20
El cielo estaba sucio, un caldero con restos incrustados. Delante de la iglesia, en doble fila, se encontraba el pelotón de los húngaros al completo. Ocupaba casi todo el terreno, hasta la verja de la villa. También estábamos nosotros, todos, no por responder a una invitación, sino porque la abuela y la tía decían que era nuestro deber. Faltaban los chillidos de los niños y los ladridos de los perros. Las veredas estaban mudas. Una media docena de beatas, ocultas tras amplios velos negros, desgranaban el rosario en el atrio. Al sacerdote lo habían encerrado con media cuarterola de cordial en la sacristía, que vigilaban dos hombres con bayonetas.
Von Feilitzsch llevaba, colgada de una bufanda color frambuesa, una cruz púrpura con el monograma del difunto emperador —FJ—, que relucía sobre una cadena de oro, sujeta por los picos del águila bicéfala; las garras ceñían las palabras «Viribus unitis». A ellos también les gusta considerarse herederos de Roma, pensé.
La campana pesaba un quintal, y fue bajada con la mayor precaución. Sujetaban las cuerdas doce manos de soldados. Se posó con un estruendo contenido; siguió un breve silencio. El mayor se persignó, un aleteo recorrió a la tropa formada. Nosotros también nos persignamos. La tía, que estaba erguida bajo el arco de la puerta, echaba chispas por los ojos.
La ceremonia duró pocos minutos. El rompan filas se mezcló con el ruido de las ruedas del carro que se acercaba. Tiraban de él dos toros con los cuernos cortados; la campana iba a acabar en a saber qué depósito, a la espera de ser fundida, u olvidada. Su voz se convertiría en recuerdo.
—Los mismos símbolos sagrados, el mismo Dios —dijo la abuela, que caminaba del brazo del abuelo Guglielmo—, no deberíamos estar enfrentados en una guerra.
—Han bajado los ojos, ¿os habéis dado cuenta? Se avergüenzan de lo que hacen. —La tía se sentía realmente ultrajada, ni siquiera por las chicas vejadas había sufrido tanto—. ¡Feldmariscal Boroevic, ojalá te mueras solo, entre pesadillas, antes de que el fuego del infierno te arranque la carne de los huesos! —Hasta entonces nunca la había oído maldecir a nadie, solía preferir la ironía a la invectiva.
El abuelo me puso la mano libre en el hombro y en voz baja dijo:
—¿Lo has oído? Ahora la tía se pone a rivalizar con el cura.
La abuela le soltó el brazo.
—Calla, inútil. —Y cruzó la verja, al tiempo que cogía la mano de la tía.
El centinela —ya no eran dos— se cuadró, pero al momento, cuando pasamos el abuelo y yo, se colocó con aspavientos en la cómoda posición de descanso.
Pusieron la mesa en una de las habitaciones de la segunda planta. De la campana no se habló. Comimos verdura cocida y caldo caliente que sabía a tierra. La abuela no probó bocado. Loretta, firme sobre las piernas pero con el rostro ceñudo, nos trajo un pedazo de tarta de manzana que las céleres manos de Teresa habían sustraído al apetito de los oficiales que comían en la planta de abajo, en el salón grande. «Ya solo nos dejan las sobras», dijo la tía, a la vez que dividía la porción en cuatro partes. Miré a Loretta, las manos le temblaban un poco, pero en los labios tenía una sonrisa dura, la de alguien que piensa: «Yo siempre me he comido vuestras sobras».
Mientras me metía en la boca el último y preciado bocado de tarta, la abuela dijo:
—La semana pasada murió la hermana mayor de Giulia, lo he sabido por el cura.
¿Por qué Giulia no me había dicho nada?
—Una liberación —dijo la tía juntando cuchillo y tenedor en el centro del plato—, esa pobre chica…, ya no era más que un puñado de huesos. La vi el año pasado…, sí, hace quince meses, en la casa de San Polo.
—Y su madre…, una santa —dijo la abuela.
Miré al abuelo: tamborileaba con los dedos el mango de los cubiertos y movía apenas los labios, como si leyera. Estaba en otro lugar. Encendió el puro y pidió un cenicero, que Loretta le llevó enseguida.
—Ha sido terrible —prosiguió la tía—, ya era solo un esqueleto con un poco de piel, lo único que conservaba de la mujer que había sido era la cara. No me atrevía ni a mirarla. Demasiadas, demasiadas penas. —Movió la cabeza y me miró. Se dio cuenta de que no estaba afectado por la desgracia de su amiga—. Has de tener cuidado con esa Giulia —dijo entonces con voz seca—. Has de saber, Paolo, que cuando tu Giulia cumplió dieciocho años… —Comprendí de inmediato por su tono que la tía se disponía a soltarme un sermón que tenía preparado hacía tiempo—. Debía de ser… a principios del… nueve, porque… bueno, da igual…, ese día, durante la fiesta…
Pero yo ya lo sabía todo. ¿Y cómo no iba a saberlo? La noticia era de esas que en una ciudad como Venecia ocupan la primera plana de los periódicos. Y a los niños, para ciertas cosas, las antenas les salen pronto. Giulia había tenido un amante, un amigo de su padre; un viejo al que todos tachaban de hombre apuesto, pero yo me acordaba de sus dientes torcidos. Aquella noche, su amante se metió en la boca el cañón cromado de un revólver. Lo hizo delante de todo el mundo, delante de aquella tarta de un palmo de altura, con las velitas todavía prendidas, «esperando que las soplara la guapa chica de dieciocho años del pelo de fuego», decía el Gazzettino. Con un efecto teatral digno de un maestro, se había reventado el cerebro, y la eliminación de aquellos restos de materia blanda de la lámpara del techo ocupaba medio párrafo del artículo de fondo. Los mayores —a los nueve años se piensa así— se habían dividido en dos facciones: «Es una buena chica que se ha juntado con quien no debía», y «Ha sido ella quien le ha llevado a reventarse el cerebro». Pero ya se sabe que en esas disputas los muertos tienen cierta ventaja: «La lápida y la verdad están reñidas», rezaba una indefectible sentencia del abuelo. Giulia, en la noche de sus dieciocho años, se había ganado el título de belle dame sans merci, entre otras cosas porque el suicida era un abogado de prestigio con mujer y tres hijos.
Hasta entonces siempre había fingido no saber nada, pero el sermón que me aguardaba rebasaba toda medida.
—Tía, sé lo del abogado de Venecia, un tipo que…
—¿Te lo ha contado Giulia?
—Ni una palabra, pero he oído ciertas cosas… ¿Crees que no veo qué pasa cuando camina por la calle, allá en el pueblo…? Y además estaba en boca de todo el mundo cuando yo vivía en Venecia.
—¿O sea que mi hijo…, que tu padre habló con tu madre de eso delante de ti? —preguntó la abuela, y en su voz había una pizca de curare.
—Nunca nadie me ha contado nada. —Me levanté y salí. Estaba furioso.