Tercer acto
La sacristía de la iglesia de Salem, que ahora se utiliza como antecámara del tribunal.
Al alzarse el telón la habitación está vacía, si se exceptúa el sol que entra por las dos ventanas altas de la pared del fondo. Se trata de un recinto solemne, casi sobrecogedor. Pesadas vigas sobresalen del techo; tablas de distintas anchuras forman las paredes. A la derecha se ven dos puertas que llevan a la iglesia propiamente dicha, donde se celebran los juicios. A la izquierda, otra puerta conduce al exterior.
Hay un banco de madera a la izquierda y otro también a la derecha y, en el centro, una mesa —más bien larga— para reuniones, con taburetes y un sillón de considerable tamaño muy pegados a ella.
A través de la pared divisoria, situada a la derecha, se oye cómo la voz del juez Hathorne, que desempeña las funciones de fiscal, formula una pregunta; luego una voz de mujer, la de Martha Corey, responde.
VOZ DE HATHORNE: Martha Corey, tenemos en nuestras manos abundantes pruebas de que se ha entregado a la lectura de libros de astrología. ¿Va a negarlo?
VOZ DE MARTHA COREY: Soy inocente de brujería. No sé qué es una bruja.
VOZ DE HATHORNE: En ese caso, ¿cómo sabe que no lo es?
VOZ DE MARTHA COREY: Si lo fuera, lo sabría.
VOZ DE HATHORNE: ¿Por qué hace daño a estas criaturas?
VOZ DE MARTHA COREY: Yo no les hago daño. ¡Eso es ridículo!
VOZ DE GILES (gritando): ¡Dispongo de pruebas para el tribunal!
(Creciente rumor de voces excitadas, procedentes del público que asiste al juicio).
VOZ DE DANFORTH: ¡Permanezca en su sitio!
VOZ DE GILES: ¡Thomas Putnam quiere apoderarse de la tierra de sus vecinos!
VOZ DE DANFORTH: ¡Alguacil, saque a ese individuo de la sala!
VOZ DE GILES: ¡No están oyendo más que mentiras, todo lo que han oído son mentiras!
(Un rugido sale de la boca del público).
VOZ DE HATHORNE: ¡Hágalo arrestar, excelencia!
VOZ DE GILES: Dispongo de pruebas. ¿Por qué no quieren oír las pruebas que traigo?
(Se abre la puerta, y Giles entra en la sacristía casi arrastrado por Herrick. Francis Nurse camina tras él, más despacio).
GILES: ¡Quíteme las manos de encima! ¡Suélteme!
HERRICK: ¡Giles, Giles!
GILES: ¡Apártese, Herrick! Traigo pruebas…
HERRICK: No puede entrar ahí, Giles; ¡es el tribunal!
(Entra Hale, también procedente de la iglesia).
HALE: Cálmese, hágame el favor.
GILES: Usted, señor Hale, entre ahí y pida que me dejen hablar.
HALE: Un momento, señor mío, un momento.
GILES: ¡Van a ahorcar a mi mujer!
(Entra Hathorne, juez de Salem, sexagenario, amargado e implacable).
HATHORNE: ¿Cómo se atreve a dirigirse a voz en grito a este tribunal? ¿Ha perdido el juicio, Corey?
GILES: Todavía no es usted juez en Boston, Hathorne. ¡No me llame chiflado!
(Entra Danforth, el vicegobernador, y, tras él, lo hacen Ezekiel Cheever y Parris. Al entrar Danforth, todo el mundo se calla. El vicegobernador es un sexagenario de aspecto solemne con un algo de refinamiento y cierto sentido del humor, lo que, sin embargo, no le impide mantenerse rigurosamente leal a su cargo y a su causa. Se acerca a Giles, a quien no amilana su cólera).
DANFORTH (mirando directamente a Giles): ¿Quién es este hombre?
PARRIS: Giles Corey, excelencia, y la persona más pendenciera…
GILES (a Parris): Me lo ha preguntado a mí, ¡y ya tengo edad para contestarle! (A Danforth, que le infunde respeto y a quien sonríe, pese a la tensión que le domina): Me llamo Corey, excelencia, Giles Corey. Soy propietario de seiscientos acres, y también de bosques. La mujer a quien se dispone usted a condenar ahora es mi esposa. (Señala hacia la sala del tribunal).
DANFORTH: ¿Y por qué se imagina que ayuda a su mujer provocando semejante escándalo? Hágame el favor de marcharse. Sólo su avanzada edad le libra de ir a la cárcel.
GILES (implorante): No han dicho más que mentiras sobre mi mujer, excelencia, me…
DANFORTH: ¿Se arroga usted el derecho a decidir lo que este tribunal ha de creer?
GILES: Excelencia, no era nuestra intención faltarle al respeto…
DANFORTH: ¿A eso le llama falta de respeto? ¡Ha sido una interrupción, señor mío! Está usted ante el tribunal supremo del gobierno provincial, ¿es que no lo sabe?
GILES (echándose a llorar): Yo sólo dije que leía libros, excelencia, pero vinieron y se la llevaron de casa por…
DANFORTH (perplejo): ¡Libros! ¿Qué libros?
GILES (entre sollozos incontenibles): Es mi tercera esposa, excelencia; nunca he tenido una esposa tan interesada por los libros, y quise averiguar la causa, sólo eso, pero nunca la acusé de bruja. (Llora ya sin rebozo). He faltado a la caridad con ella. He faltado a la caridad. (Se oculta la cara, avergonzado. Danforth guarda silencio respetuosamente).
HALE: Este hombre, excelencia, afirma poseer pruebas importantes en defensa de su mujer. Creo que, en justicia, debe usted…
DANFORTH: En ese caso, que presente las pruebas por medio de la adecuada declaración. Usted, señor Hale, sabe sin duda cómo procedemos aquí. (A Herrick): Desaloje esta sala.
HERRICK: Vamos, Giles. (Amablemente empuja a Corey para sacarlo).
FRANCIS: Estamos desesperados, excelencia; llevamos aquí tres días y nadie nos escucha.
DANFORTH: ¿Quién es este hombre?
FRANCIS: Francis Nurse, excelencia.
HALE: Rebecca, a la que se condenó esta mañana, es su esposa.
DANFORTH: ¿Es eso cierto? Me asombra verle participando en semejante alboroto. Tengo de usted las mejores referencias, señor Nurse.
HATHORNE: Creo que se les debe arrestar a ambos por desacato, excelencia.
DANFORTH (a Francis): Formule su alegato por escrito y, a su debido tiempo, me…
FRANCIS: Tenemos pruebas incontrovertibles, excelencia; no quiera Dios que cierre usted los ojos para no verlas. Las muchachas, excelencia, son unas mentirosas.
DANFORTH: ¿Cómo ha dicho?
FRANCIS: Tenemos pruebas, excelencia. Les están engañando todas.
(Danforth, aunque escandalizado, examina con atención a Francis).
HATHORNE: ¡Esto es desacato, excelencia, desacato!
DANFORTH: Calma, juez Hathorne. ¿Sabe quién soy, señor Nurse?
FRANCIS: Por supuesto, excelencia, y pienso que debe de ser usted un juez prudente para haber llegado hasta donde ha llegado.
DANFORTH: ¿Y sabe que cerca de cuatrocientas personas están en la cárcel, desde Marblehead hasta Lynn, por sentencias que yo he firmado?
FRANCIS: Permítame…
DANFORTH: ¿Y que también he firmado setenta y dos condenas a muerte?
FRANCIS: Excelencia, nunca pensé que tendría que decírselo a un juez tan importante, pero le están engañando.
(Entra Giles Corey por la izquierda. Todos se vuelven para mirar a Corey, quien a su vez hace señas a las personas que están fuera para que entren; finalmente aparecen Mary Warren y John Proctor. Mary no levanta los ojos del suelo; Proctor la sostiene por un codo como si la muchacha casi estuviera a punto de desmayarse).
PARRIS (al verla, escandalizado): ¡Mary! (Camina hacia ella y se inclina para ponerse a su altura). ¿Qué haces aquí?
PROCTOR (apartando a Parris de la muchacha con gesto protector, amable pero también firme): Mary hablará con el vicegobernador.
DANFORTH (escandalizado ante lo que está viendo, se vuelve a Herrick): ¿No me dijo usted que Mary guardaba cama por enfermedad?
HERRICK: Así es, señoría. La semana pasada, cuando fui a buscarla para traerla al tribunal, dijo que estaba enferma.
GILES: Ha estado debatiéndose con su alma toda la semana, señoría; pero ahora viene a contarle la verdad sobre lo sucedido.
DANFORTH: ¿Quién es este?
PROCTOR: John Proctor, excelencia. Elizabeth Proctor es mi mujer.
PARRIS: Tenga cuidado con este individuo, señoría. Es peligroso.
HALE (con considerable emoción): Creo que debe oír a esta muchacha, excelencia, le…
DANFORTH (que se interesa sobre todo por Mary y se limita a alzar una mano en dirección a Hale): Calma. ¿Qué nos quieres contar, Mary?
(Proctor la mira, pero Mary no consigue hablar).
PROCTOR: No ha visto nunca ningún espíritu, excelencia.
DANFORTH (con gran consternación y sorpresa, a Mary): ¡No ha visto espíritus!
GILES (impaciente): Nunca.
PROCTOR (llevándose la mano al bolsillo): Ha firmado una declaración, señoría…
DANFORTH (sin permitirle que siga adelante): No, no; no acepto declaraciones. (Hace rápidamente su composición de lugar; se vuelve hacia Proctor, dejando a Mary). Dígame, señor Proctor, ¿ha contado esta historia en el pueblo?
PROCTOR: No, no hemos dicho nada.
PARRIS: ¡Han venido a desautorizar al tribunal, excelencia! Este individuo es…
DANFORTH: Por favor, reverendo. ¿Sabe, señor Proctor, que el principal argumento del ministerio fiscal en estos juicios es que la voz del cielo habla a través de esas criaturas?
PROCTOR: Lo sé, excelencia.
DANFORTH (medita, mirando a Proctor; luego se vuelve hacia Mary): Y a ti, Mary, ¿cómo se te ocurrió denunciar a otras personas, asegurando que enviaban su espíritu contra ti?
MARY: Era mentira, señoría.
DANFORTH: No te oigo.
PROCTOR: Dice que era mentira.
DANFORTH: ¡Ah! ¿Y las demás chicas? Susanna Walcott y… las otras, ¿también fingen?
MARY: Sí, señoría.
DANFORTH (abriendo mucho los ojos): Vaya. (Pausa. Está desconcertado. Se vuelve para estudiar el rostro de Proctor).
PARRIS (agitadísimo): Excelencia, ¡no consienta que una mentira tan abyecta se pronuncie en el tribunal y llegue a oídos de todo el mundo!
DANFORTH: Por supuesto que no, pero me resulta incomprensible que Mary se atreva a venir aquí con semejante historia. Veamos, señor Proctor, antes de decidir si voy a escucharle, es mi deber comunicarle lo siguiente: en este tribunal utilizamos un fuego muy intenso que derrite toda ocultación.
PROCTOR: Lo sé, excelencia.
DANFORTH: Déjeme que continúe. Comprendo perfectamente que el amor conyugal empuje a un marido a los mayores extremos para defender a su esposa. ¿Le dice su conciencia, señor mío, que la prueba que aporta es cierta?
PROCTOR: Lo es, y podrá usted comprobarlo sin asomo de duda.
DANFORTH: ¿Se proponía hacer esa revelación en la sala del tribunal, delante de todo el mundo?
PROCTOR: Pensaba hacerlo… tras obtener el permiso de su señoría.
DANFORTH (frunciendo el ceño): Dígame, ¿qué se propone con ello?
PROCTOR: … Conseguir la libertad de mi mujer, excelencia.
DANFORTH: ¿No ronda en absoluto por su corazón, ni está escondido en su espíritu, el deseo de socavar la autoridad de este tribunal?
PROCTOR (después de una vacilación casi imperceptible): No, excelencia.
CHEEVER (se aclara la garganta, como despertando): Si su excelencia me permite…
DANFORTH: Hable, señor Cheever.
CHEEVER: Creo que es mi deber. (Amablemente, a Proctor): No lo negará, John. (A Danforth): Cuando fuimos a llevarnos a su esposa, maldijo al tribunal y rompió la orden de detención.
PARRIS: ¡Ahí lo tiene!
DANFORTH: ¿Eso hizo, señor Hale?
HALE (respirando hondo): Así es, excelencia.
PROCTOR: Estaba fuera de mí, excelencia. No sabía lo que hacía.
DANFORTH (estudiando a John): Señor Proctor.
PROCTOR: Sí, excelencia.
DANFORTH (mirándole directamente a los ojos): ¿Ha visto alguna vez al demonio?
PROCTOR: No, excelencia.
DANFORTH: ¿Es usted, en todos los sentidos, un cristiano, a carta cabal?
PROCTOR: Lo soy, excelencia.
PARRIS: ¡Tan buen cristiano que no acude a la iglesia más de una vez al mes!
DANFORTH (conteniéndose, porque siente curiosidad): ¿No va a la iglesia?
PROCTOR: No…, no siento gran aprecio por el señor Parris. Todo el mundo lo sabe. Pero es cierto que amo a Dios.
CHEEVER: Trabaja los domingos en el campo, excelencia.
DANFORTH: ¡Trabaja en domingo!
CHEEVER (disculpándose): Creo que es una prueba, John. Soy secretario del tribunal y no debo ocultarla.
PROCTOR: Tal vez…, quizás haya arado la tierra una o dos veces en domingo. Tengo tres hijos, excelencia, y hasta hace un año mis propiedades producían poco.
GILES: Si quiere que le diga la verdad, excelencia, no le será difícil encontrar a otros cristianos que aran en domingo.
HALE: Señoría, no creo que pueda juzgar a este hombre con esas pruebas.
DANFORTH: No juzgo nada. (Pausa. Sigue observando atentamente a Proctor, que trata de sostenerle la mirada). Se lo diré sin ambages, señor mío. He visto cosas extraordinarias en el curso de esta causa. He visto con mis propios ojos a personas asfixiadas por espíritus; las he visto con agujas clavadas y con cortes producidos por cuchillos. Y hasta este momento no tengo el menor motivo para sospechar que esas muchachas me hayan engañado. ¿Entiende lo que le quiero decir?
PROCTOR: Excelencia, ¿no le sorprende que muchas de las mujeres que han sido condenadas hayan mantenido durante años una reputación tan intachable, y…?
PARRIS: ¿Lee usted el Evangelio, señor Proctor?
PROCTOR: Lo leo, reverendo.
PARRIS: Pues yo creo que no, porque de lo contrario sabría que Caín era un hombre intachable, y sin embargo mató a Abel.
PROCTOR: Sí, eso nos lo dice Dios. (A Danforth): Pero ¿quién nos dice que Rebecca Nurse asesinó a siete recién nacidas enviando su espíritu contra ellas? Sólo las chicas, y Mary, que es una de ellas, jura que mintió.
(Danforth medita, luego hace un gesto a Hathorne para que se acerque. Hathorne se inclina hacia él y Danforth le habla al oído. Hathorne asiente con la cabeza).
HATHORNE: Sí, es ella.
DANFORTH: Señor Proctor, esta mañana su esposa me envió un escrito en el que manifestaba estar encinta.
PROCTOR: ¡Mi mujer encinta!
DANFORTH: No hay signos de ello…, se ha procedido a examinarla.
PROCTOR: ¡Pero si dice que está encinta, es que lo está! Mi mujer no miente nunca, señoría.
DANFORTH: ¿No miente?
PROCTOR: Jamás, señoría, jamás.
DANFORTH: Nos ha parecido que la favorece demasiado para darle crédito. A usted le comunico, sin embargo, que la mantendré en observación otro mes, y si empezara a manifestar los signos naturales de su estado, seguirá viva un año más, hasta que dé a luz; ¿qué dice a eso? (John Proctor se queda sin habla). Vamos, vamos. Usted ha dicho que sólo se propone salvar a su esposa. Pues bien: se halla a salvo al menos por el lapso de un año, y un año es mucho tiempo. ¿Qué me dice a eso? La decisión ya está tomada. (Debatiéndose consigo mismo, Proctor mira de reojo a Francis y a Giles). ¿Retirará la acusación?
PROCTOR: Creo…, me parece que no puedo hacerlo.
DANFORTH (con cierta dureza en la voz, aunque casi imperceptible): En ese caso, su propósito es más amplio.
PARRIS: ¡Ha venido a desautorizar al tribunal, señoría!
PROCTOR: Francis y Giles son amigos míos. También sus esposas han sido acusadas…
DANFORTH (como si, de repente, quisiera dar por concluido ese asunto): No le juzgo, señor mío. Estoy dispuesto a tomar conocimiento de las pruebas que aporta.
PROCTOR: No pretendo actuar contra el tribunal: únicamente…
DANFORTH (interrumpiéndole): Señor Herrick, vaya a la sala y diga a los jueces Stoughton y Sewall que interrumpan la vista durante una hora. Y que vayan a la taberna, si quieren. Todos los testigos y prisioneros han de permanecer en el edificio.
HERRICK: Sí, excelencia. (Con mucha deferencia). Si se me permite decirlo, señoría, conozco a este hombre de toda la vida, y es una excelente persona.
DANFORTH (molesto por la critica implícita que supone la observación): Estoy convencido de ello, señor Herrick. (Herrick hace una inclinación de cabeza y a continuación sale). Veamos, señor Proctor, ¿qué declaración es esa que tiene para nosotros? Le ruego que sea claro y sincero y que no nos oculte nada.
PROCTOR (mientras se saca varias hojas del bolsillo): No soy abogado, de manera que…
DANFORTH: Los limpios de corazón no necesitan abogados. Proceda como mejor le parezca.
PROCTOR (entregándole un papel a Danforth): ¿Querrá leer esto primero, excelencia? Puede decirse que es una referencia. Las personas que la firman manifiestan su buena opinión sobre Rebecca, sobre mi esposa y sobre Martha Corey. (Danforth examina el documento).
PARRIS (intentando conseguir que Danforth haga algún comentario sarcástico): ¡Su buena opinión! (Pero Danforth sigue leyendo, y Proctor se anima).
PROCTOR: Se trata de granjeros terratenientes, miembros de la iglesia. (Delicadamente, tratando de destacar un párrafo). Si no le importa que se lo señale, excelencia, declaran haber tratado a nuestras esposas durante muchos años y no haber advertido jamás señal alguna de que tuvieran tratos con el demonio.
(Parris, nervioso, se acerca y lee por encima del hombro de Danforth).
DANFORTH (reparando en una larga lista al final del documento): ¿Cuántos nombres figuran aquí?
FRANCIS: Noventa y nueve, señoría.
PARRIS (sudando): Hay que citar a esas personas. (Danforth levanta los ojos del papel para mirarlo interrogativamente). Para interpelarlas.
FRANCIS (temblando de indignación): Señor Danforth, yo les di a todos mi palabra de que firmar ese papel no les causaría ningún perjuicio.
PARRIS: ¡Esto es un claro ataque contra el tribunal!
HALE (a Parris, tratando de contenerse): ¿Pero es que toda defensa supone un ataque contra el tribunal? ¿No puede nadie…?
PARRIS: ¡Todos los cristianos inocentes se alegran de la actuación del tribunal en Salem! Estas personas, en cambio, se entristecen. (Directamente a Danforth): ¡Y creo que su excelencia querrá saber, de todos y de cada uno de ellos, cuáles son los motivos de su descontento!
HATHORNE: Me parece que se les debe interrogar, señoría.
DANFORTH: No creo que se trate necesariamente de un ataque. Sin embargo…
FRANCIS: Son todos cristianos confirmados, excelencia.
DANFORTH: Entonces estoy seguro de que no tienen nada que temer. (Le entrega el papel a Cheever). Señor Cheever, prepare las correspondientes órdenes para todos ellos…, se les arresta para ser interrogados. (A Proctor): Veamos, señor mío, ¿qué más nos aporta? (Francis está todavía de pie, horrorizado). Puede sentarse, señor Nurse.
FRANCIS: He traído la desgracia a esas personas; he…
DANFORTH: No, no; no les ha hecho el menor daño si tienen la conciencia tranquila. Pero comprenda, señor mío, que se está a favor de este tribunal o se está en contra: no hay término medio. Vivimos tiempos de fuertes contrastes, tiempos que exigen precisión; no habitamos ya en una tarde oscura en la que el mal se mezcla con el bien y confunde al mundo. Ahora, por la gracia de Dios, el sol brilla en lo más alto y, sin duda, quienes no temen la luz han de alegrarse. Espero que sea usted uno de ellos. (Mary, de pronto, solloza). No está muy animada, por lo que veo.
PROCTOR: No, señoría, no lo está. (A Mary, inclinándose hacia ella y tomándola de la mano, en voz baja): Acuérdate de lo que el ángel Rafael le dijo al joven Tobías. No lo olvides.
MARY (sin que apenas se la oiga): Sí, señor.
PROCTOR: «Practicad el bien y no tropezaréis con el mal».
MARY: Sí, señor.
DANFORTH: Vamos, Proctor, le estamos esperando.
(Herrick regresa y vuelve a ocupar su puesto junto a la puerta).
GILES: John, mi declaración, dele mi declaración.
PROCTOR: Sí. (Entrega otro papel a Danforth). Esta es la declaración del señor Corey.
DANFORTH: ¡Ah! (La examina. Ahora Hathorne se acerca por detrás y también la lee).
HATHORNE (desconfiado): ¿Qué abogado ha redactado esto, Corey?
GILES: Sabe usted de sobra que nunca he pagado a un abogado en toda mi vida, Hathorne.
DANFORTH (terminando la lectura): Está muy bien redactada. Le felicito. Reverendo Parris, si el señor Putnam está en la sala, ¿hará el favor de traerlo aquí? (Hathorne toma la declaración y se acerca con ella a la ventana. Parris sale por la puerta que da a la sala del tribunal). ¿Qué formación jurídica tiene usted, señor Corey?
GILES (muy complacido): La mejor, excelencia. A lo largo de mi vida he comparecido treinta y tres veces ante los tribunales. Y siempre como demandante.
DANFORTH: Ah, entonces se ha abusado de usted muchas veces.
GILES: Nadie ha abusado nunca de mí; conozco bien mis derechos, excelencia, y siempre consigo que se respeten. ¿Sabe?, su padre, excelencia, fue el juez de uno de mis pleitos…, debe de hacer unos treinta y cinco años, si no recuerdo mal.
DANFORTH: Vaya.
GILES: ¿Nunca le habló de ello?
DANFORTH: No, no lo recuerdo.
GILES: Es extraño, hizo que se me pagaran nueve libras por daños y perjuicios. Era un buen juez, su padre. Tenía yo por entonces una yegua blanca, y aquel sujeto me pidió que se la prestara… (Entra Parris con Thomas Putnam. Al ver a este último, la amabilidad de Giles se evapora, y se convierte en un hombre duro, dispuesto a luchar). Aquí lo tenemos.
DANFORTH: Señor Putnam, tengo delante una acusación que el señor Corey dirige contra usted. Afirma que, fríamente, sugirió usted a su hija que acusara de brujería a George Jacobs, actualmente encarcelado.
PUTNAM: Es mentira.
DANFORTH (volviéndose hacia Giles): El señor Putnam afirma que su acusación es falsa. ¿Qué dice a eso?
GILES (furioso, apretando los puños): ¡Que Thomas Putnam es un sinvergüenza, eso es lo que digo!
DANFORTH: ¿Qué pruebas presenta en apoyo de su acusación, señor mío?
GILES: ¡Mi prueba está ahí! (Señalando el papel). Si a Jacobs lo ahorcan por brujería, pierde su propiedad, ¡eso es lo que dice la ley! Y no hay nadie, excepto Putnam, con el dinero necesario para comprar tanta tierra. ¡Ese hombre quiere eliminar a sus vecinos para conseguir sus tierras y enriquecerse aún más!
DANFORTH: Las pruebas, señor mío, las pruebas.
GILES (señalando su declaración): ¡La prueba está ahí! ¡Lo sé porque me lo contó un hombre honrado que se lo oyó decir a Putnam! El día en que su hija Ruth acusó a Jacobs de brujería, dijo que la pequeña le había regalado unas tierras excelentes.
HATHORNE: ¿Y el nombre de esa persona?
GILES (estupefacto): ¿Qué nombre?
HATHORNE: El nombre de la persona que le dio esa información.
GILES (vacila antes de responder): No…, no le puedo dar el nombre.
HATHORNE: ¿Y por qué no?
GILES (vacila de nuevo antes de estallar): ¡Sabe usted perfectamente por qué no! ¡Se pudrirá en la cárcel si doy su nombre!
HATHORNE: ¡Esto es desacato al tribunal, señor Danforth!
DANFORTH (tratando de evitarlo): Sin duda nos dará usted el nombre.
GILES: No haré tal cosa. Mencioné en una ocasión a mi mujer y tendré que arder por ello en el infierno durante mucho tiempo. No diré nada.
DANFORTH: En ese caso, no me queda otro remedio que arrestarle por desacato al tribunal, como usted sabe.
GILES: Esto no es más que una audiencia preliminar; no se me puede encerrar por desacato tratándose de una audiencia preliminar.
DANFORTH: ¡Un abogado con todas las de la ley! ¿Quiere que declare que el tribunal está, aquí y ahora, en sesión plenaria, o va a darme una respuesta adecuada?
GILES (quebrándosele la voz): No le puedo dar ningún nombre, excelencia, no me es posible.
DANFORTH: Es usted un viejo estúpido. Señor Cheever, tome nota. El tribunal está en sesión plenaria. Le pregunto, señor Corey…
PROCTOR (interrumpiendo): Señoría, le contaron lo sucedido de manera confidencial, y él…
PARRIS: ¡El maligno se aumenta de confidencias como esa! (A Danforth): ¡Sin confidencias no existirían las conspiraciones, excelencia!
HATHORNE: Creo que hay que forzarlo a confesar.
DANFORTH (a Giles): Señor mío, si su informante dice la verdad, que se presente aquí públicamente como cualquier hombre honrado. Pero si se esconde en el anonimato, he de saber por qué. Le comunico, en consecuencia, que el Estado y la Iglesia le exigen el nombre de la persona que acusa al señor Putnam de ser un vulgar asesino.
HALE: Excelencia…
DANFORTH: Diga, señor Hale.
HALE: No podemos seguir cerrando los ojos. Este tribunal inspira un miedo espantoso en toda la provincia…
DANFORTH: Existe una espantosa carga de culpabilidad en la provincia. ¿Acaso teme usted ser interrogado por este tribunal?
HALE: Temo únicamente a Dios, excelencia, pero, de todas formas, la provincia entera está aterrada.
DANFORTH (enojado ya): No me eche a mí en cara el miedo de la población; ¡hay miedo porque existe un complot para derribar a Cristo!
HALE: Pero de ahí no se sigue que todos los acusados formen parte de ese complot.
DANFORTH: ¡Ninguna persona libre de culpa tiene por qué temer a este tribunal! ¡Ninguna! (A Giles): Queda usted detenido por desacato al tribunal. Ahora siéntese y reflexione, o permanecerá en la cárcel hasta que decida contestar a todas las preguntas que se le hagan.
(Giles Corey intenta abalanzarse sobre Putnam. Proctor se da cuenta a tiempo y lo detiene).
PROCTOR: ¡No, Giles!
GILES (dirigiéndose a Putnam por encima del hombro de Proctor): ¡Te rebanaré el pescuezo, Putnam, no te saldrás con la tuya!
PROCTOR (forzándolo a sentarse): Calma, Giles, calma. (Lo suelta). Probaremos que la razón está de nuestra parte. Y lo vamos a hacer ahora mismo. (Empieza a volverse hacia Danforth).
GILES: ¡No diga ni una palabra más, John! (Señalando a Danforth). ¡Sólo está jugando con usted! ¡Se propone ahorcarnos a todos!
(Mary empieza a sollozar).
DANFORTH: Esto es un tribunal de justicia, señor mío. ¡No voy a permitir semejante desfachatez!
PROCTOR: Perdónele, excelencia, en razón de su avanzada edad. Calma, Giles, ahora lo probaremos todo. (Alza con una mano la barbilla de Mary). No llores, Mary. Acuérdate del ángel y de lo que le dijo al muchacho. Agárrate ahí; esa es la roca que te dará firmeza. (Mary se tranquiliza. Proctor saca un papel del bolsillo y se vuelve hacia Danforth). Esta es la declaración de Mary. Le…, quisiera pedirle, excelencia, que, mientras la lee, recuerde que hasta hace dos semanas el comportamiento de Mary no se diferenciaba del de esas otras muchachas. (Habla de manera muy razonable, dominando el miedo, la indignación, la angustia que siente). Usted vio cómo gritaba, cómo aullaba, cómo juró que los espíritus de los acusados la asfixiaban; testificó incluso que Satanás, adoptando la figura de mujeres que ahora están encarceladas, trató de apoderarse de su alma y que, después, cuando se negó…
DANFORTH: Todo eso lo sabemos.
PROCTOR: Sí, excelencia. Mary jura que nunca vio a Satanás, y que tampoco, ni con claridad ni de manera vaga, vio ningún otro espíritu que Satanás hubiera podido enviar para hacerle daño. Y declara que sus amigas mienten.
(Proctor se dispone a entregar a Danforth la declaración, pero en ese momento se acerca Hale en estado de intensa agitación).
HALE: Un momento, excelencia. Creo que esto nos lleva hasta el meollo de la cuestión.
DANFORTH (con profundo recelo): Sin duda.
HALE: No estoy en condiciones de decir que John Proctor sea un hombre honesto porque no le conozco lo suficiente. Pero sí he de decir que, en justicia, un simple granjero no puede defender una declaración de tanta trascendencia. Por el amor de Dios, señoría, deténgase aquí; mande a este hombre a su casa y permítale que regrese con un abogado…
DANFORTH (pacientemente): Escúcheme, señor Hale…
HALE: Excelencia, he firmado setenta y dos condenas a muerte; soy un ministro del Señor y sólo me atrevo a privar de la vida si dispongo de pruebas tan incontrovertibles como para que no quepa el menor escrúpulo de conciencia.
DANFORTH: No quiero creer, señor Hale, que está poniendo en duda mi justicia.
HALE: Esta mañana he enviado al patíbulo el alma de Rebecca Nurse, señoría. No voy a ocultarlo, ¡todavía me tiembla la mano a causa de la herida que me produjo el firmarlo! Se lo ruego, excelencia, deje que un abogado le presente ese documento.
DANFORTH: Permítame decírselo, señor Hale; no comprendo semejante desorientación en un hombre tan erudito como usted…, espero que me perdone. Llevo treinta y dos años en el ejercicio de esta profesión y, sin embargo, no sabría cómo proceder si se me llamara para defender a estas personas. Reflexione un momento… (Dirigiéndose también a Proctor y a los demás). Y les pido que también lo hagan ustedes. Tratándose de un delito ordinario, ¿cómo se defiende al acusado? Se convoca a los testigos que puedan probar su inocencia. Pero la brujería, ipso facto, y por su propia naturaleza, constituye un delito invisible, ¿no es así? En consecuencia, ¿quién puede testificar en un caso de brujería? La bruja y su víctima. Nadie más. Ahora bien: no cabe esperar que la bruja reconozca su delito, ¿de acuerdo? Hemos de recurrir, por consiguiente, a sus víctimas…, y estas sí que testifican; ustedes han visto cómo las niñas daban testimonio. En cuanto a las brujas, nadie negará que estamos ansiosos de aceptar su confesión. Siendo ese el caso, ¿qué podría aportar un abogado? Creo que todo queda suficientemente claro.
HALE: Pero esta muchacha afirma que sus compañeras no dicen la verdad, y si es cierto…
DANFORTH: Eso precisamente me dispongo a considerar, señor mío. ¿Qué más me pide usted? ¿O acaso pone en duda mi probidad?
HALE (vencido): Por supuesto que no, excelencia. Sólo le ruego que considere ese testimonio.
DANFORTH: Y usted hágame el favor de tranquilizarse. La declaración de Mary, señor Proctor.
(Proctor se la entrega. Hathorne se levanta, se coloca junto a Danforth y empieza a leer. Parris se coloca al otro lado. Danforth mira a John Proctor y después procede a leer. Hale se levanta, encuentra un hueco cerca del juez y también lee. Proctor mira de reojo a Giles. Francis reza en silencio, las manos juntas. Cheever espera plácidamente sentado, perfecta imagen del funcionario que se limita a cumplir con su deber. Mary deja escapar un sollozo. John Proctor le pone una mano en la cabeza para tranquilizarla. Finalmente Danforth alza los ojos, se levanta, saca un pañuelo y se suena. Los otros se apartan cuando se dirige, en actitud meditativa, hacia la ventana).
PARRIS (casi incapaz de contener su indignación y su miedo): Me gustaría preguntar…
DANFORTH (en su primer estallido verdadero, con el que pone de manifiesto el desprecio que le inspira Parris): ¡Hágame el favor de callarse, señor Parris! (Inmóvil y en silencio, mira por la ventana. A continuación, y después de decidir que ha de ser él quien marque el paso). Señor Cheever, tenga la amabilidad de ir a la sala del tribunal y traer aquí a las niñas. (Cheever se levanta y sale del escenario. Danforth se vuelve hacia Mary). Mary, ¿cómo se ha producido este cambio tan radical? ¿Te ha amenazado el señor Proctor para que redactaras esta declaración?
MARY: No, señor.
DANFORTH: ¿Te ha amenazado alguna vez?
MARY (con voz más débil): No, señor.
DANFORTH (advirtiendo la falta de firmeza): ¿Te ha amenazado?
MARY: No, señor.
DANFORTH: ¿Vas a decirme entonces que mentiste desvergonzadamente en mi tribunal, sabiendo que se iba a ahorcar a los acusados a causa de tu testimonio? (Mary no responde). ¡Contéstame!
MARY (casi de manera inaudible): Así es.
DANFORTH: ¿Dónde te has educado? ¿No sabes que Dios condena a todos los mentirosos? (Mary es incapaz de hablar). ¿O es ahora cuando mientes?
MARY: No, señor. Ahora estoy con Dios.
DANFORTH: Ahora estás con Dios.
MARY: Sí, señor.
DANFORTH (conteniéndose): Voy a decirte algo: o mientes ahora, o mentiste antes, y en cualquiera de los dos casos has cometido perjurio e irás a la cárcel por ello. No puedes decir alegremente que mentiste, Mary. ¿Te das cuenta?
MARY: Ya no puedo mentir más. Ahora estoy con Dios.
(Pero estalla en sollozos al pensar en la cárcel; se abre la puerta de la derecha y entran Susanna Walcott, Mercy Lewis, Betty Parris y, finalmente, Abigail. Cheever se acerca a Danforth).
CHEEVER: Ruth Putnam no está en la sala, excelencia, ni tampoco las otras niñas.
DANFORTH: Bastará con estas. Sentaos, hijas mías. (Se sientan en silencio). Vuestra amiga, Mary, ha presentado una declaración en la que jura que nunca ha visto espíritus, apariciones, ni ninguna otra manifestación del diablo. Afirma, igualmente, que tampoco vosotras las habéis visto. (Breve pausa). Esto, hijas mías, es un tribunal donde se administra justicia. La ley, que está basada en la Biblia, y la misma Biblia, inspirada por Dios todopoderoso, prohíbe la práctica de la brujería y condena a muerte a los transgresores. Pero de la misma manera la ley y la Biblia condenan a todos aquellos que levantan falsos testimonios. (Breve pausa). Sigamos. No se me oculta que esta declaración se ha podido concebir para cegarnos; podría muy bien ser que Mary se hubiera dejado conquistar por Satanás y que el maligno la envíe aquí para apartarnos de nuestro sagrado deber. Si es así, pagará por ello con la horca. Pero si dice la verdad, os ordeno que renunciéis a vuestro engaño y confeséis, porque una rápida confesión hará que seamos más clementes. (Pausa). Abigail Williams, ponte en pie. (Abigail se levanta lentamente). ¿Hay algo de verdad en esta declaración?
ABIGAIL: No, excelencia.
DANFORTH (medita, lanza una ojeada a Mary y luego se vuelve hacia Abigail): Se os taladrará el alma con un berbiquí muy doloroso hasta que se demuestre vuestra inocencia o vuestra culpabilidad. ¿Quiere alguna de las dos desdecirse o vais a forzarme a que os interrogue con toda la dureza necesaria?
ABIGAIL: No tengo nada de que desdecirme, excelencia. Mary miente.
DANFORTH (a Mary): ¿Insistes en seguir adelante?
MARY (con un hilo de voz): Sí, señor.
DANFORTH (volviéndose hacia Abigail): En casa del señor Proctor se encontró una muñeca que tenía clavada una aguja. Mary asegura que estabas sentada a su lado mientras la cosía, y que tú la viste coser y que también presenciaste cómo ella misma le clavaba la aguja para que no se le perdiera. ¿Qué dices a eso?
ABIGAIL (con un leve dejo de indignación): Todo eso es mentira, excelencia.
DANFORTH (después de una breve pausa): Cuando trabajabas para el señor Proctor, ¿viste muñecas en su casa?
ABIGAIL: La señora Proctor siempre ha tenido muñecas.
PROCTOR: Señoría, mi mujer nunca ha tenido muñecas. Mary confesó que la muñeca era suya.
CHEEVER: Excelencia.
DANFORTH: Diga, señor Cheever.
CHEEVER: Cuando hablé con la señora Proctor en su casa, afirmó no tener muñecas. Pero también dijo que las había tenido de niña.
PROCTOR: Hace quince años que mi mujer dejó de ser niña, excelencia.
HATHORNE: Pero una muñeca bien puede durar quince años.
PROCTOR: Dura si se la guarda, pero Mary jura que nunca vio muñecas en mi casa, y tampoco las ha visto ninguna otra persona.
PARRIS: ¿Por qué no podría haber muñecas escondidas en algún sitio donde nadie las viera?
PROCTOR (furioso): También podría haber un dragón con cinco patas en mi casa, pero nadie lo ha visto nunca.
PARRIS: Precisamente estamos aquí, excelencia, para descubrir lo que nadie ha visto nunca.
PROCTOR: Señor Danforth, ¿qué provecho obtiene esta chica diciendo que mintió? Dígame, ¿qué puede ganar Mary excepto penosos interrogatorios y otras cosas todavía peores?
DANFORTH: Acusa usted a Abigail Williams de asesinato con premeditación y alevosía, ¿se da usted cuenta?
PROCTOR: Así es, señoría. Estoy convencido de que su propósito es el asesinato.
DANFORTH (señalando con incredulidad a Abigail): ¿Esta chiquilla asesinaría a su esposa?
PROCTOR: No es una chiquilla. Ahora escúcheme, excelencia. Delante de toda la comunidad se la expulsó de la iglesia por reír durante las oraciones.
DANFORTH (escandalizado, volviéndose hacia Abigail): ¿Qué es esto? ¿Risas durante…?
PARRIS: Excelencia, mi sobrina estaba por entonces bajo el poder de Tituba, pero ha recobrado la seriedad.
GILES: Sí, ¡ahora es una persona muy seria que se dedica a ahorcar a sus vecinos!
DANFORTH: ¡Silencio!
HATHORNE: Sin duda eso no tiene ninguna importancia para el asunto que estamos tratando. El señor Proctor acusa a la muchacha de proyectar un asesinato.
DANFORTH: Así es. (Observa atentamente a Abigail durante un instante). Continúe, señor Proctor.
PROCTOR: Ahora, Mary, dile al gobernador cómo bailasteis en el bosque.
PARRIS (interviniendo apresuradamente): Excelencia, desde que llegué a Salem este hombre se dedica a denigrarme. Ha…
DANFORTH: Dentro de un instante, reverendo. (A Mary, con severidad y sorprendido): ¿Qué baile es ese?
MARY: Íbamos… (Mira a Abigail, que le devuelve la mirada, implacable. Luego, llamando a Proctor en su ayuda). Señor Proctor…
PROCTOR (continuando de inmediato): Abigail llevaba a las chicas al bosque, excelencia, y allí bailaban desnudas…
PARRIS: Señoría, esto…
PROCTOR (aprovechando la ocasión): ¡El señor Parris las descubrió en plena noche! ¡Ahí tiene a su «chiquilla»!
DANFORTH (la historia se está convirtiendo en una pesadilla, y se vuelve, asombrado, hacia Parris): Señor Parris…
PARRIS: Sólo puedo decir, excelencia, que no vi a ninguna de ellas desnuda, y este individuo está…
DANFORTH: Pero ¿las encontró bailando en el bosque? (Con los ojos puestos en Parris, señala a Abigail). ¿Abigail?
HALE: Cuando llegué por vez primera de Beverly, excelencia, eso fue lo que me contó el reverendo Parris.
DANFORTH: ¿Lo niega usted, señor Parris?
PARRIS: No lo niego, excelencia, pero no vi a ninguna desnuda.
DANFORTH: ¿Y su sobrina bailaba?
PARRIS (a regañadientes): Sí, señor.
(Danforth mira a Abigail como si la viera por primera vez).
HATHORNE: Excelencia, ¿me permite que la interrogue? (Señala a Mary).
DANFORTH (sumamente preocupado): Adelante, por favor.
HATHORNE: Dices que nunca viste a ningún espíritu, Mary, y que además nunca te amenazó, ni te hizo daño, manifestación alguna del demonio ni de sus secuaces.
MARY (muy débilmente): No, señor.
HATHORNE (presintiendo la victoria): Sin embargo, cuando las personas acusadas de brujería aparecieron ante ti en el tribunal, te desmayaste, diciendo que su espíritu salía de su cuerpo y te asfixiaba…
MARY: Fingía, señor.
DANFORTH: No te oigo.
MARY: Fingía, señor.
PARRIS: Pero te quedabas fría, ¿no es cierto? Yo mismo te he levantado muchas veces del suelo y tenías la piel helada. Usted, señor Danforth…
DANFORTH: Lo vi muchas veces.
PROCTOR: Sólo fingía que se desmayaba, excelencia. Todas saben fingir estupendamente.
HATHORNE: Entonces, ¿podría fingir ahora que se desmaya?
PROCTOR: ¿Ahora?
PARRIS: ¿Por qué no? Ahora no hay espíritus que la ataquen, porque no hay en esta sala nadie acusado de brujería. Que finja sentir frío, que finja ahora que la atacan, que se desmaye. (Se vuelve hacia Mary). ¡Desmáyate!
MARY: ¿Que me desmaye?
PARRIS: Sí, desmáyate. Haznos una demostración de lo que tantas veces fingiste ante el tribunal.
MARY (mirando a Proctor): No…, no sabría cómo desmayarme ahora.
PROCTOR (alarmado, en voz baja): ¿No puedes fingirlo?
MARY: No… (Mira a su alrededor como buscando inspiración para desmayarse). No me noto…, no…
DANFORTH: ¿Por qué? ¿Qué es lo que falta?
MARY: No…, no lo sé, no sé explicarlo…
DANFORTH: ¿No podría ser que ahora no haya aquí ningún espíritu maligno, mientras que entonces, en la sala del tribunal, sí los había?
MARY: Yo no vi ningún espíritu.
PARRIS: En ese caso, no veas tampoco espíritus ahora y demuéstranos que puedes desmayarte a voluntad, como aseguras.
MARY (mira fijamente al vacío, buscando el estado de ánimo adecuado, pero acaba haciendo un gesto negativo con la cabeza): No puedo.
PARRIS: En ese caso confesarás, ¿no es así? ¡Los espíritus malignos hacían que te desmayases!
MARY: No, señor, no…
PARRIS: Excelencia, ¡esto es un ardid para confundir al tribunal!
MARY: ¡No es un ardid! (Se pone en pie). Me…, me desmayaba porque me parecía…, porque pensaba que veía espíritus.
DANFORTH: ¡Pensabas que los veías!
MARY: Pero no era cierto, señoría.
HATHORNE: ¿Cómo podías pensar que los veías sin verlos?
MARY: No sé…, no sé decir cómo, pero lo hacía. Oía gritar a las otras chicas y veía que usted, señoría, parecía creerlas, y yo… Al principio sólo era un juego, aunque después todo el mundo gritaba: «¡Espíritus, espíritus!», pero yo, yo, señor Danforth, pensaba que los veía, pero no los vi.
(Danforth la mira fijamente).
PARRIS (sonriendo, pero nervioso porque Danforth parece afectado por las palabras de Mary): Sin duda su excelencia no se dejará engañar por una mentira tan burda.
DANFORTH (volviéndose, preocupado, hacia Abigail): Abigail. Te conmino a que busques en el interior de tu corazón y me contestes a lo que voy a preguntarte…, pero piénsalo bien, hija mía, porque para Dios todas las almas tienen un inmenso valor y es terrible su venganza contra quienes siegan vidas sin causa justificada. ¿Es posible, muchacha, que los espíritus que viste fuesen sólo ilusión, un engaño que se te pasó por la cabeza cuando…?
ABIGAIL: Eso, señoría… Esa pregunta es una ofensa, señoría.
DANFORTH: Quiero que lo consideres…
ABIGAIL: Me han herido, señor Danforth; ¡me ha brotado la sangre a borbotones! Todos los días han estado a punto de asesinarme porque cumplía con mi deber denunciando a los secuaces del diablo, ¿y esta es la recompensa que recibo? Se desconfía de mí, se me rechaza, se me hacen preguntas capciosas…
DANFORTH (ablandándose): Hija mía, no desconfío de ti…
ABIGAIL (claramente amenazadora): Tenga cuidado, señor Danforth. ¿Se cree tan fuerte como para que los poderes del infierno no le perturben? ¡Tenga cuidado! Hay… (De repente, abandonando la expresión indignada, acusatoria, su rostro se vuelve hacia lo alto, reflejando un gran terror).
DANFORTH (preocupado): ¿Qué sucede, hija mía?
ABIGAIL (mirando siempre hacia lo alto, rodeándose el cuerpo con los brazos y apretándolo como si sintiera frío): No…, no lo sé. Un viento, un viento muy frío. (Sus ojos, finalmente, se posan sobre Mary Warren).
MARY (aterrada, suplicante): ¡Abby!
MERCY LEWIS (tiritando): ¡Me hielo, excelencia!
PROCTOR: ¡Están fingiendo!
HATHORNE (tocando la mano de Abigail): ¡Está fría, excelencia, tóquela!
MERCY LEWIS (castañeteándole los dientes): Mary, ¿has enviado esta sombra contra mí?
MARY: ¡Dios todopoderoso, sálvame!
SUSANNA WALCOTT: ¡Me hielo, me hielo!
ABIGAIL (tiritando visiblemente): ¡Es un viento, un viento helado!
MARY WARREN: ¡Abby, no hagas eso!
DANFORTH (totalmente dominado por Abigail): Mary Warren, ¿la estás hechizando? A ti te lo pregunto, ¿has enviado tu espíritu contra ella?
(Mary Warren, lanzando un grito histérico, echa a correr. Proctor la detiene).
MARY WARREN (desplomándose casi): Déjeme ir, señor Proctor. No puedo, no puedo…
ABIGAIL (cae de rodillas, clamando a las alturas): ¡Dios de los cielos, aparta de mí esta sombra!
(Sin previo aviso ni vacilación, Proctor se precipita hacia Abigail y, agarrándola por el pelo, la obliga a ponerse en pie. Abigail grita de dolor. Danforth, asombrado, exclama: «¿Qué está haciendo?», y Parris y Hathorne gritan: «¡Quítele las manos de encima!», pero el clamor de Proctor resuena aún con más fuerza).
PROCTOR: ¡Cómo te atreves a clamar al cielo! ¡Puta, más que puta!
(Herrick separa a Proctor de Abigail).
HERRICK: ¡John!
DANFORTH: ¡Proctor! ¿Cómo se…?
PROCTOR (sin aliento y lleno de angustia): ¡No es más que una puta!
DANFORTH (sin dar crédito a sus oídos): ¿La acusa usted…?
ABIGAIL: ¡Miente, señor Danforth!
PROCTOR: ¡Fíjese bien en ella! Ahora lanzará un alarido para apuñalarme con él, pero…
DANFORTH: ¡Tendrá que demostrarlo! ¡Esto es inadmisible!
PROCTOR (tembloroso, sintiendo cómo la vida se le derrumba alrededor): La he conocido, excelencia. He tenido con ella conocimiento carnal.
DANFORTH: ¡Usted! ¿Un fornicador?
FRANCIS (horrorizado): John, no puede decir una cosa así…
PROCTOR: ¡Ah, Francis! ¡Cómo me gustaría que hubiera en usted algún rinconcito de mal para que pudiera entenderme! (A Danforth): Una persona no renuncia sin motivo a su buen nombre. Eso tiene usted que saberlo.
DANFORTH (sin dar crédito a sus oídos): ¿En…, en qué ocasión? ¿Dónde?
PROCTOR (a punto de quebrársele la voz y sintiendo una gran vergüenza): En el sitio adecuado…, donde duermen mis animales. La noche en que perdí la alegría, hace unos ocho meses. Abigail servía en mi casa, excelencia. (Tiene que apretar los dientes para no llorar). A veces uno cree que Dios duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Se lo suplico, excelencia, por lo que más quiera…, véala tal como es. Muy poco después mi esposa, mi querida esposa, excelencia, puso a esta chica en la calle. Y siendo lo que es, un montón de vanidad, excelencia… (No consigue dominarse). Perdóneme, excelencia, perdóneme. (Furioso consigo mismo, se vuelve de espaldas al vicegobernador por un momento. Luego, como si gritar fuese ya el único medio de expresión de que dispone): ¡Se propone bailar conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría hacerlo, pues yo la deseaba. Que Dios se apiade de mí, porque la codicié, y hay una promesa implícita en esa concupiscencia. Es la venganza de una puta, y tiene usted que verlo: me pongo enteramente en sus manos. Sé que va a verlo con toda claridad.
DANFORTH (lívido de horror, volviéndose hacia Abigail): ¿Niegas que haya la más mínima pizca de verdad en todo esto?
ABIGAIL: Si tengo que contestar, ¡me marcharé y no volveré jamás!
(Danforth parece indeciso).
PROCTOR: ¡He convertido mi honor en una campana! ¡He tocado a muerto para enterrar mi buen nombre!… ¡Tiene que creerme, excelencia! ¡Mi esposa es inocente, toda su culpa fue reconocer a una puta cuando la vio!
ABIGAIL (acercándose a Danforth): ¿Qué manera de mirarme es esa? (Danforth es incapaz de hablar). ¡No consiento que se me mire así! (Da media vuelta y se dirige hacia la puerta).
DANFORTH: ¡Te quedarás donde estás! (Herrick corta el paso a Abigail, que se detiene echando fuego por los ojos). Señor Parris, vaya a la sala del tribunal y traiga a la señora Proctor.
PARRIS (poniendo reparos): Señoría, todo esto es…
DANFORTH (a Parris, en tono cortante): ¡Tráigala aquí! Pero no le diga ni una sola palabra de lo que hemos hablado. Y antes de volver a entrar llame a la puerta. (Parris sale). Ahora vamos a llegar al fondo de esta ciénaga. (A Proctor): Su esposa, dice usted, es una mujer sincera.
PROCTOR: No ha mentido en toda su vida. Hay quien es incapaz de cantar y quien es incapaz de llorar… Mi mujer es incapaz de mentir. He pagado un precio muy alto por aprenderlo.
DANFORTH: Y cuando despidió a esta muchacha, ¿la expulsó por ramera?
PROCTOR: Sí, excelencia.
DANFORTH: ¿Y sabía que era una ramera?
PROCTOR: Sí, excelencia, sabía que lo era.
DANFORTH: Bien. (A Abigail): Si ella confirma que fue por prostitución, muchacha, ¡que Dios se apiade de ti! (Se oye llamar a la puerta. Danforth se vuelve). ¡Espere un momento! (A Abigail): Vuélvete de espaldas. Vuélvete de espaldas. (A Proctor): Haga lo mismo. (Ambos se vuelven de espaldas, Abigail con indignada lentitud). No se les ocurra volverse para ver a la señora Proctor. Ninguna de las personas que están presentes ha de decir una sola palabra ni hacer gesto alguno afirmativo o negativo. (Se vuelve otra vez hacia la puerta y alza la voz). ¡Pasen! (La puerta se abre. Elizabeth entra con Parris. Cuando Parris se aparta, Elizabeth busca con los ojos a Proctor). Señor Cheever, tome nota de este testimonio con toda exactitud. ¿Está preparado?
CHEEVER: Lo estoy, señoría.
DANFORTH: Acérquese. (Elizabeth obedece, los ojos en la espalda de Proctor). Míreme sólo a mí, no a su marido. Míreme a los ojos.
ELIZABETH (en voz baja): Sí, excelencia.
DANFORTH: Se nos ha dicho que hace algún tiempo despidió usted a su criada, Abigail Williams.
ELIZABETH: Es cierto, señoría.
DANFORTH: ¿Cuál fue la razón? (Breve pausa. Elizabeth busca a Proctor con los ojos). Míreme a mí y no a su marido. La respuesta la tiene usted en la memoria y no necesita ayuda alguna para contestarme. ¿Por qué despidió a Abigail Williams?
ELIZABETH (sin saber qué decir, notando que sucede algo extraño, se humedece los labios para ganar tiempo): No…, no estaba contenta con ella. (Pausa). Mi marido tampoco.
DANFORTH: ¿Por qué no estaba contenta?
ELIZABETH: Era… (Mira a Proctor en busca de alguna indicación).
DANFORTH: ¡Míreme a mí! (Elizabeth obedece). ¿Era sucia? ¿Perezosa? ¿Qué problemas causaba?
ELIZABETH: Señoría, yo… estaba enferma por entonces. Y… mi marido es un hombre bueno y recto que trabaja siempre y no se emborracha nunca, como hacen algunos, ni pierde el tiempo jugando al tejo… Pero durante mi enfermedad…, compréndalo, excelencia, estuve mucho tiempo enferma después de tener a mi último hijo y me pareció advertir que mi marido se distanciaba un tanto de mí. Y esta chica… (se vuelve hacia Abigail).
DANFORTH: Míreme a mí.
ELIZABETH: Sí, excelencia. Abigail Williams… (Se interrumpe).
DANFORTH: ¿Qué tiene que decirme de Abigail Williams?
ELIZABETH: Llegué a pensar que a mi marido le gustaba. Y una noche perdí la cabeza, creo yo, y la puse en la calle.
DANFORTH: Su marido…, ¿era cierto que se había distanciado de usted?
ELIZABETH (angustiadísima): Mi marido… es un hombre bueno, excelencia.
DANFORTH: Entonces no se alejó de usted.
ELIZABETH (intentando mirar a Proctor): No…
DANFORTH (alargando el brazo y asiéndole la cara con la mano para evitar que Elizabeth se vuelva hacia Proctor): ¡Míreme! ¿Tiene usted conocimiento de que John Proctor cometiera alguna vez pecado de lujuria? (Presa de la indecisión, Elizabeth es incapaz de hablar). ¡Responda a mi pregunta! ¿Es su marido un fornicador?
ELIZABETH (en voz muy baja): No, excelencia.
DANFORTH: Llévesela, señor Herrick.
PROCTOR: ¡Di la verdad, Elizabeth!
DANFORTH: Ya ha hablado. ¡Sáquela de aquí!
PROCTOR (gritando): ¡Lo he confesado, Elizabeth!
ELIZABETH: ¡Dios mío! (La puerta se cierra tras ella).
PROCTOR: ¡Sólo ha pensado en proteger mi buen nombre!
HALE: Excelencia, se trata de una mentira lógica; ¡se lo suplico, detenga este juicio antes de que se condene a nadie más! ¡No voy a poder seguir acallando mi conciencia! ¡La venganza personal inspiró el testimonio de Abigail! Este hombre me pareció sincero desde el primer momento. Juro por lo más sagrado que ahora le creo, y le suplico que llame de nuevo a su esposa antes de que cometamos…
DANFORTH: ¡Su mujer no ha hablado de lujuria, luego este hombre ha mentido!
HALE: ¡Yo le creo! (Señalando a Abigail). ¡Esa muchacha siempre me ha parecido insincera! Ha…
(Abigail, con un extraño grito salvaje que hiela la sangre en las venas, alza los ojos al techo).
ABIGAIL: ¡No lo harás! ¡Vete! ¡Te digo que te vayas!
DANFORTH: ¿Qué sucede, hija mía? (Pero Abigail, atemorizada, el miedo en el rostro, alza los ojos, llenos de espanto, hacia el techo…, las otras chicas también miran al techo y, enseguida, Hathorne, Hale, Putnam, Cheever, Herrick y Danforth las imitan). ¿Qué hay ahí? (Danforth aparta los ojos del techo y ahora está asustado; se percibe auténtica tensión en su voz). ¡Muchacha! (Abigail está en trance; al igual que las demás chicas gime, contemplando boquiabierta el techo). ¡Muchachas! ¿Qué es lo que…?
MERCY LEWIS (señalando con el dedo): ¡Está sobre la viga! ¡Allí detrás!
DANFORTH (alzando los ojos): ¿Dónde?
ABIGAIL: ¿Por qué…? (Tiene un nudo en la garganta). ¿Por qué vienes, pájaro amarillo?
PROCTOR: ¿Dónde hay un pájaro? ¡Yo no veo ningún pájaro!
ABIGAIL (dirigiéndose al techo): ¿Mi cara?
PROCTOR: Señor Hale…
DANFORTH: ¡Cállese!
PROCTOR (a Hale): ¿Ve usted algún pájaro?
DANFORTH: ¡Cállese!
ABIGAIL (al techo, en verdadera conversación con el «pájaro», como tratando de convencerle para que no la ataque): Pero Dios hizo mi rostro; no puedes querer destrozarme la cara. La envidia es un pecado mortal, Mary.
MARY WARREN (poniéndose en pie de un salto, horrorizada, suplicante): ¡Abby!
ABIGAIL (imperturbable, prosiguiendo su conversación con el «pájaro»): Mary, Mary, es magia negra cambiar de aspecto. No, no puedo; no puedo dejar de hablar; soy un instrumento de Dios.
MARY WARREN: ¡Abby, si estoy aquí!
PROCTOR (frenético): ¡Están fingiendo, excelencia!
ABIGAIL (dando ahora un paso atrás, como si temiera que el pájaro fuese a arrojarse sobre ella en cualquier momento): ¡Por favor, Mary! ¡No bajes!
SUSANNA WALCOTT: ¡Las garras! ¡Está sacando las garras!
PROCTOR: Mentiras y más mentiras.
ABIGAIL (retrocediendo más, los ojos siempre fijos en el techo): ¡Mary, por favor, no me hagas daño!
MARY WARREN (a Danforth): ¡No le estoy haciendo daño!
DANFORTH (a Mary Warren): ¿Por qué ve esa aparición?
MARY WARREN: ¡No ve nada!
ABIGAIL (mirando al frente como hipnotizada, e imitando el tono exacto de la exclamación de Mary Warren): ¡No ve nada!
MARY WARREN (implorante): ¡No hagas eso, Abby!
ABIGAIL (y las otras chicas, todas en trance): ¡No hagas eso, Abby!
MARY WARREN (a todas las chicas): ¡Estoy aquí, estoy aquí!
CHICAS: ¡Estoy aquí, estoy aquí!
DANFORTH (horrorizado): ¡Mary Warren! ¡Aparta de ellas tu espíritu!
MARY WARREN: ¡Señor Danforth!
CHICAS (interrumpiéndola): ¡Señor Danforth!
DANFORTH: ¿Te has aliado con el diablo? ¿Eso has hecho?
MARY WARREN: ¡No, jamás!
CHICAS: ¡No, jamás!
DANFORTH (poniéndose histérico): ¿Por qué se limitan a repetir lo que dices?
PROCTOR: ¡Deme un látigo y verá qué pronto lo paro!
MARY WARREN: ¡Están jugando! ¡Están…!
CHICAS: ¡Están jugando!
MARY WARREN (volviéndose hacia ellas en pleno histerismo y dando patadas en el suelo): ¡Abby, deja de hacer eso!
CHICAS (dando patadas en el suelo): ¡Abby, deja de hacer eso!
MARY WARREN: ¡No sigas!
CHICAS: ¡No sigas!
MARY WARREN (gritando con toda la fuerza de sus pulmones y alzando los puños): ¡¡No sigas!!
CHICAS (alzando los puños): ¡¡No sigas!!
(Mary Warren, en pleno desconcierto, y abrumada por la convincente actuación de Abigail y de las otras chicas, gime de impotencia con las manos levantadas a medias, y sus antiguas amigas empiezan a gemir exactamente igual que ella).
DANFORTH: Hace muy poco tiempo eras tú la atacada. Ahora parece que tú atacas a otras; ¿dónde has hallado ese poder?
MARY WARREN (mirando fijamente a Abigail): No…, no tengo ningún poder.
CHICAS: No tengo ningún poder.
PROCTOR: ¡Le están engañando, señor Danforth!
DANFORTH: ¿Por qué has cambiado tanto durante las dos últimas semanas? Has visto al demonio, ¿verdad?
HALE (señalando a Abigail y a las chicas): ¡No las crea!
MARY WARREN: No…
PROCTOR (notando que flaquea): ¡Mary, Dios condena a todos los mentirosos!
DANFORTH (machaconamente): Has visto al diablo, te has aliado con Lucifer, ¿no es cierto?
PROCTOR: ¡Dios condena a los mentirosos, Mary!
(Mary dice algo ininteligible, mirando a Abigail, que sigue pendiente del «pájaro» que hay en el techo).
DANFORTH: No te oigo. ¿Qué dices? (Mary balbucea de nuevo algo ininteligible). ¡O confiesas o irás a la horca! (La obliga con brusquedad a mirarle de frente). ¿Sabes quién soy? ¡Te digo que irás a la horca si no te sinceras conmigo!
PROCTOR: Mary, acuérdate del ángel Rafael: «Practica el bien y…».
ABIGAIL (señalando hacia lo alto): ¡Las alas! ¡Está extendiendo las alas! ¡Mary, por favor, no, no…!
HALE: ¡No veo nada, señoría!
DANFORTH: ¡Confiesa que tienes ese poder! (Está a dos centímetros del rostro de Mary). ¡Habla!
ABIGAIL: ¡Va a descender! ¡Camina por la viga!
DANFORTH: ¡Habla!
MARY WARREN (mirando horrorizada): ¡No puedo!
CHICAS: ¡No puedo!
PARRIS: ¡Arroja de ti al demonio! ¡Mírale a la cara! ¡Pisotéalo! Te salvaremos, Mary, mantente firme contra él y…
ABIGAIL (mirando hacia lo alto): ¡Cuidado! ¡Ya baja!
(Abigail y las demás chicas corren hacia una de las paredes, protegiéndose los ojos. A continuación, como acorraladas, lanzan un grito atroz, y Mary, contagiada, abre la boca y grita con ellas. Poco a poco Abigail y las demás empiezan a marcharse, hasta que sólo queda Mary, mirando fijamente al «pájaro» y gritando como una loca. Todos la contemplan, horrorizados al presenciar su ataque de nervios. Proctor se dirige hacia ella).
PROCTOR: Mary, cuéntale al vicegobernador lo que ellas… (Apenas ha pronunciado la primera palabra, cuando, viéndolo acercarse, Mary se aleja corriendo y dando gritos de pavor).
MARY WARREN: ¡No me toque, no quiero que me toque! (Las chicas se detienen junto a la puerta).
PROCTOR (asombrado): ¡Mary!
MARY WARREN (señalando a Proctor): ¡Usted es el enviado del demonio!
(Proctor se para en seco).
PARRIS: ¡Alabado sea el Señor!
CHICAS: ¡Alabado sea el Señor!
PROCTOR (helado): Mary, ¿cómo…?
MARY WARREN: ¡No me ahorcarán con usted! Amo a Dios, amo a Dios.
DANFORTH (a Mary): ¿Te ordenó él que sirvieras al diablo?
MARY WARREN (en plena histeria, señalando a Proctor): Ha venido a mí de noche y de día para hacerme firmar, para que firmase…
DANFORTH: ¿Firmar qué?
PARRIS: ¿En el libro del maligno? ¿Se presentó con un libro?
MARY WARREN (histérica, señalando a Proctor, temerosa de él): Mi nombre, quería mi nombre. «¡Te mataré si ahorcan a mi mujer!», dijo. «¡Hemos de ir y desautorizar al tribunal!».
(Danforth vuelve bruscamente la cabeza hacia Proctor, el asombro y el horror retratados en su rostro).
PROCTOR (volviéndose, suplicante, hacia Hale): ¡Reverendo Hale!
MARY WARREN (empezando a sollozar): Me despertaba todas las noches, sus ojos como carbones encendidos y sus dedos como zarpas en mi cuello, y firmé, firmé…
HALE: ¡Excelencia, esta muchacha se ha vuelto loca!
PROCTOR (mientras Danforth sigue mirándolo con ojos desorbitados): ¡Mary, Mary!
MARY WARREN (gritándole): No, yo amo a Dios; no quiero seguir con usted. Amo a Dios, bendito sea Dios. (Sollozando, corre hacia Abigail). Abby, Abby, ¡nunca volveré a hacerte daño! (Todos contemplan cómo Abigail, en su infinita caridad, extiende los brazos, atrae contra su pecho a Mary, que sigue sollozando, y, finalmente, alza los ojos hacia Danforth).
DANFORTH (a Proctor): ¿Quién es usted? (La indignación ha dejado a Proctor sin habla). Está asociado con el Anticristo, ¿no es eso? ¡He visto su poder, no se atreverá a negarlo! ¿Qué tiene usted que decir?
HALE: Excelencia…
DANFORTH: ¡No vuelva a dirigirme la palabra, señor Hale! (A Proctor): ¿Va a confesar que está manchado por el infierno o insiste en mantener esa tenebrosa asociación? ¿Qué dice?
PROCTOR (estallándole la cabeza, sin aliento): Digo…, ¡digo que Dios ha muerto!
PARRIS: ¡Escuchen, escuchen!
PROCTOR (ríe insensatamente, y prosigue): ¡Está ardiendo un fuego! ¡Oigo los pasos de Lucifer, veo su sucia cara! ¡Y es mi cara, y la suya, Danforth! ¡Arde para todos los que no se atreven a sacar a los hombres de su ignorancia, como yo no me he atrevido, y como ustedes tampoco se atreven ahora, aunque en el fondo de su negro corazón saben que todo esto es mentira! ¡Dios condena especialmente a los que son como nosotros, y arderemos, arderemos juntos en el infierno!
DANFORTH: ¡Señor Herrick! ¡Lléveselo a la cárcel y a Corey con él!
HALE (dirigiéndose hacia la puerta): ¡Denuncio públicamente este proceso!
PROCTOR: ¡Están ustedes derribando el cielo y ensalzando a una ramera!
HALE: ¡Denuncio públicamente esta causa y me retiro de este tribunal! (Da un portazo al salir por la puerta que comunica con la calle).
DANFORTH (llamándolo, enfurecido): ¡Señor Hale! ¡Señor Hale!
(Cae el telón).