. Oía su inspiración y olía su agua de colonia, y notaba que las mejillas se me enrojecían.

—Mejor no intentes volver a besarme, al menos hoy…, tienes un pelo precioso, dan ganas de pintarlo, esos rizos negros, pero tus labios son los de un cínico, finos, y a veces sonríes torcido, como hace Renato…, aunque él es hombre, y se lo puede permitir.

Esas últimas palabras eran una puñalada. Me levanté y sin improvisar una excusa enfilé hacia la puerta y salí a la galería. Bajé la escalerita sin volverme.

Llegué a la plaza en pocos minutos. Caminaba rápido, pensando en esos dos breves besos robados. El aire de la mañana se colaba por el cuello. Estaba triste, de una tristeza sombría. Entré en la posada para sentir la soledad en compañía de extraños y para tener que dominarme.

El frío había trasladado la escuela de don Lorenzo a la sacristía. Adriano, que desde la autoridad de sus catorce años y su metro cuarenta era el rey de los cèi, tenía que vigilar la lumbre. El párroco me había rogado que le echara una mano con historia y geografía. Me había prestado a hacerlo porque eso me dejaba bien con la abuela, quien, a principios de verano, había hundido la sonda de su intuición en mis conocimientos matemáticos y, molesta, la había retirado enseguida: «A lo mejor se te dan bien las simplezas no euclidianas…», y desde entonces no se había vuelto a hablar de exponentes y logaritmos, de abscisas, de ordenadas, de senos y cosenos.

El sacerdote, con el rostro tan negro como la sotana, caminaba de un lado a otro, y con su puntero —era un metro de sastre— asestaba a intervalos regulares un golpe contra la pizarra para asegurarse de mantener la atención de sus cèi.

—Tú —dijo señalando con el puntero a Adriano, que soplaba las brasas—, ven a la pizarra.

El chico tenía la cara larga y pálida. Cerró la portezuela de la estufa con un golpe. Se incorporó. También el cuerpo era largo, desmirriado.

—¡Muévete! ¿Qué tienes, yunques en lugar de pies? ¡Escribe!

Yo estaba sentado al fondo del aula, esperando mi turno; tenía que contar algo sobre Roma y procuraba concentrarme.

—Escribe, cèo, escribe… el perro es dócil.

Adriano escribió la frase en la pizarra. Una palabra debajo de la otra, una por línea, lo sabía hacer; la gramática era la cruz y el deleite del cura.

Todas las letras de Adriano estaban torcidas, las es ahusadas, las oes obesas, y se olvidó de poner el acento en la o de dócil. Cuando terminó de escribir, se apretó la tiza contra la frente esperando la inspiración.

—EL es sujeto —dijo tras un minuto largo.

El sacerdote no movió un músculo. Sobre el aula había caído el silencio que precede a las batallas.

PERRO es nomme.

Silencio. Todos sabían que Nomme era como se llamaba el perro de Adriano, un pomerania gris.

ES… es verbo.

Silencio.

DÓCIL es un complemento de objeto.

Silencio de los cèi, silencio de las paredes. El sacerdote se acercó a la pizarra. Adriano vio el metro del párroco transformarse en la lanza de san Jorge que carga el dragón. Huyó, huyó sin volverse, salió por la puerta y desapareció. La lanza del santo cayó al suelo y rebotó con un clac. Don Lorenzo se frotó la calva con las manos, las botas de montaña separadas bajo la sotana, los ojos clavados en el suelo.

—¡Santa paciencia —exclamó—, hace falta una carretada de la paciencia de Nuestro Señor! —Y despidió a sus alumnos con el gesto de la mano—. ¡Largaos! —profirió—, ¡largaos!

Fue así como los niños de Refrontolo se libraron de mi escasa erudición y como a Nomme le tocó una ración inesperada de bolas de nieve.

Esa misma tarde, cuando volvía a casa, un soldado y un sargento del ejército de Carlos I de Habsburgo, el emperador de treinta años, llegaron a la villa a la grupa de dos asnos —uno de los cuales tenía solo una oreja— y con una cordialidad insólita, fruto de una copiosa cantidad de aguardiente, le anunciaron a la tía Maria la decisión del general Serda Teodorski de convertir la Villa Spada en una de las comandancias del sector de Sernaglia. Luego el sargento pidió a la tía un huevo para él y otro para el soldado, y Teresa los hizo pasar a la cocina y sentarse en el banco más incómodo, el único que todavía no había limpiado; nadie cata tan bien a la plebe —ni la repudia más— que un criado consumado.

Los austríacos llegaron a eso de las siete. Tres compañías, pero solamente una se quedó, las otras siguieron rumbo hacia Pieve di Soligo. Los soldados formaron en la plaza, a pocas decenas de metros de la fachada vieja, bajo la trífora que poco después empezaría a transmitir el código de la abuela. Venían de Codroipo, y durante un cuarto de hora largo estuvieron ahí cogiendo frío, en fila frente a un mayor que gritaba órdenes —pensé— sobre el reparto de los alojamientos y los puntos que había que vigilar.

Ya desde hacía un mes, dos terceras partes de las casas de Refrontolo estaban vacías, despojadas de cuanto se podía cargar en una carreta, de todo el peso que un asno podía acarrear. Los recién llegados dedicaron toda la noche a forzar puertas y verjas, a apoderarse de lo poco que quedaba. Y a la villa vinieron a instalarse cuatro oficiales con sus ordenanzas.

Doña Maria recibió a su comandante sentada en un sillón, junto a la chimenea encendida. Al salón —estaba en la segunda planta, encima del que tenía la mesa grande de roble— lo iluminaban pocas velas y la luz trémula de una lámpara de petróleo, ya a punto de terminarse.

Yo estaba en un pequeño sillón bastante incómodo, y fingía leer un libro que el abuelo me había encajado, cuando entró un oficial. Uniforme planchado, botones brillantes. Colgada a una cinta triangular amarilla, bordada de azul, llevaba un águila bicéfala con un escudo azul en el centro y una F dorada. Había algo poco militar en su porte, quizá cierta inseguridad en el modo de mover las manos, casi parecía que le estorbaban. Tenía poco más de treinta años, galones de mayor, pelo castaño claro, corto y lacio, y no tenía bigote ni patillas; la tez rosada no hacía pensar en la batalla, sino más bien en un muchacho que acaba de dar las buenas noches a su madre.

Cruzó el salón a pasos cortos y rápidos. Me puse de pie. La tía permaneció sentada, alzó la vista, dejó el libro, abierto, a lomos del brazo del sofá, y le tendió la mano. El oficial, que se sujetaba el gorro contra la cadera izquierda, se inclinó, y se presentó con un vacilante besamanos. La tía dobló ligeramente la cabeza.

—Mayor —dijo.

El mayor se llevó la mano derecha a la frente con prontitud militar.

—Madame, permita que me presente, Rudolf Freierr von Feilitzsch, barón Von Feilitzsch; soy el ayudante de campo del general Bolzano, y en nombre de su majestad imperial, Carlos I de Habsburgo, tomo posesión de la villa. —Su italiano, que el abuelo definió «una tela con todos los subjuntivos en su sitio», tenía solo un leve dejo alemán—. Del bienestar de su persona y del de sus parientes me considero responsable. —Tragó saliva—. Mis oficiales y yo —añadió, elevando un poco la voz— sabemos que es nuestro deber no imponerles más molestias que las que exige la guerra. —Luego se volvió hacia mí, y en su rostro se dibujó una sonrisa que no era de circunstancias, sino más simpática. Fue como oírle preguntar: «¿He interpretado bien mi papel?».

De pronto lo sentí alguien próximo a mí; pensé que era un muchacho, un muchacho que jugaba a la guerra.

—Los deberes del mando me aguardan, madame —dijo el barón en tono firme. Y desapareció con un repiqueteo de tacones.

Giulia vino a cenar a la villa con el tercer novio. Los oficiales cenaban en el salón grande de la planta baja, servidos por sus ordenanzas. A nosotros nos habían desterrado al piso de arriba, donde Teresa atendía la mesa y Loretta iba y venía de la cocina. Los abuelos estaban de buen humor; el león púrpura del escudo, sostenido por el rapaz de dos cabezas, no tenía el semblante tenebroso del águila prusiana. «La damisela ha expulsado al dragón», fue la sentencia de la noche. Y aunque la tía no compartía el entusiasmo de nuestro budista, apreciaba la actitud del nuevo señor de la casa.

—El barón es ayudante de campo de un general, y tiene unos modales exquisitos.

El tercer novio objetó que los modales no lo son todo.

—Curiosa afirmación —comentó el abuelo— en los labios de alguien como usted, que no es más que un ramillete de buenos modales.

Con su educada ferocidad, el abuelo buscaba no dejar espacio de maniobra al rival. Y la abuela no se interpuso; aquellas disputas la divertían, eran un homenaje a los últimos coleteos de su feminidad.

Cuando Giulia, que estaba sentada enfrente de mí, estiró el pie hasta tocar el mío, sentí que me ponía rojo. Teresa lo advirtió y, tendiéndome la sopera, soltó uno de sus gruñidos. Giulia estaba radiante y yo deseaba sus labios, su piel. Ya no era capaz de seguir las conversaciones. En un momento dado me levanté.

—Perdonen, pero no me encuentro bien —dije arrojando la servilleta sobre la mesa, y salí.

Esperaba que Giulia me alcanzara, una mujer de su carácter no necesitaba excusas. Sin pensarlo, fui hacia el pajar. Llevaba puesto solo un jersey. Eché a correr para ahuyentar el frío. Vi un punto de luz, fijo, que aparecía y desaparecía a unos treinta pasos: era la pipa de Renato.

—¿Quieres coger una pulmonía? Entra.

Renato se agachó un poco para esquivar el dintel de roble. Se quitó el gabán y encendió una lámpara de petróleo que había en una hornacina de piedra, al lado de la puerta. Aspiré olor a brasas, a ajo, a higos secos. Me dio una botella de aguardiente; el primer trago me inflamó la garganta. Se la devolví de inmediato. Era una habitación de siete metros por cinco. El hogar en el rincón, cincuenta o sesenta centímetros por encima del suelo de cerámica. Me chocó la limpieza, la campana del hogar olía a jabón. Aquí se nota la mano de una mujer, pensé. La ventana, frente a la puerta, estaba tapada por una pesada cortina de arpillera que rozaba el suelo. La cama era de hierro, ancha y larga como el gigante que cobijaba. La manta color tabaco tenía las mismas rayas rojas que la mía; procedía de la casa de los abuelos.

—Encendamos —dijo señalando la leña que había sobre la piedra del hogar—. Cierra la puerta.

La lumbre ardió en el acto, la chimenea tiraba muy bien.

Apartó de la pared un banco pintado de verde. Nos sentamos uno al lado del otro.

—¿Quieres darle una calada a la pipa? Tengo una Peterson…, regalo de Brian. El tabaco sabe un poco a establo, pero no es estiércol de mula… Con todo lo que te he hecho pasar, te mereces un regalo.

Me enseñó a cargarla, a mantener el humo en la boca sin aspirar.

—Despacio…, tienes que fumar pausadamente, sentir serenidad entre los dientes…, como cuando acaricias el seno de una mujer —sonrió—, has de recorrer lentamente los pezones, rodearlos… y luego bajar, ir por las curvas, llegar a la hendidura que buscas…, la lentitud del asedio recompensa…, la pipa es calma, ritmo, pasión contenida, y ayuda a reflexionar.

La Peterson era curva, tenía una cazoleta de brezo oscuro y me colgaba un poco bajo el mentón. Fumaba todo lo despacio que podía, para no decepcionar al maestro, y de vez en cuando, al mirarnos, reíamos como dos niños con un juguete nuevo.

—Así que eres mayor…

—Soy el guarda de la villa, nada más.

Hablamos un poco de los oficiales recién llegados.

—También Austria, como Italia, es mujer…, mejor dicho, dos mujeres, está también el reino magiar…, pero Hungría es… una campesina, Austria, una señora…, dos mujeres que se dan de bofetadas con Italia, una mujerzota bastante robusta, a pesar de todo. —Con la punta de la boquilla trazó una bota en el aire.

—Entre mujeres… —Dos golpes en la puerta me taparon la boca.

—Debe de ser Loretta…, a esta hora me trae una taza de sopa con polenta. —Descorrió el cerrojo.

—¡Señorita Candiani! —Renato se volvió hacia mí y puso cara de asombro.

Me puse de pie.

Giulia me fulminó con una ojeada.

Renato cerró la puerta.

—¿Qué hace usted aquí? —Había una turbación sincera en su voz.

—Buscaba a Paolo. —Giulia estaba tensa, pero no quería pensar que mentía—. La tía pregunta por ti —añadió.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Soy bruja, ¿todavía no te habías enterado?

Asentí con la cabeza.

—Qué pipa tan bonita.

—Regalo de Renato, se la ha dado Brian.

—Pipa irlandesa…, humo seco —dijo Renato—. Pero no hagan esperar a la tía…, márchense.

—Gracias por la pipa… y por todo lo demás. —La puerta ya se había cerrado detrás de nosotros.

Agradecía que la oscuridad ocultase mi rubor. Giulia me cogió la mano y echó a correr. Luego, de repente, se volvió y plantó sus labios en los míos con fuerza, tanta que casi me hizo daño. Estaba nerviosa, temblaba. Sentí su lengua blanda, caliente sobre la mía. Le introduje una mano bajo el abrigo. Giulia entonces me puso ambas manos en el pecho y me apartó.

—Despacio…, hay alguien.

Estábamos en medio del jardín. La oscuridad la rompía el resplandor de una ventana sobre la nieve.

—Venga, entremos —dijo susurrando.

No bien llegamos a una de las puertas traseras, Giulia me soltó la mano y me dio un beso rápido.

—Hasta mañana… Doña Maria te espera.

—Pero no puedes regresar a casa…, hay toque de queda.

—Lo que puedo hacer lo sé yo y solamente yo.

Su tono era frío, un latigazo. Se volvió y desapareció. Corrió hacia la colina, no podía pasar por la verja. Miré hacia el pajar. Durante un instante me pareció distinguir el destello intermitente de un cigarrillo, o de una pipa; luego solo la oscuridad. Entré.