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El tercer novio de la abuela tenía los pies demasiado grandes para considerarlo inteligente. Tonto no era, porque sabía holgazanear con elegancia y tesón, pero, dadas las dimensiones de los pies, la atención que consagraba a su cabeza no podía ser mucha. El abuelo Guglielmo, que presumía de varias amantes, decía que ese —al rival no lo llamaba nunca por su nombre— hablaba solo por ventilar la boca: «A los tontos les gusta lucir su tontería, y para eso no hay nada mejor que la palabra».
Al abuelo le gustaba encasillar en sentencias las cosas del mundo. Sentenciaba masticando un puro y simulando un aire de marinero de muchos mares, precisamente él, que odiaba el agua, sin excluir la del lavabo. Liberal de hierro, se mofaba de las blandas simpatías socialistas de la abuela: «Encierra a tres de los tuyos en una habitación y a la media hora tendrán cuatro opiniones diferentes». Pasaba muchas horas del día escribiendo una novela que nunca terminaba, según la abuela jamás había escrito una sola línea: «Es un truco para mantener alejados a los mocosos y a los aldeanos». Nadie, sin embargo, se atrevía a entrar en el Retiro, el lugar donde el abuelo pasaba casi todo el día, menos cuando llovía, pues entonces salía a pasear sin paraguas, solo, con el sombrero de fieltro con el ala deformada. Era budista, aunque de Buda no sabía gran cosa. De lo que sí sabía era de brisca y de historia, y escribía cartas al Gazzettino, que nunca le publicaban porque cubría de insultos a los administradores de la ciudad de la laguna, «Una panda de sucios hijos de curas bobos», como decía él.
La abuela, en cambio, revoloteaba sobre todo. Si había que gastar media lira, decía: «Mejor no», y aquel «Mejor no» se repetía dos docenas de veces al día. A despecho de sus setenta años, era alta y erguida, fuerte y guapa, una pantera canosa. Su cuarto de baño era un poema: ornado de lavativas de color beige, ocre, negro y piel. Había dos o tres en cada brazo de la percha de loza, mientras pijamas y bragas descansaban en una cómoda verde, sobre la que había un cuenco de cristal de Murano con una decena de collares de perlas falsas y miniaturas de cristal. Las lavativas, en sus días de gloria, llegaron a ser dieciséis, con las cuatro perillas de un cuarto, de medio, de tres cuartos y de un litro. Las bolsas, todas de hule, tenían forma redonda, de pera, de calabaza, de melón, y los tubos de goma opaca, reflejados en la palidez del mosaico, parecían tentáculos de criaturas marinas con puntas retorcidas.
Los tres criados —Teresa, su hija Loretta y Renato— valían por seis. Loretta, de veinte años, era guapetona y tenía los ojos torcidos, que miraban hacia abajo, pero cuando te miraba directamente sabías que te odiaban y que no sabían hacer otra cosa. Renato tenía una pierna más corta que la otra y cojeaba. Era mi preferido y sabía hacer de todo: pescar en el río con arpón y cuchillo, pero también desplumar el pollo para la cazuela de Teresa. Y ella, Teresa, era un portento. Fea, pero de una fealdad singular, tenía cincuenta años bien llevados y era más fuerte que una mula, y no menos testaruda. En cambio, la tía Maria —doña Maria para los extraños— era atractiva, cautiva de un orgullo que deslumbraba y alejaba a los hombres; la cortejaban con discreción hasta los espíritus más apasionados y audaces, una condena nada desdeñable.
Y luego estaba Giulia. Giulia, hermosa y pelirroja, estaba loca. Era una bofetada de pecas. Había huido de Venecia por un escándalo del que nadie osaba hablar; en el pueblo había más de uno que, al verla pasar, escupía al suelo, y no faltaban las beatas que se santiguaban para ahuyentar al demonio. Tenía seis años más que yo y cuando la veía aparecer, aunque fuera a lo lejos, me sonrojaba. No estaba en el manicomio porque era una Candiani, y a los señores —al menos en aquellos años—, no los encerraban, y tampoco se les llamaba locos, si acaso excéntricos: un señor era cleptómano, no ladrón, y una señora ninfómana, no puta.
Aquella noche del 9 de noviembre, cuando los alemanes se apoderaron de mi habitación, fui a dormir al desván, un espacio abierto de nueve metros por cinco, con cuatro tragaluces y las cimbras de alerce que me obligaban a mantener agachada la cabeza. Allí compartí con el abuelo un catre tirado sobre las tablas del suelo, que estaba completamente astillado, mientras que a la abuela le permitieron quedarse en su dormitorio.
La derrota del ejército italiano era una vergüenza que cada soldado invasor nos arrojaba a la cara; yo tenía diecisiete años, casi dieciocho, y ver al enemigo mangonear en mi casa me resultaba insoportable. Los de la quinta del 99 ya estaban en las trincheras; dentro de pocos meses me tocaría a mí.
—Falta poco para que lleguen a Roma a liberar al Papa, eso dicen ellos, eh… entre malnacidos se entienden, digo yo. —Para el abuelo los curas estaban un escalón más arriba, bastante corto, que los recaudadores de impuestos—. Esos cuerpecitos en faldas tienen la imaginación de un pavo, pero la astucia del zorro y la serpiente; ellos son la gran burla de la creación, no las llagas de Job… fíjate, Buda no tiene curas —me miró directamente a los ojos, algo que hacía raramente desde que había perdido a mis padres—, o si los tiene no son pro austríacos. —Se escupió en la palma de la mano, que limpió con su enorme pañuelo.
Me gustaba el abuelo. Del gorro de dormir solo se separaba, y muy a su pesar, hacia las diez de la mañana. Sin embargo, aquella noche durmió sin su gorro. Fue atado a una silla entre un soldado de infantería y un cabo, quienes, apretándole aquel la culata de su fusil contra el esternón, acariciándole este el cuello con la hoja de su bayoneta, le hicieron confesar el escondite de las joyas. Afortunadamente, la abuela, sin que él se enterara, había podido guardar las cosas más valiosas —y un puñado de esterlinas de oro— en la bolsa de una de sus lavativas, objetos demasiado humildes y cercanos a la mierda para despertar el ansia de los saqueadores.
—Estoy preocupado por Maria… pues sí, si hay alguien que puede asustar a un alemán es ella —dijo el abuelo, acurrucándose en el catre. Las hojas de panocha crujieron bajo su peso. Miraba las vigas con los ojos húmedos, pero no quería que notara su miedo; nuestras vidas, nuestras cosas, todo estaba en manos del enemigo—. La guerra y el botín son los únicos esposos fieles —añadió.
Me coloqué a su lado. El abuelo quería a la tía, «es una mujer con estilo y encanto», decía. Era la hija de su hermano, desaparecido en el naufragio del Empress of Ireland, en mayo de 1914, junto con la mujer de aquel y mis padres, en ese viaje que todos, en la familia, llamaban la «gran desgracia». Desde entonces se le habían confiado los asuntos de la villa, quizá porque la abuela se dedicaba a mi educación, aunque con desganada constancia.
—¿Alguna vez has mirado bien a los ojos a tu tía? Son verdes, firmes como piedras. ¿Sabes qué dicen los marineros? Que cuando el agua se vuelve verde la tempestad te devora.
El abuelo nunca había estado en el mar, pero sus conversaciones estaban plagadas de dichos e imprecaciones de capitán de navío: «Larguen velas», «Bancos de niebla», «Como te atrape, te cuelgo del palo mayor», frase esta última que desterró de su vocabulario desde que, inmediatamente después de la «gran desgracia», me exigió que lo tuteara.
Todos se volvieron muy amables conmigo después del naufragio del Empress, y yo aproveché para pasarlo bien; lo bueno es que no había sufrido, al menos no como se esperaba. Mis padres eran para mí unos extraños, o casi. Me habían mandado a un colegio para quitarse un problema de encima, o porque —queriendo ser benévolos— pensaban que la educación de los jóvenes era un asunto para el que el padre y la madre no valen. Mi colegio era de los dominicos, y los padres consideraban la salud del cuerpo por lo menos tan importante como la del alma, sobre la que eran —lo cual asombraba no poco— propensos a admitir cierta ignorancia.
En el día fatal, el director —un estudioso de Santo Domingo de Guzmán, que a los chicos nos parecía centenario a causa de la barba blanquísima y de la curvatura de la espalda— me mandó llamar. Su despacho, forrado de gruesos libros de cuero, medía tres pasos por cuatro; allí el hedor a moho, a papel, a tinta, a sobaco y a aguardiente se disputaban el terreno. Levantó la frente del manuscrito que estaba consultando y me examinó con todo el azul de sus ojos, engrandecidos por las lentes.
—Siéntese, jovenzuelo.
No hizo preámbulos ni atenuó la noticia con cuentos de la vida eterna. Hablaba con voz enérgica, sin una pausa. No intenté fingirme apesadumbrado, y dije:
—No sentiré su falta.
Apretó los párpados y me miró con cara seria.
—Hay cosas que se comprenden después —dijo antes de hundir de nuevo la nariz en el manuscrito. Puede que ni me oyera salir, pero esas palabras se me quedaron grabadas; él tenía razón, el golpe llegó después, la herida se abrió poco a poco y poco a poco cicatrizó.
El abuelo no dejaba de mirarme.
—¿Y ahora, abuelo, qué va a pasar?
—Ahora, cèo —le gustaba llamarme así—, nos quedamos quietos y dejamos que nos saqueen, estos no tardan nada en asesinarnos, ¿has oído lo que les hacen a los jornaleros? Los ponen contra la pared y echan cubos de agua alrededor de la casa para encontrar el caldero y las otras cosas de valor…, donde la tierra está removida el agua baja enseguida. —Sonrió, porque sonreía cuando tenía miedo—. Dos kilos de monedas valen un cochinillo… pero confío en la abuela. Me ha dicho dónde había escondido las joyas falsas haciéndome creer que eran las buenas. Las de verdad no las encontrarán aunque caven todo el jardín. —Suspiró—. Menos mal que mañana se marchan.
—Pero entonces el frente… ¿tú crees que no aguantará ni en el Piave?
—La guerra está perdida, cèo.
Doña Maria no podía pegar ojo. Me lo contó a la mañana siguiente. No había habido nunca espacio para el miedo en su mente. No temía por ella ni por nosotros.
—Esos chacales tienen otra cosa en que pensar, pero si llegan a Venecia habrá un saqueo sin fin. Y ahora están aquí, en mi jardín, en mis salones, en mi cocina, y construyen letrinas, en la tierra donde reposan mi madre y la tuya.
No era verdad. La eficiencia teutónica aún no había llegado a contemplar los sumideros del campo, pero la tía tenía una imaginación meticulosa, ávida de detalles, sobre todo de los más desagradables.
Muy entrada la noche oyó relinchar a un caballo. Llegaba del soportal. El relinche de los caballos le ponía siempre la piel de gallina, quería a los caballos. Los había visto tirando de los últimos carros de la retaguardia, los había visto rechazar el bocado, sacudir la cabeza, encabritarse cuando pasaban al lado de las carroñas de las mulas despanzurradas por las bayonetas de los soldados de infantería hambrientos.
—En la muerte de uno de sus semejantes sienten un presagio, igual que nos pasa a nosotros. —Era tan injusto que debieran sufrir—. La guerra la libran los hombres, los animales no tienen la culpa, además… puede que ellos estén más cerca de Dios…, son tan simples…, tan francos.
Hacia las tres de la madrugada doña Maria se levantó, cuidándose de no despertar a Teresa, que dormía a los pies de su cama. Fue a la ventana. Había hogueras por doquier. Los soldados descargaban enormes cajas con el escudo de los Saboya; el almacén del ayuntamiento solo estaba parcialmente incendiado. Vio al capitán a caballo entre las tiendas de campaña. Las ventanas de la planta baja estaban iluminadas por la luz amarilla de las lámparas de petróleo. De repente se sintió observada. Se volvió. Loretta estaba a un paso de ella, inmóvil, con el pelo suelto, larguísimo, y la miraba.
—¿Qué pasa?
La criada agachó la cabeza.
—No van a hacernos daño —doña Maria hablaba en voz baja—, se ensañarán con la villa, con las casas de los aparceros, pero a nosotros no nos pasará nada. Vuelve a la cama. —Loretta regresó a su yacija, que emitió un gemido de hojas de panocha.
El abuelo tenía una cara que reía aunque estuviera triste. Él tampoco podía pegar ojo, pero se había subido la sábana hasta el bigote y, quedamente, fingía roncar. Lo miraba en la oscuridad. Su bigote era un rastrillo de cerdas cuyas guías buscaban la forma del manillar. Era un signo de su deseo de mofarse de los buenos modales que por el contrario la rolliza barbilla, rasurada con esmero, homenajeaba. Sus infantiles excentricidades me divertían, porque además no dejaban de molestar a la abuela, que replicaba invitando a cenar a su tercer novio.
Ya no se oían portazos, las voces de los alemanes sonaban más fatigadas, como más fatigado era el ruido de las botas, de los zuecos y hasta el de las motocicletas.
Oía bullir mis pensamientos en el desorden de la somnolencia. Pensaba a lo grande, en cosas distantes y abstractas, pero lo justo para no sentirme responsable. Pensaba en la destrucción del segundo ejército, más que en la villa invadida, en aquel río sin fin de campesinos y soldados: los carros de los pobres, los vehículos de los generales, los heridos abandonados en las acequias. Jamás había visto tantos ojos desfigurados por el terror. Los ojos de las mujeres con los hatos al cuello, hatos inertes, y hatos gimientes; no podía creer que el dolor de todo un pueblo que huía, al que hasta entonces no había sabido que pertenecía, pudiera tocarme tan hondamente, y volverse mío, ser mi dolor. En Cadorna, en Capello y en las gacetas no había que creer, pero sí en el dolor. Era un ladrillo contra el pecho. Tenía las palabras de los bárbaros en el oído, esas órdenes secas, el chirriar de los frenos, el ruido de la carga contra la piedra. Veía las patadas de los hombres, las coces de las mulas, las puertas desquiciadas; tenía los labios secos, y mi lengua era un pedazo de corteza. Era un moscón cautivo en un vaso volcado, daba vueltas en la cama, me estrellaba contra el cristal.