18

Me había despertado con jaqueca.

—Nos vendría bien un paseo —le dije al abuelo, que sin mirarme siquiera fue a enclaustrarse en su Retiro. Salí con el estómago vacío. Tenía ganas de estar solo. Amenazaba lluvia. Fui hasta el templete y allí encendí la pipa. Empezaba a sentirme mejor, y unos minutos después reanudé mi camino. Di la vuelta al parque; el aire me irritaba los ojos y me despejaba la mente. Reflexionaba sobre las palabras del abuelo. «Hay que aprender pronto a dar patadas.» Soy demasiado manso, pensaba.

Me detuve delante del pajar, llamé a la puerta del guarda, pero no respondió. Encima del cuarto del guarda, el pajar se hallaba dividido en dos por un delgado tabique de tablones de alerce: a la izquierda estaba la paja recién amontonada, a la derecha, la seca, que habían arramblado los alemanes. Trepé por la escalera de mano y me senté a la derecha, en la parte vacía; no me apetecía llenarme los pantalones de paja. Separé las piernas y apoyé la espalda contra el tabique. Empezaba a llover. Me gustaban los olores que la primera lluvia despierta: la madera, la hierba, la tierra, el estiércol, las hojas, todo revive. De repente, me sorprendió el cruce agitado de las voces de Loretta y Renato. Apreté con la mano la boca de la cazoleta aún prendida y me la guardé en el bolsillo, luego me pegué al tabique.

Entre una tabla y otra había rendijas de un dedo de ancho. Ella trepaba por la escalerilla; él la seguía.

—Si esto es lo que quieres…, pero todo por detrás…, no quiero dejarte con barriga, ¿te enteras?

Él no se quitó ni el gabán, solo se desabotonó por delante. Con gestos rápidos y precisos, dignos de un armero, le quitó la chaqueta y la blusa, hasta dejarle al descubierto el seno ancho, color leche. Lo mordió y le arrancó un gritito, que ahogó dándole la vuelta y apretándole la cabeza contra la paja. Ella escupió briznas de paja, él se escupió en la mano, y la cogió con violencia. Y una vez más le ahogó el grito, hundiéndole la cabeza. Vi cómo las botas duras de él despellejaban los tobillos de ella, vi cómo los tobillos de Loretta enrojecían. Y cuando escupiendo paja, sollozos y saliva, ella pudo gemir, tan solo se disolvió en el placer de él. Luego, durante un instante largo, me pareció oír el trajín de las termitas en la lluvia, que golpeaba con fuerza en las tejas.

Mientras se reabotonaba, Renato dobló ligeramente la cabeza para no darse contra las vigas. Loretta no encontraba fuerzas para ponerse de pie ni para mirar al hombre que la había poseído de esa manera. Escupía y se secaba los ojos. Buscó, con las manos que temblaban un poco, las bragas enrolladas en los tobillos. Se limpió con paja la sangre que ya se secaba detrás de las rodillas.

Renato bajó primero y desapareció abajo, en su cuarto. Desde arriba vi a Loretta caminar despacio; lloraba y cojeaba bajo la lluvia. La vi ir hacia la letrina. No podía recogerse enseguida, su madre se habría dado cuenta.