Primer acto
Obertura

Un pequeño dormitorio en el hogar del reverendo Samuel Parris, en Salem, Massachusetts, en la primavera de 1692.

A la izquierda, una ventana estrecha, a través de cuyos vidrios emplomados entra el sol matinal. Cerca de la cama, que queda a la derecha, todavía arde una vela. Una cómoda, una silla y una mesita completan el mobiliario. Al fondo, una puerta da al descansillo de la escalera que lleva al piso bajo. El cuarto produce una impresión de austera limpieza. Las vigas del techo están al descubierto, y la madera es de color natural, sin barniz ni pintura de ninguna clase.

Al alzarse el telón, el reverendo Parris está de rodillas junto a la cama de su hija Betty, rezando. Betty, de diez años, yace en el lecho, inmóvil.

En la época en que sucedieron estos acontecimientos, el reverendo Parris tenía algo más de cuarenta años. En los relatos históricos su figura queda muy malparada y son muy pocas las cosas buenas que pueden decirse de él. Tenía el convencimiento de que se le perseguía dondequiera que iba, pese a sus incansables esfuerzos por congraciarse con Dios y sus convecinos. En las reuniones con sus feligreses consideraba un insulto que alguien se levantara para cerrar la puerta sin haberle pedido permiso. Era un viudo a quien no interesaban los niños y que carecía de dotes para tratarlos. Los veía como jóvenes adultos y, hasta el momento de producirse la extraña crisis que aquí se relata, ni a él, ni al resto de Salem, se le ocurrió nunca que los niños echaran de menos otra libertad que la de permitirles andar erguidos, aunque con los ojos ligeramente bajos, los brazos pegados a ambos lados del cuerpo y la boca cerrada mientras no se les invitara a hablar.

La casa del reverendo Parris se alzaba en lo que entonces llamaban «ciudad» y que hoy en día apenas alcanzaría la categoría de pueblo. La iglesia estaba cerca, y desde ahí hasta las afueras —tanto en dirección a la bahía como tierra adentro— unas cuantas casas oscuras de ventanas pequeñas se hacinaban para combatir el crudo invierno de Massachusetts. La fundación de Salem apenas se remonta a cuarenta años antes de los sucesos que aquí se relatan. Para el mundo europeo toda la provincia no era más que una frontera bárbara, habitada por una secta de fanáticos que, sin embargo, enviaba a la metrópoli productos cuya cantidad y valor aumentaban poco a poco.

Nadie sabe cómo eran en realidad sus vidas. Carecían de novelistas, pero, de todos modos, tampoco se les hubiera permitido leer novelas de haberlas tenido a su alcance. Sus creencias les prohibían cualquier cosa que se asemejara a una función teatral o a una «vana diversión». No celebraban las Navidades, y los días festivos sólo se distinguían por una mayor entrega a la oración.

Lo que no quiere decir que esta manera de vivir tan estricta y sombría careciera de interrupciones. Cuando se construía una nueva granja, los amigos se reunían para celebrarlo, se preparaban algunos platos especiales y probablemente se bebía sidra con cierto contenido alcohólico. Salem contaba con una buena colección de inútiles que perdían el tiempo jugando al tejo en la taberna de Bridget Bishop. Probablemente la dureza del trabajo, más que la fe, contribuía a evitar que se relajara la moral, porque los habitantes de Salem estaban obligados a luchar como héroes con la tierra por cada grano de trigo, y a nadie le sobraba mucho tiempo para frivolidades.

La existencia de transgresores, sin embargo, puede inferirse de la costumbre de nombrar una patrulla, integrada por dos notables, cuyo cometido era «pasear durante el tiempo dedicado al culto divino para informarse de quiénes se quedan en los alrededores del templo, sin asistir a la predicación de la palabra y a las ceremonias, y de quiénes permanecen en sus casas y en los campos sin dar una explicación convincente de sus motivos, y anotar los nombres de tales personas para entregárselos a los magistrados, a fin de que estos puedan, en consecuencia, proceder contra ellos». Este gusto por meter las narices en los asuntos de los demás era una costumbre muy arraigada entre los habitantes de Salem y, sin duda, provocó muchas de las sospechas que habrían de alimentar la locura ya cercana. Era también, en mi opinión, una de las cosas contra las que sin duda se rebelaban las personas como John Proctor, porque casi había pasado ya la época del pueblo concebido como campamento en armas, y, dada la razonable seguridad de la región, aunque todavía se produjeran excepciones, los antiguos castigos empezaban a provocar rencor. Pero, como sucede con todas estas cuestiones, la situación no era inequívoca, porque el peligro seguía existiendo, y la mejor promesa de seguridad seguía siendo permanecer unidos.

El límite de las tierras salvajes no estaba lejos. El continente americano se extendía interminablemente hacia el oeste, todavía lleno de misterio para los habitantes de Salem. Oscuro y amenazador, lo miraban con ojos vigilantes de noche y de día, porque de él surgían de cuando en cuando merodeadores de las tribus indias, y el reverendo Parris tenía feligreses que habían perdido parientes a manos de aquellos paganos.

La estrechez de miras y la intolerancia de los habitantes de Salem fueron parcialmente responsables de su fracaso en la cristianización de los indios. También, probablemente, les resultaba menos engorroso quitarles la tierra a unos paganos que a otros cristianos como ellos. En cualquier caso, fueron muy pocos los indios que se convirtieron y la gente de Salem estaba convencida de que los bosques incultos eran el refugio del demonio, su punto de apoyo y su último bastión de resistencia. Hasta donde a ellos se les alcanzaba, el bosque americano era el único lugar de la Tierra donde no se rendía culto a Dios.

Por estas y otras razones, vivían inmersos en un clima de resistencia, incluso de persecución. A sus progenitores, por supuesto, se les había perseguido en Inglaterra. De manera que ahora ellos y su Iglesia consideraban necesario oponerse a la libertad de cualquier otra secta, a fin de que su Nueva Jerusalén no se viera mancillada y corrompida por costumbres nocivas e ideas engañosas.

Creían, por decirlo en pocas palabras, que sostenían con mano firme la luz que acabaría por iluminar al mundo. Nosotros, los estadounidenses de hoy, hemos heredado esa creencia, que nos ha ayudado y nos ha perjudicado al mismo tiempo. A ellos les ayudó porque les dotó de disciplina. En términos generales, eran un pueblo austero y devoto, y tenían que serlo para soportar la vida que habían escogido o a la que habían tenido que incorporarse en razón de su nacimiento.

La prueba del valor que para ellos tenían sus creencias quizá se encuentre analizando las características, diametralmente opuestas, del primer Jamestown, asentamiento situado más hacia el sur, en la provincia de Virginia. Los ingleses que se instalaron allí llegaban sobre todo con ánimo de lucro. Se proponían sacar provecho de la riqueza de aquel nuevo país y regresar, adinerados, a Inglaterra. Eran un grupo de individualistas, personas mucho más atractivas que los colonos de Massachusetts. Pero Virginia los destrozó. Aunque Massachusetts también trató de acabar con los puritanos, estos resistieron uniéndose; crearon una sociedad comunal que, en un principio, era poco más que un campamento en armas con un gobierno autocrático muy devoto. Se trataba, sin embargo, de una autocracia por consentimiento, puesto que la sociedad estaba unida a todos los niveles por una ideología común cuya perpetuación era la razón y justificación de todas sus penalidades. De manera que su espíritu de sacrificio, su determinación, su desconfianza ante cualquier tipo de frivolidad, su justicia implacable, constituían, en conjunto, un instrumento perfecto para la conquista de un espacio tan antagónico para el ser humano como aquel.

Pero los habitantes del Salem de 1692 no eran ya unas personas tan resueltas y devotas como los colonizadores que llegaron a bordo del Mayflower. Se habían producido enormes cambios y, en su momento, una revolución había destituido al gobierno monárquico, sustituyéndolo por la junta que ostentaba el poder en aquel momento. La época en la que vivieron debió de parecerles confusa y decepcionante y, para la gente corriente, tan insoluble y complicada como a nosotros nos parece ahora la nuestra. No es difícil entender que muchos llegaran a creer que la confusión de la época tenía su origen en fuerzas oscuras muy profundas. No hay indicación alguna de la existencia de tales reflexiones en las actas del tribunal, pero el desorden social produce en cualquier época ese tipo de sospechas más o menos místicas, y cuando, como en Salem, se descubren cosas asombrosas bajo las meras apariencias, no cabe esperar que la gente resista mucho tiempo sin atacar a las víctimas con todo el ímpetu de sus frustraciones.

La tragedia de Salem, que está a punto de comenzar en estas páginas, se originó a partir de una paradoja. Se trata de una paradoja que, aunque todavía atenaza nuestras vidas, sigue sin tener visos de resolverse. La paradoja es, simplemente, la siguiente: con buenos fines, incluso con fines altruistas, los habitantes de Salem crearon una teocracia, una asociación del poder estatal y el religioso cuya función consistía en mantener unida a la comunidad y evitar cualquier tipo de resquebrajamiento que pudiera facilitar su destrucción a manos de enemigos materiales o ideológicos. Esa teocracia se fraguó para un fin necesario y alcanzó la meta propuesta. Pero toda organización se funda, inevitablemente, en la idea de exclusión y de prohibición, por la misma razón que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio. Evidentemente, llegó un momento en el que la represión en pro del orden establecido resultó más onerosa de lo que parecían requerir los peligros contra los cuales se había organizado esa represión. La caza de brujas fue una manifestación extrema del pánico que se apoderó de todas las clases sociales cuando la balanza empezó a inclinarse en favor de una mayor libertad personal.

Si nos elevamos por encima de la vileza individual desplegada en aquella crisis, no nos queda otro remedio que compadecer a sus protagonistas, como, sin duda, algún día alguien se compadecerá de nosotros. Al ser humano aún le resulta imposible organizar su vida social sin recurrir a la represión, y todavía debe encontrarse el equilibrio entre orden y libertad.

La caza de brujas no fue, sin embargo, una simple represión. Supuso también una oportunidad, largo tiempo aplazada y de similar importancia que la represión, para que todos los que lo deseasen confesaran públicamente, con el pretexto de acusar a las víctimas, su culpabilidad y sus pecados. De repente resultó posible —e incluso patriótico y santo— que un varón contara cómo Martha Corey había entrado de noche en su dormitorio, mientras su esposa dormía a su lado, procediendo a tumbarse sobre su pecho «hasta casi asfixiarlo». Por supuesto se trataba sólo del espíritu de Martha Corey, pero la satisfacción del transgresor al confesarlo no era menor que si se hubiera tratado de la Martha de carne y hueso, ya que, de ordinario, no se podía hablar de tales cosas en público.

Odios de muchos años contra vecinos se manifestaron abiertamente, y se disfrutó del placer de la venganza, pese a las caritativas recomendaciones de la Biblia. La codicia de la tierra, manifestada por las constantes disputas acerca de lindes y por la impugnación de escrituras de propiedad, pudo elevarse ahora a la esfera de la moralidad; fue posible acusar de brujería al vecino y sentirse perfectamente justificado por añadidura. Se ajustaron viejas cuentas pendientes elevándolas al plano del combate celestial entre Lucifer y el Sumo Hacedor; las sospechas y la envidia que el desgraciado sentía por el que era feliz pudieron estallar, y de hecho estallaron, dentro del marco de la venganza generalizada.

El reverendo Parris está rezando y, aunque no oímos lo que dice, da la impresión de sentirse desconcertado. Balbucea y parece contener las lágrimas hasta que, finalmente, llora; luego reza de nuevo; pero su hijita sigue inmóvil.

La puerta se abre y entra su esclava negra. Tituba tiene algo más de cuarenta años. Parris la trajo consigo de las islas Barbados, donde el reverendo, antes de ordenarse, vivió algunos años dedicado al comercio. Tituba, al entrar, se comporta como quien ya no soporta más verse privada de la presencia de un ser muy querido, pero está al mismo tiempo asustada porque su intuición de esclava le advierte que, como siempre, los problemas de la casa acabarán cayendo sobre sus espaldas.

Unas palabras sobre Thomas Putnam, un hombre quejoso de las muchas injusticias que se han cometido contra él y que, al menos en un caso, parece quejarse con razón. Algún tiempo atrás, a James Bayley, cuñado de su mujer, no le habían permitido ejercer el ministerio sagrado en Salem. Bayley reunía todos los requisitos y contaba, por añadidura, con las dos terceras partes de los votos, pero un grupo impidió que se le aceptara, por razones que no están claras.

Thomas Putnam, el primogénito del hombre más rico del pueblo, había luchado contra los indios en Narragansett y estaba muy interesado en los asuntos de la parroquia. Sin duda le pareció una muestra de ingratitud que los habitantes de Salem menospreciaran tan descaradamente a su candidato para un cargo tan importante, sobre todo si se tiene en cuenta que Thomas se consideraba intelectualmente superior a la mayoría de las personas que le rodeaban.

Su carácter vengativo quedó patente mucho antes de que comenzara el asunto de la brujería. George Burroughs, anterior ministro de Salem, había tenido que pedir dinero prestado para el funeral de su esposa y, como la parroquia se mostraba remisa en el pago de su salario, no tardó en arruinarse. Pues bien, Thomas y su hermano John hicieron encarcelar a Burroughs por deudas que en realidad no eran suyas. La importancia de este incidente estriba en que Burroughs había llegado a ser ministro, mientras que Bayley, el concuñado de Thomas Putnam, fue rechazado; con toda claridad, Putnam actuó movido por el resentimiento. Thomas Putnam consideraba que su buen nombre y el honor de su familia habían quedado en entredicho por el comportamiento del pueblo y, al parecer, estaba decidido a poner las cosas en su sitio siempre que se le presentara la ocasión.

Otra razón para creer que se trataba de un hombre profundamente amargado fue su intento de invalidar el testamento de su padre, que dejó una cantidad desproporcionada de dinero a un hermanastro. Como en todas las demás causas públicas en las que intentó imponer su voluntad, también en esta ocasión fracasó.

Nada tiene, por tanto, de sorprendente que muchas de las acusaciones contra diversas personas sean de su puño y letra, ni que su nombre figure con mucha frecuencia como testigo para corroborar un testimonio acerca de hechos extraordinarios, o que su hija dirigiera el clamor contra los acusados en los momentos cruciales de los juicios, sobre todo cuando… Pero ya hablaremos de ello a su debido tiempo.

Proctor era un granjero con poco más de treinta años. Cabe que no perteneciera a ninguno de los grupos rivales que había en el pueblo, pero la información disponible permite deducir que tenía una manera aguda y mordiente de tratar con hipócritas. Era la clase de hombre —fornido, ecuánime y nada influenciable— que provoca el más hondo resentimiento en los grupos a los que niega su apoyo. En presencia de Proctor, un estúpido se percataba instantáneamente de su estupidez, de ahí que las personas como Proctor siempre hayan sido blanco preferido para la calumnia.

Pero, como tendremos ocasión de ver, su tranquilidad no procedía de un alma sin preocupaciones. Proctor era un pecador, culpable no sólo de transgresiones contra la moral pacata de la época, sino también contra su visión personal de lo que significa comportarse honestamente. Tales personas carecían de un ritual para limpiar sus pecados. Ese es otro de los rasgos que heredamos de ellos, y que nos ha ayudado a ser más disciplinados, aunque también se ha convertido en fuente de hipocresía. Proctor, respetado e incluso temido en Salem, llegó a creer que era casi un farsante. Pero de eso no ha salido aún a la superficie ni el más pequeño indicio y, cuando entra en el dormitorio de Betty, procedente de la abarrotada sala del piso bajo, lo que vemos es un hombre en la flor de la vida, tranquilo y seguro de sí mismo, con una gran fuerza oculta que no necesita manifestarse. Mary Warren, su criada, apenas puede hablar, presa de la vergüenza y el miedo.

Y mientras todos están tan absortos, permítasenos decir unas palabras sobre Rebecca, la esposa de Francis Nurse, uno de esos hombres, según todos los testimonios, a los que siempre respetan ambos bandos en una disputa. Se le llamaba para arbitrar, como si, de manera oficiosa, se le considerase juez, y Rebecca también gozaba del gran aprecio que la mayoría de la gente de Salem sentía por su marido. En la época de los juicios por brujería eran propietarios de trescientos acres, y los hijos del matrimonio vivían en casas propias dentro de la finca familiar. En un principio, sin embargo, Francis había arrendado la tierra y, según una teoría, a medida que la fue comprando y mejorando con ello su posición social, hubo quienes vieron con malos ojos su ascensión.

Otra posible explicación de la campaña sistemática contra Rebecca, y en consecuencia también contra Francis, es la confrontación sobre lindes que mantenía con sus vecinos, uno de los cuales pertenecía al clan Putnam. Esta disputa alcanzó en una ocasión proporciones de batalla, y se dice que se prolongó por espacio de dos días. En cuanto a la misma Rebecca, la opinión general sobre ella era tan favorable que para explicar cómo alguien se atrevió a denunciarla por bruja —y, más aún, cómo personas adultas llegaron a usar la fuerza contra ella— hemos de recordar los problemas de la época relacionados con campos y lindes.

Como ya hemos visto, el candidato de Thomas Putnam para la cura de almas en Salem era Bayley. El clan de los Nurse formaba parte de la facción opuesta a que tomara posesión. Además, ciertas familias ligadas a los Nurse por parentesco o amistad, y cuyas granjas lindaban con la de los Nurse o estaban cerca de ella, se separaron del municipio de Salem para fundar Topsfield, una entidad independiente cuya existencia era mal vista por quienes llevaban muchos años viviendo en Salem.

Que la mano directora que promovió el escándalo fue la de Putnam parece confirmarlo el hecho de que, tan pronto como se inició la persecución, el grupo de los Nurse y los habitantes de Topsfield, en señal de protesta y convencidos de que todo era un engaño, dejaron de acudir a la iglesia de Salem. Fueron Edward y Johnatan Putnam quienes firmaron la primera denuncia contra Rebecca Nurse; y fue la hijita de Thomas Putnam quien tuvo un ataque de nervios durante la vista del juicio y acusó a Rebecca de ser la causante. Como remate, la señora Putnam —que ahora mira fijamente a Betty Parris, supuestamente hechizada— acusó muy pronto al espíritu de Rebecca de «tentarla para que cometiera iniquidades», acusación que contenía más verdad de lo que ella pensaba.

El señor Hale, que rondaba los cuarenta, era un intelectual de piel tirante y ojos ansiosos. El encargo que se le hizo le agradó sobremanera; al llamársele para determinar la existencia de prácticas de brujería sintió el orgullo del especialista para cuyo único saber se encuentra, por fin, una utilidad práctica. Como la mayoría de los estudiosos, el señor Hale pasaba buena parte de su tiempo meditando sobre el mundo invisible, especialmente desde que, no mucho antes, descubriera la existencia de una bruja en su parroquia. Aquella mujer, sin embargo, cuando se la sometió a un minucioso escrutinio resultó no ser más que una persona molesta, y la niña a la que, supuestamente, había estado hechizando recuperó su comportamiento normal cuando Hale la trató con amabilidad y le proporcionó unos días de descanso en su propia casa. Aquella experiencia, sin embargo, nunca le hizo concebir la menor duda sobre la realidad del infierno ni sobre la existencia de los proteicos lugartenientes de Lucifer. Y sus creencias no lo desacreditan. Cabezas mejores que la suya estaban convencidas —todavía lo están— de que hay una comunidad de espíritus a la que no tenemos acceso. No puedo dejar de señalar que una de las frases que pronuncia el reverendo Hale nunca ha provocado la risa entre el público que asiste a la representación de esta pieza; se trata de su convencimiento de que «Mis investigaciones nada tienen que ver con la superstición. El diablo actúa de manera muy precisa». Evidentemente, ni siquiera ahora estamos totalmente seguros de que el demonismo sea una invención ni de que no haya que tomárselo en serio. Y no es casual que no logremos salir de la perplejidad.

Al igual que el reverendo Hale y las demás personas que le acompañan en el escenario, concebimos al diablo como parte necesaria de una visión cosmológica respetable. El nuestro es un imperio dividido, en el que ciertas ideas, emociones y acciones son de Dios y sus opuestas son de Lucifer. A la mayoría de los hombres le resulta tan imposible concebir una moralidad sin pecado como una tierra sin «cielo». De 1692 hasta nuestros días se ha producido un gran cambio, aunque superficial, que ha acabado con la barba de Dios y con los cuernos del demonio, pero el mundo sigue todavía atenazado entre dos absolutos diametralmente opuestos. El concepto de unidad, en el que positivo y negativo son atributos de una misma fuerza, y en el que bien y mal son realidades relativas en perpetuo cambio y siempre conjuntamente presentes en el mismo fenómeno, sigue reservado a las ciencias físicas y a los pocos que han entendido la historia de las ideas. Cuando se recuerda que, hasta la era cristiana, el mundo de los muertos, el infierno, nunca se consideró una zona hostil, y que, a pesar de algunos fallos ocasionales, todos los dioses eran útiles y su actitud hacia el hombre esencialmente amistosa; cuando vemos cómo se inculca a la humanidad, de manera continua y metódica, la idea de la vileza del ser humano —hasta ser redimido—, quizá resulte evidente la necesidad de utilizar como arma la existencia del diablo, un arma diseñada y utilizada una y otra vez en todas las épocas para fustigar a los hombres hasta lograr que se rindan a una determinada Iglesia o Iglesia-Estado.

Las dificultades que encontramos para aceptar el origen político —llamémoslo así, a falta de otra palabra mejor— del diablo obedecen en gran parte a que no sólo lo invocan y lo condenan nuestros antagonistas sociales sino también los de nuestro propio bando, sea este el que sea. Es bien conocido que la Iglesia católica, a través de la Inquisición, cultivó la idea de Lucifer como suprema encarnación del mal, pero los enemigos de la Iglesia no se han apoyado menos en Pedro Botero para mantener cautiva a la mente humana. Al mismo Lutero se le acusó de haberse aliado con el infierno, y él, a su vez, acusó de lo mismo a sus enemigos. Para mayor complicación, estaba convencido de haber tenido contactos con el demonio y de haber discutido de teología con él. A mí esto no me sorprende, porque en mi universidad un catedrático de historia —luterano, dicho sea de paso— reunía a sus alumnos postgraduados, bajaba las persianas y se comunicaba en clase con Erasmo. Nadie, que yo sepa, se burló de él de manera oficial, y la única explicación es que las autoridades universitarias, como la mayoría de nosotros, son hijas de una historia que todavía mama de las ubres del demonio. En el momento de escribir estas líneas sólo Inglaterra ha resistido la tentación contemporánea del demonismo. En los países de ideología comunista, la resistencia a cualquier importación está ligada a los súcubos capitalistas de insondable malignidad y, con respecto a Estados Unidos, a cualquier persona que no sostenga opiniones reaccionarias se la puede acusar de complicidad con el infierno rojo. De este modo la oposición política recibe una capa de inhumanidad que, desde ese momento, justifica la abrogación de todos los hábitos de relación civilizada utilizados de ordinario. Un criterio político se identifica con el bien moral, y oponerse a él se convierte, ipso facto, en maldad diabólica. Una vez que esa identificación se lleva a cabo en la práctica, la sociedad se convierte en un cúmulo de intrigas y contraintrigas, y el papel fundamental del gobierno deja de ser el de árbitro para convertirse en el de azote de Dios.

Los resultados de este proceso no se diferencian mucho de los obtenidos en otras épocas, si se exceptúa el grado de crueldad alcanzado en algunas ocasiones, y aunque no siempre. Normalmente, las acciones, los hechos de una persona, eran lo único que la sociedad se sentía cómoda juzgando. Las intenciones secretas de una acción se dejaban en manos de ministros de la Iglesia, sacerdotes y rabinos. Cuando surge el demonismo, sin embargo, las acciones se convierten en las manifestaciones menos importantes de la verdadera personalidad del ser humano. El demonio, como dice el reverendo Hale, es un tipo muy astuto y, hasta una hora antes de su caída, incluso Dios, en el paraíso, lo consideraba hermoso.

La analogía, sin embargo, parece fallar cuando se considera que, si bien entonces no había brujas, ahora sí hay comunistas y capitalistas, y los dos bandos cuentan con pruebas convincentes de que espías de ambos lados trabajan para destruir a sus adversarios. Pero se trata de una objeción que peca de frívola y que no está en absoluto avalada por los hechos. No cabe la menor duda de que la gente de Salem estaba en comunicación con el diablo e incluso le rendía culto, y si en este caso, como ha sucedido en otros, llegara a saberse toda la verdad, descubriríamos que existía una manera habitual y perfectamente establecida para invocar al espíritu de las tinieblas. Una prueba de ello es la confesión de Tituba, la esclava del reverendo Parris, y otra es el comportamiento de las chicas que, según se supo, habían participado con ella en sus brujerías.

Existen relatos de «reuniones» similares en Europa, donde las hijas de los habitantes de un pueblo se congregaban por la noche y, unas veces con fetiches, otras con un joven especialmente elegido, se entregaban al amor con resultados en algunos casos desastrosos. La Iglesia, siempre preocupada, como es lógico, por la posibilidad de que volvieran a la vida dioses muertos y enterrados desde hacía mucho tiempo, se apresuró a condenar tales orgías tachándolas de actos de brujería, interpretándolas, correctamente, como un resurgir de fuerzas dionisíacas aniquiladas mucho tiempo atrás. No era difícil relacionar sexo, pecado y demonio; esa relación siguió vigente en Salem y todavía se mantiene en el día de hoy. Según todas las informaciones disponibles, en ningún lugar existen unas costumbres tan puritanas como las impuestas por los comunistas en Rusia, donde las modas femeninas, por ejemplo, son todo lo discretas que pueda desear cualquier baptista norteamericano. Las leyes del divorcio atribuyen al padre una tremenda responsabilidad con respecto a la atención de los hijos. Incluso la mayor facilidad para el divorcio en los primeros años de la revolución fue sin duda una reacción en contra del inmovilismo victoriano decimonónico en materia de matrimonio y en contra de la consiguiente hipocresía. Aunque no tenga otros motivos, un Estado tan fuerte, tan celoso de la uniformidad de sus ciudadanos, no puede tolerar durante mucho tiempo la atomización de la familia. Y sin embargo, al menos a los ojos de los estadounidenses, sigue existiendo el convencimiento de que la actitud rusa hacia las mujeres es de lascivia. Se trata, una vez más, de la obra del diablo, como también el príncipe de las tinieblas actúa en el interior del eslavo que se escandaliza ante la simple idea de que una mujer se desvista en un espectáculo de variedades. Nuestros contrarios incurren siempre en el pecado del sexo, y el demonismo se vale de este convencimiento inconsciente para extraer de él tanto su gancho sensual como su capacidad para encolerizar y asustar.

Volvamos ahora a Salem, y al reverendo Hale que, básicamente, se ve a sí mismo como un joven médico en su primera visita a domicilio. Va a poder por fin utilizar su repertorio —adquirido a costa de mucho esfuerzo— de síntomas, frases hechas y procedimientos diagnósticos. La carretera que une Beverly con Salem está excepcionalmente concurrida esta mañana y en su camino ha oído cientos de rumores que le hacen sonreír ante la ignorancia de los pequeños terratenientes acerca de esta ciencia tan precisa. Se siente en comunión con las mejores cabezas de Europa: reyes, filósofos, científicos y eclesiásticos de las diferentes Iglesias. Su meta es la luz, el bien y su conservación, y conoce la exaltación de los afortunados cuya inteligencia, aguzada por el minucioso estudio de enormes tratados, se pone finalmente en marcha para iniciar lo que quizá llegue a ser una sangrienta batalla con el mismísimo Lucifer.

Hay que decir unas palabras sobre el viejo Giles, aunque sólo sea porque su destino resultó tan notable y tan distinto del de todos los demás. Tenía poco más de ochenta años por aquel entonces, y es el más cómico de los protagonistas de esta historia. A nadie se le ha acusado nunca de tantas cosas. Si se echaba de menos una vaca, el primer pensamiento era buscarla por los alrededores de la casa de Corey; un fuego que se declarase de noche le hacía inmediatamente sospechoso de incendio premeditado. Le traía sin cuidado la opinión pública, y sólo en sus últimos años —después de casarse con Martha— empezó a interesarle la religión. Es muy probable que se atascara en sus rezos por culpa de Martha, pero Giles olvidó decir que hacía muy poco que había aprendido sus primeras oraciones y que resultaba muy fácil conseguir que se atascara. Era un maniático y un pesado, pero, en el fondo, se trataba de un hombre valeroso y muy ingenuo. Durante el juicio, cuando se le preguntó en una ocasión si le había asustado el extraño comportamiento de un cerdo, respondió que se había dado cuenta de que era el demonio con forma de animal. «¿Qué fue lo que le atemorizó?», le preguntaron entonces. Giles olvidó todo menos la palabra «atemorizó», y respondió al instante: «No creo haber usado esa palabra en toda mi vida».