El rodaje de El crisol

Estamos en el mar. Los histéricos habitantes de Salem se abalanzan sobre John Proctor, lo sujetan y se lo llevan a la cárcel. Cambiamos a un primer plano de Abigail Williams, la instigadora de la histeria, sola entre la multitud, y convertida ahora en una de sus víctimas, mientras se esfuerza por aceptar las terribles consecuencias que su iniciativa implica para el hombre que ama.

Esta insistencia en la inseparable vinculación entre caos comunitario y trauma psíquico personal fue la idea clave a la hora de transformar Las brujas de Salem en película. Dicho de manera más tosca: allí donde el teatro opera en permanente plano medio, una película puede primero ampliar el marco para abarcar toda una sociedad y después reducirlo hasta el punto de penetrar en el corazón de una muchacha. Más concretamente, existe una energía específicamente cinematográfica que crepita en la unión entre dos planos, de manera que la violencia de la turba se convierte, al mismo tiempo, en la consecuencia y en la causa del dolor y de la confusión patentes en los ojos de Abigail. Las imágenes se alimentan unas a otras en una espiral de causa y efecto que refleja el ímpetu imparable de la caza de brujas; gracias a ese ímpetu, las traiciones individuales llevan al pánico colectivo, el cual provoca a su vez nuevas traiciones. Así, desde el plano con que comienza la película (una oscuridad de la que, al desaparecer el título, surge de repente Abigail), pasamos repetidamente de lo privado a lo público, y de la causa a la consecuencia: de los ojos de la adolescente obsesionada a todo el grupo de muchachas bailando desnudas en el bosque, dando rienda suelta a una sexualidad que Salem se demuestra incapaz de contener; de Tituba, aterrada primero y vengativa después al revelar los nombres de las brujas, al torrente de falsas confesiones que la suya provoca en las chicas; de la turba pueblerina, que saca a rastras de sus hogares a mujeres inocentes, a Proctor trabajando en su granja, alimentando el frenesí del pueblo por negarse obstinadamente a brindar la información que podría detener tal frenesí; de la furia de los juicios, a Putnam, preparado para desviar esa furia contra sus vecinos y acabar así con ellos a fin de apoderarse de sus tierras.

Estas yuxtaposiciones tienen como objeto capturar la emoción visceral provocada por el espectáculo de toda una sociedad presa de una locura incontrolable, una emoción que yo sentí mientras leía el primer borrador del guión cinematográfico preparado por Arthur Miller. Dirigí la película porque el guión se apoderó físicamente de mí; porque mientras pasaba las páginas, mi corazón latía más deprisa, me sudaban las manos y sentía en mis entrañas el primitivo aguijonazo del terror y de la compasión. Más tarde, mientras nos disponíamos a rodar la película, nos vimos sorprendidos una y otra vez por su alarmante actualidad, ya que hablaba directamente del fanatismo de los fundamentalistas religiosos de todo el mundo, de las comunidades desgarradas por las acusaciones de abuso sexual infantil, de las rígidas ortodoxias intelectuales de las universidades: es evidente que en el mundo contemporáneo no escasean los Salems dispuestos a gritar: «¡Brujería!». Pero la película no contiene referencias políticas concretas. Las brujas de Salem ha sobrevivido a Joe McCarthy, y ha ido adquiriendo una dimensión universal sólo compartida por otras historias que hablan de verdades elementales.

Nos pareció, sin embargo, que la historia de El crisol exigía su enraizamiento en las circunstancias particulares que la originaron, y que la mejor manera de alcanzar resonancias universales sería situarla en el contexto de su propio rinconcito del mundo. La creación de Salem, por consiguiente, fue uno de los primeros problemas con que nos enfrentamos y, mientras explorábamos Nueva Inglaterra en busca de un lugar donde edificar el pueblo, el paisaje mismo se nos presentó como parte integrante de la mentalidad puritana. En ningún momento las presiones presupuestarias para rodar la película en Nueva Escocia (donde al parecer es mayor el poder adquisitivo del dólar estadounidense) lograron sacarnos de la tierra a donde llegaron los primeros puritanos para crear los asentamientos que habrían de ser «como una ciudad sobre una colina»: ejemplo para el resto de la humanidad. El norte de Massachusetts posee una belleza maravillosamente austera que, por muy duros que sean sus inviernos, promete una redefinición del Edén. Al igual que los puritanos, teníamos que crear una comunidad que buscase activamente la perfección, que supusiera un reproche para los impíos y que exigiese de sus habitantes vivir como santos en el paraíso: un modelo, en otras palabras, para el pueblecito que se ha convertido en elemento básico de la iconografía cinematográfica estadounidense. Durante los últimos cien años, Hollywood ha recogido esa tradición donde los puritanos la dejaron, insistiendo repetidamente en que el mundo vea una imagen de la perfección en la «Calle Mayor estadounidense», y quizá no sea totalmente gratuito detectar el legado de John Winthrop[3] en las películas de Frank Capra.

Una ciudad sobre una colina —imagen de la perfección— fue en consecuencia el proyecto para el que trabajaron Andrew Dunn, mi director de fotografía, y Lilly Kilvert, mi diseñadora de producción. Las costas de Nueva Escocia, e incluso de Maine, nos parecieron excesivamente inhóspitas: esos lugares, demasiado agrestes, podían sugerir una explicación completamente equivocada de la locura que se apoderó de Salem en 1692. La caza de brujas no nace de la dureza del modo de vida puritano. El crisol es, por el contrario, «el paraíso perdido» (aunque un paraíso austero, desprovisto de vanidad), y la presencia del diablo en Salem es el resultado de la exigencia de llevar una vida perfecta. De manera que el aspecto visual de la película constituye algo más que un contrapunto de la acción. La presión constante para que todas y cada una de las facetas de la vida se consagren a la gloria de Dios abre la puerta al diablo, y la belleza del escenario es un requisito previo para la violencia de lo que sucede en él. De la luz nace la oscuridad.

Pioneros tanto geográfica como espiritualmente, los puritanos tallaron su trocho de cielo en una estrecha franja limitada por el océano al este y por las inmensas tierras vírgenes al oeste. Aunque Salem Village, donde tuvieron lugar los sucesos de 1692, quedaba aproximadamente a un kilómetro y medio tierra adentro (Salem Town era, y sigue siendo, una ciudad portuaria), nos pareció que la película requería que se viera constantemente el mar, para acentuar así la inseguridad del emigrante. Me interesaba de manera especial que la última escena de Proctor con Elizabeth discurriera en el exterior de la cárcel, encaramada en el borde del continente, dos figuritas que deciden entre ellas el destino de un alma humana y el futuro de toda la comunidad. (El día en que rodamos esa escena, los elementos nos obsequiaron con un viento del noreste tan dramáticamente apropiado como duro a la hora de trabajar con él). Al final nos decidimos por Hog Island, en la desembocadura del río Essex, desde donde todavía se divisan las tierras que en otro tiempo pertenecieran a John Proctor. Como era de esperar, en casi todos los enclaves de la costa de Nueva Inglaterra donde hubiera sido lógico levantar una ciudad, alguien se nos había adelantado; pero Hog Island está, en barco, a cinco minutos del continente, de manera que nadie se había molestado en hacerlo. Nuestro fragmento incontaminado del Nuevo Mundo necesitó de una flotilla de pontones que nos transportaba todos los días antes del amanecer para trabajar en un escenario poblado en gran medida, según se nos aseguró, por descendientes de quienes participaron en la caza de brujas de 1692. Yo preferiría creer que la convicción con que aquellos dos centenares, más o menos, de lugareños, la mayoría sin experiencia como actores, se lanzaron a la tarea de perseguir y ahorcar a los acusados se debió a mis convincentes arengas, aunque a veces resultase difícil borrar la sospecha de que había que atribuirlo a que procedían de los antiguos pobladores de Nueva Inglaterra. Afortunadamente, la mayoría de nuestros extras aseguraron ser descendientes de los condenados y no de sus perseguidores, e invocaron a Giles Corey como antepasado con más frecuencia que a ningún otro de los protagonistas del drama.

Al igual que Salem, también el guión de rodaje iba tomando forma. Todos los guiones adquieren su forma definitiva en los meses de preproducción, pero yo aún tenía la sensación de estar pidiendo a Shakespeare que corrigiera El rey Lear. El hecho de que estuviéramos utilizando una de las indiscutibles obras maestras del teatro moderno sólo parecía, sin embargo, espolear a su autor, y, en la cabaña situada al fondo de su jardín de Connecticut, con Las brujas de Salem centelleando en la pantalla de su ordenador como si la hubiera escrito el día anterior, pasé algunos de los días más emocionantes de mi vida. La película se lo debe todo a la inagotable disponibilidad de Arthur Miller para rehacer su guión mientras yo me esforzaba por visualizarlo imagen a imagen, por sentir su estructura plano a plano, y por acomodarlo a las necesidades prácticas de un rodaje programado para cincuenta y seis días.

Dadas sus dimensiones, el escenario nos permitió tratar el creciente pánico del pueblo como un virus, por lo que los dos primeros actos de la obra sufrieron cambios sustanciales. Abigail lleva la noticia de la enfermedad de Betty al médico primero y después a los Putnam; el doctor Griggs es ahuyentado de la casa de Parris por habitantes del pueblo ansiosos de saber qué es lo que aqueja a Betty; los Corey informan a los Proctor; toda la comunidad converge hacia la iglesia para oír a Parris plantear la posibilidad de que el maligno ande suelto; y Hale olfatea pruebas de brujería por todo Salem. El ritmo creciente del primer acto del drama se traduce en un constante cambio de perspectiva visual y en un montaje cada vez más rápido, que culmina con la vuelta al dormitorio de Betty en el momento en que las chicas —en pleno delirio— se disponen a recibir «la luz de Dios».

Mientras tanto, John Proctor hace cuanto puede para mantenerse al margen de la película. Elizabeth trata de empujarlo para que entre, pero su pasividad halla eco en la de la cámara, con planos generales de larga duración, en contraste con la acumulación de terror que provoca la llegada de Danforth. El montaje paralelo entre la histeria del pueblo y la inercia de Proctor termina por traer la caza de brujas a la puerta de su hogar; y cuando todas las crisis de la película convergen en la larga secuencia del tribunal, equivalente al tercer acto de la obra, la cámara se inmoviliza por fin para observar, con desapasionamiento, la catástrofe inminente. Las explosivas consecuencias de la primera mentira de Elizabeth Proctor provocan una erupción equivalente por parte de la cámara. Abatiéndose sobre las chicas histéricas como si fuese el mismísimo pájaro amarillo, se convierte en parte del contagio, y, sólo cuando el frenesí del pueblo disminuye, recobra la película su sobriedad.

Gran parte del guión reproduce el diálogo de la obra más o menos exactamente, incluso en los casos en que el emplazamiento se ha modificado. Aunque el pájaro amarillo —en respuesta cinematográfica a las tensiones acumuladas en la sala del tribunal— expulsa a las chicas de la iglesia y las persigue colina abajo hasta llegar al mar, en este caso el emparejamiento de la imagen con la palabra tan sólo exigió mínimas correcciones textuales al final del tercer acto de la obra. Esa secuencia se convirtió, sin embargo, en uno de los momentos críticos del rodaje. No es difícil decir «Veo a doscientas personas metiéndose en el agua a la carrera», pero me figuro que «Hay que invadir Normandía» también se pronuncia sin mayores problemas. Semanas de preparación precedieron a los dos días que empleamos en el rodaje de la escena: el primero para filmar, desde plataformas amarradas a cien metros de la orilla, todos los planos que tenían como fondo la tierra firme, y el segundo los que tenían como fondo el mar. Ambos días disponíamos aproximadamente de una hora de marea alta para rodar los planos generales. Cuando llegábamos a los planos cortos había bajado la marea, dejando al descubierto un sedimento pegajoso muy poco fotogénico que era necesario dejar fuera de cuadro. Nadie tenía ropa para cambiarse, de manera que cuando se mojaban, mojados se quedaban, por lo que sólo dispusimos de una toma para conseguir la primera zambullida frenética en el mar, ya que cualquier toma posterior revelaría que todos los intérpretes estaban misteriosamente empapados antes de entrar en contacto con el agua. Aunque el departamento de vestuario estaba en condiciones de secar los trajes de los personajes principales de un día para otro, en la segunda jornada el resto de los habitantes del pueblo tuvo que volver a ponerse la ropa todavía húmeda. Que lo hicieran sin un solo murmullo de protesta fue un homenaje más a la entereza de sus antecesores puritanos. Las chicas —que llevaron la peor parte— iban cuidadosamente provistas de ropa de caucho para bucear: estábamos a mediados de octubre y temíamos que el tiempo fuese más bien frío, pero durante las horas de sol disfrutábamos de un veranillo de San Martín, con lo que la temperatura subía casi hasta los treinta grados; así pues, mientras los miembros del equipo técnico chapoteaban en pantalón corto, las chicas se cocían a fuego lento.

El sol, además, nos obligó a replanteamos la iluminación para la larga escena en la sala del tribunal que culmina con el ataque del pájaro amarillo y que aún tenía que rodarse. Habíamos planeado que tuviera lugar en medio de una tormenta, considerando que la tensión dramática quedaría realzada por el implacable sonido de la lluvia sobre el tejado de la iglesia y por la luz, triste y opresiva, que se filtraría por las ventanas; ya habíamos rodado, y con toda la violencia que nuestros muchachos de los efectos especiales pudieron proporcionamos, la llegada de Elizabeth Proctor a la iglesia bajo un chaparrón. Pero también habíamos filmado otra secuencia que, en tiempo real, sucede tan sólo diez minutos después, y durante la cual apenas había una nube en el cielo. Quizá nos habríamos desanimado más si no hubiéramos estado tan acostumbrados al tiempo de Nueva Inglaterra, donde diez minutos es tiempo más que suficiente para que pase una tormenta; pero, de todos modos, aún teníamos que hacer aparecer el sol en algún momento entre la llegada de Elizabeth y la precipitada salida de las chicas. En el montaje definitivo, el sol se abre paso entre las nubes e inunda la sala momentos antes de que Elizabeth niegue el adulterio de John, rodeándola brevemente con algo que recuerda a un halo, un efecto que nos hizo sentirnos a todos bastante satisfechos, pero que, como muchas cosas que suceden durante el rodaje de una película, fue fruto tanto de la improvisación como del cálculo. Casi de manera invariable, hasta los planes más concienzudos han de modificarse, y no una, sino varias veces.

Otra forma distinta de improvisación fue nuestro punto de partida con las quince chicas supuestamente víctimas de las brujas, en su mayoría adolescentes de la zona sin experiencia profesional y que se incorporaron a los ensayos, con el fin de realizar ejercicios gimnásticos básicos y de expresión corporal, una semana antes de que el resto de los actores empezara a trabajar en el guión propiamente dicho. El concepto mismo de ensayo tropieza con la desconfianza de gran parte del mundo del cine, de manera que se estiró el presupuesto, no sin cierto grado de escepticismo, para permitir un entrenamiento que resultó tan eficaz como turbador. Las oficinas de producción se hallaban en un hospital psiquiátrico abandonado, cuyo gimnasio nos proporcionó el lugar adecuado para nuestra exploración de los límites extremos de la histeria adolescente. Como pudimos comprobar, no resultó demasiado difícil idear ejercicios que liberasen la agresividad contenida de las chicas de Salem, llegándose a la histeria sin ningún problema. Los actores no suelen tener dificultades para dejar que aflore la innata malevolencia que la mayoría de nosotros reprime con firmeza; es más, de hecho, parece ser uno de los aspectos más satisfactorios de la profesión de actor. De manera que las chicas se dejaron ganar con una rapidez perturbadora por las sensaciones que alimentaron la caza de brujas. Evitamos, sin embargo, trabajar en detalle el guión: todo lo que las chicas hacen en la película proviene del pánico que sienten («¿Qué vamos a hacer? ¡Todo el mundo está hablando de brujería!») y, en consecuencia, había que contar con cierta improvisación, efecto que podía verse perjudicado por los minuciosos ensayos textuales que se necesitan en el teatro para establecer el fundamento de una aparente espontaneidad que ha de repetirse dos veces al día. Delante de la cámara, de todos modos, sigue habiendo muchas cosas que requieren premeditación. Los actores, para no salir desenfocados, han de respetar las marcas que se les traza; han de repetir movimientos idénticos en planos diferentes para mantener la continuidad y, no menos importante, han de saberse los diálogos. Pero, al fin y a la postre, de ordinario cada escena se rueda sólo durante un día —aunque haya que repetirla muchas veces—, por lo que puede conseguirse algo muy parecido a la espontaneidad; y, dada la brutalidad con que la cámara denuncia todo lo que es falso, resulta mucho más deseable.

Nos proponíamos, por consiguiente, crear un caudal de sentimientos y experiencias compartidos al que pudiéramos recurrir durante el rodaje; y quizá los cinco primeros minutos del film fueron los que nos plantearon el problema más interesante. Partimos, para nuestro trabajo, de que la fuente de la energía destructora de las chicas es la eclosión de su sexualidad, de manera que todo el comienzo está pensado para descorchar la botella del deseo, para dar corporeidad a lo que en la obra de teatro ya está pasado y acabado, algo a lo que sólo se alude. La escena nocturna en el bosque, dado que se sitúa al comienzo de la película, ejerce una presión continua no sólo sobre las muchachas, que temen ser denunciadas, sino también sobre el aparente estricto decoro que rige la vida de Salem. Y si bien podría haber resultado llamativo comenzar la película con imágenes de gravedad puritana, creando así un contexto para la liberación sensual que proporciona la reunión secreta en torno a Tituba, parecía más peligroso trabajar exactamente al revés: probar el fruto prohibido antes de entrar en lo que pretende ser el Edén. Por tanto, después de una rápida secuencia para algunos títulos de crédito, que saca a las chicas de la cama y las lleva a la calle, librándose de capas y de inhibiciones mientras irrumpen en el bosque, y vibrando de emoción mientras hacen conjuros para atraer a los muchachos que desean, entramos directamente en el baile.

Pero ¿cómo baila una persona que no lo ha hecho en toda su vida? ¿Cómo se libera la vitalidad reprimida durante tantos años? Trabajamos con un estupendo profesor de expresión corporal de la New York University para descubrir las respuestas más elementales a la llamada de la música; y como partíamos de que Tituba había traído consigo de las islas Barbados los ritmos del Caribe, escogimos una antigua salmodia vudú relacionada con la fertilidad y tratamos de imaginar cómo afectaría a unas muchachas cuya experiencia musical se reducía al himnario. Aunque esto requería un mayor esfuerzo imaginativo que organizar la histeria de la sala del tribunal, pronto nos dimos cuenta de que ambas cosas eran inseparables, y de que cualquier comunidad que niega a sus jóvenes algún medio para la expresión de su sexualidad está buscándose problemas.

Para Abigail, por supuesto, la noche en el bosque significa mucho más que la expresión de la sexualidad, dado que con John Proctor ya ha tenido esa experiencia, y lo que ahora le preocupa es disponer de un hechizo para acabar con la esposa de este; además, si bien el ansia de venganza de las demás chicas sólo se desata cuando todo el mundo empieza a hablar de brujería, Abigail está —ella al menos así lo cree— practicándola ya. De manera que la danza tiene como contrapunto los primeros planos del rostro de Abigail, que expresa una concentración criminal, estableciendo la tensión, característica de toda la película, entre el grupo y el individuo. Por expresivo que pueda resultar el movimiento del grupo (o, de hecho, el de la cámara), la película, en último extremo, cobra vida gracias a las actuaciones individuales. En cualquier caso, yo no hubiera estado tan decidido a colocar a Abigail de manera determinante en el encuadre inicial del film si hubiese tenido menos confianza en la habilidad de Winona Ryder para sugerir de inmediato la hirviente mezcla de emociones en conflicto que va a empujarla a lo largo de toda la película.

A decir verdad, si de algo estábamos seguros durante el rodaje fue de la calidad de la interpretación: todos los actores del mundo de habla inglesa parecían querer participar en la película, de manera que el complicado cortejo que con frecuencia nos vemos obligados a desplegar a la hora de convencer a las estrellas cinematográficas para que se decidan a trabajar en una película resultó superfluo. Daniel Day-Lewis no necesitó más que una taza de té en un café londinense para convertirse de inmediato en íntimo y clarividente amigo y colaborador. Conocí a Winona Ryder por casualidad en una fiesta, poco después de iniciar el proceso para la elección de actores. Winona se lamentó de no ser cinco años más joven; y a mí, viéndola en traje de noche, me resultó difícil relacionarla con la puritana adolescente, de manera que también yo lo lamenté. Pero acordamos almorzar juntos dos días después y me encontré entonces delante de una niña abandonada, vestida con una enorme camiseta blanca, que parecía incluso demasiado joven para hacer de Betty Parris. A Joan Allen la conocía por su trabajo en los escenarios de Nueva York, escenarios que resultaron ser la fuente más fecunda para nuestro grupo de intérpretes, cosa nada sorprendente, dadas las exigencias lingüísticas del guión. Pero, procediendo, como es mi caso, del teatro inglés, nada me emocionó tanto como contar para El crisol con la participación de Paul Scofield, quizás el mejor actor vivo en lengua inglesa y que en la actualidad sólo trabaja cuando verdaderamente cree que el papel que se le ofrece merece la pena. No hubiera sido en absoluto difícil encontrar a un actor especializado en lo siniestro, pero el caso de Danforth presenta el particular peligro de que sus convicciones son auténticas, y su deseo de acabar con el diablo, totalmente sincero. En nuestra primera entrevista, Paul Scofield me dijo que el papel de Danforth le recordaba una y otra vez a un personaje que él había interpretado anteriormente, hasta que por fin cayó en la cuenta de que el vicegobernador era, en algunos aspectos, la otra cara de santo Tomás Moro, el modelo de hombre íntegro protagonista de Un hombre para la eternidad (A man for all seasons), la obra teatral de Robert Bolt y más tarde película de Fred Zinnemann. De hecho, antes de convertirse en mártir católico a manos de Enrique VIII, Tomás Moro había enviado protestantes a la hoguera con considerable entusiasmo; a todas luces, el Danforth de Scofield resultaría tan obstinado en la persecución como celoso a la hora de combatir al maligno.

Las seis primeras semanas transcurrieron en Hog Island, donde todos nosotros formamos una comunidad estrechamente unida cuya insularidad real quedó reflejada con claridad en la película. La geografía misma de los distintos escenarios impuso un calendario de rodaje acorde con los acontecimientos del film. La casa de los Proctor, por ejemplo, se construyó a cierta distancia del pueblo, con el resultado de que Joan Allen visitaba con tan poca frecuencia el decorado principal como Elizabeth Proctor el pueblo. Paul Scofield llegó a mitad del rodaje, provocando tanto revuelo entre intérpretes y equipo técnico como el que produce Danforth al presentarse en Salem. Todo el rodaje se caracterizó por una especial intensidad y un sentimiento de responsabilidad que nos permitió superar sin problemas las tres semanas que pasamos fuera de la isla: los interiores para las escenas en la taberna y en la iglesia se habían construido en un plato insonorizado habilitado a toda prisa en una fábrica abandonada de Beverly. Allí Rob Campbell, que interpreta al reverendo Hale, contempló consternado cómo los juicios por brujería se desarrollaban ahora en lo que fuera en otro tiempo el corazón de la parroquia del reverendo Hale. Volvimos a los exteriores para rodar las escenas de la cárcel en unos parajes de la costa de Massachusetts cuya potencial desolación habíamos dado por supuesta cuando los elegimos a mitad de verano y que luego, en el momento del rodaje —grises y sin hojas—, recompensaron plenamente la confianza depositada en ellos.

Nuestro propósito fue siempre crear las circunstancias que permitieran a los actores revelar plenamente el enorme capital de emociones personales invertido en cada nueva erupción de la histeria colectiva. El sentimiento de culpabilidad de Proctor, la obsesión amorosa de Abigail, el temor de Parris a perder su puesto y el terror de Mary Warren son tan trascendentales por sus efectos y tan temáticamente importantes como cualquier otra cosa que suceda en los juicios; y, en último extremo, no hay nada más grande en la película que el momento en que los Proctor se abren mutuamente el corazón. El destino del mundo, por supuesto, está ligado a la decisión de Proctor de confesar en falso o de no hacerlo, y su negativa señala el final de la locura. Pero la importancia política de su decisión queda compensada por su sincera emotividad; y con Daniel Day-Lewis y Joan Allen pudimos equiparar el destino del mundo con el destino de un solo matrimonio.

Comparativamente, fue muy poco lo que se perdió en la etapa de postproducción. El montaje definitivo dura quizá quince minutos menos que el primer montaje, todavía sin afinar, y la mayor parte del metraje descartado lo eliminamos gradualmente, a medida que descubría, con la ayuda de mi montador, Tariq Anwar, los ritmos inherentes a la película. En la sala de montaje, al igual que durante el rodaje, nos esforzamos por conseguir claridad y un ritmo sostenido; a la hora de añadir la música también nos propusimos una simplicidad equivalente. La partitura compuesta por George Fenton se basa de hecho en una fusión de diferentes mundos sonoros: arcaicos instrumentos de cuerda (un conjunto de violas), una orquesta sinfónica moderna, sintetizadores, y percusión creada mediante la experimentación electrónica con quincallería antigua. La música, como la película en su totalidad, no sólo habla del pasado en términos contemporáneos, sino que une lo antiguo y lo moderno para crear un mundo nuevo, a la vez extraño y familiar. En El crisol se representa una vieja historia —mucho más antigua que Salem— hasta su inevitable conclusión: siempre en busca de la nueva Jerusalén, estamos condenados a repetir nuestros errores. Pero quizá queden todavía un hombre y una mujer, solos en un extremo del mundo, pidiéndose perdón mutuamente.

Nicholas Hytner