Primer acto
Obertura
Un pequeño dormitorio en el hogar del reverendo Samuel Parris, en Salem, Massachusetts, en la primavera de 1692.
A la izquierda, una ventana estrecha, a través de cuyos vidrios emplomados entra el sol matinal. Cerca de la cama, que queda a la derecha, todavía arde una vela. Una cómoda, una silla y una mesita completan el mobiliario. Al fondo, una puerta da al descansillo de la escalera que lleva al piso bajo. El cuarto produce una impresión de austera limpieza. Las vigas del techo están al descubierto, y la madera es de color natural, sin barniz ni pintura de ninguna clase.
Al alzarse el telón, el reverendo Parris está de rodillas junto a la cama de su hija Betty, rezando. Betty, de diez años, yace en el lecho, inmóvil.
En la época en que sucedieron estos acontecimientos, el reverendo Parris tenía algo más de cuarenta años. En los relatos históricos su figura queda muy malparada y son muy pocas las cosas buenas que pueden decirse de él. Tenía el convencimiento de que se le perseguía dondequiera que iba, pese a sus incansables esfuerzos por congraciarse con Dios y sus convecinos. En las reuniones con sus feligreses consideraba un insulto que alguien se levantara para cerrar la puerta sin haberle pedido permiso. Era un viudo a quien no interesaban los niños y que carecía de dotes para tratarlos. Los veía como jóvenes adultos y, hasta el momento de producirse la extraña crisis que aquí se relata, ni a él, ni al resto de Salem, se le ocurrió nunca que los niños echaran de menos otra libertad que la de permitirles andar erguidos, aunque con los ojos ligeramente bajos, los brazos pegados a ambos lados del cuerpo y la boca cerrada mientras no se les invitara a hablar.
La casa del reverendo Parris se alzaba en lo que entonces llamaban «ciudad» y que hoy en día apenas alcanzaría la categoría de pueblo. La iglesia estaba cerca, y desde ahí hasta las afueras —tanto en dirección a la bahía como tierra adentro— unas cuantas casas oscuras de ventanas pequeñas se hacinaban para combatir el crudo invierno de Massachusetts. La fundación de Salem apenas se remonta a cuarenta años antes de los sucesos que aquí se relatan. Para el mundo europeo toda la provincia no era más que una frontera bárbara, habitada por una secta de fanáticos que, sin embargo, enviaba a la metrópoli productos cuya cantidad y valor aumentaban poco a poco.
Nadie sabe cómo eran en realidad sus vidas. Carecían de novelistas, pero, de todos modos, tampoco se les hubiera permitido leer novelas de haberlas tenido a su alcance. Sus creencias les prohibían cualquier cosa que se asemejara a una función teatral o a una «vana diversión». No celebraban las Navidades, y los días festivos sólo se distinguían por una mayor entrega a la oración.
Lo que no quiere decir que esta manera de vivir tan estricta y sombría careciera de interrupciones. Cuando se construía una nueva granja, los amigos se reunían para celebrarlo, se preparaban algunos platos especiales y probablemente se bebía sidra con cierto contenido alcohólico. Salem contaba con una buena colección de inútiles que perdían el tiempo jugando al tejo en la taberna de Bridget Bishop. Probablemente la dureza del trabajo, más que la fe, contribuía a evitar que se relajara la moral, porque los habitantes de Salem estaban obligados a luchar como héroes con la tierra por cada grano de trigo, y a nadie le sobraba mucho tiempo para frivolidades.
La existencia de transgresores, sin embargo, puede inferirse de la costumbre de nombrar una patrulla, integrada por dos notables, cuyo cometido era «pasear durante el tiempo dedicado al culto divino para informarse de quiénes se quedan en los alrededores del templo, sin asistir a la predicación de la palabra y a las ceremonias, y de quiénes permanecen en sus casas y en los campos sin dar una explicación convincente de sus motivos, y anotar los nombres de tales personas para entregárselos a los magistrados, a fin de que estos puedan, en consecuencia, proceder contra ellos». Este gusto por meter las narices en los asuntos de los demás era una costumbre muy arraigada entre los habitantes de Salem y, sin duda, provocó muchas de las sospechas que habrían de alimentar la locura ya cercana. Era también, en mi opinión, una de las cosas contra las que sin duda se rebelaban las personas como John Proctor, porque casi había pasado ya la época del pueblo concebido como campamento en armas, y, dada la razonable seguridad de la región, aunque todavía se produjeran excepciones, los antiguos castigos empezaban a provocar rencor. Pero, como sucede con todas estas cuestiones, la situación no era inequívoca, porque el peligro seguía existiendo, y la mejor promesa de seguridad seguía siendo permanecer unidos.
El límite de las tierras salvajes no estaba lejos. El continente americano se extendía interminablemente hacia el oeste, todavía lleno de misterio para los habitantes de Salem. Oscuro y amenazador, lo miraban con ojos vigilantes de noche y de día, porque de él surgían de cuando en cuando merodeadores de las tribus indias, y el reverendo Parris tenía feligreses que habían perdido parientes a manos de aquellos paganos.
La estrechez de miras y la intolerancia de los habitantes de Salem fueron parcialmente responsables de su fracaso en la cristianización de los indios. También, probablemente, les resultaba menos engorroso quitarles la tierra a unos paganos que a otros cristianos como ellos. En cualquier caso, fueron muy pocos los indios que se convirtieron y la gente de Salem estaba convencida de que los bosques incultos eran el refugio del demonio, su punto de apoyo y su último bastión de resistencia. Hasta donde a ellos se les alcanzaba, el bosque americano era el único lugar de la Tierra donde no se rendía culto a Dios.
Por estas y otras razones, vivían inmersos en un clima de resistencia, incluso de persecución. A sus progenitores, por supuesto, se les había perseguido en Inglaterra. De manera que ahora ellos y su Iglesia consideraban necesario oponerse a la libertad de cualquier otra secta, a fin de que su Nueva Jerusalén no se viera mancillada y corrompida por costumbres nocivas e ideas engañosas.
Creían, por decirlo en pocas palabras, que sostenían con mano firme la luz que acabaría por iluminar al mundo. Nosotros, los estadounidenses de hoy, hemos heredado esa creencia, que nos ha ayudado y nos ha perjudicado al mismo tiempo. A ellos les ayudó porque les dotó de disciplina. En términos generales, eran un pueblo austero y devoto, y tenían que serlo para soportar la vida que habían escogido o a la que habían tenido que incorporarse en razón de su nacimiento.
La prueba del valor que para ellos tenían sus creencias quizá se encuentre analizando las características, diametralmente opuestas, del primer Jamestown, asentamiento situado más hacia el sur, en la provincia de Virginia. Los ingleses que se instalaron allí llegaban sobre todo con ánimo de lucro. Se proponían sacar provecho de la riqueza de aquel nuevo país y regresar, adinerados, a Inglaterra. Eran un grupo de individualistas, personas mucho más atractivas que los colonos de Massachusetts. Pero Virginia los destrozó. Aunque Massachusetts también trató de acabar con los puritanos, estos resistieron uniéndose; crearon una sociedad comunal que, en un principio, era poco más que un campamento en armas con un gobierno autocrático muy devoto. Se trataba, sin embargo, de una autocracia por consentimiento, puesto que la sociedad estaba unida a todos los niveles por una ideología común cuya perpetuación era la razón y justificación de todas sus penalidades. De manera que su espíritu de sacrificio, su determinación, su desconfianza ante cualquier tipo de frivolidad, su justicia implacable, constituían, en conjunto, un instrumento perfecto para la conquista de un espacio tan antagónico para el ser humano como aquel.
Pero los habitantes del Salem de 1692 no eran ya unas personas tan resueltas y devotas como los colonizadores que llegaron a bordo del Mayflower. Se habían producido enormes cambios y, en su momento, una revolución había destituido al gobierno monárquico, sustituyéndolo por la junta que ostentaba el poder en aquel momento. La época en la que vivieron debió de parecerles confusa y decepcionante y, para la gente corriente, tan insoluble y complicada como a nosotros nos parece ahora la nuestra. No es difícil entender que muchos llegaran a creer que la confusión de la época tenía su origen en fuerzas oscuras muy profundas. No hay indicación alguna de la existencia de tales reflexiones en las actas del tribunal, pero el desorden social produce en cualquier época ese tipo de sospechas más o menos místicas, y cuando, como en Salem, se descubren cosas asombrosas bajo las meras apariencias, no cabe esperar que la gente resista mucho tiempo sin atacar a las víctimas con todo el ímpetu de sus frustraciones.
La tragedia de Salem, que está a punto de comenzar en estas páginas, se originó a partir de una paradoja. Se trata de una paradoja que, aunque todavía atenaza nuestras vidas, sigue sin tener visos de resolverse. La paradoja es, simplemente, la siguiente: con buenos fines, incluso con fines altruistas, los habitantes de Salem crearon una teocracia, una asociación del poder estatal y el religioso cuya función consistía en mantener unida a la comunidad y evitar cualquier tipo de resquebrajamiento que pudiera facilitar su destrucción a manos de enemigos materiales o ideológicos. Esa teocracia se fraguó para un fin necesario y alcanzó la meta propuesta. Pero toda organización se funda, inevitablemente, en la idea de exclusión y de prohibición, por la misma razón que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio. Evidentemente, llegó un momento en el que la represión en pro del orden establecido resultó más onerosa de lo que parecían requerir los peligros contra los cuales se había organizado esa represión. La caza de brujas fue una manifestación extrema del pánico que se apoderó de todas las clases sociales cuando la balanza empezó a inclinarse en favor de una mayor libertad personal.
Si nos elevamos por encima de la vileza individual desplegada en aquella crisis, no nos queda otro remedio que compadecer a sus protagonistas, como, sin duda, algún día alguien se compadecerá de nosotros. Al ser humano aún le resulta imposible organizar su vida social sin recurrir a la represión, y todavía debe encontrarse el equilibrio entre orden y libertad.
La caza de brujas no fue, sin embargo, una simple represión. Supuso también una oportunidad, largo tiempo aplazada y de similar importancia que la represión, para que todos los que lo deseasen confesaran públicamente, con el pretexto de acusar a las víctimas, su culpabilidad y sus pecados. De repente resultó posible —e incluso patriótico y santo— que un varón contara cómo Martha Corey había entrado de noche en su dormitorio, mientras su esposa dormía a su lado, procediendo a tumbarse sobre su pecho «hasta casi asfixiarlo». Por supuesto se trataba sólo del espíritu de Martha Corey, pero la satisfacción del transgresor al confesarlo no era menor que si se hubiera tratado de la Martha de carne y hueso, ya que, de ordinario, no se podía hablar de tales cosas en público.
Odios de muchos años contra vecinos se manifestaron abiertamente, y se disfrutó del placer de la venganza, pese a las caritativas recomendaciones de la Biblia. La codicia de la tierra, manifestada por las constantes disputas acerca de lindes y por la impugnación de escrituras de propiedad, pudo elevarse ahora a la esfera de la moralidad; fue posible acusar de brujería al vecino y sentirse perfectamente justificado por añadidura. Se ajustaron viejas cuentas pendientes elevándolas al plano del combate celestial entre Lucifer y el Sumo Hacedor; las sospechas y la envidia que el desgraciado sentía por el que era feliz pudieron estallar, y de hecho estallaron, dentro del marco de la venganza generalizada.
El reverendo Parris está rezando y, aunque no oímos lo que dice, da la impresión de sentirse desconcertado. Balbucea y parece contener las lágrimas hasta que, finalmente, llora; luego reza de nuevo; pero su hijita sigue inmóvil.
La puerta se abre y entra su esclava negra. Tituba tiene algo más de cuarenta años. Parris la trajo consigo de las islas Barbados, donde el reverendo, antes de ordenarse, vivió algunos años dedicado al comercio. Tituba, al entrar, se comporta como quien ya no soporta más verse privada de la presencia de un ser muy querido, pero está al mismo tiempo asustada porque su intuición de esclava le advierte que, como siempre, los problemas de la casa acabarán cayendo sobre sus espaldas.
TITUBA (retrocediendo ya): ¿Mi Betty se pondrá bien pronto?
PARRIS: ¡Fuera!
TITUBA (retrocediendo hasta la puerta): Mi Betty no se va a morir…
PARRIS (poniéndose en pie, lleno de indignación): ¡No quiero verte! (Tituba ya ha salido). ¡No quiero…! (Se le escapa un sollozo. Aprieta los dientes para dominarse; luego cierra la puerta y se apoya en ella, exhausto). ¡Dios mío, ayúdame! (Temblando de miedo, balbuceando entre sollozos, se acerca a la cama y, afectuosamente, coge la mano de Betty). Betty, hijita, pequeña mía, ¿por qué no despiertas, por qué no abres los ojos? Betty, cariño mío…
(Se está inclinando para arrodillarse de nuevo cuando entra su sobrina, Abigail Williams, de diecisiete años: una muchacha extraordinariamente hermosa, huérfana, con una inagotable capacidad de disimulo. Ahora toda ella es preocupación, cautela y decoro).
ABIGAIL: ¿Tío? (El reverendo la mira). Ha llegado Susanna Walcott, que viene de parte del doctor Griggs.
PARRIS: ¡Ah! Que entre, dile que entre.
ABIGAIL (asomándose un poco al descansillo para llamar a Susanna, que está a mitad del último tramo de la escalera): Sube, Susanna.
(Entra Susanna Walcott, una muchacha nerviosa y precipitada, un poco más joven que Abigail).
PARRIS (ansioso): ¿Qué dice el médico, hija mía?
SUSANNA (estirando el cuello para poder ver a Betty por encima de Parris): Me ha encargado que le diga, reverendo, que no encuentra en sus libros ninguna medicina adecuada.
PARRIS: Pues tendrá que seguir buscando.
SUSANNA: No crea que no ha buscado, reverendo; no ha hecho otra cosa desde que se despidió de usted. También me ha encargado decirle que quizá la causa no sea natural.
PARRIS (abriendo desmesuradamente los ojos): No, no. Tiene que tratarse de causas naturales. Dile que he llamado al reverendo Hale, de Beverly, y que, sin duda, lo confirmará. Que siga buscando una medicina y que se olvide de causas fuera de lo normal. No se trata de eso.
SUSANNA: Sí, señor. Eso me mandó que le dijera. (Se vuelve para salir).
ABIGAIL: No cuentes nada de esto en el pueblo, Susanna.
PARRIS: Vuelve directamente a casa y no digas nada de causas anormales.
SUSANNA: Sí, señor. Rezaré por ella. (Sale).
ABIGAIL: Tío, en el pueblo no se habla más que de brujería; quizá sea mejor que baje usted mismo y lo desmienta. El salón está lleno de gente. Yo me quedaré con Betty.
PARRIS (sintiéndose acosado, se vuelve hacia ella): ¿Y qué les voy a decir? ¿Que encontré a mi hija y a mi sobrina bailando en el bosque como unas paganas?
ABIGAIL: Es cierto que bailamos, tío; dígales que lo he confesado…, y que me azotará si es eso lo que se debe hacer. Pero la gente habla de brujería. Betty no está hechizada.
PARRIS: Abigail, yo no puedo presentarme ante mis feligreses sabiendo que no te has sincerado conmigo. ¿Qué hicisteis en el bosque?
ABIGAIL: Bailamos, tío, y cuando usted salió de repente de entre la maleza, Betty se asustó mucho y se desmayó. Eso fue todo.
PARRIS: Siéntate, hija mía.
ABIGAIL (temblando mientras se sienta): Yo nunca le haría daño a Betty. La quiero muchísimo.
PARRIS: Escúchame, hija mía. Se te castigará, no lo dudes, en el momento oportuno. Pero si en el bosque tuviste comercio con espíritus, dímelo, he de saberlo ahora, porque mis enemigos acabarán por enterarse y provocarán mi ruina con ello.
ABIGAIL: Pero nosotras no invocamos a ningún espíritu.
PARRIS: Entonces, ¿por qué no se ha movido desde medianoche? Mi hija está muy grave. (Abigail baja los ojos). Acabará sabiéndose…, mis enemigos lo sacarán a relucir. Cuéntame lo que hicisteis. ¿No te das cuenta de que tengo muchos enemigos?
ABIGAIL: Sí, lo he oído decir, tío.
PARRIS: Hay un grupo que quiere destituirme. ¿Comprendes lo que eso significa?
ABIGAIL: Creo que sí.
PARRIS: Y en este momento, cuando todo está trastornado, se descubre que mi propia casa es el centro mismo de conductas obscenas. En el bosque se hacen cosas abominables…
ABIGAIL: ¡No era más que un juego, tío!
PARRIS (señalando a Betty): ¿A eso le llamas tú juego? (Abigail baja los ojos. El tono de voz de Parris se hace suplicante). Si sabes algo que sirva de ayuda al médico, dímelo, por el amor de Dios. (Abigail guarda silencio). Vi cómo Tituba agitaba los brazos sobre el fuego cuando os encontré. ¿Por qué lo hacía? Y la oí chillar y decir cosas ininteligibles. ¡Se movía como un ser irracional delante de aquel fuego!
ABIGAIL: Siempre canta canciones de las Barbados, y nosotras bailamos.
PARRIS: No puedo negar lo que vi, Abigail, porque mis enemigos tampoco lo pasarán por alto. Vi un vestido sobre la hierba.
ABIGAIL (aparentando ignorancia): ¿Un vestido?
PARRIS (costándole trabajo hablar, porque es muy penoso lo que tiene que decir): Sí, un vestido. Y me pareció ver… ¡a alguien que corría desnudo entre los árboles!
ABIGAIL (aterrorizada): ¡No había nadie desnudo! ¡Se equivoca usted, tío!
PARRIS (enojado): ¡Lo vi! (Se aparta de ella. Luego, decidido): Ahora dime la verdad, Abigail. Y ruego a Dios que te haga comprender la importancia de la verdad, porque está en juego mi ministerio; mi ministerio y quizá la vida de tu prima. Sean cuales fueran las abominaciones que hayáis cometido, cuéntamelo todo ahora, porque no quiero que me sorprendan desprevenido cuando me presente ahí abajo.
ABIGAIL: No hay nada más. Se lo juro, tío.
PARRIS (la mira fijamente y luego asiente con la cabeza, convencido sólo a medias): Abigail, he luchado durante tres largos años para convencer a unas personas sumamente testarudas, y precisamente ahora, cuando empiezan a respetarme, pones en peligro mi reputación. Te he dado un hogar, hija mía, te he vestido…, y ahora quiero que me des una respuesta sincera. Tu reputación está libre de toda mancha, ¿no es cierto?
ABIGAIL (con cierto resentimiento): Estoy segura de que sí, tío. No tengo nada de que avergonzarme.
PARRIS (yendo al grano): ¿Hay algún otro motivo, que me hayas ocultado, para que la señora Proctor te despidiera? He oído decir, y te lo repito como me lo contaron, que este año viene tan pocas veces a la iglesia porque no quiere sentarse cerca de alguien impuro. ¿Qué quiere decir eso?
ABIGAIL: Me aborrece, tío, no hay otra razón, me aborrece porque yo no estaba dispuesta a ser su esclava. Es una mujer amargada, mentirosa, fría, llorona, ¡y yo no quiero trabajar para una persona así!
PARRIS: Quizá tengas razón. Pero me preocupa que hayan pasado siete meses desde que dejaste su casa y en todo este tiempo ninguna otra familia haya solicitado tus servicios.
ABIGAIL: Quieren esclavas, no personas como yo. Que vayan a buscarlas a las Barbados. ¡No pienso pintarme la cara de negro por ninguna de ellas! (Con resentimiento, apenas disimulado, hacia el reverendo). ¿Le sabe mal darme alojamiento, tío?
PARRIS: No, claro que no.
ABIGAIL (enojada): ¡Soy tan honrada como la que más! ¡No voy a consentir que nadie manche mi reputación! ¡La señora Proctor es una chismosa que miente más que habla!
(Entra Ann Putnam, una criatura retorcida de cuarenta y cinco años, obsesionada con la muerte y a la que atormentan sus sueños).
PARRIS (tan pronto como la puerta comienza a abrirse): No, no; no puedo recibir a nadie. (Pero al ver a la señora Putnam surge en él un atisbo de deferencia, aunque continúa preocupado). ¡Vaya, señora Putnam!, entre, por favor.
SRA. PUTNAM (con respiración agitada y ojos brillantes): Es asombroso. Sin duda estamos ante un ataque del infierno dirigido contra usted.
PARRIS: No, no, señora Putnam, se trata de…
SRA. PUTNAM (lanzando una ojeada a Betty): ¿Hasta qué altura voló? Dígame.
PARRIS: No, no; no ha volado nunca…
SRA. PUTNAM (muy complacida): Sí, sí, claro que voló. El señor Collins la vio pasar por encima del granero de Ingersoll y posarse luego con la ligereza de un pájaro. ¡Eso es lo que cuenta!
PARRIS: Escúcheme, señora Putnam, mi hija no ha vo… (Entra Thomas Putnam, un terrateniente acomodado y despótico, próximo a la cincuentena). ¡Ah, señor Putnam, buenos días!
PUTNAM: ¡Es providencial que se haya descubierto! Sin duda es providencial. (Va directamente hasta la cama).
PARRIS: ¿Qué es lo que se ha descubierto? ¿Qué…?
(La señora Putnam también se acerca a la cama).
PUTNAM (contemplando a Betty): ¡Tiene los ojos cerrados! ¿Te das cuenta, Ann?
SRA. PUTNAM: Sí que es extraño. (A Parris): La nuestra los tiene abiertos.
PARRIS (conmocionado): ¿Está enferma su Ruth?
SRA. PUTNAM (con malévola certeza): Yo no lo llamaría enfermedad; el aliento del demonio va más allá de la enfermedad. Se trata de la muerte, permítame que se lo diga: es la muerte entrando en ellas con cuernos y pezuñas.
PARRIS: ¡Dios no lo quiera! Por favor, ¿en qué consiste la enfermedad de Ruth?
SRA. PUTNAM: Presenta los signos que cabía esperar. No se ha despertado por la mañana y, aunque tiene los ojos abiertos y camina, no oye, ni ve, ni come. Le han robado el alma, no cabe duda.
(Parris no sale de su asombro).
PUTNAM (como si estuviera deseoso de obtener más detalles): Dicen que ha enviado usted a buscar al reverendo Hale, de Beverly…
PARRIS (cada vez menos convencido de haber tomado la decisión acertada): Tan sólo como precaución. Tiene mucha experiencia en todas las artes demoníacas, y se me…
SRA. PUTNAM: Sí que es un experto; el año pasado descubrió una bruja en Beverly, no lo olvide.
PARRIS: A decir verdad, señora Putnam, sólo opinaron que se trataba de una bruja, pero yo estoy seguro de que en este caso no hay elemento alguno de brujería…
PUTNAM: ¿Que no hay brujería? Escúcheme, señor Parris…
PARRIS: Thomas, Thomas, se lo ruego, no saque conclusiones precipitadas. Estoy seguro de que usted…, usted menos que nadie, desearía que recayera sobre mí una acusación tan calamitosa. No hay motivos aún para hablar de brujería. Me echarían de Salem entre abucheos por permitir semejante corrupción en mi casa.
Unas palabras sobre Thomas Putnam, un hombre quejoso de las muchas injusticias que se han cometido contra él y que, al menos en un caso, parece quejarse con razón. Algún tiempo atrás, a James Bayley, cuñado de su mujer, no le habían permitido ejercer el ministerio sagrado en Salem. Bayley reunía todos los requisitos y contaba, por añadidura, con las dos terceras partes de los votos, pero un grupo impidió que se le aceptara, por razones que no están claras.
Thomas Putnam, el primogénito del hombre más rico del pueblo, había luchado contra los indios en Narragansett y estaba muy interesado en los asuntos de la parroquia. Sin duda le pareció una muestra de ingratitud que los habitantes de Salem menospreciaran tan descaradamente a su candidato para un cargo tan importante, sobre todo si se tiene en cuenta que Thomas se consideraba intelectualmente superior a la mayoría de las personas que le rodeaban.
Su carácter vengativo quedó patente mucho antes de que comenzara el asunto de la brujería. George Burroughs, anterior ministro de Salem, había tenido que pedir dinero prestado para el funeral de su esposa y, como la parroquia se mostraba remisa en el pago de su salario, no tardó en arruinarse. Pues bien, Thomas y su hermano John hicieron encarcelar a Burroughs por deudas que en realidad no eran suyas. La importancia de este incidente estriba en que Burroughs había llegado a ser ministro, mientras que Bayley, el concuñado de Thomas Putnam, fue rechazado; con toda claridad, Putnam actuó movido por el resentimiento. Thomas Putnam consideraba que su buen nombre y el honor de su familia habían quedado en entredicho por el comportamiento del pueblo y, al parecer, estaba decidido a poner las cosas en su sitio siempre que se le presentara la ocasión.
Otra razón para creer que se trataba de un hombre profundamente amargado fue su intento de invalidar el testamento de su padre, que dejó una cantidad desproporcionada de dinero a un hermanastro. Como en todas las demás causas públicas en las que intentó imponer su voluntad, también en esta ocasión fracasó.
Nada tiene, por tanto, de sorprendente que muchas de las acusaciones contra diversas personas sean de su puño y letra, ni que su nombre figure con mucha frecuencia como testigo para corroborar un testimonio acerca de hechos extraordinarios, o que su hija dirigiera el clamor contra los acusados en los momentos cruciales de los juicios, sobre todo cuando… Pero ya hablaremos de ello a su debido tiempo.
PUTNAM (que de momento sólo se propone conseguir que Parris, a quien desprecia, se acerque un poco más al abismo): Señor Parris, siempre me he puesto de su lado en todas las controversias, y continuaré haciéndolo; pero no puedo hacerlo si me oculta algo. Sin duda unos espíritus vengativos y dañinos se han apoderado de estas criaturas.
PARRIS: Pero, Thomas, no puede usted…
PUTNAM: ¡Ann! Cuéntale al señor Parris lo que hiciste.
SRA. PUTNAM: Reverendo Parris, enterré sin bautizar a siete hijas recién nacidas. Créame si le digo que no ha visto usted nunca bebés más sanos y fuertes. Y, sin embargo, las siete se me consumieron en los brazos la noche misma en que vinieron al mundo. Nunca he dicho nada a nadie, pero mi corazón clamaba, mostrándome indicios. Y ahora, este año, mi Ruth, mi única… Noté que se había vuelto extraña. En este último año se ha convertido en una niña reservada, y la he visto desmejorarse como si una boca le estuviera chupando la vida. De manera que se me ocurrió enviarla a su Tituba…
PARRIS: ¿A Tituba? ¿Qué puede hacer…?
SRA. PUTNAM: Tituba sabe hablar con los muertos, señor Parris.
PARRIS: ¡Pero usted no ignora que es un pecado horrible invocar a los muertos!
SRA. PUTNAM: Estoy dispuesta a cargar con esa culpa, pero ¿quién, si no, podría decirme con certeza el nombre del asesino de mis hijitas?
PARRIS (horrorizado): ¡Qué dice usted, mujer!
SRA. PUTNAM: ¡Asesinadas, señor Parris! ¡Y vea usted la prueba! ¡Fíjese bien! Anoche mi Ruth estuvo muy cerca de sus almitas; lo sé, se lo aseguro. Porque, ¿qué otra razón hay para quedarse muda, excepto que algún poder de las tinieblas le haya sellado la boca? ¡Es una señal incontrovertible, señor Parris!
PUTNAM: ¿Es posible que no lo entienda, señor mío? Se halla entre nosotros una bruja asesina, obligada a permanecer en la sombra. (Parris se vuelve hacia Betty, sintiéndose dominado por el terror). Permita que sus enemigos hagan de ello el uso que quieran, porque no puede seguir negando la evidencia.
PARRIS (a Abigail): Entonces, anoche estabais invocando a los espíritus.
ABIGAIL (en un susurro): Yo no, tío… Fueron Tituba y Ruth.
PARRIS (aún más dominado por el miedo, se acerca a Betty, la contempla y luego mira a lo lejos): Abigail, hija mía, ¿así has pagado mi caridad? Estoy hundido para siempre.
PUTNAM: ¡No está usted hundido! Tome las riendas ahora mismo. No espere a que nadie le acuse…, anúncielo usted mismo. Diga que ha descubierto prácticas de brujería…
PARRIS: ¿En mi casa? ¿Nada menos que en mi casa, Thomas? ¡Me destrozarán con eso! Lo convertirán en un…
(Entra Mercy Lewis, la criada de los Putnam, una muchacha de dieciocho años, gorda, astuta, despiadada).
MERCY: Perdónenme. Sólo quería saber cómo se encuentra Betty.
PUTNAM: ¿Por qué no estás en casa? ¿Quién se ha quedado con Ruth?
MERCY: Ha llegado su abuela. Ha mejorado un poco, creo yo…, estornudó con mucha fuerza hace un rato.
SRA. PUTNAM: ¡Ah, eso es signo de vida!
MERCY: Yo creo que no hay motivo para asustarse, señora Putnam. Ha sido un estornudo tremendo; otro igual le devolverá el sentido, estoy segura. (Se acerca a la cama para mirar).
PARRIS: ¿Será tan amable de dejarme, Thomas? Quisiera rezar unos momentos a solas.
ABIGAIL: Tío, lleva usted rezando desde medianoche. ¿Por qué no baja y…?
PARRIS: No, no. (A Putnam): No tengo una respuesta que ofrecer a esa gente. Esperaré a que llegue el señor Hale. (Para conseguir que también se vaya la señora Putnam): Si es usted tan amable, Ann…
PUTNAM: Escúcheme un instante, reverendo. ¡Ataque sin miedo al demonio y el pueblo entero le bendecirá por ello! Baje, hábleles…, rece con ellos. ¡Están ansiosos por oír sus palabras! Debe rezar con ellos, sin duda alguna.
PARRIS (indeciso): Entonaremos juntos un himno, pero aún no diga nada sobre brujería. No pienso hablar de ello. Todavía no se conoce la causa. Ya he tenido suficientes problemas desde que llegué; no quiero más.
SRA. PUTNAM: Mercy, vuelve enseguida a casa con Ruth, ¿me oyes?
MERCY: Como usted mande, señora.
(La señora Putnam sale de la habitación).
PARRIS (a Abigail): Si intentara dirigirse hacia la ventana, avísame al instante.
ABIGAIL: Descuide, tío.
PARRIS (a Putnam): Hoy tiene en los brazos una fuerza terrible.
(Sale con Putnam).
ABIGAIL (reprimiendo su inquietud): ¿En qué consiste la enfermedad de Ruth?
MERCY: Es una cosa bastante rara, no sé decirte… Parece que camina como una muerta desde anoche.
ABIGAIL (se vuelve inmediatamente, acercándose a Betty, y le habla con miedo en la voz): ¿Betty? (Betty no se mueve. Abigail la zarandea). ¡Basta ya, Betty! ¡Levántate ahora mismo! (Betty sigue sin moverse. Mercy se acerca también).
MERCY: ¿Has intentado darle una buena zurra? Yo lo he hecho con Ruth, y ha estado un minuto despierta. Déjame que pruebe.
ABIGAIL (reteniendo a Mercy): No; mi tío podría subir en cualquier momento. Ahora escúchame; si nos preguntan, diles que bailamos; eso es lo que les he dicho yo.
MERCY: De acuerdo. ¿Y qué más?
ABIGAIL: Mi tío sabe que Tituba invocó a las hermanitas de Ruth para que salieran de la tumba.
MERCY: ¿Y qué más?
ABIGAIL: A ti te vio desnuda.
MERCY (juntando las manos al tiempo que ríe temerosa): ¡Cielo santo!
(Entra Mary Warren, sin aliento. Es una muchacha de diecisiete años, sumisa, ingenua, solitaria).
MARY WARREN: ¿Qué vamos a hacer? ¡Todo el pueblo está en la calle! Vengo ahora mismo de la granja; ¡en todas partes se habla de brujería! ¡Acabarán diciendo que somos brujas, Abby!
MERCY (señalando a Mary Warren y mirándola fijamente): Nos va a delatar, estoy segura.
MARY WARREN: Abby, tenemos que contarlo todo. La brujería se paga con la horca, como pasó hace dos años en Boston. ¡Hemos de decir la verdad, Abby! ¡Por bailar y por las otras cosas no harán más que azotarnos!
ABIGAIL: ¡Puedes estar segura de que nos darán una buena azotaina!
MARY WARREN: Yo no hice nada, Abby. ¡Sólo miraba!
MERCY (acercándose amenazadoramente a Mary): Claro, a ti se te da muy bien eso de mirar, ¿no es cierto, Mary? ¡Desde luego no te falta valor a la hora de mirar!
(Betty, en la cama, gime. Abigail se vuelve hacia ella al instante).
ABIGAIL: ¿Betty? (Va junto a su prima). Vamos, Betty, cariño, despiértate ya. Soy Abigail. (Incorpora a Betty y la zarandea con furia). ¡Te voy a dar una paliza! (Betty gime). Vaya, parece que estás mejorando. He hablado con tu papá y se lo he contado todo. Así que no tienes que…
BETTY (se levanta muy deprisa de la cama, temerosa de Abigail, y se pega contra la pared): ¡Quiero a mi mamá!
ABIGAIL (alarmada, mientras se acerca cautelosamente a Betty): ¿Qué te pasa, Betty? Tu mamá está muerta y enterrada.
BETTY: Iré volando a reunirme con mamá. ¡Déjame volar! (Alza los brazos como para volar, echa a correr hacia la ventana y saca fuera una pierna).
ABIGAIL (apartándola de la ventana): Se lo he contado todo a tu padre; ahora lo sabe, sabe todo lo que hemos…
BETTY: ¡Tú bebiste sangre, Abby! ¡Eso no se lo has dicho!
ABIGAIL: ¡Ni tú vuelvas nunca a repetirlo, Betty! Nunca vuelvas a…
BETTY: ¡Lo hiciste, lo hiciste! ¡Tomaste un bebedizo para que muriera la mujer de John Proctor! ¡Tomaste un bebedizo para que muriera la señora Proctor!
ABIGAIL (abofeteándola): ¡Cállate! ¡Cállate de una vez!
BETTY (derrumbándose sobre la cama): ¡Mamá, mamá! (Estalla en sollozos).
ABIGAIL: Ahora escúchame. Escuchadme todas. Bailamos. Y Tituba invocó a las hermanitas de Ruth Putnam. Eso fue todo. Y enteraos bien. Si a cualquiera de vosotras se le escapa una palabra, aunque sólo sea media palabra, sobre lo demás, me presentaré ante ella en lo más oscuro de una noche terrible y le ajustaré las cuentas de una manera que nunca olvidará. Sabéis que soy capaz de hacerlo; vi cómo los indios aplastaban la cabeza de mis padres sobre la almohada, a mi lado, y también he visto otros horrores nocturnos con mucha sangre; ¡os aseguro que desearéis no haber visto ponerse el sol! (Se acerca a Betty y la obliga a incorporarse sin contemplaciones). Tú, vamos a ver, ¡siéntate y déjalo ya! (Pero Betty se le desploma entre los brazos y vuelve a caer inerte en la cama).
MARY WARREN (aterrada hasta el borde de la histeria): ¿Qué le pasa? (Abigail mira asustada a Betty). ¡Se va a morir, Abby! ¡Es un pecado invocar a los muertos, y nosotras…!
ABIGAIL (yendo hacia Mary): ¡He dicho que te calles, Mary Warren!
(Entra John Proctor. Al verlo, Mary Warren, asustada, no puede reprimir un estremecimiento).
Proctor era un granjero con poco más de treinta años. Cabe que no perteneciera a ninguno de los grupos rivales que había en el pueblo, pero la información disponible permite deducir que tenía una manera aguda y mordiente de tratar con hipócritas. Era la clase de hombre —fornido, ecuánime y nada influenciable— que provoca el más hondo resentimiento en los grupos a los que niega su apoyo. En presencia de Proctor, un estúpido se percataba instantáneamente de su estupidez, de ahí que las personas como Proctor siempre hayan sido blanco preferido para la calumnia.
Pero, como tendremos ocasión de ver, su tranquilidad no procedía de un alma sin preocupaciones. Proctor era un pecador, culpable no sólo de transgresiones contra la moral pacata de la época, sino también contra su visión personal de lo que significa comportarse honestamente. Tales personas carecían de un ritual para limpiar sus pecados. Ese es otro de los rasgos que heredamos de ellos, y que nos ha ayudado a ser más disciplinados, aunque también se ha convertido en fuente de hipocresía. Proctor, respetado e incluso temido en Salem, llegó a creer que era casi un farsante. Pero de eso no ha salido aún a la superficie ni el más pequeño indicio y, cuando entra en el dormitorio de Betty, procedente de la abarrotada sala del piso bajo, lo que vemos es un hombre en la flor de la vida, tranquilo y seguro de sí mismo, con una gran fuerza oculta que no necesita manifestarse. Mary Warren, su criada, apenas puede hablar, presa de la vergüenza y el miedo.
MARY WARREN: Ya me iba, señor Proctor.
PROCTOR: ¿Cómo puedes ser tan estúpida, Mary Warren? ¿Es que te has vuelto sorda? ¿No te dije que te quedaras en casa? ¿Se puede saber para qué te pago? ¡He de salir a buscarte con más frecuencia que a mis vacas!
MARY WARREN: Sólo he venido a ver las cosas importantes que pasan en el mundo.
PROCTOR: Ya verás la cosa tan importante que voy a hacer yo con tu trasero cualquier día de estos. Vamos, vuelve a casa; ¡mi mujer te está esperando para que la ayudes!
(Tratando de conservar un mínimo de dignidad, Mary Warren sale lentamente de la habitación).
MERCY (asustada y, al mismo tiempo, extrañamente excitada): Será mejor que me vaya. Tengo que cuidar de Ruth. Buenos días, señor Proctor.
(Mercy sale furtivamente. Desde la entrada de Proctor, Abigail ha permanecido como en vilo, absorbiendo su presencia, los ojos bien abiertos. Proctor la mira de pasada y se acerca a la cama de Betty).
ABIGAIL: ¡Dios mío, casi me había olvidado de lo fuerte que eres, John Proctor!
PROCTOR (mirando ahora de lleno a Abigail, y dibujándosele en los labios una sonrisa de complicidad casi imperceptible): ¿Qué está pasando aquí?
ABIGAIL (con una risita nerviosa): En realidad, nada; a Betty le ha dado por hacer el tonto.
PROCTOR: Por la carretera que hay cerca de mi casa no cesa de pasar gente camino de Salem. Y en el pueblo se habla en voz baja de brujería.
ABIGAIL: ¡Tonterías! (Coqueteando, se le acerca un poco más, con aire confidencial y pícaro). Anoche estuvimos bailando en el bosque, y mi tío nos pilló con las manos en la masa. Betty se asustó, eso es todo.
PROCTOR (sonriendo abiertamente): ¡Ah, no sois nada de fiar, desde luego que no! (A Abigail se le escapa una risa expectante, y se atreve a acercarse un poco más, mirándole febrilmente a los ojos). Te habrán metido en el cepo antes de que cumplas los veinte.
(Cuando John Proctor se dispone a salir, Abigail le cierra el paso).
ABIGAIL: Dime algo, John. Una palabra amable. (La intensidad de su deseo acaba con la sonrisa de Proctor).
PROCTOR: No, no, Abby. Aquello se acabó.
ABIGAIL (provocativa): ¿Recorres ocho kilómetros para ver volar a una chica tonta? A mí no me engañas.
PROCTOR (apartándola con firmeza de su camino): He venido a ver qué desaguisado preparaba esta vez tu tío. (Con tono categórico): Quítatelo de la cabeza, Abby.
ABIGAIL (cogiéndole una mano antes de que él pueda evitarlo): Te espero todas las noches, John.
PROCTOR: Nunca te di esperanzas.
ABIGAIL (empezando ya a enfadarse, pues no da crédito a lo que oye): ¡Creo que tengo algo mejor que esperanzas!
PROCTOR: Quítatelo de la cabeza, Abby. Nunca volveré a buscarte.
ABIGAIL: Te estás burlando de mí.
PROCTOR: Sabes muy bien que no.
ABIGAIL: ¡Sé que me abrazaste por la espalda detrás de tu casa y que sudabas como un semental cada vez que me acercaba! ¿O es que eso lo he soñado? Fue ella quien me puso de patitas en la calle, no finjas que fuiste tú. Vi la cara que pusiste cuando me echó: ¡me querías entonces y me sigues queriendo ahora!
PROCTOR: Eso que dices es una locura…
ABIGAIL: Una loca puede decir locuras. Pero no es una cosa tan loca, creo yo. Te he visto después de que tu mujer me despidiera; te he visto por las noches.
PROCTOR: Apenas he salido de mi granja en estos siete meses.
ABIGAIL: Noto mucho el calor, John, y el tuyo me ha hecho asomarme a mi ventana: te he visto mirándola, ardiendo de deseo en tu soledad. ¿Vas a decirme que no has alzado nunca los ojos hacia mi ventana?
PROCTOR: Quizá lo haya hecho alguna vez.
ABIGAIL (ablandándose): No puede ser de otro modo. Eres todo menos un hombre frío. Te conozco, John, te conozco muy bien. (Llora). Los sueños no me dejan dormir; y tampoco es que sueñe, sino que me despierto y paseo por la casa como si esperase que aparecieras por cualquier puerta. (Se aferra a él con desesperación).
PROCTOR (apartándola con dulzura y gran compasión, pero con firmeza): No te comportes como una niña.
ABIGAIL (en un arrebato de cólera): ¡No soy ninguna niña!
PROCTOR: Abby, quizá piense en ti con cariño de cuando en cuando. Pero me cortaría el brazo antes de volver a aquello. Quítatelo de la cabeza. Piensa que nunca nos hemos tocado, Abby.
ABIGAIL: Sí que lo hemos hecho.
PROCTOR: No es cierto.
ABIGAIL (con indignada amargura): Me maravilla que un hombre tan fuerte permita que una esposa tan enfermiza sea…
PROCTOR (enojado, también consigo mismo): ¡No menciones a Elizabeth!
ABIGAIL: ¡Se dedica a denigrarme en el pueblo! ¡Dice mentiras sobre mí! ¡Es una mujer fría, que sólo sabe lloriquear, y tú te sometes a ella! La dejas que te convierta en un…
PROCTOR (zarandeándola): ¿Acaso buscas un escarmiento?
(En el piso bajo empiezan a cantar un himno).
ABIGAIL (con lágrimas en los ojos): ¡Busco a John Proctor, que me sacó de mi sueño y me abrió los ojos! ¡Yo no sabía que en Salem todo era fingir y fingir, nunca supe que todas esas mujeres cristianas, y sus maridos, confirmados en la fe, sólo me enseñaban mentiras! ¿Y ahora me pides que apague la luz que me permite ver? ¡No lo haré, no puedo! ¡Tú me querías, John Proctor, y, aunque sea pecado, todavía me quieres! (Proctor se vuelve bruscamente para salir. Abigail se abalanza sobre él). ¡John, compadécete de mí!
(Se oyen las palabras «acercarse a Jesús», que forman parte del himno, y de repente Betty se tapa los oídos y gime con fuerza).
ABIGAIL: ¿Betty? (Corre hacia Betty, que se ha incorporado en la cama y está gritando. Proctor también se acerca; Abigail trata de calmar a su prima mientras repite «¡Betty!»).
PROCTOR (desconcertado): ¿Qué está haciendo? ¿Qué te pasa, muchacha? ¡Deja de chillar!
(En el piso inferior el canto ha cesado de manera brusca y, muy poco después, Parris entra precipitadamente).
PARRIS: ¿Qué ha sucedido? ¿Qué le estáis haciendo? ¡Betty! (Corre hacia la cama, gritando: «¡Betty, Betty!». Entra la señora Putnam, ardiendo de curiosidad; la acompañan Thomas Putnam y Mercy Lewis. Parris, junto a la cama, abofetea ligeramente a Betty varias veces, mientras la niña gime y trata de levantarse).
ABIGAIL: Les ha oído cantar a ustedes y de repente se ha sentado en la cama y ha empezado a chillar.
SRA. PUTNAM: ¡El himno! ¡El himno! ¡No soporta oír el nombre del Señor!
PARRIS: No, no, Dios no lo quiera. Mercy, ¡corre a buscar al médico! ¡Cuéntale lo que ha pasado! (Mercy se marcha inmediatamente).
SRA. PUTNAM: ¡Se trata de una señal, no lo duden!
(Entra Rebecca Nurse, de setenta y dos años y con cabellos blancos, apoyándose en un bastón).
PUTNAM (señalando a Betty, que sigue gimoteando): Eso es una señal inconfundible de brujería, señora Nurse, ¡una señal importantísima!
SRA. PUTNAM: ¡Me lo contó mi madre! Cuando no soportan oír el nombre de…
PARRIS (temblando): Rebecca, Rebecca, venga a su lado, porque estamos perdidos. De repente no soporta oír el nombre del Señor…
(Entra Giles Corey, de ochenta y tres años. Es un hombre musculoso, astuto, inquisitivo y todavía enérgico).
REBECCA: Aquí hay alguien muy enfermo, Giles Corey, de manera que haga el favor de estarse callado.
GILES: No he dicho ni una palabra. No hay nadie aquí que pueda testificar que he dicho una sola palabra… ¿Va a echar a volar otra vez? He oído decir que vuela.
PUTNAM: ¡Cállese, hombre!
(Todos guardan silencio. Rebecca cruza la habitación hasta llegar junto a la cama. Toda su persona irradia bondad. Betty gime suavemente con los ojos cerrados. Rebecca se limita a permanecer inmóvil junto a la niña, que poco a poco se tranquiliza).
Y mientras todos están tan absortos, permítasenos decir unas palabras sobre Rebecca, la esposa de Francis Nurse, uno de esos hombres, según todos los testimonios, a los que siempre respetan ambos bandos en una disputa. Se le llamaba para arbitrar, como si, de manera oficiosa, se le considerase juez, y Rebecca también gozaba del gran aprecio que la mayoría de la gente de Salem sentía por su marido. En la época de los juicios por brujería eran propietarios de trescientos acres, y los hijos del matrimonio vivían en casas propias dentro de la finca familiar. En un principio, sin embargo, Francis había arrendado la tierra y, según una teoría, a medida que la fue comprando y mejorando con ello su posición social, hubo quienes vieron con malos ojos su ascensión.
Otra posible explicación de la campaña sistemática contra Rebecca, y en consecuencia también contra Francis, es la confrontación sobre lindes que mantenía con sus vecinos, uno de los cuales pertenecía al clan Putnam. Esta disputa alcanzó en una ocasión proporciones de batalla, y se dice que se prolongó por espacio de dos días. En cuanto a la misma Rebecca, la opinión general sobre ella era tan favorable que para explicar cómo alguien se atrevió a denunciarla por bruja —y, más aún, cómo personas adultas llegaron a usar la fuerza contra ella— hemos de recordar los problemas de la época relacionados con campos y lindes.
Como ya hemos visto, el candidato de Thomas Putnam para la cura de almas en Salem era Bayley. El clan de los Nurse formaba parte de la facción opuesta a que tomara posesión. Además, ciertas familias ligadas a los Nurse por parentesco o amistad, y cuyas granjas lindaban con la de los Nurse o estaban cerca de ella, se separaron del municipio de Salem para fundar Topsfield, una entidad independiente cuya existencia era mal vista por quienes llevaban muchos años viviendo en Salem.
Que la mano directora que promovió el escándalo fue la de Putnam parece confirmarlo el hecho de que, tan pronto como se inició la persecución, el grupo de los Nurse y los habitantes de Topsfield, en señal de protesta y convencidos de que todo era un engaño, dejaron de acudir a la iglesia de Salem. Fueron Edward y Johnatan Putnam quienes firmaron la primera denuncia contra Rebecca Nurse; y fue la hijita de Thomas Putnam quien tuvo un ataque de nervios durante la vista del juicio y acusó a Rebecca de ser la causante. Como remate, la señora Putnam —que ahora mira fijamente a Betty Parris, supuestamente hechizada— acusó muy pronto al espíritu de Rebecca de «tentarla para que cometiera iniquidades», acusación que contenía más verdad de lo que ella pensaba.
SRA. PUTNAM (asombrada): ¿Qué ha hecho usted?
(Rebecca, pensativa, se aleja de la cama y se sienta).
PARRIS (maravillado y sintiendo un gran alivio): ¿Qué explicación le encuentra, Rebecca?
PUTNAM (con gran interés): Señora Nurse, ¿querrá visitar a mi Ruth y ver si consigue despertarla?
REBECCA: Creo que se despertará a su debido tiempo. Cálmense, por favor. Tengo once hijos y veintiséis nietos, y los he visto a todos pasar por épocas difíciles; cuando se ponen tontos, agotarían al mismo demonio si quisiera seguir de cerca sus travesuras. Creo que Ruth se despertará cuando se canse. El espíritu de un niño es como un niño, nunca se le atrapa corriendo tras él; hay que quedarse quieto y, con un poco de cariño, muy pronto volverá por su propio pie.
PROCTOR: Así es, Rebecca, tiene usted toda la razón.
SRA. PUTNAM: No se trata de travesuras de niños, Rebecca. Mi Ruth está trastornada; no conseguimos que coma.
REBECCA: Puede que todavía no tenga hambre. (A Parris): Confío en que no decida salir en busca malos espíritus, señor Parris. He oído hablar por ahí de que lo ha prometido.
PARRIS: Por la parroquia se está extendiendo mucho la opinión de que el diablo se encuentra entre nosotros, y deseo convencerlos de que se equivocan.
PROCTOR: Entonces baje y dígales que se equivocan. ¿Consultó usted a los celadores de la parroquia antes de llamar a ese ministro que viene a buscar demonios?
PARRIS: ¡No viene a buscar demonios!
PROCTOR: ¿A qué viene entonces?
PUTNAM: ¡En el pueblo hay niños que se están muriendo, señor mío!
PROCTOR: Yo no he visto a ninguno que se esté muriendo. No crea que puede manejar esta comunidad a su antojo, señor Putnam. (A Parris): ¿Convocó usted una reunión antes de…?
PUTNAM: Estoy harto de reuniones; ¿es que no puede uno volver la cabeza sin tener que celebrar una reunión?
PROCTOR: Puede volver la cabeza, ¡pero no en dirección al infierno!
REBECCA: Por favor, John, cálmese. (Pausa. Proctor guarda silencio). Señor Parris, creo que será mejor que despida al reverendo Hale tan pronto como aparezca. Esta decisión suya hará que se reanuden las discusiones en la comunidad, y todos queríamos tener paz este año. Creo que debemos confiar en el médico y en la eficacia de la oración.
SRA. PUTNAM: ¡Rebecca, el médico está desconcertado!
REBECCA: Si es así, acudamos entonces a Dios para descubrir la causa. Entraña demasiados peligros salir en busca de malos espíritus. Me da mucho, muchísimo miedo. Más vale culparnos a nosotros mismos y…
PUTNAM: ¿Culparnos nosotros? Soy uno de nueve hermanos; la semilla de los Putnam ha poblado esta provincia. Y a mí, sin embargo, de las ocho que me nacieron sólo me queda una hija… ¡que está gravemente enferma!
REBECCA: Eso no acierto a explicarlo.
SRA. PUTNAM (con un punto de sarcasmo que aumenta con cada palabra que pronuncia): ¡Pero yo sí tengo que buscarle una explicación! ¿Le parece obra de Dios que usted no haya perdido nunca un hijo, ni tampoco un nieto, y yo haya tenido que enterrar a todas mis hijas, menos una? ¡Hay ruedas dentro de las ruedas[1] en este pueblo, y fuegos dentro de los fuegos!
PUTNAM (a Parris): Cuando llegue el reverendo Hale, procederá usted a buscar signos de brujería en Salem.
PROCTOR (a Putnam): Usted no manda en el señor Parris. En esta comunidad votamos por nombre y no en razón de lo extensas que sean nuestras propiedades.
PUTNAM: Nunca se había preocupado tanto por esta comunidad, señor Proctor. No recuerdo haberle visto en los oficios dominicales desde que cayeron las primeras nieves.
PROCTOR: Ya tengo suficientes problemas sin necesidad de recorrer ocho kilómetros para oír hablar del fuego del infierno y de la condenación eterna. Tómeselo en serio, señor Parris: otras muchas personas tampoco vienen ahora a la iglesia porque apenas habla usted de Dios.
PARRIS (ofendido ya): ¡Vaya, esa es una grave acusación!
REBECCA: Pero contiene algo de verdad. Hay muchas personas que no se atreven a traer a sus hijos…
PARRIS: Yo no predico para niños, Rebecca. No son los niños quienes descuidan sus obligaciones.
REBECCA: ¿Existen realmente esas personas tan descuidadas?
PARRIS: Debo decir que más de la mitad de los habitantes de Salem…
PUTNAM: ¡Aún son más!
PARRIS: ¿Dónde está mi leña? Mi contrato estipula que se me abastezca de toda la leña que necesite. Llevo desde noviembre esperando la primera carga, ¡e incluso en noviembre se me congelaban las manos como si fuera un mendigo de Londres!
GILES: Tiene asignadas seis libras al año para comprar leña, señor Parris.
PARRIS: Yo considero que esas seis libras son parte de mi remuneración. Se me paga demasiado poco para tener que gastar además seis libras en leña.
PROCTOR: Sesenta, más seis para leña…
PARRIS: ¡Mi remuneración son sesenta y seis libras, señor Proctor! No soy un simple granjero que va predicando por ahí con un libro bajo el brazo; me gradué en teología por la universidad de Harvard.
GILES: Sin duda, ¡y veo que también estudió aritmética con provecho!
PARRIS: Señor Corey, ¡tendría usted que buscar mucho para encontrar otro hombre como yo por sesenta libras al año! No estoy acostumbrado a esta pobreza; dejé un negocio floreciente en las Barbados para servir al Señor. No consigo entender por qué aquí se me persigue. No puedo proponer nada sin provocar un griterío o una discusión. Con frecuencia me pregunto si no andará el diablo de por medio; de otro modo, no consigo entenderlos a ustedes.
PROCTOR: Señor Parris, es usted el primer clérigo que ha exigido la propiedad de esta casa…
PARRIS: Sí, ¿y qué? ¿Acaso un clérigo no merece la casa donde vive?
PROCTOR: Para vivir, sí. Pero pedir la propiedad es como si quisiera poseer el edificio de la iglesia; en la última reunión a la que asistí, habló usted tanto de escrituras de propiedad y de hipotecas que tuve la impresión de hallarme en una subasta.
PARRIS: ¡Solicito una prueba de confianza, eso es todo! Soy el tercer ministro de Salem en siete años. No quiero que se me ponga en la calle como a un gato cada vez que a una mayoría de feligreses le dé por ahí. Ustedes parecen no entender que un ministro es el representante de Dios en la parroquia; a un ministro no se le puede contrariar y contradecir con tanta ligereza…
PUTNAM: ¡Muy cierto!
PARRIS: ¡O se practica la obediencia o la iglesia arderá como arde el infierno!
PROCTOR: ¿No puede hablar durante un minuto sin mencionar el infierno? ¡Estoy harto del infierno!
PARRIS: ¡No es usted quién para decidir lo que le conviene oír!
PROCTOR: Podré decir lo que pienso, creo yo.
PARRIS (furioso): ¡Cómo! ¿Acaso somos cuáqueros? Aquí todavía no somos cuáqueros, señor Proctor. ¡Y eso puede decírselo a sus seguidores!
PROCTOR: ¡Mis seguidores!
PARRIS (aprovechando que ya ha sacado ese tema a la luz): Hay un partido en esta parroquia. No soy ciego; existe una facción y un partido.
PROCTOR: ¿Contra usted?
PUTNAM: ¡Contra el señor Parris y contra toda autoridad!
PROCTOR: Vaya, en ese caso he de encontrarlo y unirme a él.
(Los demás se escandalizan).
REBECCA: No habla en serio.
PUTNAM: ¡Acaba de confesarlo!
PROCTOR: Me ratifico en lo dicho, Rebecca. No me gusta cómo huele esta «autoridad».
REBECCA: No, no; no puede romper el lazo de la caridad con su pastor. Usted no es de esa clase de personas, John. Estréchele la mano y hagan las paces.
PROCTOR: Tengo simientes que sembrar y madera que llevar hasta mi casa. (Se dirige malhumorado hacia la puerta, pero luego se vuelve hacia Corey con una sonrisa). ¿Qué dice usted, Giles? Hemos de encontrar ese partido, puesto que, según el reverendo Parris, existe.
GILES: He cambiado de opinión sobre este hombre, John. Le pido perdón, señor Parris. Nunca pensé que tuviera tanta entereza.
PARRIS (sorprendido): Vaya, ¡gracias, Giles!
GILES: Le hace a uno pensar en cuál ha sido el problema entre nosotros durante todos estos años. (Dirigiéndose a todos): Piénsenlo. ¿Por qué todo el mundo pleitea con todo el mundo? Reflexionen, porque es una cosa muy seria, y tan oscura como un pozo. Yo he pasado ya seis veces por el tribunal en lo que va de año…
PROCTOR (en tono familiar, cordial, aunque sabe que con ello está llegando al limite de la tolerancia de Giles): ¿Tiene la culpa el diablo de que una persona no le pueda dar a usted los buenos días sin que lo denuncie por difamación? Es usted viejo, Giles, y ya no oye tan bien como solía.
GILES (quien no soporta que le contradigan): John Proctor, precisamente el mes pasado tuvo usted que pagarme cuatro libras por daños, puesto que dijo en público que yo le había quemado el tejado de su casa, y yo…
PROCTOR (riendo): Nunca dije nada semejante, pero pagué la multa de todos modos, de manera que espero poder llamarle sordo sin cargo adicional. Ahora véngase conmigo y ayúdeme a arrastrar la madera hasta mi casa.
PUTNAM: Un momento, señor Proctor. ¿Qué madera es esa que se está llevando, si me permite preguntárselo?
PROCTOR: Mi madera. Del bosque que tengo junto a la orilla del río.
PUTNAM: Vaya, sin duda este año estamos todos trastornados. ¿Qué clase de anarquía es esta? Esa tierra está dentro de los límites de mi propiedad, señor Proctor. No sé si se da cuenta.
PROCTOR: ¡Dentro de su propiedad! (Señalando a Rebecca). Esa tierra se la compré al marido de la señora Nurse hace cinco meses.
PUTNAM: No tenía derecho a venderla. En el testamento de mi abuelo se indicaba con toda claridad que toda la tierra entre el río y…
PROCTOR: Su abuelo tenía por costumbre dejar en herencia tierras que nunca le pertenecieron, si se me permite decirlo con claridad.
GILES: Eso es muy cierto; casi deja en herencia mi pastizal en el lado norte, pero sabía que le hubiera roto los dedos antes de que tuviera tiempo de estampar su firma. Vamos a llevar la madera a su casa, John. Me noto un repentino deseo de trabajar.
PUTNAM: ¡Apodérense de uno de mis robles y tendrán que luchar para arrastrarlo hasta su casa!
GILES: Sí, sí, y también ganaremos, Putnam, este loco y yo. ¡Vamos! (Volviéndose hacia Proctor, se dirige hacia la puerta).
PUTNAM: ¡Haré que mis hombres le vigilen todo el tiempo, Corey! ¡Presentaré una denuncia contra usted!
(Entra el reverendo John Hale, de Beverly).
El señor Hale, que rondaba los cuarenta, era un intelectual de piel tirante y ojos ansiosos. El encargo que se le hizo le agradó sobremanera; al llamársele para determinar la existencia de prácticas de brujería sintió el orgullo del especialista para cuyo único saber se encuentra, por fin, una utilidad práctica. Como la mayoría de los estudiosos, el señor Hale pasaba buena parte de su tiempo meditando sobre el mundo invisible, especialmente desde que, no mucho antes, descubriera la existencia de una bruja en su parroquia. Aquella mujer, sin embargo, cuando se la sometió a un minucioso escrutinio resultó no ser más que una persona molesta, y la niña a la que, supuestamente, había estado hechizando recuperó su comportamiento normal cuando Hale la trató con amabilidad y le proporcionó unos días de descanso en su propia casa. Aquella experiencia, sin embargo, nunca le hizo concebir la menor duda sobre la realidad del infierno ni sobre la existencia de los proteicos lugartenientes de Lucifer. Y sus creencias no lo desacreditan. Cabezas mejores que la suya estaban convencidas —todavía lo están— de que hay una comunidad de espíritus a la que no tenemos acceso. No puedo dejar de señalar que una de las frases que pronuncia el reverendo Hale nunca ha provocado la risa entre el público que asiste a la representación de esta pieza; se trata de su convencimiento de que «Mis investigaciones nada tienen que ver con la superstición. El diablo actúa de manera muy precisa». Evidentemente, ni siquiera ahora estamos totalmente seguros de que el demonismo sea una invención ni de que no haya que tomárselo en serio. Y no es casual que no logremos salir de la perplejidad.
Al igual que el reverendo Hale y las demás personas que le acompañan en el escenario, concebimos al diablo como parte necesaria de una visión cosmológica respetable. El nuestro es un imperio dividido, en el que ciertas ideas, emociones y acciones son de Dios y sus opuestas son de Lucifer. A la mayoría de los hombres le resulta tan imposible concebir una moralidad sin pecado como una tierra sin «cielo». De 1692 hasta nuestros días se ha producido un gran cambio, aunque superficial, que ha acabado con la barba de Dios y con los cuernos del demonio, pero el mundo sigue todavía atenazado entre dos absolutos diametralmente opuestos. El concepto de unidad, en el que positivo y negativo son atributos de una misma fuerza, y en el que bien y mal son realidades relativas en perpetuo cambio y siempre conjuntamente presentes en el mismo fenómeno, sigue reservado a las ciencias físicas y a los pocos que han entendido la historia de las ideas. Cuando se recuerda que, hasta la era cristiana, el mundo de los muertos, el infierno, nunca se consideró una zona hostil, y que, a pesar de algunos fallos ocasionales, todos los dioses eran útiles y su actitud hacia el hombre esencialmente amistosa; cuando vemos cómo se inculca a la humanidad, de manera continua y metódica, la idea de la vileza del ser humano —hasta ser redimido—, quizá resulte evidente la necesidad de utilizar como arma la existencia del diablo, un arma diseñada y utilizada una y otra vez en todas las épocas para fustigar a los hombres hasta lograr que se rindan a una determinada Iglesia o Iglesia-Estado.
Las dificultades que encontramos para aceptar el origen político —llamémoslo así, a falta de otra palabra mejor— del diablo obedecen en gran parte a que no sólo lo invocan y lo condenan nuestros antagonistas sociales sino también los de nuestro propio bando, sea este el que sea. Es bien conocido que la Iglesia católica, a través de la Inquisición, cultivó la idea de Lucifer como suprema encarnación del mal, pero los enemigos de la Iglesia no se han apoyado menos en Pedro Botero para mantener cautiva a la mente humana. Al mismo Lutero se le acusó de haberse aliado con el infierno, y él, a su vez, acusó de lo mismo a sus enemigos. Para mayor complicación, estaba convencido de haber tenido contactos con el demonio y de haber discutido de teología con él. A mí esto no me sorprende, porque en mi universidad un catedrático de historia —luterano, dicho sea de paso— reunía a sus alumnos postgraduados, bajaba las persianas y se comunicaba en clase con Erasmo. Nadie, que yo sepa, se burló de él de manera oficial, y la única explicación es que las autoridades universitarias, como la mayoría de nosotros, son hijas de una historia que todavía mama de las ubres del demonio. En el momento de escribir estas líneas sólo Inglaterra ha resistido la tentación contemporánea del demonismo. En los países de ideología comunista, la resistencia a cualquier importación está ligada a los súcubos capitalistas de insondable malignidad y, con respecto a Estados Unidos, a cualquier persona que no sostenga opiniones reaccionarias se la puede acusar de complicidad con el infierno rojo. De este modo la oposición política recibe una capa de inhumanidad que, desde ese momento, justifica la abrogación de todos los hábitos de relación civilizada utilizados de ordinario. Un criterio político se identifica con el bien moral, y oponerse a él se convierte, ipso facto, en maldad diabólica. Una vez que esa identificación se lleva a cabo en la práctica, la sociedad se convierte en un cúmulo de intrigas y contraintrigas, y el papel fundamental del gobierno deja de ser el de árbitro para convertirse en el de azote de Dios.
Los resultados de este proceso no se diferencian mucho de los obtenidos en otras épocas, si se exceptúa el grado de crueldad alcanzado en algunas ocasiones, y aunque no siempre. Normalmente, las acciones, los hechos de una persona, eran lo único que la sociedad se sentía cómoda juzgando. Las intenciones secretas de una acción se dejaban en manos de ministros de la Iglesia, sacerdotes y rabinos. Cuando surge el demonismo, sin embargo, las acciones se convierten en las manifestaciones menos importantes de la verdadera personalidad del ser humano. El demonio, como dice el reverendo Hale, es un tipo muy astuto y, hasta una hora antes de su caída, incluso Dios, en el paraíso, lo consideraba hermoso.
La analogía, sin embargo, parece fallar cuando se considera que, si bien entonces no había brujas, ahora sí hay comunistas y capitalistas, y los dos bandos cuentan con pruebas convincentes de que espías de ambos lados trabajan para destruir a sus adversarios. Pero se trata de una objeción que peca de frívola y que no está en absoluto avalada por los hechos. No cabe la menor duda de que la gente de Salem estaba en comunicación con el diablo e incluso le rendía culto, y si en este caso, como ha sucedido en otros, llegara a saberse toda la verdad, descubriríamos que existía una manera habitual y perfectamente establecida para invocar al espíritu de las tinieblas. Una prueba de ello es la confesión de Tituba, la esclava del reverendo Parris, y otra es el comportamiento de las chicas que, según se supo, habían participado con ella en sus brujerías.
Existen relatos de «reuniones» similares en Europa, donde las hijas de los habitantes de un pueblo se congregaban por la noche y, unas veces con fetiches, otras con un joven especialmente elegido, se entregaban al amor con resultados en algunos casos desastrosos. La Iglesia, siempre preocupada, como es lógico, por la posibilidad de que volvieran a la vida dioses muertos y enterrados desde hacía mucho tiempo, se apresuró a condenar tales orgías tachándolas de actos de brujería, interpretándolas, correctamente, como un resurgir de fuerzas dionisíacas aniquiladas mucho tiempo atrás. No era difícil relacionar sexo, pecado y demonio; esa relación siguió vigente en Salem y todavía se mantiene en el día de hoy. Según todas las informaciones disponibles, en ningún lugar existen unas costumbres tan puritanas como las impuestas por los comunistas en Rusia, donde las modas femeninas, por ejemplo, son todo lo discretas que pueda desear cualquier baptista norteamericano. Las leyes del divorcio atribuyen al padre una tremenda responsabilidad con respecto a la atención de los hijos. Incluso la mayor facilidad para el divorcio en los primeros años de la revolución fue sin duda una reacción en contra del inmovilismo victoriano decimonónico en materia de matrimonio y en contra de la consiguiente hipocresía. Aunque no tenga otros motivos, un Estado tan fuerte, tan celoso de la uniformidad de sus ciudadanos, no puede tolerar durante mucho tiempo la atomización de la familia. Y sin embargo, al menos a los ojos de los estadounidenses, sigue existiendo el convencimiento de que la actitud rusa hacia las mujeres es de lascivia. Se trata, una vez más, de la obra del diablo, como también el príncipe de las tinieblas actúa en el interior del eslavo que se escandaliza ante la simple idea de que una mujer se desvista en un espectáculo de variedades. Nuestros contrarios incurren siempre en el pecado del sexo, y el demonismo se vale de este convencimiento inconsciente para extraer de él tanto su gancho sensual como su capacidad para encolerizar y asustar.
Volvamos ahora a Salem, y al reverendo Hale que, básicamente, se ve a sí mismo como un joven médico en su primera visita a domicilio. Va a poder por fin utilizar su repertorio —adquirido a costa de mucho esfuerzo— de síntomas, frases hechas y procedimientos diagnósticos. La carretera que une Beverly con Salem está excepcionalmente concurrida esta mañana y en su camino ha oído cientos de rumores que le hacen sonreír ante la ignorancia de los pequeños terratenientes acerca de esta ciencia tan precisa. Se siente en comunión con las mejores cabezas de Europa: reyes, filósofos, científicos y eclesiásticos de las diferentes Iglesias. Su meta es la luz, el bien y su conservación, y conoce la exaltación de los afortunados cuya inteligencia, aguzada por el minucioso estudio de enormes tratados, se pone finalmente en marcha para iniciar lo que quizá llegue a ser una sangrienta batalla con el mismísimo Lucifer.
(Hale aparece cargado con media docena de pesados libros).
HALE: Por favor, ¿puede ayudarme alguien?
PARRIS (encantado): ¡Señor Hale! ¡Cuánto me alegra volver a verle! (Cogiendo algunos de los libros). ¡Vaya, cómo pesan!
HALE (dejando los que todavía conserva): Así debe ser, puesto que están cargados de autoridad.
PARRIS (un tanto sobrecogido): Veo que viene muy preparado.
HALE: Necesitaremos estudiar el caso a fondo si se trata de descubrir al maligno. (Advirtiendo la presencia de Rebecca). ¿No será usted Rebecca Nurse?
REBECCA: Lo soy. ¿Me conoce?
HALE: Es extraño que la haya reconocido, aunque supongo que tiene usted el aspecto de buena persona que le corresponde. En Beverly todos hemos oído hablar de su generosidad con los necesitados.
PARRIS: ¿Conoce a este caballero? El señor Thomas Putnam. Y Ann, su excelente esposa.
HALE: ¡Putnam! No esperaba encontrarme con personas tan distinguidas, se lo aseguro.
PUTNAM (complacido): No parece que eso nos sirva de mucho en el día de hoy, reverendo Hale. Queremos pedirle que venga a nuestro hogar y salve a nuestra hijita.
HALE: ¿También su hija está enferma?
SRA. PUTNAM: Su alma…, parece que se le escapa el alma. Está dormida y sin embargo anda…
PUTNAM: No come.
HALE: ¡No come! (Reflexiona. Luego, dirigiéndose a Proctor y a Giles Corey): ¿También sus hijos padecen alguna dolencia?
PARRIS: No, no, son granjeros. John Proctor…
GILES: Proctor no cree en brujas.
PROCTOR (a Hale): Nunca he hablado de brujas ni en un sentido ni en otro. ¿Viene conmigo, Giles?
GILES: No, no, John; me parece que no. Tengo que hacerle algunas preguntas un poco peculiares a este caballero.
PROCTOR: He oído que es usted una persona sensata, señor Hale. Confío en que su visita nos depare algún beneficio en materia de sentido común.
(Proctor se marcha. Hale, desconcertado, permanece inmóvil unos instantes).
PARRIS (interviniendo rápidamente): ¿Querrá examinar a mi hija, reverendo? (Lleva a Hale junto a la cama). Ha intentado saltar por la ventana; esta mañana la hemos encontrado en la carretera, moviendo los brazos como si se dispusiera a volar.
HALE (frunciendo el ceño): Trata de volar…
PUTNAM: No soporta oír el nombre del Señor, reverendo; y eso es una señal segura de brujería.
HALE (levantando las manos): No, no. Permítame que se lo explique. Mis investigaciones nada tienen que ver con la superstición. El diablo actúa de manera muy precisa; las señales de su presencia son tan claras como el cristal y he de advertirles a todos que no seguiré adelante si no están dispuestos a creerme en el caso de que no encuentre en esta niña señal alguna del infierno.
PARRIS: Sí, sí, por supuesto; estamos de acuerdo. Todos nos atendremos a lo que usted decida.
HALE: Muy bien. (Se acerca a la cama y contempla a Betty. A continuación se dirige a Parris). Dígame, señor mío, ¿cuáles fueron los primeros indicios de que sucedía algo extraño?
PARRIS: Verá…, encontré a mi hija, junto con mi sobrina (señalando a Abigail)…, y otras diez o doce muchachas bailando anoche en el bosque.
HALE (sorprendido): ¿Está permitido el baile entre ustedes?
PARRIS: No, no, lo hacían a escondidas…
SRA. PUTNAM (incapaz de contenerse): La esclava del señor Parris sabe hacer conjuros, reverendo.
PARRIS (a la señora Putnam): No podemos estar seguros de eso, mi querida señora…
SRA. PUTNAM (asustada, con voz muy queda): Sí que estoy segura, reverendo. Yo misma mandé a mi hija… para que averiguara por Tituba quién había asesinado a sus hermanitas.
REBECCA (horrorizada): ¿Mandó usted a una niña a invocar a los muertos?
SRA. PUTNAM: ¡Que sea Dios quien me condene, pero usted no, no usted, Rebecca! ¡No volveré a tolerar que me juzgue! (A Hale): ¿Es normal perder a siete recién nacidas sin que lleguen a vivir un solo día?
PARRIS: Silencio, por favor.
(Rebecca, con gesto de intenso dolor, aparta el rostro. Se produce una pausa).
HALE: Las siete muertas al nacer.
SRA. PUTNAM (con mucho sentimiento): Sí, reverendo. (Se le quiebra la voz; alza los ojos hacia el ministro. Silencio. Hale está impresionado. Parris también le mira. Hale va a donde ha dejado los libros, abre uno, va pasando páginas y luego lee. Todos esperan, ávidos).
PARRIS (en tono confidencial): ¿Qué libro es ese?
SRA. PUTNAM: ¿Qué es lo que hay ahí, reverendo?
HALE (manifestando un gusto evidente por las tareas intelectuales): Aquí está todo el mundo invisible, dominado, definido y calculado. En estos libros aparece el diablo despojado de todos sus toscos disfraces. Aquí se hallan todos los espíritus de los que ustedes han oído hablar: íncubos y súcubos; las brujas que se trasladan por tierra, por aire y por mar; los magos nocturnos y diurnos… No tengan miedo; si se ha presentado entre nosotros, lo descubriremos, ¡y me propongo aniquilarlo por completo en el caso de que nos haya mostrado su rostro! (Se dirige hacia la cama).
REBECCA: ¿Sufrirá la niña?
HALE: No se lo puedo decir. Si está verdaderamente en las garras del demonio, es posible que tengamos que rasgar y abrir para liberarla.
REBECCA: En ese caso creo que me iré. Soy demasiado vieja para esto. (Se pone en pie).
PARRIS (tratando de mostrarse convencido): ¿Se va, Rebecca? ¡Quizá sajemos hoy, curándolo, el divieso de todos nuestros problemas!
REBECCA: Esperemos que así sea. Rogaré a Dios por usted, reverendo.
PARRIS (con turbación y resentimiento): Confío en que con eso no quiera decir que desaprueba lo que hacemos. (Ligera pausa).
REBECCA: Me gustaría estar más segura de su eficacia. (Sale; a los demás les molesta su tono de superioridad moral).
PUTNAM (con brusquedad): Vamos, señor Hale, sigamos adelante. Siéntese aquí.
GILES: Señor Hale, hay algo que siempre he querido preguntar a una persona entendida… ¿Qué significa la lectura de libros extraños?
HALE: ¿Qué libros?
GILES: No se lo puedo decir; los esconde.
HALE: ¿Quién hace eso?
GILES: Martha, mi mujer. Muchas veces me despierto de noche y la veo en un rincón, leyendo un libro. Dígame, ¿qué le parece eso?
HALE: Bien, eso no significa necesariamente…
GILES: ¡Me tiene desconcertado! Anoche, fíjese bien, lo intentaba una y otra vez, pero no conseguía decir mis oraciones. Y luego Martha cerró el libro, salió de la casa y, de repente, mire por dónde, ¡pude rezar de nuevo!
Hay que decir unas palabras sobre el viejo Giles, aunque sólo sea porque su destino resultó tan notable y tan distinto del de todos los demás. Tenía poco más de ochenta años por aquel entonces, y es el más cómico de los protagonistas de esta historia. A nadie se le ha acusado nunca de tantas cosas. Si se echaba de menos una vaca, el primer pensamiento era buscarla por los alrededores de la casa de Corey; un fuego que se declarase de noche le hacía inmediatamente sospechoso de incendio premeditado. Le traía sin cuidado la opinión pública, y sólo en sus últimos años —después de casarse con Martha— empezó a interesarle la religión. Es muy probable que se atascara en sus rezos por culpa de Martha, pero Giles olvidó decir que hacía muy poco que había aprendido sus primeras oraciones y que resultaba muy fácil conseguir que se atascara. Era un maniático y un pesado, pero, en el fondo, se trataba de un hombre valeroso y muy ingenuo. Durante el juicio, cuando se le preguntó en una ocasión si le había asustado el extraño comportamiento de un cerdo, respondió que se había dado cuenta de que era el demonio con forma de animal. «¿Qué fue lo que le atemorizó?», le preguntaron entonces. Giles olvidó todo menos la palabra «atemorizó», y respondió al instante: «No creo haber usado esa palabra en toda mi vida».
HALE: ¡Ah! Interrumpir las oraciones…, eso es extraño. Usted y yo tenemos que hablar más sobre ese asunto.
GILES: No digo que esté tocada por el demonio, entiéndame, pero me gustaría saber qué libros lee y por qué los esconde. A mí no me contesta cuando se lo pregunto, ¿sabe?
HALE: Sí, sí, ya lo discutiremos. (Dirigiéndose a todos). Ahora escúchenme con atención: si el diablo ha entrado en ella, serán testigos de algunos terribles prodigios en esta habitación, de manera que hagan el favor de no perder la calma. Señor Putnam, colóquese muy cerca, por si echara a volar. Ahora, veamos: Betty, cariño, ¿quieres incorporarte? (Putnam se acerca, preparado para lo que haga falta. Hale sienta a Betty, que se desploma entre sus brazos). Hmmm. (La observa atentamente. Los demás miran conteniendo la respiración). ¿Me oyes? Soy John Hale, ministro de Beverly. He venido para ayudarte, cariño. ¿Te acuerdas de mis dos hijitas? (Betty permanece inmóvil entre sus manos).
PARRIS (muy asustado): ¿Cómo puede ser el diablo? ¿Por qué tendría que elegir mi casa para atacar? ¡Tenemos toda clase de personas licenciosas en el pueblo!
HALE: ¿Qué victoria conseguiría el diablo ganando un alma que ya está perdida? El maligno busca a los mejores y ¿quién mejor que el representante del Señor?
GILES: Eso es muy profundo, señor Parris, ¡ya lo creo que sí!
PARRIS (ahora con decisión): ¡Betty! ¡Responde al señor Hale! ¡Betty!
HALE: ¿Hay alguien que te esté haciendo daño, chiquilla? No tiene por qué ser una mujer, ni tampoco un hombre. Quizá viene a verte algún pájaro que resulta invisible para los demás…, tal vez un cerdo, un ratón o cualquier otro animal. ¿Hay alguna figura que te ordene volar? (La niña sigue inerte entre sus manos. En silencio. Hale vuelve a colocarle la cabeza sobre la almohada. Acto seguido, alzando las manos hacia ella, entona): In nomine Domini Sabaoth sui filiique ite ad infernos. (Betty no hace el menor movimiento. Hale se vuelve hacia Abigail, frunciendo el ceño). Abigail, ¿qué clase de danza bailasteis ayer por la noche en el bosque?
ABIGAIL: Nada especial…, un baile corriente, eso es todo.
PARRIS: Creo que debo decir que vi…, vi una olla en el lugar donde bailaban.
ABIGAIL: Sólo era sopa.
HALE: ¿Qué clase de sopa había en esa olla, Abigail?
ABIGAIL: No eran más que alubias…, y lentejas, creo, y…
HALE: Señor Parris, ¿no advirtió, por casualidad, la presencia de alguna cosa viva en la olla? ¿Un ratón, quizá, una araña o una rana…?
PARRIS (con miedo): Creo que… advertí algún movimiento… en la sopa.
ABIGAIL: ¡Saltó desde fuera, no la pusimos nosotras!
HALE (rápidamente): ¿Qué fue lo que saltó dentro?
ABIGAIL: Nada más que una ranita…
PARRIS: ¡Una rana, Abby!
HALE (atenazando a Abigail): Cabe que tu prima se esté muriendo, Abigail. ¿Invocaste anoche al maligno?
ABIGAIL: No, no; yo, no. Tituba, Tituba…
PARRIS (poniéndose lívido): ¿Tituba invocó al demonio?
HALE: Me gustaría hablar con Tituba.
PARRIS: Ann, ¿sería tan amable de traerla aquí? (Sale la señora Putnam).
HALE: ¿Cómo lo invocó?
ABIGAIL: No lo sé…, hablaba el idioma de Barbados.
HALE: ¿Sentiste alguna cosa extraña cuando lo invocó? ¿Una repentina ráfaga de viento frío, quizás? ¿Un temblor subterráneo?
ABIGAIL: ¡No vi ningún demonio! (Zarandea a Betty). ¡Betty, despierta! ¡Betty! ¡Betty!
HALE: No puedes escabullirte, Abigail. ¿Bebió tu prima del líquido que había en la olla?
ABIGAIL: ¡No, señor, no!
HALE: ¿Bebiste tú?
ABIGAIL: ¡No, señor!
HALE: ¿Te pidió Tituba que bebieras?
ABIGAIL: Sí, lo intentó, pero yo me negué.
HALE: ¿Qué nos estas ocultando? ¿Acaso has vendido tu alma a Lucifer?
ABIGAIL: ¡Yo no he vendido mi alma! ¡Soy una buena chica! ¡Soy una chica decente!
(La señora Putnam entra con Tituba e, inmediatamente, Abigail señala a la esclava con el dedo).
ABIGAIL: ¡Me obligó a hacerlo! ¡Y también a Betty!
TITUBA (escandalizada y furiosa): ¡Abby!
ABIGAIL: ¡Me hace beber sangre!
PARRIS: ¡¡Sangre!!
SRA. PUTNAM: ¿La sangre de mis hijitas?
TITUBA: No, no, sangre de gallo. ¡Les doy sangre de gallo!
HALE: Mujer, ¿has reclutado a estas criaturas para el servicio del maligno?
TITUBA: No, señor, no, ¡yo no tengo tratos con ningún demonio!
HALE: ¿Por qué no se despierta Betty? ¿Eres tú la que hace callar a esa niña?
TITUBA: ¡Yo quiero mucho a mi Betty!
HALE: Has enviado a tu espíritu para que se aposente en esa niña, ¿no es cierto? ¿Acaso cosechas almas para el maligno?
ABIGAIL: ¡Tituba me envía su espíritu cuando estoy en la iglesia, y me obliga a reír mientras rezamos!
PARRIS: ¡Es cierto que Abigail ríe con frecuencia mientras rezamos!
ABIGAIL: ¡Viene a mí todas las noches para que salga y beba sangre!
TITUBA: ¡Tú me pides que haga conjuros! Me suplicó que hiciera un bebedizo…
ABIGAIL: ¡No mientas! (A Hale): Entra en mí mientras duermo; ¡me obliga a soñar indecencias!
TITUBA: ¿Por qué dices eso, Abby?
ABIGAIL: A veces me despierto y descubro que estoy en la calle completamente desnuda. Siempre la oigo reír mientras duermo. La oigo cantar sus canciones de Barbados y tentarme con…
TITUBA: Señor reverendo, nunca…
HALE (decidido ya): Tituba, quiero que despiertes a esa niña.
TITUBA: No tengo poder sobre esa niña.
HALE: ¡No hay duda de que lo tienes, y vas a liberarla ahora mismo! ¿Cuándo te asociaste con el diablo?
TITUBA: ¡No estoy asociada con ningún demonio!
PARRIS: ¡O confiesas o te azotaré hasta quitarte la vida, Tituba!
PUTNAM: ¡Esta mujer merece la horca! ¡Hay que llevarla a la plaza y ahorcarla!
TITUBA (aterrorizada, cae de rodillas): No, no, ¡no ahorquen a Tituba! Le dije que no quería trabajar para él, señor.
PARRIS: ¿Para el demonio?
HALE: ¡Entonces lo has visto! (Tituba llora). Veamos, Tituba; sé bien que cuando nos atamos al infierno es muy difícil liberarse. Vamos a ayudarte para que lo consigas…
TITUBA (asustada ante lo que se acecina): Reverendo, creo que hay alguien más que ha estado hechizando a estas niñas.
HALE: ¿Quién?
TITUBA: No lo sé, reverendo, pero el diablo cuenta con muchas brujas.
HALE: ¡Muchas! (Es una pista). Tituba, mírame a los ojos. Vamos, mírame. (Tituba alza los ojos llena de aprensión). Tú quieres ser una buena cristiana, ¿verdad, Tituba?
TITUBA: Sí, señor, una buena cristiana.
HALE: Y quieres a estas pequeñas, ¿no es así?
TITUBA: Ya lo creo que sí, reverendo, a mí me gustan mucho los niños.
HALE: ¿Y amas a Dios?
TITUBA: Amo a Dios con todo mi ser.
HALE: Ahora, en el nombre de Dios bendito…
TITUBA: Por siempre sea alabado… (Se balancea, siempre de rodillas, gimiendo aterrorizada).
HALE: Y para su mayor gloria…
TITUBA: Su eterna gloria. Bendito y alabado sea…
HALE: Deja que entre en ti la gracia, Tituba…, deja que entre y permite que la luz divina te ilumine.
TITUBA: Bendito sea el nombre del Señor.
HALE: Cuando el maligno se te aparece, ¿lo acompaña alguna vez… otra persona? (Tituba le mira fijamente a los ojos). ¿Quizás una persona del pueblo? ¿Alguien que tú conoces?
PARRIS: ¿Quién ha venido con él?
PUTNAM: ¿Sarah Good? ¿Has visto alguna vez a la comadre Good con él? ¿Has visto a la comadre Osburn?
PARRIS: ¿Era hombre o mujer?
TITUBA: Hombre o mujer. Era…, era mujer.
PARRIS: ¿Qué mujer? Una mujer, has dicho. ¿Qué mujer?
TITUBA: Estaba muy oscuro y no…
PARRIS: Si lo viste a él, ¿por qué no pudiste verla a ella?
TITUBA: Es que siempre están hablando; corren de aquí para allá y conversan…
PARRIS: ¿Quieres decir que procedían de Salem? ¿Brujas de Salem?
TITUBA: Eso creo, sí, señor.
(Hale la toma de la mano. Tituba se sorprende).
HALE: No debe darte miedo decirnos quiénes son, ¿entiendes? Te protegeremos. El maligno nunca puede vencer a un ministro del Señor. Lo sabes, ¿verdad?
TITUBA (besándole la mano): Sí, reverendo, claro que lo sé.
HALE: Has confesado tu participación en actos de brujería, y eso es una prueba de tu deseo de ponerte del lado del bien. Y nosotros te vamos a bendecir, Tituba.
TITUBA (sumamente agradecida): ¡Dios le bendiga a usted también, reverendo Hale!
HALE (con creciente exaltación): Eres el instrumento que Dios ha puesto en nuestras manos para descubrir a los representantes del maligno. Has sido elegida, Tituba, se te ha escogido para ayudamos a purificar a nuestro pueblo. De manera que habla con toda claridad: vuélvele la espalda al maligno y mira a Dios, Tituba; ponte en la presencia de Dios y él te protegerá.
TITUBA (uniéndose a él): ¡Oh, Dios, protege a Tituba!
HALE (amablemente): ¿Quién se te apareció con el demonio? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cuántas personas?
(Tituba jadea y empieza de nuevo a balancearse hacia atrás y hacia delante, mirando al frente).
TITUBA: Eran cuatro. Vinieron cuatro personas.
PARRIS (presionándola): ¿Quiénes? ¿Quiénes? ¡Sus nombres, dinos sus nombres!
TITUBA (estallando de repente): ¡Ah, cuántas veces me ha ordenado el demonio que lo mate a usted, señor Parris!
PARRIS: ¡Matarme a mí!
TITUBA (con el furor de una posesa): Dice: «¡El señor Parris debe morir! El señor Parris no buen hombre, no caballero; señor Parris hombre ruin», ¡y me ordena levantarme de la cama y cortarle el cuello! (Todos se quedan boquiabiertos). Pero yo le digo «¡No! No odio a ese hombre. No quiero matar a ese hombre». Pero él dice: «¡Trabaja para mí, Tituba, y te haré libre! Te daré un vestido muy bonito, te subiré hasta lo más alto por el aire, ¡y podrás volver volando a las Barbados!». Y yo digo: «¡Mientes, demonio, mientes!». Y luego se me aparece en una noche de tormenta y me dice: «¡Mira! Tengo blancos que me pertenecen». Entonces miro… y allí está la comadre Good.
PARRIS: ¡Sarah Good!
TITUBA (balanceándose y llorando): Así es, reverendo, y la comadre Osburn.
SRA. PUTNAM: ¡Lo sabía! La comadre Osburn fue tres veces mi partera. Te lo supliqué, Thomas, ¿recuerdas? Te supliqué que no llamaras a Osburn porque le tenía miedo. ¡Mis hijitas se consumieron entre sus manos!
HALE: Ten valor; has de darnos todos los nombres. ¿Cómo puedes ver los sufrimientos de esa niña sin compadecerte? Mírala, Tituba. (Señala a Betty, en la cama). Contempla la inocencia que Dios le ha dado; su alma es muy delicada; hemos de protegerla, Tituba; el maligno anda suelto y se está alimentando de ella como se alimenta una bestia feroz con la carne de un corderito. Que Dios te bendiga por ayudarnos.
(Abigail, repentinamente inspirada, se levanta y alza la voz).
ABIGAIL: ¡Quiero sincerarme! (Todos se vuelven hacia ella, sorprendidos. Parece en éxtasis, como envuelta en una luz nacarada). ¡Quiero recibir la luz de Dios, quiero el dulce amor de Jesús! Bailé para el demonio; lo vi; escribí en su libro; pero vuelvo a Jesús; le beso la mano. ¡Vi a Sarah Good con el demonio! ¡Vi a la comadre Osburn con el demonio! ¡Vi a Bridget Bishop con el demonio!
(Mientras habla, Betty se levanta de la cama, con ojos enfebrecidos, y se une a la cantinela de Abigail).
BETTY (también con la mirada en el infinito): ¡Vi a George Jacobs con el demonio! ¡Vi a la señora Howe con el demonio!
PARRIS: ¡Habla! (Corre a abrazar a Betty). ¡Habla!
HALE: ¡Alabado sea el Señor! ¡Se ha roto el maleficio! ¡Son libres!
BETTY (gritando histéricamente y con evidente alivio): ¡Vi a Marina Bellows con el demonio!
ABIGAIL: ¡Vi a la comadre Sibber con el demonio! (Su júbilo es cada vez más manifiesto).
PUTNAM: El alguacil, ¡voy a llamar al alguacil!
(Parris comienza a gritos una oración de acción de gracias).
BETTY: ¡Vi a Alice Barrow con el demonio!
(Empieza a caer el telón).
HALE (mientras Putnam sale): ¡Que el alguacil traiga grilletes!
ABIGAIL: ¡Vi a la señora Hawkins con el demonio!
BETTY: ¡Vi a la señora Bibber con el demonio!
ABIGAIL: ¡Vi a señora Booth con el demonio!
(Mientras continúan sus gritos exaltados,
cae el telón).