28

El Piave estaba crecido, tenía el color de la tierra y de los muertos. Eso contaban los heridos y los prisioneros la mañana del 18 de junio. Las noticias eran cada vez más confusas.

—La crecida nos favorece —decía Renato—, no podrán aprovisionar la ofensiva.

Las escuadrillas se batían sobre los tejados. Los biplanos volaban bajo, como los pájaros cuando atraviesan raudos el cielo oscuro. Cruces negras y escarapelas tricolores. Ya no tomábamos partido por unos ni por otros. Solo había granadas, mutilaciones, miedo y poquísima comida. Ahora, a los heridos que llegaban del río los agrupaban también en el salón grande de la villa y hasta en la cocina, y todo el parque estaba repleto de tiendas de campaña.

No había vuelto a la iglesia. De allí solo salían muertos; los enterraban de inmediato, sin ataúd, en un cementerio improvisado y apartado de la vista. Las tumbas las cavaban los prisioneros italianos, que se distinguían fácilmente por el casco Adrian y los uniformes nuevos, rasgados quizá, pero nuevos. Renato se había ganado la confianza de un par de aquellos soldados con una ración de sopa de Teresa, que aún era capaz de hacer algún milagro. Contaron que en el Montello habían sorprendido a su batallón, y que se habían rendido sin oponer resistencia; pero también dijeron que más al sur la ofensiva se había frenado desde el amanecer del 15, eso se lo habían oído a otros soldados, capturados al sur del Nervesa: «Están paralizados a lo largo de varios kilómetros de la orilla, hasta Zensòn, y la artillería del duque de Aosta los está destrozando». A juzgar por la cantidad de heridos, era difícil dudarlo; sin embargo, otros decían que Austria estaba ganando, así que no sabíamos qué pensar.

La tía, que no se movía de la iglesia, me había encargado que llevara cantimploras a los que estaban en el soportal y las tiendas de campaña. Todos tenían permanentemente sed. Y desde hacía unas horas llovía como nunca había visto llover. Algunos salían de las tiendas tambaleándose y abrían la boca hacia el cielo. Parecían locos, un ejército de tullidos zarrapastrosos y locos. Bajo el pórtico, los muchachos alucinados balanceaban los hombros y me miraban sin verme, agarraban la cantimplora con dedos temblorosos, con manos frías, y se llevaban el agua a los labios como si estos no fuesen suyos, como si no tuvieran sed.

Esa mañana, a primera hora, don Lorenzo vino a la villa. Estaba más delgado, no dormía desde hacía dos días, tenía los ojos fuera de las órbitas y la cara más gris que las guerreras de los prisioneros. Le pregunté por la tía, me miró un instante, luego clavó los ojos en la pared, y con dos dedos se puso a rascarla, como si quisiera arrancar una imperfección del encalado.

—Tiene ocho manos, que Dios la bendiga —dijo, y apartó la mano de la pared—. Cuentan que usted tampoco para, que está llevando cantimploras. —Me miró—. Eso está muy bien —concluyó, pensando en otra cosa. Entonces le pregunté por qué había venido a la villa.

—Van a colgar a dos chicos checos, dos prisioneros. Dicen que han traicionado a Austria, y uno de ellos, que acabo de confesar, me ha pedido…, quiere que lo fusilen, quiere morir de pie, dice «Yo he combatido por mi patria, no soy un traidor», y quiero pedirle a su abuela que me acompañe a ver al barón, porque su tía no quiere saber nada de esto, la sobrepasa.

Hablaba entreverando las palabras, me costaba seguirlo.

—Entonces el barón… ha regresado del Piave.

—Tiene un agujero en un hombro…, no es grave y ha recuperado el mando, lo he dejado en la iglesia. Pero se mantiene en sus trece: «¡Los colgaremos, son traidores!». Ha dicho: «Fíjese en esos…, mueren por la patria y por su…, por nuestro emperador». Pero quiero volver a intentarlo, y su abuela me puede ayudar. Lo único que ese chico pide es morir de pie, como un soldado.

—¿Y el otro? Ha dicho que son dos.

—El otro no ha querido hablar conmigo…, a lo mejor no es católico, a lo mejor le da igual morir… Le pregunté qué podía hacer por él, si quería confesarse, escupió al suelo y me dijo: «Lugar para curas infierno». —El sacerdote puso cara de tonto y me miró a los ojos—. Será uno de esos que no tienen Dios, un… socialista. —Se quitó el sombrero empapado y se lo pegó al pecho—. Estoy cansado —dijo, y volvió a rascar con el pulgar y el índice un punto concreto de la pared.

—Busquemos a la abuela Nancy.

En las escaleras vi que el abuelo cruzaba el pasillo. En cuanto reparó en la sotana negra se escabulló hacia el Retiro, al tiempo que remedaba un saludo militar mirando a don Lorenzo.

—Mis respetos, excelencia —dijo el sacerdote con voz irónica, sin esbozar la inclinación de rigor.

La abuela se levantó nada más vernos, mientras revolvía con la mano izquierda las hojas en las que estaba escribiendo. Tenía el índice azul y el tintero emanaba el olor dulzón de la tinta. La lluvia acababa de dejar de golpear contra los cristales, y un tímido pedazo de cielo alumbraba la ventana.

—¿Malas noticias?

El rostro de la abuela me parecía más sorprendido que preocupado. Aunque no se lo había oído decir, sabía que el cura no le caía bien. Lo sagrado nunca le había interesado, y en cualquier caso creía que era absurdo confiar su administración a gente «nacida con una mano atrás y otra delante». A diferencia de la tía, la abuela Nancy creía más en el patrimonio que en la alcurnia: «El dinero se cuenta, por eso cuenta».

—Sí, malas noticias —dijo el sacerdote, que frotaba con los diez dedos el ala circular de su sombrero negro, todavía empapado.

—No me tenga en ascuas…, siéntese, tenga la bondad —dijo, y señaló el silloncito en el que don Lorenzo acomodó a duras penas su ancho trasero, haciendo sonar amenazadores crujidos.

—¿Qué puedo hacer por usted? Si se trata de los heridos…, en la villa ya no cabe un alma.

—Le ruego, señora, que me acompañe a ver al barón y respalde mi súplica.

—¿El barón? —La abuela se sentó en el viejo sofá—. ¿Se refiere al barón Von Feilitzsch? Si ha regresado…, es que el Piave no cede.

—Tiene un brazo en cabestrillo… y va a hacer colgar a dos chicos checos, dos prisioneros…, han combatido con Italia.

La abuela se pasó los dedos por el pelo, sin despeinarse.

—Me temo que está en su derecho, los checos son súbditos de los Habsburgo.

—Pero, señora, quizá… no todos quieren serlo…, quieren la independencia.

—Extraña palabra en la boca de un prelado…, independencia…

La interrumpí:

—¡Combaten con nosotros, abuela!

—La fuerza es la ley. También en la naturaleza… y nosotros somos animales, aunque sepamos contar y recitar algunos versos de memoria, ¿no lo cree usted también, don Lorenzo?

El padre me miró. Yo me había quedado de pie, apoyado en una jamba de la puerta. Creo que buscaba en mí una palabra de ayuda.

—Sí —dijo el sacerdote, con cierto tono melancólico en la voz—. Verá, señora Spada, yo no discuto el derecho de Austria de colgar a los traidores, pero uno de esos chicos me ha implorado que… que interceda…, quiere ser fusilado, solo pide morir con honor, ¡eso no se le puede negar a un cristiano! —Y, agitando el sombrero, me señaló—: Tiene un par de años más que su nieto…

—Podía haberme dicho enseguida que pide proyectiles. Ese barón es capaz de pensar que puede colgarlos de un árbol de mi jardín…, pero si se imagina que lo voy a consentir… —La abuela ya estaba de pie—. Vamos a buscar al barón.

—En realidad… —dijo don Lorenzo incorporándose y agitando el sombrero delante de la barriga—, en realidad solo uno de ellos ha pedido balas, creo que al otro le da lo mismo.

—En mi jardín no se cuelga a nadie.

La abuela salió, llamando a Teresa a gritos.

La cocinera vino a nuestro encuentro en la escalera.

—Teresa, el sobretodo azul.

—Pero ama… ¿con este calor?

—¡El sobretodo! Date prisa.

La abuela exhibía su mejor semblante militar cuando, justo en la verja de la villa, se tropezó con el barón, que entrechocó los talones.

—Madame, me complace verla de nuevo —dijo el oficial, con el antebrazo izquierdo en cabestrillo. Impedido por las vendas, se llevó sin elegancia a los labios la mano de la abuela, que la retiró de golpe. Don Lorenzo se destocó y se plantó a su lado, con las piernas abiertas. Yo me quedé un paso detrás de ellos.

—He oído, mayor, que pretende colgar a dos prisioneros.

—A dos traidores, madame.

—El párroco me dice que piden balas, no soga. Creo que eso se lo puede conceder, ¿no le parece…, barón?

—Los traidores no merecen morir como soldados. Muchos de sus compatriotas checos —sus ojos se volvieron dos rendijas—, mueren a diez kilómetros de aquí, con nuestro uniforme… ¿lo comprende, madame?

—Lo desapruebo. —El aire quieto se agitó, una corriente súbita levantó el sobretodo de la abuela, descubriendo su cuello fino—. ¿Dónde piensa colgarlos, mayor? No será en mi jardín.

—¿Su… jardín? La villa está incautada, madame. Se encuentra bajo mi mando.

—Llama usted deber al homicidio, y el saqueo es una incautación.

—Madame… no soy yo…, es la guerra.

—Su impudencia no me sorprende; sin embargo, a juzgar por lo que veo —la nariz de la abuela señaló la multitud de tiendas y heridos—, nuestro río no les ha sido propicio, ¿o también lo han incautado, mayor?

Una mueca deformó la cara del oficial. La abuela sabía herir.

—Ahora tienen que disculparme…, los traidores serán ajusticiados a mediodía. Con soga, frente a las letrinas. Si quieren honrarnos con su presencia… —Tuvo que bordearnos, porque la abuela no se apartó ni un ápice.

—Pero señora, insista —dijo don Lorenzo a la vez que se calaba el sombrero mojado en la cabeza pelada—; se lo ruego, piense en ese chico…

—Vuelva a la iglesia con los heridos, don Lorenzo. —La abuela hablaba con voz serena, firme—. ¿Acaso no ha comprendido? No hay nada que hacer.

El párroco se apartó.

La abuela Nancy le prodigó una sonrisa.

—No hay que declinar un desafío. A mediodía, en las letrinas.

A pasos lentos y cabizbajo, el cura se dirigió a su iglesia. Era un buen hombre y no tenía nada de cobarde, pero no podía entender a un alma apasionada como la abuela. El abuelo decía que en el corazón de Nancy había hielo y viento tórrido, y que ambos pugnaban por conquistar el terreno a diario, sin cuartel.

El sol pegaba fuerte, soplaba un viento húmedo y la hierba seguía mojada. Había barro por doquier. Hacia el oeste, el cielo estaba manchado de humo. Cada diez o veinte minutos, el fuego de las baterías se despertaba y al instante volvía a calmarse. Los palos eran dos troncos de alerce recién descortezados, con una escalerilla de mano apoyada en la parte alta, que terminaba en una argolla de hierro. El olor era fuerte: a estiércol, a resina, a brea. El uniforme de Von Feilitzsch estaba limpio, pero tenía la visera del gorro salpicada de barro. Renato estaba separado de los demás, con la azada: acababa de cavar dos hoyos, al lado de la letrina. «Los traidores no reposan al lado de los héroes», había dicho el barón.

La abuela se había puesto entre el abuelo y yo; vestía una falda negra de algodón grueso, que le llegaba hasta los zapatos, brillantes a pesar del fango. La blusa era blanca, planchada por las ineficaces manos de Loretta: un par de arrugas surcaban las mangas hasta los puños almidonados. La tía se había quedado en la iglesia, con sus moribundos. Había unos cuarenta soldados, todos heridos leves, algunos con el uniforme de los Honvéd, otros con el de los Schützen: sus guerreras hechas jirones, muchas de ellas sin botones, dejaban al descubierto pedazos de piel, más sucia que la tela. Un ejército espectral: cada hombre se apoyaba en el que tenía delante, manos, piernas y caras vendadas; los gorros y la resignada tristeza de los rostros eran lo único que decía: «Somos soldados». Pese a ello, en esos labios apretados, en esos ojos mudos, seguía habiendo algo que inspiraba respeto: el eco de una fama antigua.

Breves ráfagas de viento levantaban vaharadas repugnantes; la peste a sudor rivalizaba con el miasma de las letrinas. A don Lorenzo no se le había permitido asistir a los checos. «Los traidores mueren solos, en el desprecio de Dios y de los hombres», había dicho el barón.

El primero —alto, ancho de hombros, las muñecas atadas a la espalda— avanzó a pasos cortos, erguido aunque un poco tambaleante. Tenía el pecho desnudo y cardenales negros en el cuello y los brazos, un pómulo hinchado y roto, y una mueca que le atravesaba toda la cara. Los dos soldados que lo conducían, con la bayoneta calada en el fusil en bandolera, parecían esmirriados al lado del prisionero, que conservaba el aspecto sano de un joven bien alimentado. El segundo muchacho era más bajo y delgado que el primero, la guerrera bien puesta, abotonada hasta las divisas del cuello: un suboficial. Tenía ojos azules, que miraban hacia delante.

—Es él —dijo la abuela en voz baja—, el que ha pedido…

Yo no sentía piedad, sino admiración. Esos chicos sabían que la muerte estaba ahí, a pocos pasos, sabían que iban a morir ante extranjeros, y querían hacer todo lo posible por morir bien.

—Pongámonos todos en posición de firmes —dijo el abuelo.

Enderecé la espalda. La abuela me soltó el brazo y pegó las manos estiradas a la falda. También Renato, que sin duda no había oído las palabras del abuelo, estaba en posición de firmes, con la azada al pie, empuñada como un fusil.

Colgaron primero a uno, luego al otro. Antes al alto, el que estaba lleno de moretones. No hubo ofrecimiento de capucha ni de cigarrillos, tampoco últimas palabras. La soga, sin más. Se la pusieron en el cuello unas manos anchas y mugrientas. El checo subió a la silla que había junto al palo, bajo la argolla, mientras un cabo subía a la escalerilla de mano, aseguraba a la argolla el nudo en que terminaba la soga, y dando dos tirones comprobaba que estuviera bien tensa. El primer tirón suscitó un gemido, el segundo, solo silencio. Durante un instante, el barón se volvió hacia nosotros. Tenía la mano derecha en la pistolera. El cabo, tras bajar de la escalerilla, dio una patada a la silla. Oí el crac de la soga, del palo, del cuello.

El hombre pataleaba. Estuvo pataleando casi un minuto. Por fin se rindió, ladeó la cabeza, la oreja le tocaba el hombro. La tropa miraba con el aire de quien desde hace demasiado tiempo saborea la misma sopa fétida. Por mucho que me esforcé por entender, no vi el menor asomo de piedad, ni de desprecio, en aquella tribu de ojos apagados. Puede que para ellos no hubiera ocurrido nada fuera de lo común. Algunos incluso liaban cigarrillos. Vi una petaca de tabaco pasar de mano en mano, y más de una pipa se encendió. Los soldados permanecían en silencio.

La escena se repitió igual con el segundo condenado, mientras el primero seguía, despacio, cada vez más despacio, balanceándose. Pero algo alteró la consabida liturgia. Mientras el cabo se afanaba en colocar el nudo, el joven con la soga al cuello dijo algo en voz muy alta. No sé qué dijo, porque habló en el idioma de su gente. Pero un soldado, que llevaba un brazo en cabestrillo, se separó del grupo y, tras arrojar al suelo el gorro con la mano útil, pegó una patada rabiosa a la silla. El cuerpo cayó de bruces, pues el nudo aún no estaba atado a la argolla y, por el peso del hombre, resbaló de las manos del cabo, quien, desequilibrado, estuvo a punto de caerse de la silla. El barón, que tenía la mano en la pistolera, desenfundó en el acto, dio un paso al frente y disparó.

El hombre que yacía en el suelo tenía un agujero en lugar de oreja. Ni gota de sangre, solo un agujero. Por un agujero tan pequeño —pensé— se había esfumado una vida entera: los esfuerzos de sus padres, las riñas con sus hermanos, los animales del patio, su primera noche de amor, la primera vez que, siendo niño, había dicho «yo». Todo desaparecido a saber dónde, para siempre.

Levantaron el cuerpo por las axilas, lo pusieron en el palo y lo colgaron. Permanecí en posición de firmes, pero con los ojos cerrados. El otro ya no se balanceaba. Dos pedazos de carne colgados. Renato se puso de nuevo a cavar. Un gesto y dos palabras del barón dispersaron a los hombres.

Mientras regresábamos a la villa, la abuela rechazó mi brazo, también el del abuelo, para caminar erguida delante de nosotros. Me volví para mirar los cuerpos que permanecían allí, inmóviles contra el cielo vacío.

Por la noche volví solo al lugar de la ejecución. Volví a los palos hincados en el fango. Habían bajado los cuerpos por la tarde, y Renato los había enterrado. Las argollas de hierro parecían esperar otras víctimas. Los pájaros volaban bajo y el canto del tordo se demoraba en celebrar la última luz. Los cañones seguían disparando, distantes, y de vez en cuando se oía el motor de un avión. Me apoyé en la valla y encendí la pipa. No podía apartar los ojos de esas argollas. De pronto fui asaltado por una extraña sensación, como si alguien me estuviese espiando. Me volví. El mayor Rudolf von Feilitzsch estaba allí, inmóvil, a menos de diez pasos de mí, pero no me había visto. Pensé que la vista me engañaba, y bajé la pipa. Él también estaba mirando fijamente, al menos eso me parecía, aquellas argollas. Con el brazo en cabestrillo parecía desgarbado, un poco deforme. Se llevó la mano derecha a la visera e hizo el saludo militar. Saludaba a las sombras que veía. En cuanto se percató de mi presencia, bajó la mano. Disimuló su empacho con una sonrisa, y me miró de aquella manera un poco infantil que le conocía.

—De modo que al final ese traidor se salió con la suya. La soga no era para él —dijo con voz enérgica—. La verdad es que todos los soldados se merecen un monumento, un canto fúnebre. Habría que dedicar un día a la memoria de cada uno de ellos, tan solo porque han sido soldados, porque estaban ahí para hacer lo que se les pedía. Pero hay pocos días y demasiados muertos.